Ciencia Cronopio

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PALMAS PARA LA DEA

Por Rodrigo Bernal*

Los incesantes escupitajos rojos de los aborígenes filipinos hicieron creer a los primeros exploradores europeos que la tuberculosis debía ser una peste común en esas islas. Muy pronto, sin embargo, los incautos descubrían la verdadera causa, y en unos pocos meses también su propia saliva se había vuelto roja. Era el betel.

Este masticatorio milenario, que al primer encuentro causaba horror a los recién llegados por la extravagante coloración que deja en la boca, muy pronto los atrapaba con aquel delicado poder de seducción que tienen todos los alcaloides. Y los viajeros aprendían entonces el ritual de preparar la dosis de mascar, que consiste en tomar la hoja suave y acorazonada del bejuco «betel», poner en ella rodajas de semillas tiernas de la palma «areca», agregar algunas especias y un poco de cal, y hacer con todo esto un pequeño envoltorio con el aspecto de un tamal pero no más grande que un bocado.

Las hojas de betel contienen varios compuestos aromáticos que le dan al preparado un sabor refrescante. Y aunque el componente esencial de la mezcla es el alcaloide que hay en las nueces de areca, fue de las hojas de betel de donde tomaron su nombre el masticatorio y la palma misma, más conocida alrededor del mundo con el nombre de palma de betel. De hecho, el nombre areca es equívoco, pues con él se designa en algunos países de Latinoamérica a una palmera ornamental diferente.

Las especias que tradicionalmente se usan para enriquecer el sabor del betel son muy variadas, e incluyen cardamomo, anís, clavos, menta y tabaco, aunque este último sólo empezó a usarse a partir del siglo XIX. El aderezo que se use, o la combinación de ellos, determinarán la intensidad del bocado. La cal, por su parte, proviene de conchas de caracol pulverizadas, y cumple, tal vez, la función más importante en el proceso: extraer el alcaloide de las semillas y facilitar su absorción en la sangre.

El alcaloide, llamado arecolina, tiene una estructura química parecida a la de la nicotina y produce unos efectos comparables a los del tabaco, el café o la hoja de coca: aumenta el estado de alerta, mitiga el hambre, reduce el cansancio y produce, en general, una sensación de energía y bienestar. Por esta razón el betel es fundamental entre las gentes del campo para soportar las agotadoras jornadas de trabajo en los cultivos o las largas caminatas por la selva.

Pero en verdad, y al igual que sucede con otros alcaloides, los efectos varían de una persona a otra, y dos consumidores pueden describir a veces efectos opuestos: aunque muchos lo consumen para distraer el hambre, a otros les abre el apetito; a la mayoría los mantiene despiertos pero hay quienes lo consumen para asegurarse un mejor sueño. Tal vez los únicos efectos comunes a todos los masticadores de betel —además de la muy alcaloidea sensación de querer uno más— son la abundante producción de saliva y el llamativo color rojo que ésta adquiere al reaccionar el alcaloide con la cal.

Y es esta profusa salivación roja la que permite identificar las áreas donde se consume betel, aun antes de encontrar el primer adicto. Pues está arraigada en todo el sur de Asia la costumbre de escupir al suelo el exceso de saliva, dejando sobre las aceras una constelación de manchas rojas, que evocan los innumerables pegotes de chicle tan característicos de los paseos públicos a este lado del océano.

Pero a diferencia de la trivial goma de mascar, el betel, al igual que otros estimulantes como el café, el té, el tabaco o la coca, ha tenido un valioso papel como elemento socializador, a veces mediado por elaborados rituales de consumo. En las Filipinas, por ejemplo, hasta hace algunas décadas era señal de la más refinada cortesía, especialmente entre las familias ricas, ofrecer a los visitantes un envoltorio de betel; el no hacerlo era considerado un gesto de poca hospitalidad.

También en Malasia se ofrecían a las visitas todos los implementos para la preparación del masticatorio, en la cual tomaba parte el anfitrión. Para ello había en cada casa toda una parafernalia del betel, fabricada en diversos materiales y a menudo con exquisitos acabados.

