Mundo en llamas y contexto global sin liderazgo. Esa es la coyuntura que nos está tocando vivir con dos guerras que pueden expandirse como fuego de napalm y tornarse en un polvorín de grandes proporciones. Ya no hablamos de la posible irrupción de una Tercera Guerra Mundial, sino de la Primera Guerra Global. En medio de todo este pandemonio es posible avizorar cierto síntoma de decadencia que comenzaba a preludiarse desde la puesta en marcha de la Gran Guerra (1914–1918): desde entonces nos hemos comportado como criaturas desentonadas, informes, lunáticas, que no somos capaces de comportarnos a la altura de la situación, dispuestas a poner en peligro los espacios que habitamos e incapaces de vivir en concordia con los vecinos.
Desde aquel conflicto en el que se impusieron las trincheras y los gases letales, esa gran carnicería en la que la tecnología se puso al servicio de la industria militar y de cierto engranaje con una floreciente aviación, cuyos aeroplanos, cual vampiros descomunales, propiciaron la muerte de millones de soldados que luchaban sin saber el porqué de su reclutamiento y también de civiles inermes que recibían impotentes las detonaciones desde el cielo, hemos venido perdiendo la decencia, la dignidad y el respeto como especie ante nuestros semejantes. A partir de ahí, el examen lo hemos perdido con creces desde la posterior barbarie desatada por la Segunda Guerra Mundial, también con los conflictos de la Guerra Fría, mientras las dos grandes potencias sostenían los hilos de sus países satélites —sus asociados manipulados en ese contexto bipolar— para luego presenciar una década de los 90 del siglo pasado, en la que Fukuyama pronosticó con aseveraciones infantiles el fin de la historia en un escenario futuro en el que no tendrían lugar ningún tipo de conflictos, se impondría entonces el sueño de Lennon de su Imagine, mientras un apacible Bill Clinton, en cabeza de la única superpotencia de ese entonces, tocaba tranquilo su saxofón antes del escándalo protagonizado con Mónica Lewinsky.
Desde los ataques perpetrados en el corazón de Nueva York en septiembre de 2011, seguimos impulsados como por una inercia macabra desde la oprobiosa barbarie orquestada por los líderes castrenses de esa Primera Guerra Mundial: el sueño de Fukuyama está roto y perdido, ahora somos espectadores globales de la invasión del dictador Putin contra su vecino ucraniano y también en medio de la respuesta desmedida y genocida del gobierno de Netanyahu en su lucha del ojo por ojo y el diente por diente, en aras de eliminar a Hamás de la faz de la franja de Gaza. Esta lucha sin tregua en la que actuamos como depredadores —los tiburones blancos nos dan lecciones de buen comportamiento—, es posible comprobar que la activación de los conflictos siempre viene acompañada por una actitud sintomática matizada por una gran ignorancia: ciudadanos confundidos en la masa, aturdidos, poco formados, casi que semiletrados, con vacíos en su agencia lectora, son manipulados en las urnas de votación por líderes populistas a los que solos les importa ostentar y acumular poder y que son aquellos adalides dispuestos a comportarse mal con los que no los eligieron y asimismo, a través de sus ambiciones unipersonales, prestos a invadir la soberanía de los vecinos. De ahí nuestro temor a una escalada que nos lleve a esa primera gran conflagración global.
En medio de este juego reiterado de trincheras, gases, neopopulismo y represión, la literatura, la crítica literaria, la filosofía, y demás humanidades, ofrecen las herramientas para formar ciudadanos críticos, capaces de elegir con criterio a sus dirigentes. La grave crisis de liderazgo que presenciamos podría subsanarse con grandes proyectos nacionales que promuevan la lectura de materiales literarios y filosóficos en las poblaciones, como mecanismo de consolidación del pensamiento crítico entre los ciudadanos y en los niños, como votantes de un futuro en el que elijan con criterio formado y largamente meditado a sus representantes en los centros de poder. Esta reflexión es pertinente motivarla, máxime cuando en noviembre de este 2024 se elegirá al presidente de los Estados Unidos, entre un ex estadista que deshonró con sus acciones la dignidad de su cargo y una vicepresidenta en funciones que representa la esperanza de continuar con el legado del Movimiento por los Derechos Civiles iniciado por Martin Luther King Jr en los años 60. Saber elegir bien gracias a una previa formación intelectual y educativa, es también la posibilidad de evitar que los gases mortíferos llenen nuevamente esa enorme trinchera en la que vivimos desde 1914.
Juan Manuel Zuluaga Robledo
Director de www.revistacronopio.com