Literatura Cronopio

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«SEDA» DE ALESSANDRO BARICCO

Por Carlos Patiño Millán*

“¿Tendremos que atravesar el mundo para ir a comprar los huevos como Dios manda
a un lugar en el cual si ven a un extranjero lo ahorcan?
—Lo ahorcaban —aclaró Baldabiou”.
Seda, Alessandro Baricco, página 23

Hervé y el reto de Baldabiou

Hervé Joncour, el protagonista de la novela “Seda” tiene 32 años, compra y vende seda, gusanos de seda. Alessandro Baricco, el autor de este texto de 65 capítulos, tenía 38 años cuando la escribió, nació en Turín, Italia y lo primero que hace en su introducción a la novela es, precisamente, negar su carácter. Afirma el escritor:

“Esta no es una novela. Y tampoco un cuento. Esta es una historia. Empieza con un hombre que atraviesa el mundo, y termina con un lago, que está allí, en un día de viento. El hombre se llama Hervé Joncour. El lago no se sabe.”

Se podría decir que es una historia de amor. Sin embargo, si hubiese sido así, entonces no habría valido la pena contarla. Hay de por medio sentimientos, dolores, que sabes perfectamente que lo son, pero un nombre verdadero, para decirlos, no lo tienes. Y finalmente, no es amor. (Esta es una cosa antigua. Cuando no tienes el nombre para decir las cosas, entonces utilizas las historias. Así funciona. Desde hace siglos).

Todas las historias tienen su música. Esta tiene una música blanca. Es importante decirlo porque la música blanca es una música extraña, a veces te desconcierta: se toca piano, y se baila despacio. Cuando la tocan bien, es como oír tocar el silencio, y a los que la bailan como dioses los miras y parecen inmóviles.

Mucho más que añadir, no hay. De pronto es mejor aclarar que se trata de una historia del siglo XIX: para que nadie espere encontrar aviones, lavadoras y psicoanalistas. No hay. Quizás, otra vez”.

Hervé es un hombre que cabe dentro de aquellos que hubieran podido ser alguien muy distinto a quienes son en realidad. Él, en particular, hubiera podido ser un brillante militar —esos eran los deseos de su padre— pero, algo sucedió y ahora él se gana la vida comprando y vendiendo gusanos de seda cuando todavía son huevos grises y amarillos, es decir, cuando todavía no son gusanos de seda. Los huevos se rompen a principios de mayo, liberan una larva que después de treinta días de “febril alimentación a base de hojas de morera” proceden a encerrarse en un capullo que, luego de dos semanas, deja tras de sí mil metros crudos de hilo de seda. Toda una fortuna.

Es 1861. La luz eléctrica es una hipótesis. Estamos en Lavilledieu, Francia meridional. Hervé tiene 32 años. No tiene hijos con su mujer Hélène. Hervé es un aventurero que no duda en atravesar medio mundo para conseguir los huevos de gusano: Siria, Egipto, Japón. Hervé no es un hombre rico. Es un hombre afortunado, viaja. Y quien viaja, conoce. Va y vuelve. Ve y regresa. Mira y cuenta. Con todo, asiste a su vida, no tiene la pretensión de vivirla. Baldabiou enseña a Lavilledieu a convertirse “en uno de los principales centros europeos de sericultura y filatura de seda”. La pone en el mapa. Y pone en la ruta de la seda a Hervé, pues Baldabiou convence al padre de Hervé, el alcalde de Lavilledieu, de que viaje a Egipto y no siga la carrera militar.

Cree tanto en los gusanos de seda —y en el dinero— que incluso lo convence de viajar a Japón, “al otro lado del mundo”, donde los huevos no sufren de pebrina, la epidemia que los infecta y daña. Japón es una isla llena de gusanos sanos. Hervé es el encargado de viajar a ese territorio misterioso y lejano que ha estado doscientos años separado de los extranjeros, del continente chino y del resto de la humanidad. Hervé escucha así la “llamada a la aventura”.

Cada época tiene una racionalidad que la estructura, un campo epistémico que la explica. ¨Seda” se sitúa en un tiempo y espacio definidos: 1861, una sociedad particular, una propia mirada del mundo, una manera de resolver sus dificultades y diferencias. Lavilledieu —y Francia, es de suponer— está en problemas por la epidemia. Los gusanos infectados acabarán con su prosperidad. Hay que hacer algo. Baldabiou habla. Propone. Hervé hará algo. Viajará. Emprenderá un largo viaje del que regresará con su fuego particular (Prometeo), su propio vellocino (Jasón), cruzará su río de los muertos y hablará con la sombra de su padre muerto (Eneas); un largo periplo que consistirá en más y más pasos en el camino hacia sí mismo.

