Nada más peligroso que la gente que se cree buena. Los dictadores y sus esbirros se tenían por buenos, y por buena (y necesaria) su misión. Si todos supiéramos con exactitud qué es el bien, no tendríamos mares de gente buena haciendo cosas malas sólo porque alguien más decidió pensar por ellos.
García Márquez (cuya última novela se publicó póstumamente en marzo de este año 2024) nos recordaba todo el tiempo los alcances del mal cuando la gente practica esa sutil forma de indiferencia llamada rutina. Una vez naturalizado el mal, tenemos atornillado al poder cuando no un tirano, una estructura injusta —más difícil, acaso, esta última de combatir que los opresores— que puede perpetuarse por siglos y seguir dañando más allá de los perversos sueños de quienes las crearon. Bástenos, para la muestra, ver cómo aún en nuestros días seguimos pagando las consecuencias del colonialismo de hace dos siglos.
Aún cuando no llegásemos a saber qué es el bien, debería bastarnos el sentido de humanidad y la empatía, eso es un mejor criterio que los dogmas y los sermones. Una buena forma de romper esa rutina que legitima el mal es transformar nuestra mente y atrevernos a decir «no», como afirmaba Alain acerca del acto de pensar. Oponernos dialécticamente a lo que leemos es ya una forma de obrar en pro del bien tanto individual como social. Entonces, leamos y digamos no, miremos nuestra realidad de gente que se cree dueña de la verdad y digamos no.
Los editores.