Literatura Cronopio

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TRILOGÍA DE UN HOMBRE

Por: Santiago Cárdenas

Una tarde en la aduana

El río Hudson no era el mismo después de todas esas largas lluvias, el color estaba aun más opaco y aceitoso y la marea tan inmóvil como un mar viejo y cansado. El viaje había sido extenso y agotador para todos, el buque todavía se columpiaba de un lado a otro, pero ya nadie parecía importarle su movimiento. Algunos niños y sus madres miraban desde la plataforma directamente a los ojos de los recién llegados, como escudriñando la imagen de alguien que nunca volvió, ojeando entre las cabezas de los llegados del viejo continente.
– ¡Mister, haga el favor de pasar adelante y entregar su equipaje!- dijo un hombre de la aduana de sombrero puntiagudo, rechoncho y un poco bajo de estatura. Su bigote grasiento tocaba la punta de su nariz y despedía un fuerte olor a tabaco y a licor barato.
El señor Jack Rod, caminó despacio con su pesada maleta para acercarse hacia la fila descrita por el hombre, deslizó sus zapatillas por encima de la madera húmeda como sintiéndose otra vez en casa. Miró hacía el lado derecho de la plataforma y observó cómo el agua estaba distante de la cubierta, veía también el nombre del barco el American Relief, brillando en onduladas líneas blancas encima del agua. En el cielo una gran nube de humo se evaporaba por encima de los escapes y las chimeneas. Las gaviotas y los pájaros carroñeros luchaban por el calor que botaban las calderas y se picoteaban unas a otras por los peces muertos que flotaban cerca de la orilla.
– ¡Siguiente, rápido!, pasaporte, profesión, nacionalidad… – salpicó las palabras, un hombre sucio de labios tan pequeños como un alfiler.
– Soy americano, periodista. – Le explicó Jack – Aquí está mi pasaporte y mis documentos.
– The Worker, ¿Qué diario se puede llamar así? ¿Otro socialista? – Preguntó el viejo     – ¡Hasta cuándo tendremos que soportar a estos rojos traidores!.
– Le recuerdo que The Worker es una publicación sin ningún vínculo político, ¿De dónde saca usted eso de que es socialista?
– ¡Eso lo diré yo cuando se me venga en gana! – gritó un poco fuerte el oficial – A ver… ¿qué tenemos aquí?, esto está interesante… ¡Carl ven aquí! mira este hombre lo que tiene… usted estará muy pronto en problemas Mister Rod. O lo llamo ¿Red?. Usted ya debe conocer bien que los documentos en su equipaje son material clasificado ¿Es usted un espía?
– ¿Cómo se le puede ocurrir? ¡Por todos los cielos! Ni siquiera parezco serlo. No llevo nada importante ahí, sólo unas cuantas anotaciones que necesito para escribir – le dijo Jack, un poco exaltado – No me acuse de espía por favor, usted más que nadie sabe cuál es mi trabajo.
– Lleven al señor Red a plataforma, y hagan que se calle esa bocota. – concluyó como un juez, el viejo con tono rígido.
Los militares lo sacaron arrastrado por los hombros y lo llevaron cerca de un viejo container oxidado que decía Republic en uno de los costados. Desde ahí arrodillado, mientras les preguntaba por el destino de su equipaje, Jack observaba la tienda del Cunard y los grandes lazos que amarraban al Relief. Era un buque grande, que podía medir igual que un edificio de ocho pisos. Toda su proa era de una tinta de color negro y sus niveles de transporte de un blanco tan pulcro que se perdía en el horizonte. Aunque la tarde estaba aplacada por el humo, Jack podía ver sus rostros, ninguno de los militares le dirigía una sola palabra. Sus caras eran tan rígidas como inexpresivas, no podía saber nada de ellos; ni siquiera lo que pasaba ahora por sus mentes o lo que querían hacer con él.
