Literatura Cronopio

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LA FRONTERA

Por Juan Guillermo Jiménez Moreno*

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Aunque antes era el sitio de encuentro preferido por los muchachos del barrio, nadie, en los últimos doce meses, se ha atrevido a cruzar Calle Negra a ninguna hora del día o de la noche.

A decir verdad, Calle Negra no se sabe a cual vecindario pertenece, mientras unos dicen que hace parte de La Mansión, otros insisten que es territorio de El Ventiadero. Al fin y al cabo eso no importa porque estos dos asentamientos, junto con La Colina, La Caverna, El Vergel, La Resurrección y El Calvario, integran el barrio La Trinidad, uno de los más antiguos del municipio; se dice que los primeros pobladores de la comarca erigieron sus comercios en lo que hoy se conoce como Calle Negra.

Por eso se convirtió, hasta no hace mucho, en el epicentro de las principales actividades del sector. Allí confluían habitantes de uno y otro lado. Los obreros de la hilandería iban con frecuencia a dejar parte de su sueldo en los bolsillos de las prostitutas del Bar La Careta; otros, sin que se supiera de donde provenían, adquirían canabis en el kiosco de Trinidad Aristizábal y allí mismo, si así lo deseaban, procedían a armar el cigarrillo y aspirar su aromático humo; como la policía jamás subía por allá, al frente de la tienda de don Chucho Ortiz, se instalaban los raponeros a repartir, intercambiar y comerciar el producido de sus fechorías; la música de carrilera siempre sonaba hasta muy tarde de la noche, sobre todo los fines de semana, a pesar del clamor de algunos vecinos que pedían mesura a los hermanos Meneses, ya que cada sábado colocaban la estridencia de sus parlantes al lado de la vía, y amanecían con sus caras pálidas cerca de los rescoldos humeantes de la candela utilizada para sancochar las verduras que caían de los camiones cuando eran descargados en la plaza Mayorista de Mercado de Itagüí.

Ellos las recogían hasta llenar la olla, era la única comida caliente que consumían cada semana; la sal, la manteca y el aliño, difícilmente lo recogían de lo que puerta a puerta les podían dar quienes residían en El Ventiadero.

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Hoy, aunque Calle Negra sigue siendo el lugar más conocido del barrio La Trinidad, sin que mucha gente sepa a ciencia cierta la razón, ya no es el sitio de encuentro indiscriminado de sus pobladores.

Los de La Mansión no pueden atravesar la calle, lo mismo sucede con los del Ventiadero. Tampoco pueden cruzar hacia el lado opuesto. Todo comenzó la noche en que mataron a Albeiro Cañaveral o “Chimbodioro”, así se le conocía al hombre que tenía un hijo cada cinco cuadras en el barrio, y que, con su gente armada de “changones”, llegó a cambiar algunas prácticas barriales.

El, lista en mano, se encargaba de cobrar cada semana, de casa en casa, lo que el mismo denominaba la cuota de vigilancia; imponía su propia ley, a él acudían innúmeras personas ante la presencia de algún hecho considerado anómalo. El código de “Chimbodioro” consagraba la siguiente escala de sanciones: la abstención de realizar un comportamiento, el abandono definitivo del barrio y, finalmente, la muerte.

—“Vea parcerito, si lo vuelvo a ver fumando marihuana, se tiene que pisar o lo mando tirar al piso”. De esta clase eran las sentencias que dirigía “Chimbodioro” a los que no se comportaban como él quería.

—“Óigalo bien, viejo hijueputa, la próxima vez, o se pierde del barrio o se va de cajón”. Fue la frase que le lanzó a don Chucho Ortiz, luego de que se enteró que había golpeado a su mujer.

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Nadie se atreve a comentar el motivo de la muerte de “Chimbodioro”, lo único que pervive en la mente de los vecinos es su cuerpo sin vida sobre la terrosa calle. Quedó boca abajo con el pelo revuelto y tres oquedades en la espalda. De una moto roja sin placas, comentan los que vieron, salieron los tres estallos que apagaron su existencia, luego… el ruido del motor se fue difuminando lentamente entre la polvareda que levantaba su huida.

