LOS ESCOLIOS DE NICOLÁS GÓMEZ DÁVILA: SIGNOS SIN CUERPO, ESENCIA SIN ALTERIDAD
Por Juan Moreno Blanco*
«No pertenezco a un mundo que perece.
Prolongo y transmito una verdad
que no muere».
(NGD, 1977b: 500)
La ascendente presencia del pensamiento reaccionario en la escena política —sobre todo en los países del norte que reciben ahora intensos flujos migratorios de países del sur— ha hecho cada vez más visible la obra compuesta por aforismos del colombiano Nicolás Gómez Dávila (1913–1994), ya traducido al alemán, al italiano, al inglés y al francés. En su epílogo a la traducción al alemán del libro Reales Presencias de George Steiner, el ensayista Botho Srauss puso al reaccionario colombiano al lado de pensadores como Mircea Eliade y Julius Evola, «reaccionarios espiritualistas», con quienes —según Strauss— el sabanero compartiría la misma actitud de «rebelión contra el mundo moderno». En la traducción al italiano de una selección del tríptico Escolios a un texto implícito Franco Volpi hace también una elogiosa presentación del autor, hoy en día casi desconocido en su propio país. Si en tierra europea la publicación de Gómez Dávila no pasa desapercibida podría suceder que —como pasó con Borges en época de posguerra— gracias a los europeos los latinoamericanos, y sobre todo los colombianos, «descubramos» esta obra de la que José Miguel Oviedo dijera: «Con los Escolios, el ensayo latinoamericano alcanza un nivel pocas veces visto, al mismo tiempo que parece clausurar el círculo abierto por Rodó a comienzos del siglo: la oratoria exaltada del espíritu ha cedido el paso al epitafio de la cultura moderna. No es un evangelio para juventudes sino un apocalipsis para el final del siglo» (Oviedo, 1990: 151).
Son poquísimas las personas que en nuestro medio se han expresado sobre esta singular obra, como si ella hubiera sido degustada sólo por una minoría. Estas opiniones mencionan invariablemente la excepcional fortuna estilística y formal de la lengua del escritor colombiano y hacen pensar en ese principio de acción que él expresó en sus aforismos y al que sin duda siempre fue fiel: «Hay que luchar abiertamente contra el idioma en que escribimos, para no ceder sino a sus profundas exigencias» (NGD, 1986b: 134). Seguramente por eso su escritura durará más allá de su tiempo y del nuestro y suscita y suscitará en este siglo otros tributos como los que Botho Strauss le rendía en su libro Los errores del copista:
¿Cómo se lee un libro de pequeñas frases vastas? ¿Se cierra el libro a cada flechazo para reflexionar sobre la frase? No, se leen varias páginas, se examina lo que uno halla de más notable, se retoma el pasaje. Se lleva a cabo la apropiación. Consumir es imposible. No está hecho para lectores voraces. El estilo no permite sino el asentimiento. Su fuerza expresiva obliga al lector a decir sí. Sólo poco a poco, a través de la letanía de sís [sic], el asentimiento se eleva a la inteligencia. La obediencia se transforma en soberanía en la medida en que la felicidad de comprender actúa como un tónico bienhechor sobre el espíritu. (Strauss, 2001: 172–173).
Si la obra de Nicolás Gómez Dávila resurge en el siglo XXI, pareciendo vengarse del anonimato de su obra en el siglo anterior —siglo del que él quería alejarse: «Escribir es la única manera de distanciarse del siglo en el que le cupo a uno nacer» (NGD, 1992: 184)—, se hace necesario explorar los temas del tríptico Escolios a un texto implícito. Estas frases vastas tratan una gran diversidad de tópicos que son, no obstante, limitados. Su inventario crítico dibujaría tanto su perfil visionario como el ámbito de movimiento de sus tesis, ideas y afirmaciones contra la modernidad. No hay un tema al que el autor haya concedido más importancia que a los otros sino que todos están sabiamente dosificados para lograr un paisaje temático sin centro pero con gran coherencia global. Con todo, reluce en esa unidad una pareja de temas que hace ruido en la armonía y rompe el tenor anti–moderno de esa escritura. Nos referimos a, por un lado, el culto de la experiencia individual de lectura en el refugio de la biblioteca y, por otro, a la aversión de Gómez Dávila a quienes no son como él.
