Invitado Cronopio

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LADRONES DE PLATA (Primera Parte)

Por Tim Keppel*
Traducción Patricia Torres Londoño
Abro mi correo y me encuentro un inesperado mensaje del sargento David Barber, del Departamento de Policía de Raleigh. Hace tres años que no tengo noticias de él, desde la última vez que regresé a los Estados Unidos, justo antes de la muerte de Mamá. Creo que sé cuál es el motivo de su mensaje y eso me trae el recuerdo de todo el incidente.

*
Después de una semana en la playa, durante la cual anduve con la elegante peluca plateada de Mamá refundida en el asiento posterior de su Buick Century, cocinándose en medio del aire húmedo y salado del mar y cubierta de arena, y, posiblemente, también loción bronceadora y restos de cerveza y carnada para peces, la peluca apareció cuando estaba empacando para llevar a Mamá hasta Raleigh, donde Marci y yo pasaríamos uno o dos días con ella, antes de regresar a Colombia.
—Vaya, aquí está mi peluca —dijo Mamá—. Llevaba días buscándola.

Y, por supuesto, yo me sentí como un miserable por no habérsela devuelto desde hacía seis días, lo cual la obligó a tener que posar para la foto definitiva y multigeneracional de la familia (que ahora está pegada a mi nevera con un imán en forma de banana) y a pasar a la posteridad con su otra peluca, esa ordinaria de pelo oscuro, que parece la piel de un animal y que en una mujer de setenta y tres años se veía (y todavía se ve) ridícula y patética.

Mamá se hospedó en la enorme casa rosada que estaba en la punta y que tenía ascensor, piscina, jacuzzi y sala de juegos, mientras Marci y yo nos quedamos en una posada barata, a una cuadra de la playa. Mamá quería que nosotros nos quedáramos con ella, pero no había cupo debido a todos los otros parientes que habían reservado con anticipación, lo cual no nos molestaba para nada. Queríamos desesperadamente que esta visita a mi madre saliera bien y sabíamos que cada segundo que pasáramos en contacto directo con ella reduciría las posibilidades de que eso sucediera.

La relación entre Mamá y yo era explosiva desde hacía mucho tiempo y Marci y yo queríamos evitar encender chispas. Esa es la razón por la que solíamos llegar tarde a las grandes comidas familiares al final del día —en las que el plato principal eran los peces que nosotros mismos habíamos pescado (sobre todo tío Waylon, que salía antes del amanecer), servidos con mazorca y camarón a la parrilla, sumergidos en mantequilla y ajo—, para asegurarnos de que los miembros del resto de la familia —bronceados y bañados y rebosantes de conversación— nos protegieran de tener contacto directo con mi madre.

No nos queríamos arriesgar a llegar cuando todo el mundo estaba todavía en la playa, recogiendo los parasoles y los neumáticos y los frisbees y toda la parafernalia de las vacaciones, y caminando a través de las dunas en una larga fila india, como un safari arrasado por la arena, y encontrarnos a Mamá en una habitación oscura con aire acondicionado, sentada en una silla de ruedas (por eso el ascensor y la extravagante casa que venía con él), rodeada de frascos de medicamentos y sumida en ese vago letargo de los enfermos. Y como dediqué todos mis esfuerzos a llegar tarde, pero no tan tarde como para retrasar la comida de todo el mundo (lo cual terminábamos haciendo de todas maneras), nunca pensé en la peluca. Además, sencillamente se me olvidó.

El viaje anual a la playa era una tradición en mi familia, que se remontaba a la época en que mis primos y yo éramos unos mocosos que corríamos descalzos persiguiendo cangrejos como locos con una red de pescar, infinitamente felices. (Es posible que nunca vuelva a ser tan feliz.) La tradición siguió hasta que los hijos de Mamá y de su hermana comenzaron a tener hijos y las familias se dividieron en ramas separadas. Pero Mamá hizo un esfuerzo sobrehumano para volver a reunir a todo el clan esa última vez. Una tarea monumental, teniendo en cuenta que eran cuarenta y tres miembros regados por todo el mapa, lo cual incluía a un hijo en Suramérica; pero Mamá, con su gran capacidad organizativa y su poder de persuasión y, claro, el inmenso drama tácito que se cernía sobre el asunto, logró que todo el mundo, hasta el último miembro, fuera durante una semana y renovara sus afectos y posara para la histórica foto en la que ella aparece con la grotesca peluca de cabello oscuro.