El viaje a Japón supone la ligereza, aparentemente accidental, de la que habla Joseph Campbell en “El héroe de las mil caras, psicoanálisis del mito”, es decir, un accidente que revela un mundo insospechado. Hervé queda expuesto a una relación con poderes que no se entienden correctamente: Japón ha estado cerrada a todo contacto con lo extranjero. En la llamada a la aventura, recuerda Campbell, “confluyen imágenes arquetípicas activadas que simbolizan peligro, prueba, iniciación y la extraña santidad de los misterios del nacimiento”. El destino ha llamado a Hervé. Lo ha escogido. Él, que pertenece a aquellos hombres que hubieran podido ser alguien muy distinto a quienes son en realidad. La región del tesoro, los gusanos de seda, queda en una zona desconocida, una tierra distante, inexplorada. Hervé no tiene miedo. Le pide a su Hélène que no tema. Y parte hacia Japón con ochenta mil francos en oro y los nombres de tres hombres dados por Baldabiou. Hervé no se niega al llamado.

El viaje y la chiquilla

El viaje marca un cambio de régimen ontológico. Hervé viaja, hace el negocio de los huevos (paga con oro falso unos huevos de pez) y piensa en regresar. Hara Kei se lo impide. Quiere verlo, quiere conocer al extranjero que se ha atrevido a viajar. Los dos hombres hablan pero se dan cuenta de que no hablan el mismo lenguaje. No se entienden… casi. Uno apenas balbucea el francés, el otro ignora el japonés.

Entonces ocurre el milagro, abre los ojos una chiquilla blanca, no oriental. La mujer que está extendida al lado de Hare Kei no es una mujer sino “una chiquilla”. Ella bebe té de la taza de té de él y lo hace “en el punto preciso en que él había bebido”. Una vez descubierto el engaño del negocio (oro falso por huevos de pez), los dos hombres prometen que la próxima vez será distinto: el francés pagará y saldrá vivo, el japonés entregará huevos de gusanos de seda. La chiquilla se queda mirando a Hervé…

Lo invisible y lo transparente

Hervé regresa sano y salvo con huevos de gusanos de seda perfectamente sanos. Dice que el fin del mundo es invisible. Le regala a su esposa una túnica transparente. Hervé prospera. Y en octubre regresa a repetir el éxito del primer viaje. Cerca del villorrio de Hara Kei, dos siervos lo esperan y llevan su equipaje hasta el final de un bosque, “donde le indicaron un sendero y lo dejaron solo”. La vegetación, desconocida y frondosa, se abre finalmente como una ventana, “al borde del sendero”. Se ve un lago. Hara Kei y la chiquilla lo esperan. Los dos hombres hablan al pie del lago. La chiquilla es una sombra, un vestido abandonado en el suelo, un guante que Hervé deja caer sobre su vestido vacío. Días después, Hervé se atreve a preguntarle a su vendedor —quien también compra armas a un inglés— por la chiquilla. Obtiene el silencio como respuesta. Su último día le depara una sorpresa: una enorme jaula de pájaros de todas partes del mundo.

En Oriente, los hombres premian la fidelidad de sus amantes con pájaros.

El mensaje

Antes de partir, una mujer, no vieja, le deposita algo en la mano mientras lo baña. Es un pequeño folio escrito con tinta negra. Ideogramas. En japonés. Como en Lavilledieu nadie sabe descifrarlo, viaja a Nimes, pues allá vive la dueña de un burdel llamada Madame Blanche, una japonesa. El mensaje dice: “vuelve, o moriré”. Madame sentencia: “déjelo así… no morirá y usted lo sabe”. Hervé piensa en tener un hijo con su esposa. Escoge un nombre: Philippe. Oye hablar de un tal Louis Pasteur quien podría hacer algo en contra de la enfermedad que inutiliza los huevos producidos en Francia. Escucha rumores de guerra civil en Japón. La razón de los habitantes de Lavilledieu desaconseja un nuevo viaje de Hervé. Su amigo lo envió, otra vez. Ya en Japón, luego del larguísimo viaje, ve el cielo vecino de Hara Kei, poblado de pájaros. Hervé sonríe. La chiquilla lo encuentra. Sonríe, pues él ha conservado el pequeño folio. Hara Kei lo saluda. Dice que los pájaros volverán y que ella es incapaz de entender la lengua de Hervé.