– Ellos me creerán débil. Así que me callaré unos minutos. – se dijo así mismo.
Un hombre llegó portando su maleta, caminó despacio acercándose y se la arrojó a los pies. Cuando la levantó del suelo, Jack se percató que pesaba un poco menos, así que se decidió abrirla y se encontró que faltaban todos sus documentos y muchos de los apuntes. Al verle sorprendido el hombre le vociferó sin dejarle hablar.
–  ¡Son ordenes Red! Usted entiende. – y se fueron uno a uno alejándose de la escena como sombras, dándole cada uno su espalda como en una retirada ensayada.
Jack no alcanzó a contestarles una palabra cuando se perdieron en las cortinas de neblina que atravesaban el puerto. Las personas iban y volvían, mientras tanto él arreglaba sus pertenencias dejadas así en la inspección por el oficial y trataba de conseguir un taxi en el gran puerto de Nueva York.
Hacía unos meses Jack había rentado con el máximo sigilo, el piso superior del recién inaugurado restaurante de su amiga Rita Holliday, conocido como el Greenwich Village Inn. La señorita Holliday era alguien muy cordial, pelirroja, delgada y algo agraciada. Además era muy buena persona como para tener un restaurante y ocuparse de todos esos chicos que llegaban de las escuelas cercanas y de tipos rudos que la cortejaban y se pasaban de copas y manos.
Jack exploró la habitación, sacó su diccionario en ruso y un paquete de cigarrillos Poctob, notó que quedaba un sólo cigarro un poco aplastado, lo fumó mirando la calle y el parque donde algunos chicos jugaban con unos aros de hule. Agarró el teléfono e hizo una llamada a su diario para comentar lo sucedido, pero en ese momento le dijeron que no había nada que hacer. Le indicaron que todo se arreglaría con la aduana en la mañana siguiente.
Mientras descansaba por fin la espalda y los pies en una silla de madera, Jack sacó su máquina de escribir Underwood, y la puso encima de la mesa cerca de la biblioteca. Era su cuarta máquina de escribir ese año. El fuego de mortero había acabado con la anterior, en el mismo instante cuando aguardaba en una trinchera en la batalla de Marne. Ese día un soldado de apellido Smith, de menos de veinte años, habría quedado hervido junto a él.
Jack la miraba atentamente. Pero nada se le ocurría; así que comenzó a escribir, sabía como periodista que las hojas en blanco se superaban sólo escribiendo. Tenía además todos los eventos en su memoria. Recordaba hasta los diálogos más complicados y lejanos en la asamblea del kremlin y la vida familiar de cada uno de los líderes militares. Por fin recordó la primera frase que venía pensando a lo largo del trayecto:
A fines de septiembre de 1917 en Petrogrado vino a verme un profesor extranjero de sociología que se encontraba en Rusia…
Se detuvo en ese mismo instante. Esperó unos segundos, con la mirada puesta en el papel. Pensó en seguida aterrado de lo que veía – ¿Qué diablos creo que estoy haciendo? ¡No muevo un jodido dedo hasta que estos cabrones me devuelvan mis documentos! – se recalcó a si mismo y dio otra bocanada de su cigarro. Al terminar sacó la hoja que acababa de escribir y guardó la maquina en un viejo maletín. Observó todos los adhesivos que cubrían su antiguo estuche, y por vez primera recordó al Hotel Riviera. Se encontró por un instante en la ciudad de Nápoles y aquellos italianos sometidos por la guerra. Recordó ese viejo hotel casi en ruinas y la bandera de la cruz roja instalada por su propietario para protegerlo de los bombardeos. Un poco más a la izquierda estaba el póster del Royal Hotel de Sorrento, un lujoso paraje para la guerra, con comida y agua caliente.