Esto fue cuando, una noche después de la tarta de moras, Mamá sacó una caja de recuerdos familiares que había guardado durante todos estos años y comenzó a circularla de mano en mano, mientras invitaba a todo el mundo a elegir lo que quisiera. Una foto de mi abuela, recién salida del Greensboro Women’s College, en la que se veía como Greta Garbo; una carta del abuelo a mi abuela, escrita por la misma época, muy formal excepto por el uso repetitivo y empalagoso de la expresión «mi adorada»; una foto de mi abuelo, de noventa y pico de años, montado en la parte de atrás de un convertible blanco, cuando fue nombrado invitado de honor del desfile del Día de Acción de Gracias, en atención a que había sido alcalde del pueblo. Se veía muy contento, pero sin pretensiones, sentado entre la señorita Carolina del Norte y la señorita Carolina del Sur.

Desde luego, muchos de esos objetos despertaron recuerdos e historias y de pronto alguien decía: «¡Esto tiene que quedárselo Sally!», al ver una foto del imponente Lincoln Continental del abuelo, que Sally se llevó un día para dar una vuelta con sus amigos sin tener licencia de conducción y con el cual atropelló a un viejo que iba por la carretera en una bicicleta destartalada, causándole un raspón en el brazo y en la quijada. Durante todo esto, Mamá se recostó a contemplar la escena con cara de satisfacción, complacida de que las cosas hubiesen salido tal como las había planeado y encantada de encontrarse en medio del cálido seno de su familia.

*
Así que Marci y yo nos despedimos de todo el mundo y arrancamos para Raleigh con Mamá en el puesto de atrás, la pierna estirada sobre el asiento y su peluca plateada puesta, la cual estaba un poco ajada aunque todavía se veía bastante digna. Los médicos habían tenido que ponerle una varilla en la pierna, donde el hueso se había deteriorado hasta el punto de quebrarse. Y ese no era el único lugar donde el cáncer había invadido sus huesos, sólo el peor. Marci y yo intercambiamos una mirada nerviosa que decía: ¿Seremos capaces de lidiar con esto? Era la primera vez que yo manejaba el carro de Mamá, con ella como pasajera. Mamá siempre era la que manejaba. Manejaba porque era su carro y porque ella sabía, mejor que cualquier otra persona, exactamente adónde quería ir.

Mamá no habló mucho durante el viaje. Durmió parte del camino y yo traté de limitar nuestra conversación a preguntarle sobre distintos parientes y pedirle sus comentarios sobre lo que ella pensaba que deberían estar haciendo con su vida. Sólo levantó la voz una vez y gritó: «¡Carl!» cuando me salí del camino —sólo un poco (me había quedado dormido)—, con el mismo tono que usó cuando yo tenía dieciséis y me prohibió viajar por tierra a Nueva Orleáns con un amigo, aunque de todas maneras fui. Esa fue la primera vez que se dio cuenta de que tal vez había perdido el control sobre mí, aunque aún no estaba lista para creerlo.

Sólo faltaba día y medio para que Marci y yo estuviéramos de regreso en nuestra acogedora casita rodeada de palmeras, a un continente de distancia, pero antes de eso nos esperaba un arduo trabajo.

Sabíamos por experiencia que Mamá por lo general era capaz de mantener la calma durante la mayor parte de la visita, pero cuando la partida se aproximaba perdía el control. Y eso era todavía más cierto esta vez, en la medida en que aún no había asimilado totalmente el impacto de la despedida del resto de la familia y, en consecuencia, nos había transferido a nosotros todas esas emociones crudas y sin resolver, de modo que la despedida con nosotros sería un doble golpe.