En El Ventiadero se difundió el rumor que los homicidas provenían de La Mansión, por eso, en actitud vindicativa, antes de la media noche del día del insuceso, los dirigidos por el difunto “Chimbodioro”, a punta de pata, derrumbaron la puerta de la casa de Soledad Galeano, y en su presencia, descargaron toda su furia libidinosa en las entrañas de sus dos hijas que hasta ese día no habían probado hombre alguno. Uno tras otro salpicó de impudicia la inocencia de las niñas. Como don Vicente Rocha, su padre, que a esa hora llegaba a la casa, quiso reclamarles airadamente, le respondieron con un tiro en la frente.

Bastó un estallo para destruir la cerradura del kiosco de doña Trinidad Aristizabal. Dinero no hallaron, pero, en un abrir y cerrar de ojos, las estanterías quedaron vacías, lo que no les cupo en las manos lo sacaron a la calle para que fuera recogido por los primeros que pasaran. Culminada su labor buscaron refugio en “El Ventiadero”.

La noche siguiente, se oían riflazos provenientes de “La Mansión”, los que, después de atravesar “Calle Negra”, se depositaban en las fachadas de las casas de lo que siempre había sido “El Ventiadero”. En sentido opuesto también se produjeron disparos, esta vez sin consecuencias lamentables.

Desde este instante, los de La Mansión no volvieron a la tienda de don Chucho Ortiz. Tampoco los de El Ventiadero volvieron a comprar viandas y quincallerías al kiosco de doña Trinidad Aristizabal.

Venancio, el hijo de Soledad Galeano y del difunto don Vicente Rocha, al no soportar la muerte de su padre y el oprobio sexual a que fueron sometidas sus hermanas, prometió no permitir la entrada a “La Mansión” de los amigos de “Chimbodioro”. Tres revólveres artesanales, dos granadas y dos charangas era el arsenal que guardaba dentro de las cajas de los contadores de energía para repartir a sus compañeros y hacerle frente a los del otro lado. Día de por medio lo cambiaban de sitio para evitar que fuera descubierto. Cada vez, contra el querer de sus dueños, escogían una residencia diferente para almacenarlo.

“Calle Negra” ya era territorio de nadie. Es simplemente una calle larga y estrecha que solo utilizan los dos únicos buses que dos veces por día suben repletos de pasajeros a “El Calvario” y a “La Colina”, los dos asentamientos más alejados del barrio. Allí no se volvió a ver a ningún transeúnte.

Empero,  del  lado  de  “La Mansión”,  no  faltaban  los  chicos  que, en  noches  calmadas,  se atrevían a jugar a la pelota en las vías que desembocan en “Calle Negra”. Una patada intempestiva hace avanzar el balón más allá de la frontera; dos estallos no se hacen esperar, el primero desinfla la pelota antes de que alcance a chocar con la puerta de la tienda de don Chucho Ortiz, el segundo, frena la carrera del niño que va en busca del juguete para regresarlo al improvisado campo de fútbol.

Justo en el sitio donde cayó “Chimbodioro”, se desplomó la endeble criatura con una oquedad en la cabeza. Montones de hojas secas son arrastradas sobre el pavimento por el viento que viene del norte. Nadie se acerca. Algunas caras se asoman detrás de los vidrios de las ventanas de las casas vecinas.  Un perro con su cola en algarabía camina en dirección contraria al viento, se acerca a la inerte criatura, husmea su cuerpo y, antes de retirarse, lame su  cetrino rostro.
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* Juan Guillermo Jiménez Moreno es Juez 12 Penal del Circuito de la ciudad de Medellín (Antioquia). Es cuentista en sus ratos de ocio.

3 COMENTARIOS

  1. Es un cuento muy bién narrado y su historia es la cruda realidad en nuestra sociedad tan conflictiva de algunos barrios de nuestra ciudad.

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