Frecuentemente el autor asocia la biblioteca y la experiencia de lectura con el aislamiento. Jorge Larrosa, a propósito de la decisión de Michel de Montaigne de retirarse del mundo para estar solo con sus libros, menciona una concepción parecida:
Las paredes de la biblioteca querían ser una barrera de protección tras la que mantenerse a distancia: un dique firme edificado contra un mundo que no era sino variabilidad y simulacro, una muralla erigida contra la usura del tiempo. (Larrosa, 2003: 316).
Este aislamiento vivido por muchos escritores de diferentes épocas y culturas es una elección personal que no necesariamente es presentada como un valor contra alguien. En contraste, en Gómez Dávila la biblioteca se presenta como un tesoro que la experiencia logra salvar de lo común o lo masivamente compartido. En el espacio/tiempo de la biblioteca la experiencia–mundo es radicalmente opuesta a la experiencia–mundo del demos, el más de las gentes. Y si en su corporalidad, y en los signos de esa corporalidad, ese demos al otro lado de los muros de la biblioteca encarna la historicidad de la experiencia, el latir de la cultura como fenómeno social, esto parece no tener cabida en los horizontes de Gómez Dávila. Él cree que cuando los hombres se juntan el resultado es que la identidad individual se pierde y con ella la lucidez y el buen criterio: «Los hombres, en su inmensa mayoría, creen escoger cuando los empujan» (NGD, 1977b: 224). El demos comporta ausencia de belleza, de suerte que por defensa de la belleza habría que repudiarlo: «La definición de densidad demográfica óptima debe darla la estética» (NGD, 1977b: 219). Con el número, las calidades humanas se degradan: «La presión demográfica embrutece» (NGD, 1992: 142). La dignidad se pierde en lo colectivo: «El individuo se declara miembro de una colectividad cualquiera, con el fin de exigir en su nombre lo que le avergüenza reclamar en el propio» (NGD, 1977b: 142). En las antípodas de la experiencia social, que para el autor es una anti–experiencia, el escritor vive la soledad que se parece a una plenitud: «El espíritu es el florecimiento del silencio y de la rutina», «Tedio es el antónimo de soledad» (NGD, 1977b: 213). Y ese lugar de la soledad se constituye en el mundo vital del escritor–lector: «El ‘elitismo’ (como dicen hoy los imbéciles), es el principio de base tanto de las instituciones como de las bibliotecas» (NGD, 1986b:119).
Empero, en Gómez Dávila la biblioteca del placer solitario no es un valor per se. Ella tiene valía porque es en ella donde se perpetúa lo único que se salva del espíritu humano: los saberes que vienen de los pisos antiguos y lejanos de la Europa occidental: «Las ideas de menos de mil años no son totalmente fiables» (NGD, 1992: 86). «No leer sino latín y griego durante algún tiempo es la única manera de desinfectar el alma» (NGD, 1986b: 115). «Suprimir la enseñanza de los lugares comunes que abundan en las letras latinas y griegas es privar al hombre del alfabeto de la sabiduría humana» (NGD, 1986b: 177). Y el legado euro–occidental poco tiene que ver con las prácticas de comunicación aural en que la palabra salida del cuerpo situado se impregna del evento y sus coordenadas presentes (las coordenadas y la comunicación aural del mundo americano son para él cosas irrelevantes); más bien, su respiración y perpetuación se da mediante la comunicación diferida de signos que emergen del libro para hacer posible el único verdadero diálogo: «El hombre no se comunica con otro hombre sino cuando el primero escribe en su soledad y el otro lo lee en la suya. Las conversaciones son divertimentos, engaño o esgrima». «El libro nos permite evitar la conversación con los discípulos» (NGD, 1986b: 88 – 83).