Llegamos a la casa de Mamá a media tarde. Después de ayudarla a bajar del carro con su caminador, abrí la puerta de la cocina y enseguida reconocí ese mismo olor a casa vacía y cerrada, en medio del verano, que recordaba tan bien de mis años de infancia cuando regresábamos de la playa, y volví a sentir esa profunda sensación de distanciamiento que se siente cuando uno es un niño que sólo ha conocido una casa y regresa después de estar ausente un tiempo. Todo le parece conocido pero le resulta curiosamente ajeno, incluso el zumbido corriente de la nevera. Sólo que esa sensación fue más intensa esta vez, porque esta no era la casa donde crecimos sino la que Mamá había comprado con las ganancias de la venta de esa casa cuando se mudó a Raleigh después del divorcio. Y sumado a todo eso estaba la sensación de distancia impuesta por el hecho de haber vivido fuera del país durante diez años, sin ninguna intención de regresar.

La casa de dos pisos de Mamá tenía un enorme jardín, lleno de majestuosos pinos y robles, con matas de hiedra que trepaban por los troncos y ardillas que corrían por las ramas. Tenía una cocina agradable, con gabinetes de cedro, una terraza que recibía el sol de la mañana y un hermoso estudio de paredes color caoba, que Mamá, de manera insensata, había pintado de blanco. Así como no era ningún gourmet en la cocina (siempre queso cheddar, nunca brie; lechuga repollo, nunca romana), tampoco era una experta en decoración de interiores. Su lema era la practicidad. La mayor parte de los muebles eran los mismos con los que había comenzado cuando se casó, sólo que muchos de ellos habían sido enviados recientemente a la «casa de retiro» en Virginia, cerca de mi hermana, donde viviría los pocos días que le quedaban.

Mamá había decidido dejarme esta casa a mí. Mi hermano y mi hermana ya tenían casa (y familias y vidas estables), así que ella les dejaría acciones y a mí me iba a dejar la casa. Mamá ya lo tenía todo pensado. Sólo había una condición: yo tendría que regresar a vivir en ella.

*
Almorzamos en el camino, así que al llegar no había mucho que hacer. Mamá se sentó en el sofá a revisar su archivo personal —toda su vida reducida a unas pocas cajas de cartón—, una colección de fragmentos de ella misma, que quería seleccionar para decidir qué debía desechar. Se había comprado una trituradora de papel (al mejor estilo Oliver North) y estaba siendo muy selectiva con las cosas que iba a dejar para la posteridad.

El nivel de tensión que soportamos en el carro y la perspectiva de pasar la noche con Mamá, con sus recuerdos y sus reproches y sus exigencias, habían terminado por afectar a Marci, así que subió a recostarse.
—He estado organizando mis papeles —dijo Mamá con aire de indiferencia, mientras tiraba el anzuelo—. Estoy tratando de compilarlos en un álbum. O unas memorias.

Mamá siempre pensaba que era muy sagaz y engañosa, aunque en realidad era muy transparente. Ella quería que yo pasara toda la noche absorto en la contemplación de sus recuerdos y exclamando ¡Ah! y ¡Ooh!, al ver sus logros. ¿Acaso era una cosa tan difícil de hacer? Pues sí. Los beneficios de complacerla se verían totalmente superados por el inevitable embrollo que seguiría a continuación.
—Mamá —dije, con el tono más amable que pude—, ¿me prestarías tu tarjeta de Movie Time? Creo que voy a alquilar un par de películas.

Hubo una caída repentina en la presión barométrica, como sucede antes de las tormentas. La cara de Mamá se contrajo, como una máscara barata.

—No creo. Que necesites. Alquilar. Ninguna película. En este momento.
—¿Por qué no? —repliqué y en un instante me transporté treinta años atrás y reaparecí como el adolescente rebelde que se veía en la foto de la chimenea.
—¿Por qué no? —repitió Mamá, con un tono que revelaba una dosis de incredulidad y dos dosis de burla—. Porque te queda sólo un día conmigo y tenemos un millón de cosas que decidir. —Ella también se transformó abruptamente, de una mujer frágil e inválida en una feroz activista.
—¿Como qué cosas?
—Como qué vas a hacer con esta casa. Es tu casa. ¿Vas a tomarte un año sabático, como dijiste?

