Luchar contra un sistema es algo que apenas se ha podido figurar en la imaginación de los escritores de novelas postapocalípticas o de utopías anarquistas. La mayor revolución que habrá de vivir la humanidad algún día será la de destruir sus propios sistemas normativos. ¿Por qué? Porque los sistemas y las instituciones son, en última instancia, la misma cosa: estructuras normativas. ¿Qué es la institución del Estado? Una estructura normativa que opera en un espacio físico llamado país. ¿Qué es la institución del matrimonio? Una estructura normativa que opera en un ámbito específico de asociación. Los hombres fabricamos estructuras —conscientes de ello o no—, y las estructuras nos envuelven y nos determinan en muchos aspectos. Ejemplo de esta omnipresencia es el sistema educativo que, con seguridad, tiene más o menos los mismos intereses y finalidades en todos los países modernos. Los docentes no pocas veces nos vemos confrontados con un sistema que contradice nuestra vocación de formar para la vida a las futuras generaciones; por ejemplo, queriendo brindarles la mejor formación, el sistema nos obliga a bajar el nivel de exigencia e incluso a aprobar estudiantes que no tienen las competencias necesarias. Al Estado la educación le suele servir para cosas distintas para la que está pensada; al fin y al cabo, las deudas externas no se pagan con ensayos filosóficos. Quizás no sea el caso de todos los países, pero lo que se alcanza a observar es que los actuales sistemas educativos en la práctica están pensados para hacer que la gente torpe nunca se de cuenta de que lo es (y de paso que los inteligentes se desmotiven), y eso es muy peligroso para la humanidad. Quizás el mayor tabú de nuestro siglo es el miedo a aceptar que somos débiles, que no todos somos excepcionales (y por eso las estructuras y los sistemas nos dominan). ¿Para qué, entonces, luchar contra el sistema? Para que la humanidad sea libre, para que los cambios sean reales y duraderos. ¿Es esto un llamado a la revolución? Tal vez. El cambio que necesita la humanidad, tan dada hoy a la pereza mental y a la abulia moral, es tan grande que solo una revolución cultural mayor que la del Renacimiento podrá cambiar realmente el mundo. Es frustrante tener que luchar contra un sistema que nos supera, pero no hacer nada es aún peor.
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