Artista del mes edición 91


SERGIO CALLE NOREÑA

Por Andrés Calle Noreña

Nacido en Santa Rosa de Osos, enraizado en Antioquia, es como pocos, un ciudadano del mundo. El mayor y muy querido en la familia de cinco hermanos, hijos de Darío y Lucía. Nieto admirado de sus abuelos. Su padre, desde el terruño y las fincas, le abría el mundo que él mismo hubiera querido conocer. Él cumplió los sueños encerrados, sencillos, de muchos en su solar nativo. Su progenitora es hija de un médico, intérprete y amante de la música, y es dueña de una sensibilidad exquisita, pintora. Primero con la madre y luego con una maestra local, Mariela Ochoa, empezó a pintar hace casi 50 años. Sergio, canta ópera y es un melómano consumado, cultor de las artes. Cuando recogía orquídeas en los montes y era el más aventurero en las excursiones, nunca nos imaginábamos que la geografía tendría tantos caminos y nombres. Con una inteligencia ávida de asombros. Sus estudios y trasegar son los del naturalista y el humanista. Jardinero y exportador de semillas de uchuvas y tomates de árbol, por muchas latitudes. Acogedor, fervoroso, alegre, dadivoso como el que más. Amigo muy apegado de sus compañeros de colegio y universidad, y de compadres y colegas de casi todos los continentes. Abogado de la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Se especializó en Derecho Internacional en la Universidad Paris 2 Panthéon Assas. Hizo cursos de lenguas y de «Formación de formadores», para trabajar con refugiados, en la Universidad de Hull, en Inglaterra. Luego vinieron los viajes, la hermosa familia. Su esposa María Eugenia Jordá Schloeter. Cuatro hijos nacidos en Pakistán, Suiza, Irán y Venezuela. Trabajó en el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados por casi 40 años. Su pintura pudo estar emparentada con la de los pintores antioqueños viejos, los discípulos de la Academia de San Fernando y se fue creciendo y fue evolucionando con las visitas de museos y el contacto con personas y expresiones de tantos pueblos y culturas. Escenificaba las travesías, inmersión en los grandes conflictos de estos siglos, observación de la naturaleza, encuentros y angustias de los huérfanos de tantas patrias. Siempre pensábamos que sería una plástica figurativa, que era su cosecha y lo mejor que nos podía dar. En una transición, ahora explora técnicas, se atreve, abre puertas y busca, casi que pelea, con unos cuadros que son él y son otra vida, son el universo que no conocíamos, profundos, con texturas, con movimientos, sensorialidades, colores y luces que centellean inasibles, inefables. Es una historia, una entrega amorosa, un dasein, una brega por estar vigente y un querer vivir.

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VIDA Y OBRA

Por Federico Calle Jordá

Sergio Calle Noreña debió empezar a pintar con las acuarelas de su madre, Lucía Noreña de Calle, quien lleva más de medio siglo iluminando las intrigas sutiles y silenciosas de la niebla y los árboles en la altura del trópico colombiano. De esa matriz queda huella en una anécdota: en algún grado de la primaria, una docente pensó que la tarea que Sergio entregó no era de él, sino de la mamá. Sin adentrarse a dilucidar ese cuento, digamos que quedan rastros de su pintura juvenil. Están ligados al paisaje familiar del frío norte de Antioquia en el que nació y creció. Un amplio bodegón costumbrista de la cocina de una finca, un retrato de una bisabuela, arraigan de práctica en ese universo referencial íntimo, desde el que trata al panorama como a un pariente.

La más vasta parte de su obra la pintó a lo largo y ancho del mundo, en los diferentes sitios a los que lo llevaron cuarenta años de labor humanitaria con refugiados. Cada cuadro es el paisaje de un recuerdo: una circunstancia límpida, detenida en su transparencia, cercada por el relato de una época prolija en conflictos (Afganistán, Colombia, Centroamérica, Centroáfrica, Venezuela, Pakistán). Por ello tal vez la abundancia de barreras físicas, ríos, valles, cordilleras y senderos que sitúan su pintura en el penúltimo lindero antes del horror, en el margen que cruzan los que huyen de la zozobra. Detrás de la frontera apaciguada que marca cuadro, en sus confines, se adivina el frente y se oyen los ecos de la historia. Nótese sin embargo que en estos cuadros reina un sosiego. Los paisajes lucen diáfanos, fragantes; como si de un diluvio previo acabase de surgir, fresco, nuevo, el mundo recién amanecido. Sus raros habitantes parecen pasear o esperar mirando el paisaje en el que están. Mediante estas vistas Sergio Calle Noreña parece dar testimonio de una paz recordada, y, por lo tanto, posible. A esto se añaden ciertos montajes sonrientes, ciertos aumentos desvergonzados: montañas agregadas, ríos ensanchados, nieves cascadas y cielos blanqueados para mayor lustre y majestad del alba. Una vez contó que soñaba que traía una montaña de 7000 metros desde el Karakórum para ponerla en Santa Rosa de Osos: esto permitía tener en Colombia la más alta del mundo, y también permitía que las laderas secas de Asia Central reverdecieran con bosques de altura. El sabor y la luz de ese sueño podrían servir de emblema a este largo período.

Desde hace varios meses su pintura ha dado un vuelco técnico radical, lo cual lo ha llevado a una intensidad de producción jadeante. La composición de sus cuadros mantiene un resabio de particiones paisajísticas, pero el oleo y la acuarela han cedido su eminencia al carboncillo, los pasteles y la tinta. Antes, su mirada traslucida detenía el recuerdo de un paisaje casi existente. Ahora, aún desde la memoria, vierte recuentos y ambientes movidos, entre rayas y atmósferas de color que los van presentando de una manera mucho más narrativa. Ya no solo representa, sino que también va relatando. Esto no es solo un paso franco hacia lo abstracto, sino una exploración sinestética de la remembranza: las canciones, el paladeo de los cuentos, e incluso palabras dadas como tales se entretejen en la luz.

Podría alegarse que esa luz alegre, serena, es la que une a la variedad, desde la herencia de sus principios hasta las harmonías bailadas actuales, pasando por el esplendor de los horizontes de sus paisajes. Ese parece ser el cariz que la firma.