En ese momento me empezó un temblor incontrolable en el párpado izquierdo. Al principio yo había insinuado la posibilidad de tomar un año sabático para reducir la desesperación de Mamá ante el carácter permanente de mi partida. Pero fue la peor estrategia que pude usar, como debí habérmelo imaginado. Mamá se aferró a esa idea como una perra que levanta a su cachorro con los dientes. Y ahora que estaba llegando al final, la presión para que la acompañara en sus últimos días era enorme, presión que provenía no sólo de ella sino de mi propia conciencia, la cual, claro, había sido moldeada por mi madre.
—Mamá, ya te dije. Aun si me tomara un año sabático, eso no resolvería el problema de la casa.
—Bueno, mientras estás aquí podrías explorar posibilidades de trabajo, hacer contactos…
—Mamá, ya te lo dije: estoy feliz donde estoy. No quiero regresar a vivir aquí.
—¿Cómo puedes saberlo si no lo intentas?

El temblor de mi párpado se aceleró.
—Esta zona ha cambiado mucho —siguió diciendo Mamá, mientras adoptaba la voz fluida y melosa de un empleado de inmobiliaria—. Raleigh ha atraído a gente de primera categoría. Tú podrías vincularte a la universidad y Marci podría seguir con su actuación. Me tomé la libertad de enviar sus fotografías a varias agencias…
—Mamá, no puedo creer que… —comencé a decir, pero en realidad sí podía creerlo.
—Además, tendrás tu propia casa. Y mi carro. (Cada vez crecía más la carnada.)
Sentí como si algo dentro de mí estuviera siendo corroído lentamente por ácido.
—Mamá, si de verdad quieres dejarme la casa, ¿por qué no la alquilas y, tal vez, algún día en el futuro…?
—No quiero que ningún desconocido viva en mi casa.

Ahí estaba otra vez: esa propensión de Mamá a adoptar posiciones extremas, irracionales y absolutas, que desviaban toda discusión. Además, a pesar de las opiniones liberales que defendía con tanto ardor, yo había detectado en Mamá un sutil sentimiento de superioridad que, claro, nunca estaría dispuesta a reconocer. Incluso mi hermana, que era psicóloga y le tenía mucha más paciencia que yo, aceptaba que Mamá juzgaba mucho a la gente.
«Pero ya no sería tu casa», decidí no decir.

Como si me hubiese leído el pensamiento, dijo:
—No te voy a dejar esta casa si no vas a vivir en ella. Si tú no la quieres, se la daré a la Iglesia.
Mi madre era la persona que había despertado en mí el interés por el arte de la argumentación. Cuando yo estaba joven y ella se sacaba de la manga esas mismas estrategias retóricas para obligarme a hacer una cosa u otra y yo trataba de pedirle una explicación racional, ella me daba cinco vueltas porque yo estaba en desventaja lingüística. Solía sufrir mucho por eso, como alguien que no puede hablar una lengua o ni siquiera hablar en lo absoluto. Pero fue gracias a ella que me hice el serio propósito de afinar mis habilidades argumentativas.

Después de años de arduos esfuerzos, al final llegué al nivel de mi mamá, digamos que, más o menos, a los dieciséis (obviamente esa era mi apreciación, no la de ella) y pude ver lo tramposa que había sido siempre, dispuesta a usar cualquier argumento engañoso o apelación emocional para ganar la discusión, el equivalente retórico de hacer trampa en las cartas. Ahí fue cuando comencé a vislumbrar la verdadera naturaleza de Mamá y a considerar la posibilidad de que tuviera algún trastorno grave, alguna falla fundamental de la personalidad.
—Está bien, Mamá. Está bien. Haz lo que quieras. Pero Marci y yo no vamos a venir a vivir aquí, así que no hay que tomar ninguna decisión con respecto a la casa. En consecuencia, ¿no crees que sería bueno que viéramos una película, para calmar un poco los nervios de todo el mundo?

Fui a la cocina a servirme algo de tomar antes de que estallara. Cuando regresé, estaba encorvada y hundida en el sofá, como si estuviera a punto de desaparecer. Se había quitado la peluca y su cabeza calva, cubierta de pelusa, brillaba como un pollito recién nacido. Había algo desnudo y expuesto en ella, algo descubierto que tenía que ser cubierto. Me sentí incómodo al verla así y deseé que se pusiera la peluca de nuevo, aunque me sentí mal por querer que lo hiciera.
Luego noté que le estaban temblando los hombros. Levantó la cabeza con lágrimas en los ojos y la boca apretada.
—A ti te importan un carajo mis memorias —dijo con el labio trémulo, lo cual le dio un énfasis extra a la palabra «carajo», una palabra que ella usaba muy pocas veces y, por lo mismo, resultaba muy efectiva. Sonaba especialmente vulgar al salir de su boca.