Llamó otra vez al periódico, luego a la editorial y también a algunos políticos de nombre que conocía. La situación se había complicado aun más. Alguien le dijo que tocaría esperar por lo menos unos cuantos meses. Para ese momento no podía creerlo. ¿Algunos meses? ¿Qué habrá querido decir ese hombre? – Se preguntaba.
Seis largos meses fue el tiempo que tuvo que esperar por sus apuntes; mientras tanto siguió repartiendo sus días entre las clases de periodismo y literatura que impartía en su vieja y recordada universidad de Harvard, además de escribir una serie de artículos para la Metropolitan, sobre la Nueva York en depresión de esos días.
Recordó su primer relato publicado en Harvard, llamado ¨La Mano Roja¨, todos decían que había sido un cuento de venganza hacia la institución. El relato terminaba cuando el narrador hacía estallar una bomba en la oficina del decano, acto que ni el más feroz de los radicales universitarios habría soñado.
También pensó en lo difícil que había sido conseguir la beca. Sus exámenes de admisión los tuvo que repetir por sus malas calificaciones, pero la universidad, reconociendo su talento y su trabajo en Morristown, le dio una segunda oportunidad. Jack se sentía un extraño a su ingreso, pero rápidamente entabló amistad con el artista Bob Hallowell, un chico delgado y bastante alto. Jack estuvo con él en el equipo de fútbol y remo, y en buena medida fueron sus artículos en el Lampoon, los que lo volvieron cada vez más popular entre los jóvenes.
En el Harvard Monthly, Jack se sintió muy a gusto y publicó una serie de bellos relatos como  ¨Bacanal¨ y un soneto llamado ¨Guinevere¨. Por aquellos viejos tiempos conoció a Carl Binger, un judío inteligente y bajo de estatura muy discriminado por sus creencias, que lo presentó en el Pacific Monthly y en el Hardvard Advocate, dos diarios que terminaron luchándose por sus escritos.
Fueron años interesantes para Jack y él todavía los recuerda, de lecturas de Anatole France y Karl Marx. Además de haber sido el promotor de muchas de las revueltas en Harvard cuando era parte del Club Socialista, del que luego se alejó y terminó escribiendo relatos para algunas publicaciones semanales. Se dedicó también al teatro con el Club Dramático, construyendo guiones que le merecieron muy buenas críticas. ¡Aquellas épocas en Harvard!  – pensaba.
Los meses siguientes, luego de su desembarco y la pérdida de sus documentos fueron una penumbra. Jack seguía ahí en su máquina de escribir todos los días aferrándose a ese escrito que nunca lograría terminar. A su cigarro le colgaban las últimas cenizas y la habitación se llenaba cada vez más de humo, los documentos se arremolinaban en su biblioteca y el lugar se veía cada vez más sucio y decadente.
Todo le quedaba muy cerca del Village, salía de un lado para otro y volvía casi que caminando. Pero cada día esperaba perturbado por la llegada del material. Había pasado por muchos malos instantes para conseguirlo y no estaba dispuesto a que alguien le  arrebatara su momento. A veces temía perderlo, sabía que tenía entre manos una gran obra, además sus amigos lo presionaban y su editorial no descansaba, todos ellos ansiosos por ver el resultado. Pero él en cambio ahí en la mesa de escribir, seguía sin nada que decirle al papel que tenía ante sus ojos…

