Literatura Cronopio

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MONTAIGNE ENTRE NOSOTROS

Por Pablo Montoya Campuzano*

El epígrafe de la «Canción de la vida profunda»  nos hace imaginar  al poeta colombiano descansando sobre los hombros de Montaigne. Barba Jacob, el hedonista inclinado a todas las perdiciones, apoyándose en la mirada tranquila del francés. Es verdad que nos hemos acercado a los Ensayos empujados por aquellas palabras que explican cómo filosofar es prepararse para la muerte. Pero Montaigne no sólo aproxima al fin de la vida dándonos como escudo su palabra. También ayuda a vivir en medio de la guerra. El, que padeció los conflictos sangrientos entre cristianos rencorosos; que vio a Francia lanzarse, como una posesa, a hogueras de  guerras fratricidas, propuso un mirada pacífica, aunque acerada y crítica de los conflictos bélicos que sembraban sus contemporáneos. Propuesta inusual para esa época en que todos estaban armados y a la espera del combate, propuesta inusual para todas las épocas crueles. En vez de ahogarse en las acaloradas faenas públicas, Montaigne optó por el retiro en su castillo de Dordogne. Desde allí escribió esas disquisiciones donde  el sujeto primordial que se trata es él mismo y, gracias a la profundidad de sus observaciones, todos los hombres.

¿Qué buscamos en Montaigne? André Gide, por ejemplo, indagó por ese punto en que la voluptuosidad y la temperancia se abrazan en una especie de sabiduría aristocrática. A Gide, que le gustó provocar su tiempo, le parecía evidente, además, el homosexualismo de Montaigne, expresado con sutileza en esas páginas que hablan sobre su amigo La Boétie. Stefan Zweig vio en la obra del francés, sin embargo, una bandera necesaria, la de la tolerancia, propia para defenderse en medio de los fascismos de todo tipo. En algunos de los más importantes escritores latinoamericanos Montaigne marca una pauta esencial. Alejo Carpentier, que se encontró a sí mismo  en el contexto de la Revolución cubana, y comprobó en ella los tiempos de la solidaridad, gustaba citarlo para explicar en qué debía consistir el objetivo de toda vida: «No hay mejor destino para el hombre que el de desempeñar cabalmente su oficio de hombre». Carpentier creyó lograr su destino escribiendo aquellas novelas memorables y trabajando para un proceso social que ahora despierta tantas sospechas. Octavio Paz, menos trascendental, recomendó  a los novelistas de la Revolución de su país, la lectura de Montaigne porque éste, más que ellos, comprendía  mejor el alma de los mexicanos y, evidentemente, la de los revolucionarios. Y Borges, que de Francia quiso entrañablemente al juglar que cantó «La canción de Rolando», a Diderot, a Hugo y a Verlaine, sugirió en lugar de pronunciar la palabra «Amistad» decir  «Montaigne».

Cada quien acude a los grandes libros según su propia brújula. Seguimos leyendo a Montaigne presionados por el papel que el intelectual debe ocupar en las sociedades occidentales. Nos sumergimos en  los Ensayos inquietos por la manera en que el individualismo se ha afianzado y evolucionado a partir de esa frase dicha por él: «Yo soy la verdad». Pero acudimos también porque nos interesa saber su posición, y la de los europeos, sobre los otros, es decir sobre nosotros. Es verdad que la lectura de su obra siempre prodiga una suerte de consuelo. Y ahí está el epígrafe de Barba Jacob: «El hombre es cosa vana, variable y ondeante». Pero igualmente señala posturas claras. Propone rumbos con una lucidez increíble para ese siglo XVI, aunque renacentista, extremista. En la relación entre Europa y América sus consideraciones siguen siendo de una actualidad indiscutible. Para ese hombre, retirado en las afuera de Burdeos, no existían bárbaros, y donde la civilización europea veía salvajes que era necesario cristianizar, él apreciaba otras formas de vida válidas y dignas de respeto. Donde los otros buscaban y encontraban centros y periferias, y toda la gama de yerros que puede suscitar este tipo de interpretación cultural, él proponía la mesura en el acercamiento, el relativismo en los conceptos. Pero Montaigne, tengámoslo presente, era un hombre de conocimiento. Lo suficiente suspicaz para saber que, en lugar de la inteligencia y la sensatez, la guerra y la intolerancia son los mejores dominios de los hombres.

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* Pablo Montoya Campuzano es un escritor colombiano, radicado en París. Es autor de los siguientes libros: Cuentos de Niquía, la Sinfónica y otros cuentos musicales, Viajero, Razia. La sed del ojo y Lejos de Roma. Profesor de Eafit y la Universidad de Antioquia. Doctorado en Literatura, melómano y estudioso de la música.

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