Sentí una oleada de compasión combinada con desaprobación.
—Eres exactamente igual a mi padre —dijo y la voz se le quebró—. Nunca has apreciado ni admirado nada de lo que yo he hecho.
Ahora se estaba poniendo sentimental, desmoronándose por completo.
—Ay, Mamá, no hables así. —Respiré profundo. Podía ver que la conversación había tocado fondo rápidamente (tal como ella la había orquestado) y podía despedirme de toda posibilidad de ver Lawrence de Arabia. Así que acepté mirar su «álbum de recuerdos», después de subir a ver a Marci.

Encontré a Marci tendida en la cama, en una posición demasiado tensa y encogida para ser propicia para dormir. Me pidió un vaso de jugo y una aspirina. Me sentí fatal por hacerla pasar por esto, pero no cesaba de recordarle que sólo faltaba un día. Le pedí que por favor tratara de leer o dormir. Le pregunté si quería llamar a su hermana en Colombia. Era una pena que tuviera que aguantar toda esa tensión, pero yo era el que tenía que entrar al cuadrilátero. (Consuelo de tontos.)

Luego regresé abajo, a enfrentar a los gladiadores.

Primero me serví un whisky en un vaso de mermelada y me senté en el otro extremo del sofá. Mamá no bebía —decía que nunca había probado una gota de licor en su vida (¿sería verdad?)—, pero beber frente a ella fue una concesión que me fui ganando con los años, tal vez a costa de concederle algo que yo mismo no sabía que le había concedido.
—Muy bien —dije—. Cuéntame.
Después de muchas vacilaciones y, para colmo, después de hacer que prácticamente yo le rogara que me contara sobre su libro, Mamá comenzó:
—Lo dividí en cuatro secciones: juventud, maternidad, activismo político y aventuras románticas.
Mi estómago se retorcía.
—Muy bien. ¿Por qué no lo escribes?
—Porque no quiero escribirlo —dijo ella y adoptó otra de sus posiciones absolutas e intransigentes—. He reunido todas las piezas. Sólo necesito que alguien lo convierta en un libro. Conozco a una mujer que está dispuesta a hacerlo, pero yo preferiría que lo hicieras tú. Te pagaré lo que le ofrecí a ella. Eso te puede representar una entrada mientras te instalas en la casa…

Yo me agarré la cabeza.
—Sólo piensa en eso —dijo y, sintiéndose aparentemente de nuevo en control, siguió organizando sus papeles para que yo revisara su álbum.
Primero venían las fotos en blanco y negro, muy bien conservadas (y frecuentemente exhibidas), de cuando ella era joven y atractiva —al estilo de aquellas graduandas que dicen el discurso de despedida—, aunque opacada por su hermana menor Sally, cuyos hermosos rizos Mamá cercenó con unas tijeras un día en que jugaban al salón de belleza.
Luego venían todos los hombres con los que había estado involucrada, tanto antes como después de mi padre, y que iban con pantalones holgados y zapatos blancos, o vestidos de baño anticuados y ridículos, la mayoría de los cuales, según Mamá, le habían propuesto matrimonio. Había una carta ya un poco borrosa de un maestro con el que había tenido un romance en la secundaria, un entrenador de béisbol, un hombre casado, citas a la luz de la luna en un bote de remos. Todo ligeramente escandaloso, pero no tan escandaloso como Mamá lo quería hacer parecer.

Había incluido hasta el «cuento» que escribió varios años antes y que pertenecía a una categoría que oscilaba entre el romance sentimental y la pornografía descarada. Después de ojear unas cuantas páginas, yo me excusé en ese entonces argumentando razones de género y sugerí que le pidiera a mi hermana que lo leyera. Mi hermana tampoco tenía deseos de leerlo, pero al final accedió, luego de que Mamá amenazara con mostrárselo a mi cuñado. Pero ahora Mamá supuestamente lo había vuelto a «revisar» (acaso le habría cambiado una palabra), lo cual le daba una nueva oportunidad para embutírmelo.

