¿Cuánto de todo lo que hoy se escribe y publica envejecerá bien? ¿Cuánto de eso será en la posteridad la literatura «canónica» con que los estudiosos dentro de dos o tres siglos nos estudiarán? En últimas, ¿cuál será el espíritu del siglo XXI que habrá de advertirse en el conjunto de su literatura? De momento son tantas las coyunturas, tantas las modas, tantas las fruslerías que damos por trascendentes y que, al poco tiempo, vuelven al anaquel del olvido, que en ese maremagnum de opiniones y ratones paridos por montes nos cuesta saber qué es lo que alienta nuestro siglo. Saber cuál es el árbol que ha de verse sin perdernos en el bosque es un trabajo de síntesis; y la síntesis no puede ocurrir hasta que no exista el todo. Es paradójico que tengan que ser otros los que digan quiénes fuimos nosotros. Algún día seremos la evidencia de un arqueólogo, el ejemplar de un lingüista; quizás hagan mil suposiciones sobre nosotros, o quizás sean muy precisos al contar con toneladas de fósiles digitales… nunca lo sabremos. Pero si por azares del destino este minúsculo párrafo sobrevive a las nieblas del tiempo y algún curioso arqueólogo del siglo XXX o XXXI lo ve, es bueno que sepa que nosotros sabemos que los que nos siguen tampoco serán muy diferentes a nosotros. También pensarán, como muchos necios de nuestros días, que han descubierto la felicidad, seguro que así ocurrirá. También pasará que habrá quien piense que ya llegó la tecnología que por fin superará el talento humano y que ha llegado el fin de la historia. Nada. Sabemos que la torpeza siempre vuelve. Pero también siempre estarán ahí la curiosidad y el asombro. Vivimos en un siglo especialmente libre para las artes, ojalá eso no muera. Vivientes del futuro, ¿el siglo XXI valió la pena?
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