Un poema para ella.

Louise Bryant no era un nombre muy usual para una chica promedio de la familia académica tradicional de Harvard. Aparte de como la llamaban sus amigos, haber crecido en Portland- Oregon junto a unos padres campesinos, no le hacía su vida nada fácil.
Al graduarse Louise vivió unos cuantos meses en Rusia, pero regresó a trabajar en Harvard en la facultad de ciencias políticas. Los meses los sentía aburridos y tediosos con los estudiantes. Para aquellos días ya era una mujer de casi treinta años y parecía estar cansada de la vida universitaria.
La veía como una institución inútil que cada día perdía más su verdadero sentido político. El gran caudal de dinero y el prestigio que recibían las universidades, las hacían ver ridículas y cada día más oprimidas en ideales frescos por los cuales luchar.
Como una rutina diaria, Mrs. Louise, llegaba a su aula y se encontraba con treinta chicos que parecían todos unos ancianos, tumbados en sus escritorios como momias sin nada que decirse, ni criticar. Todos vivían como unos pequeños nenes burgueses, conservadores y un tanto aristócratas, para los cuales todo en el mundo iba muy bien.
Louise se la pasaba bien en la biblioteca de Harvard, debajo de aquellos pisos circulares llenos de libros, escribiendo su nueva novela que había titulado Seis meses en Rusia. Los estudiantes pasaban a veces y se sentaban junto a ella para que les contara aquellas historias de la Rusia de esos días. Otros en cambio, pasaban desapercibidos con sus libros bajo de los brazos, apresurados para ver un partido de fútbol o a encontrarse con alguna chica.
Eran las horas libres y Louise recorría los parques de la universidad y se acostaba en algún jardín a mirar cómo se deformaban y formaban las nubes. Ahí tumbada pensaba en la propuesta de su amiga Hugh de incorporarse al movimiento sufragista y al de anticoncepción que estaban tan de moda por esos días. Cuando reflexionaba sobre estas cosas, y viendo cómo los pájaros circulaban en el cielo suspendidos en esa marea azul, escuchó el sonido de una voz grave muy agradable que venía de la fuente más próxima.
Aun acostada vio la imagen de un hombre al revés que no respondía a ningún recuerdo, volteó su cuerpo boca abajo y esa misma imagen la llevó, en un solo instante, a los mejores momentos que había pasado junto a un hombre en su vida. El hombre que la observaba desde la fuente era Jack Rod. Ahí estaba él parado con sus lentes negros y su cabello rizado que le daban un tono intrigante, además de las botas y los jeans apretados que lo hacían parecer un granjero.
– Jack, ¿Qué diablos haces aquí? – le preguntó Louise tan emocionada, como si sus ojos vieran un muerto.
¬    – ¡Ven dame un abrazo mujer! – le susurró Jack desde la fuente fumando su cigarro y con su pie levantado sobre una escalinata.
– Todavía no puedo creer lo que veo, el propio Jack en persona. – Louise recorrió la distancia que los separaba en pocos segundos y le dio un abrazo que pudo durar una eternidad. – ¿Cuándo llegaste? ¡Que alegría verte! Te pensaba escondido o muerto en alguna trinchera.
– No digas barbaridades Louise, la yerba mala nunca muere. – dijo vacilando Jack  cargándola en sus brazos. – Llegué hace unos cuantos meses pero las cosas pintan bien en casa.
– Que alegría que estás bien y ¿Qué haces en Harvard?.
– Estoy probándome como maestro. Pero en realidad no lo hago muy bien. – le explicó Jack un poco apenado.
– ¡Ya me gustaría recibir algunas clases del reconocido y gran maestro Rod!.
– No te burles Lu. Aunque aun puedes registrarte en mi curso de verano si quieres. – le dijo sonriendo Jack. – Ahora bien, ¿Qué hace esta terrible reportera de guerra por estos lugares?
– No lo creas Jack, ya no soy reportera ahora estoy escribiendo una novela y dando algunas clases acerca del papel de las mujeres en la política. – Louise lo miró a los ojos y notó en él una impaciencia. – ¿Qué te pasa Jack?.
– No me pasa nada. Es sólo que no encuentro la manera de terminar algo que dejé empezado. Ahora tengo que preparar algunas cosas, que pena que me vaya tan deprisa, luego te contaré. – y como por un instante cambió su rumbo y se fue alejando de Louise.