Después de eso venían algunos recortes de periódico acerca de eventos significativos de su vida y los reconocimientos que había recibido. También había varias cartas de referencia recientes, que me parecieron curiosas pues parecían haber sido escritas sin ningún propósito específico. Cuando le pregunté por qué había dos versiones casi idénticas, Mamá dijo:
—Ah, la primera sólo es una información que les envié, contando algunos antecedentes, en caso de que la necesitaran.
(Otra cosa que iría a la trituradora.)

Luego venía una carta larga escrita por su amigo Alan Pearson, en la cual la elogiaba por la solidaridad que había demostrado durante la demanda que él presentó por discriminación y relataba cómo Mamá se había sentado en el tribunal con él todos los días, durante todo un mes, y cómo todo el mundo pensaba que era su madre. Le pregunté a Mamá porqué su amigo había escrito esa carta.
—Ah —dijo ella—, le dije que no me acordaba muy bien de ese período y le pedí que por favor lo escribiera.

Toda su vida Mamá se había sentido subestimada. Alcanzar un poco de reconocimiento se convirtió en su obsesión. Su cara adquiría cierto brillo cuando hablaba de alguien de su pasado que había obtenido notoriedad y ahora era el alcalde de Shelby, Carolina del Norte, o un fotógrafo trotamundos de Vanity Fair. Ella había conocido a esa gente, que a su vez conocía a otra gente, lo cual la convertía casi en amiga de Gloria Steinem o Yasser Arafat.

En el mundo de Mamá abundaban las conexiones misteriosas e innumerables eventos y personas estaban directamente ligados a ella. Siempre se estaba «topando» con alguien que resultaba ser el primo de un buen amigo de Fulanito de Tal. «¡Me pasa todo el tiempo!», solía decir, mientras sacudía la cabeza con asombro. «Sencillamente tengo una cierta aura cuando se trata de ese tipo de cosas».

Cuando cerré el álbum de recortes, dijo:
—No debería ser difícil para ti convertir eso en un libro.
Yo traté de controlarme.
—¿Por qué no dejas que aquella mujer lo haga?
—Porque tú lo harías mejor. —Los halagos, desde luego, eran otra de las flechas de su carcaj—. Además, Marlene es bipolar. Cuando está maniaca, me llama y habla durante horas acerca de todos los planes que tiene para la publicación y el mercadeo de mis memorias; pero cuando está deprimida, ni siquiera me devuelve las llamadas.

Ah, ya veo, pensé, mientras calibraba las coordenadas y calculaba la distancia entre la verdad y la versión de Mamá.
Para evadir su mira, traté de desviarla.
—¿Por qué no usas el enfoque sureño? —dije—.Tú eres en gran parte un producto del Sur, ¿no crees?
—Yo no quiero usar ningún enfoque sureño.
—¿Qué enfoque quieres darle?
—Eso es decisión del escritor.
—Entonces, ¿le vas a dar completa libertad al escritor?
—Claro.

Yo contuve la risa. Mamá se dio cuenta de que estaba tratando de desviar su atención y se volvió a enojar. Entonces desbarató mi fútil esfuerzo de apaciguarla, lo cual no me sorprendió porque ninguna súbita demostración de interés y reconocimiento podía compensar todos los años que yo llevaba siendo un fugitivo de la justicia, condenado como reo ausente del crimen de nunca haberla amado lo suficiente.

*
Al día siguiente, después de un tenso desayuno, sentí un nudo en el estómago mientras le pedía a Mamá que nos prestara el carro para hacer algunas compras. Su cara se volvió de piedra por un momento, pero luego, tal vez debido a la presencia de Marci, asintió.

Después de alejarnos una o dos cuadras, respiramos con alivio. Marci era la clase de persona a la que siempre se le ve en la cara lo que está sintiendo y ahora estaba abotagada, con los ojos hundidos y los labios entumecidos.

*
Fin de la Primera Parte
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1 COMENTARIO

  1. Simplemente exquisito! Un final que toca el corazón. Disfruté mucho el tono del cuento y su buen humor.

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