Una noche, tras una fiesta en casa de Hara Kei, Hervé regresa a su casa japonesa. Allí se encuentra con dos mujeres, una de las cuales es la chiquilla. Ella lo pone entre las manos y los brazos de la otra muchacha y escapa. Hervé ama a esa otra muchacha durante horas en la oscuridad. Al otro, Hervé pasa por la morada de Hara Kei. La jaula de pájaros está llena. Dos días después y esperando todavía ver a Hara Kei o a alguna de las dos mujeres, Hervé observa una bandada de pájaros en descanso. Seis tiros dispara.

Cuando llega a su casa, le dice a Hélène que es muy feliz.

El abandono

Hervé entrega los huevos a los sericultores y prácticamente desparece de la vida de su pequeño pueblo. Quiere comprar una casa abandonada y hacer un parque, en su villa, en donde piensa construir una jaula para meter pájaros. Transcurren meses de felicidad con su esposa. Viajan, conocen, se aman, son felices. Las cosas empeoran en Japón, ya hay otros viajeros que van hasta allá a traer huevos de gusanos de seda. A pesar del peligro y de lo innecesario del viaje, Hervé parte por cuarta y última vez. Promete que volverá. Eso le dice a Hélène.

Cuando llega, empieza el fin del mundo. Guerra. Desolación. Abandono. No encuentra a Hara Kei, a su chiquilla, no compra los huevos. Nada. De repente, de esa misma nada, aparece un niño en harapos que le entrega el guante que él le dejó a esa misteriosa chiquilla. El hombre de la seda, el francés, sigue al chiquillo en procura de la chiquilla. Se internan en el bosque del fin del mundo. Viajan días hacia las montañas. Todo está en ruinas, todos huyen. Un día, descubren la caravana de Hara Kei.  Éste no quiere ver a Hervé, le dice que esta guerra no es asunto suyo. Cuando Hervé le entregas pepitas de oro, Hara Kei se marcha sin tocarlas. Hervé duerme cerca de la caravana que, al otro día, abandona el lugar. Colgado de un árbol, al lado del camino, Hervé mira al pequeño niño que lo ha guiado hasta ese lugar. Ahorcado. Dentro de los doce crímenes por los cuales es lícito condenar a un hombre a muerte está el “de llevar un mensaje de amor de su ama”. El niño era el mensaje. Hervé observa cómo Hara Kei y la chiquilla, quien viaja en una litera, pasan por última vez. El hombre queda solo en el fin del mundo. Soborna a un funcionario y compra huevos. Regresa a casa. Cuando abre las cajas de madera encuentra millones de larvas muertas. Es 1865. Hervé le confiesa su desgracia a Baldabiou. Éste prefriere hablar de otra cosa.

El fin

Japón declara lícita la exportación de huevos. Gracias al canal de Suez, el viaje a Japón se hace mucho más corto. La seda artificial ya existe. Hervé recibe un correo. Otro. Otra vez ideogramas japoneses. Va de nuevo a  ver a Madame Blanche, su traductora. Ella le lee el mensaje. Es un mensaje largo, cálido, amoroso:

Permanece así, te quiero mirar, yo te he mirado…
(…)

Muchas más palabras. Hervé regresa a su hogar. Viaja con su mujer por Europa. A veces siente ganas de descender, a través del parque, y quedarse al pie del lago. En 1871. Baldabiou deja el pueblo. Hervé y su esposa lo despiden. En 1874, Hélène muere de una fiebre cerebral. Un día, Hervé descubre una coronita de minúsculas flores azules en su tumba. Alguna vez, Baldabiou le había dicho que los hombres que iban a visitar el burdel de Madame Blanche “ostentaban en el ojal de la chaqueta pequeñas flores azules, las mismas que ella llevaba siempre en los dedos, como si fueran anillos”. Hervé vuelve al número 12 de la calle Moscat. Madame vive ahora en París. Allá marcha. Le pregunta por la carta del mensaje largo, cálido, amoroso.

“-Usted escribió esa carta, no es verdad?
(…)
-Esa carta la escribió Hélène. (…) Ya la había escrito cuando vino a verme. Me pidió que la copiara en japonés. Y yo lo hice. Es la verdad”.

Hervé vive veintitrés años más. No sale de su casa. Cuida su parque. Habla de sus viajes. Los domingos va a misa. De vez en cuando, en los días de viento, “descendía hasta el lago y pasaba horas mirándolo, ya que, diseñado en el agua, el parecía ver el inexplicable espectáculo, leve, que había sido su vida.”
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*Carlos Patiño Millán nació en Cali, Colombia. Es profesor universitario. Ha publicado libros de poemas y cuentos.

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