– ¿Tienes tiempo mañana para un café?
– Nunca te lo negaría Jack.
– Prometido entonces. Mañana en la tarde en el Meetup. ¿Te parece?
– Te esperaré impaciente.
Louise quedó sola en el jardín, pero sentía un suave sentimiento de superioridad. Su día había cambiado por completo, la alegría de ver a Jack le daba motivos para celebrar. Ese día escribió casi un capítulo de corrido, algo sobre unos meses que pasó junto a Jack en Leningrado, que para ella habían sido unos momentos sin igual. Los dos eran seres únicos cuando estaban juntos, caminaban por entre las protestas embriagados de un sentimiento que sólo ellos podían descifrar.
Fueron aquellos meses en los que Louise envió una carta al artista Art Young, un viejo amigo mutuo. Fue una nota que escribió rápidamente con un lápiz, la cual decía: «If I get [to heaven] before you do or later — tell Jack Rod I love him.»
El amor que sentía Louise por Jack, era impredecible, lo conocía desde hacía diecinueve años, y aunque cada uno trabajaba para un periódico diferente, sus vidas volvieron a unirse en Moscú en los cubrimientos de la revolución bolchevique. La idea de su libro venía de él. Jack le decía que como reporteros tenían que dejar grandes testimonios, que ese era su compromiso con la historia.
En la mañana siguiente Louise se despertó muy temprano, dictó sus clases en la universidad y estuvo unos minutos discutiendo en el club de las mujeres durante un almuerzo celebrado por el movimiento sufragista. Su amiga Hugh le dijo que la acompañara en la reunión, pero ella se disculpó por una importante cita que tenía dos horas después.
Louise caminó hasta el Meetup, ya que el tiempo le iba de sobra. Pensaba que Jack se demoraría un poco como era habitual y que tenía unos cuantos minutos de ventaja. Cuando iba en la esquina del Midtown, vio a una pareja de enamorados reunida con un grupo de amigos socializando. Recordó en ese instante cuando Carl y Helen Walters le presentaron a Jack aquel quince de diciembre en Portland. Todo había sucedido tan rápido ese día en el Labbe Building, un estudio donde habían tenido su primer beso.
Ella estaba por esos días pasando la navidad junto a su madre y fue así como conoció a Jack. Él era un chico imponente, aunque no le pareció atractivo al primer momento que lo vio. Luego tuvo que reconocerle a su amiga Helen que le parecía casi irresistible  su forma de ser tan radical y contestataria.
Pero Louise no era una mujer tradicional, no quería matrimonio ni tampoco alguien que la atara a un estilo de vida que no iba con ella. El propio Jack la calificó en una oportunidad como una “amante de toda aventura del espíritu y mente… rehúsa atarse y atar”. Jack además era un hombre de varias mujeres, sus noches en la guerra las pasaba con cualquier chica diferente, y rápidamente se cansaba de las mujeres con las que vivía.
Mabel Dodge había sido su amante al regreso de Jack a los Estados Unidos. Louise no tenía problema con que Jack viviera con otra mujer, pero odiaba cuando se alejaba tanto de ella que ni siquiera le escribía.
Faltaban unas pocas calles para llegar, pero en ese momento Louise ya no estaba muy segura de querer verlo. Aunque estaba vestida para la ocasión, con un vestido nuevo de flores que le había regalado su madre en la navidad anterior y unos zapatos rojos que Hugh le había prestado la semana pasada. Louise no le parecía correcto verse de nuevo con Jack y menos cuando vivía con otra mujer.
Louise lo pensó un instante en el cruce del semáforo del 11th Street, cuando la luz se detuvo en rojo y la gente siguió su camino, chocando los portafolios unos con otros y caminando muy rápido. Mientras tanto, Louise con su rostro inexpresivo aguardaba en la mitad de la calle como en un momento de ensoñación.
La despertó el sonido de una bocina, seguido por el de una docena de autos desesperados en aquel embotellamiento. Louise reaccionó y dio varios pasos hacía atrás hasta quedar encaramada en la acera. Luego volteó su cuerpo y se perdió entre la gente que entraba a las pastelerías y cafés de aquella zona.
Meses más tarde llegó a casa de su madre un poema escrito a puño y letra de Jack, el cual decía:

Let my longing lightly rest
On her flower petal breast
Till the red dawn set me free
To be with my sweet
Ever and forever…

Jack.

Jack había muerto de tifo a los treinta y tres años en Moscú. Este poema le llegaba a Karen la madre de Louise, en unas cajas viejas de su hija. Jack lo había escrito desde una cárcel en los últimos instantes de su vida. Louise sin embargo también lo acompañaba en aquel lugar donde fuera que estuviera. Louise también había muerto alcohólica en Paris, unos años más tarde de la muerte de Jack. Después de aquella tarde en el jardín jamás se volverían a ver…

Preparativos inútiles

La primera vez que Mikhail Pavlov supo de Jack, fue en la sala de espera de su propia funeraria. Unos doce soldados firmes y bien parados en la mediana luz de aquella sala, le miraban con desconfianza, mientras le entregaron una carta del propio Lenin. En ella se le comunicaba lo importante que era mantener en secreto la nota y cómo se explayaban en que Mijail haría un buen trabajo, en la preparación y organización de este honroso funeral. Un poco más abajo, se leía la dirección donde se tendría que recoger el cuerpo y por quién preguntar a su llegada.
La habitación del hotel estaba atestada de soldados rusos. Cuando Mijail entró con Valentine su ayudante, vio el cuerpo rodeado de los especialistas más eminentes del Kremlin. Al acercarse al cuerpo escuchó la voz de un soldado que decía:
– Tan joven y qué buen camarada. No tuvo por qué morir.
La historia se repetía, según conoció Mijail. Los doctores no habían podido hacer nada por aquel hombre, pues la droga salvadora conocida como ampicilina, no se conseguía por culpa del bloqueo al que estaba sometida toda Rusia.
El cuerpo lo sacaron los mismos soldados, y lo subieron a un campero en dirección de la funeraria хорошее умереть, que significaba ¨Buen morir¨ en ruso. A Mijail le parecía un buen nombre, heredado desde sus bisabuelos y hasta el momento no tenía motivo para cambiarlo.
Los pagos los hizo el gobierno por adelantado y se le dio la orden a Mijail de hacer los preparativos para sepultarlo al pie de las murallas del Kremlin, donde ya habían sido enterrados los restos de los míticos zares y de algunos héroes revolucionarios.
Mijail pudo escuchar también que una chica de nombre Louise, había sufrido un infarto después de la noticia de la muerte de este hombre en aquella habitación, pero que se encontraba estable y en recuperación en alguna clínica local.
Lo otro ya no importaba, Mijail se encontraba feliz por lograr un buen trabajo en aquel mes de vacas flacas. Había mucha competencia y últimamente les había tocado lidiar hasta con diez funerarias por un sólo cadáver. Otra de las cosas era que habían perdido a Litvinenko, que era la persona interna en el UGR, es decir la medicina forense y de toxicología rusas.
Los pagos habían sido elevados, por unas atenciones especiales que se le querían dar al escritor y a sus familiares el día del funeral. Cuatro horas tardaron Mijail y Valentine arreglando el cuerpo de Jack, el tifo lo había dejado un poco delgado y con la piel bastante amarilla.
Primero lo disecaron aplicándole formalina. Luego le hicieron una incisión en una línea casi perfecta desde la traquea hasta el abdomen. Le sacaron primero los pulmones, luego el corazón, los intestinos y por último la grasa corporal. Los intestinos los fueron colocando en una bolsa negra que estaba entre las piernas de Jack. Más adelante le pusieron algodón en la boca y la nariz, lo limpiaron con varios paños y lo rellenaron de estos para luego coserlo.
Cuando lo tenían ya casi listo, Mijail que era el experto en terminar el cadáver, lo maquilló y lo vistió con un traje que le había conseguido la familia de Jack. Lo peinó como debía, y lo metió en un ataúd abierto para la ocasión.
Mijail y Valentine quedaron muy contentos con el trabajo, y hasta dijeron que podía ser el mejor de todos los trabajos que hubieran hecho para cualquier líder. Ese mismo día mientras hacían los preparativos florales y de organización del funeral, escucharon por la radio que Jack había sido un célebre escritor por su obra Días finales del terror. Valentine que era aún un chico joven, recordó el nombre del libro, era una obra obligatoria en la asignatura de historia que estaba cursando en la escuela.
Muchos en Rusia la conocían, pero había un gran número que no estaba del todo de acuerdo con la manera en la que se contaba su historia. Rich Orvel, un escritor muy conocido en su tiempo, llegó a decir que los intereses soviéticos eran capaces hasta de falsificar la historia. Acusaban al Partido Comunista británico de que en el lecho de muerte de Jack, se había destruido su versión original lanzando una versión amañada en las que se omitieron las menciones a Trotsky y la introducción de Lenin.
Para el momento Valentine organizaba unos químicos y los disolvía con mezclas en unas botellas vacías. Así mismo organizaba los pétalos rojos como se lo había indicado Mijail. Sus dedos parecían manchados de polen o de sangre que le emanaba sin que él mismo se diera cuenta.