Y alrededor de la preparación y el consumo del betel se animaba la visita, pues nada mejor que el masticatorio para iniciar una buena conversación. Por esto resulta también apropiado para abordar situaciones difíciles, en las que ayuda a romper el hielo. No en vano los novios en Vietnam solían llevar betel a los padres de su prometida cuando la pedían en matrimonio. Aún hoy en lengua vietnamita la frase “asuntos de betel y de areca” es sinónimo de boda.

Pero además del papel social, también es común el consumo individual, a menudo como energizante, especialmente entre los pueblos tradicionales, quienes lo llevan siempre consigo por la selva. Los igorot de Filipinas, por ejemplo, cargan el betel en canasticas especiales que llevan pegadas a la cintura, un uso que evoca las mochilas con hojas de coca que portan los koguis de la Sierra Nevada de Santa Marta y otros pueblos indígenas andinos.

Y no es ésta la única semejanza que el betel guarda con la coca. Además del uso común de conchas pulverizadas para extraer el alcaloide —reemplazadas para la coca por cenizas del árbol de yarumo o por rocas calizas en zonas donde no hay conchas—, ambos productos cumplen un papel fundamental como energizantes y como elementos socializadores, se absorben por la misma ruta de las mucosas bucales y tiñen la boca de colores llamativos. Incluso el nombre «mama», con el que se conoce el betel en Timor y parte de las Filipinas, guarda un parecido tan inquietante como improbable con la voz «mambe» con que se conoce en Colombia la hoja de coca lista para su consumo.

Y también en ambos se encuentran variaciones regionales en el modo de consumirlos. En Nueva Guinea, por ejemplo, no se usan las hojas de betel para envolver el masticatorio, sino que se ponen las rodajas de nuez directamente en la boca, y se aplica la cal con pedacitos de tallo del bejuco o con sus propias espigas de frutos. Es decir, un modo de consumo casi idéntico al que se da en la Sierra Nevada de Santa Marta y otras zonas montañosas de Suramérica, donde se usa un palito para extraer la cal del poporo y aplicarla a las hojas de coca directamente en la boca.

Pero aunque ambos estimulantes tienen una historia que se remonta a más de cinco mil años, el consumo de la coca en su forma ancestral no se ha extendido más allá de los pueblos indígenas suramericanos, en tanto que el betel se difundió por todo el sur de Asia, y se consume hoy desde las costas orientales de África hasta las islas de la Micronesia. Tan amplia ha sido su dispersión, que el betel es en la actualidad la cuarta droga más consumida en el mundo, después del tabaco, el alcohol y el café. Se ha llegado a estimar que unos seiscientos millones de personas, el 10% de la humanidad, son consumidores de betel. Sin embargo, algunos cálculos más conservadores estiman el número entre doscientos y cuatrocientos millones. En cualquier caso, una cifra impresionante.

Este consumo tan elevado requiere de enormes áreas plantadas con la palma y con el bejuco, y tiene un impacto tremendo en la economía de los países productores. Sólo en Taiwán, las plantaciones de palma de betel cubren 57.000 hectáreas, el 1.6% del área de la isla. Y en la India los cultivos del bejuco abarcan 55.000 hectáreas, y su producción, procesamiento y mercadeo generan el sustento, de manera directa o indirecta, a 20 millones de personas.

Las descomunales cifras de dinero que mueve el comercio del betel han llevado a mecanismos de mercadeo que evocan al Hombre Marlboro y demás publicidad tradicional del tabaco. En Taipei, por ejemplo, se han extendido por toda la ciudad puestos callejeros de venta de betel, con paredes de cristal y atendidos por chicas hermosas y provocativamente maquilladas, las «chicas del betel», ligeras de ropa y calzadas con zapatos de plataforma, que se han convertido en un ícono de la ciudad. Fueron el tema de la película «Betel Nut Beauty», dirigida por Cheng-sheng Lin y ganadora de un Oso de Plata al mejor director en el Festival Internacional de Cine de Berlín en 2001.