Gómez Dávila es pues un sujeto cultural cuya existencia sería imposible fuera de la tecnología de signos de la escritura. Su desconfianza ante la palabra en situación de comunicación frente a frente y ante el ser común y corriente cuya cultura es tan diferente a la suya lo lleva a ver en la biblioteca el centro del espíritu humano y en el libro el único medio de salvar lo que en la historia merece ser salvado, es decir, los legados europeos. Más allá de los límites de los signos del libro y los muros de la biblioteca el mundo contemporáneo es una suerte de no–mundo; en los raros momentos en que la escritura demofóbica del cundinamarqués alude a la espacialidad y la contemporaneidad del cuerpo —su cuerpo—, las elude: «Canónigo obscurantista del viejo capítulo metropolitano de Santa Fe, agria beata bogotana, rudo hacendado sabanero, somos de la misma ralea. Con mis actuales compatriotas sólo comparto pasaporte» (NGD, 1986b:135).
Adherir a la pretendida universalidad de los signos que provienen del libro —no todo libro, sino el libro que proviene del canon occidental— y a la vez despreciar la historicidad de la experiencia del cuerpo social que lo rodea parece un principio generador y constante de los Escolios y es ahí donde hay una paradoja de esa escritura que queriéndose anti–moderna despliega en su semántica una pretensión exclusivista y aristocrática —discriminadora— muy propia de la modernidad. Los Escolios —religioso machaconeo de la frontera— afirman y reafirman que el centro europeo prevalece sobre la periferia colonial ya que ésta no tiene la esencia del centro ni puede aspirar a ella. En Gómez Dávila el purismo es un dispositivo de reacción contra la alteridad cultural. Es esa ordinaria semántica del centrismo, coloreada de esencialismo y racismo, lo que despliega hoy el discurso xenófobo que ve en las migraciones que llegan a las sorprendidas expotencias imperiales no la contracara histórica del colonialismo sino «un peligro», «una invasión», «una contaminación». En este racista y xenófobo siglo XXI Nicolás Gómez Dávila bien puede ser un autor que en Europa represente al fundamentalismo que ha llevado a occidente a repeler justificadamente al Otro en nombre de los legados de la «verdadera cultura, los verdaderos cánones y la única historia que valga» y no sería raro escuchar en una ascéptica ciudad europea el discurso de puristas nostálgicos —a veces uniformados— esgrimiendo eufemistas y ambiguos escolios de Gómez Dávila como el siguiente:
Despoblar y reforestar —primera pauta civilizadora (NGD, 1986a: 99).
REFERENCIAS
GÓMEZ DÁVILA, Nicolás, Escolios a un texto implícito, I, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977a.
___ , Escolios a un texto implícito, II, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1977b.
___ , Nuevos escolios a un texto implícito, I, Procultura, Bogotá, 1986a.
___ , Nuevos escolios a un texto implícito, II, Procultura, Bogotá, 1986b.
___ , Sucesivos escolios a un texto implícito, Instituto Caro y Cuervo, Santafé de Bogotá, 1992.
LARROSA, Jorge, «El laberinto y el río (Montaigne en su biblioteca)», La experiencia de la lectura. Estudios sobre literatura y formación, FCE, México, 2003, p. 316.
OVIEDO, José Miguel, Breve historia del ensayo hispanoamericano, Alianza Editorial, Madrid, 1990.
STRAUSS, Botho, Les erreurs du copiste, Gallimard, Paris, 2001.
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* Juan Moreno Blanco es profesor de la Universidad del Valle (Escuela de Estudios Literarios) y Doctor en Estudios Ibéricos e Ibero Americanos. Últimos libros publicados: «Borges desde Francia. Entrevistas» (traducción, notas, introducción y apéndice), Uniediciones, Bogotá, 2017; «El odio a la literatura», William Marx (traducción), Programa Editorial de la Universidad del Valle, Cali, 2017; «Gabriel García Márquez. Literatura y memoria» (editor y coautor), Programa Editorial de la Universidad del Valle, Cali, 2016. Director de Ediciones El Silencio, cuya última publicación es «William Ospina —Cali— Estanislao Zuleta. Palimsestos», de Freya Liv Quintana Cardona, Cali, 2017.