– Señor, ¿Por qué tanto misterio?– le dijo Valentine.
– ¿Alguna vez ha sido importante que yo diga a quién preparamos y a quién no? – le recriminó Mijail.
– Claro que no señor. No lo decía por eso. – le dijo Valentine – Es que soy un gran admirador de la obra del señor Rod. El libro del que hablan tanto los periodistas en la radio es sobre de la Revolución de Octubre.
– ¿A quién le importa?. Yo soy muy viejo y no necesito de reporteros que vengan y me cuenten mi propia historia. – le respondió Mijail, después de mirar de reojo varias de las listas que tenía al frente. Los números no concordaban con algunos de los requerimientos que había hecho el Kremlin, entonces Mijail pensó en comunicarles el problema.
– Es la historia de nuestros grandes soldados y obreros en el poder, en el corazón mismo del levantamiento. – le dijo animado Valentine.
– Tan seguro de lo que dices muchacho. No me hables de esas cosas joven, tú todavía no sabes nada en realidad. Los políticos son todas unas aves rapaces, no puedo creer por lo que tendremos que pasar por culpa de todas estas ineptitudes. – Argumentó el viejo, dejando la habitación con la sola presencia de Valentine.
El joven pensaba previamente que Jack, era un militar de tantos que preparaba Mijail. Se sintió feliz de haber sido elegido para aquel trabajo. Recordó algunos párrafos del libro y todo aquello de la revolución rusa ¨ que parecía la savia misma que ascendía como por fuerza de la naturaleza, como una marea oceánica ¨. Además de las impresionantes descripciones que hacía Jack del gran Lenin – Todo tan majestuoso. – se decía así mismo Valentine.
Valentine conocía de antemano varios de los libros de Jack, como el libro sobre la revolución mexicana y varias de las notas que había hecho con los mineros de Colorado. Y realmente lo admiraba porque según él, Jack no escribía periodismo sino literatura.
Era un reportero gigante, nadie lograba su estilo, sus descripciones exactas y a la vez metafóricas de la revolución. Cómo pintaba los paisajes, las escenas, escribía los diálogos, construía los personajes, cómo se las ingeniaba para estar en todo lado.
Valentine, quería ser reportero, y Jack había sido una gran inspiración para él. Quería hacer sus reportajes sobre la historia de los obreros y lo duro de su trabajo, pero también quería aclarar las injusticias que cometía el gobierno. Él mismo llegó a pensar que Jack, estaría en aquellos momentos escribiendo varios artículos sobre las infamias que se empezaban a ver con los mismos soviets, que querían enriquecerse después de la revolución.
El joven Valentine, no pensaba que Jack había servido de idiota útil, como lo querían hacer ver algunos de sus enemigos. Por esto celebraba lo que decía la radio, una y otra vez, sobre el descontento que Jack había expresado semanas antes de su muerte, conmovido por el mundo que irrumpía en Rusia bajo la dictadura del proletariado.
Valentine semanas después del funeral de Jack, abandonó la vieja funeraria de Mijail con todo lo que había ahorrado y emprendió su carrera como periodista, escribiendo varios artículos en un periódico local, en contra de la dictadura que se veía por esos días. Trabajar en aquel periódico era algo dispendioso que le tomaba todo el tiempo, pasó desde periodista raso hasta llegar a editor y jefe del periódico.
No escribió artículos de obreros como creía, en cambio se convirtió en un gran columnista crítico sobre temas políticos y económicos. Por un tiempo fue perseguido y encarcelado, pero terminó liberado por ayuda de algunos grupos políticos e intelectuales.
Incluso señaló en uno de sus artículos que: ¨ Si el propio Jack hubiera alcanzado a padecer las primeras muestras de la contramarcha que deformó aquella dictadura del proletariado en un nuevo capitalismo en manos de una clase de gerentes y ejecutivos del Estado y en una potencia imperialista, no habría dejado de condenarlos y, a pesar de todo, seguir con el estandarte de la buena fe del  proletariado. ¨
Aquel joven reconocía que ya no era el mismo desde aquel 17 de octubre de 1920 y que quedaría siempre marcado por aquel gran día. Un día en el que centenares de banderas rojas se inclinaron ante la tumba de un cadáver que él mismo había preparado, mientras el aire se ensordecía con las salvas de los rifles.
Los candelabros brillaban bajo la tenue luz, todo por ese muchacho soñador que muchos conocían como Jack Rod. El mismo que yacía acostado con las manos bien cruzadas y rodeado de flores rojas, y que años más tarde se convertiría en la más vigorosa leyenda…
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5 COMENTARIOS

  1. Bien por la iniciativa , vacano el cuento, cuento que es historia, cuento que cuenta historia. Solo un pequeño gazapo…Lenin el inmaculado…Lenin y su visión de socialismo…perdon…quise decir ..socialismo de estado….eh me volvi a equivocar…capitalismo de estado

  2. que nota de cuento!! una vez mas los felicito por esta primera publicación. medellín estaba necesitando algo asi!!

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