Pero al igual que el tabaco, el betel no escapa a la sentencia popular según la cual todo lo bueno engorda o hace daño. Numerosos estudios han mostrado que su consumo incrementa el riesgo de adquirir cáncer de la boca o de la garganta, y se ha considerado el masticatorio como una de las diez principales causas de muerte entre los hombres en Taiwán. Estudios realizados en esa isla han mostrado que los consumidores de betel tienen 28 veces más riesgo de contraer cáncer que los no consumidores. En Pakistán el gobierno exige ahora que los paquetes de nueces de betel lleven una nota similar a las que se ponen en los paquetes de cigarrillos, advirtiendo el riesgo que su consumo implica para la salud.

Pero a pesar de las abundantes evidencias sobre su impacto en la salud, de sus efectos parecidos a los de la coca, y de las exorbitantes sumas de dinero que genera su comercio, el consumo de betel es totalmente libre alrededor del mundo. No solo se vende por todas partes en Asia, sino que se consigue en las tiendas de productos asiáticos en las grandes ciudades de Europa y Norteamérica. No es mencionado siquiera en el Acta de Sustancias Controladas de los Estados Unidos, soporte legal de la guerra a las drogas que libra en todo el mundo la DEA, la agencia de control de drogas de ese país. Y hay que ver que en esa acta se mencionan incluso el tabaco y el alcohol, aunque sólo sea para aclarar que no son sustancias controladas.

De modo que los masticadores de betel pueden seguir disfrutando tranquilos de sus bocados y tomar la inalienable decisión de morir de cáncer, si así lo desean. Al menos por ahora. Porque nunca se está a salvo de los pequeños hombres, que en cualquier momento podrían querer una tajada del negocio. Y para ello, nada mejor que declarar el betel una droga ilícita y presionar a las Naciones Unidas para que recomienden acabar con su consumo tradicional, como acaban de hacerlo con el de la coca.

Podríamos asistir entonces al espectáculo grotesco de aviones al servicio de la DEA rociando con lluvias de veneno las inmemoriales plantaciones de palma de betel en el sur de Asia, con el consentimiento de algún gobernante neurasténico. Se aseguraría así que la mayor parte de las ganancias del negocio se queden donde a unos pocos les convenga.
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* Rodrigo Bernal nació en Medellín a finales del Cretáceo. Desde 1984 ha estado asociado al Instituto de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional en Bogotá, donde fue profesor hasta 2007. Durante treinta años ha estudiado las palmas silvestres americanas, sobre las cuales ha escrito numerosos artículos científicos y varios libros, entre ellos una guía de campo de las palmas de Colombia, próxima a aparecer. Se interesa también por los nombres que la gente les da a las plantas, y está concluyendo un Diccionario de las Plantas de Colombia, que recopila más de 16.000 nombres de plantas de todo el país.

5 COMENTARIOS

  1. Rodrigo bernal G. Nunca dejará de deleitarme con su conversación o con sus escritos. Uso todos los dias conceptos aprendidos de el. La naturaleza le regalò una inteligencia superior a la común y el no ladesperdicia. Como quisiera tenerlo cerca con más frecuencia. Larga vida
    Para mi hermano admirado.

  2. ¡Felicitaciones por el artículo, muy interesante! Será cuestión de tiempo que la marihuana y la coca se legalicen, y tal vez entonces le toque el turno de la ilegalidad al betel. Ojalá que no. Adelante con las palmas.

  3. «…nació en Medellín a finales del Cretáceo.» El término «Cretáceo» está en desuso (mas o menos como desde el Mioceno), es mejor decir «Cretácico».

    Impecable artículo, disfrutado de principio a fin.

  4. Es un interesante articulo como los que sabe escribir Rodrigo Bernal, que reflejan su conocimiento integral de las palmas del mundo, puesto que incluyen dentro de sus investigaciones la importancia que tienen las palmas dentro de las culturas.

    Felicitaciones

  5. La ciencia en otras palabras. Que bueno leer artículos científicos escritos en un lenguaje `Humano.`

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