Literatura Cronopio

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SEMILLAS DE GIRASOL

Por Melina Pezzotti Escobar*

Para Claudia

No sé en dónde habrá empezado todo, si fue con el monito [1] de ojos verdes. Sí, fue con el monito de ojos verdes que veía los domingos en la iglesia, quizá de allí me brotó el sollozo intolerable, la costumbre de llorar en la noche quedito para que Andrea no me oyera. A veces me impresionaba tanta angustia, tanto llanto sin sentido, casi inconfesable, tan puro y casto, sin ningún beso que pudiera enturbiar tanta delicadeza. Creo que de allí me nació el romanticismo. Siempre me pregunté cómo habría sido obtener el objeto de mi deseo, gracias a Dios nunca lo supe. En esa época la tibieza de la idealización forjó mi sensibilidad, el ímpetu, el clamor de aquellas cosas que nunca son vencidas, que irradian más luz en la tenebrosa oscuridad del silencio donde la imaginación es el más temerario de los seres.

Recuerdo a Claudia llegar cada viernes a las cuatro de la tarde al taller de la Piloto con su voz suave y delicada, su cabello corto a la altura de los hombros. Ahora que lo pienso fue la primera mujer que me enseñó a amar los libros, los cuentos, los escritores… Y que fuera mujer lo hacía todo más luminoso para mí; era la voz de la esperanza que se entregaba a cada paso, el horizonte se hacía nítido para mí, cristalino, suave, tenue, vaporoso. Claudia era vaporosa… Aún lo es, siempre lo será, luminosa, delicada, sublime. Me bastaba sentarme cerca de ella para entenderlo todo, para no perder la esperanza de ser una criatura que escribe y que puede ser feliz mientras escribe. Cada tarde de viernes estuve allí, a las cuatro de la tarde durante cuatro años. Mi vida solitaria transcurría allí, en esas dos horas donde Claudia intentaba enseñarnos el amor por la lectura antes que el amor por escribir, Claudia y sus semillas de girasol.

Después llegó Tarci con sus ojos cerrados mientras hablaba, bello y glamoroso, no daban ganas de hablar, te sentabas allí a escucharlo… Tarci, Paul Klee y «Tratado de los ángeles».

En Cartagena era Raúl Gomez Jattin, sus comisuras y astromelias, la palabra astromelia que ya había escrito Porfirio Barba Jacob, el hallazgo de la poesía y el mar, el placer de escribir porque sí, salir del baño y correr a escribir para luego compartir tu dolor y que luego interpretaran mal tu poema y pensaran que habías quedado huérfana a los ocho años. De alguna forma era así, todos teníamos el dolor de Jattin dibujado en la frente, pero ninguno quería tanto sufrimiento, sólo deseábamos leer nuestros poemas y que otro nos escuchara, no sentirnos tan solitarios, saber que había otros bichos raros en el mundo apaciguaba nuestra alma, nos reconfortaba, calmaba nuestros ánimos.

No siempre era grato, a veces el dolor desmesurado de la crítica te hacía escribir más, pulir tus poemas con furia descarnada y plasmar allí todo tu dolor.

Recuerdo aquel ensayo que escribí sobre el Titanic y el Lusitania, cada cosita narrada; nunca me puse en la tarea de reconstruirlo, no después de esa crítica descarnada, esa arremetida que me sumió en la tiniebla más profunda, la peor de todas: perder la fe en mí misma. Ciro se dio cuenta y me dijo que le regalara el ensayo. Se lo obsequié. Pensé que tenía una copia en mi computador, pero no la encontré. Ciro me dio la lección más absoluta de todas: Nunca, bajo ninguna circunstancia debía dejar de creer en mi trabajo por las críticas ajenas. Muchas de esas críticas venían de una necia y perversa envidia de personas que no emprendían nada por sí mismas.

Ahora estoy aquí, lejos del mar. Echo de menos esa criatura invencible que me hace soñar , escribir y latir; a cambio, me distraigo con la majestuosidad de las montañas que rodean a «La tacita de plata». Para mí sigue siendo una tacita de plata ensoñadora, dulce, agresiva con los forasteros y los intrusos; tal vez sea cierto que cuando te marchas y regresas no eres el mismo. Quién sabe, de cualquier manera empecé a buscar sitios en el centro para mí. Lo primero fue un club de lectura en La Playa donde la mayor parte eran mujeres, estaban terminando de leer «Memorias de Adriano» y tuve la suerte de leer el final. Me impresionó la comodidad, el sitio era agradable, hasta tinto te ofrecían; sin embargo, no dejé de sentirme como una intrusa. Rápidamente alguien me dijo que esa silla estaba reservada para Victoria, dos, tres veces me dijo lo mismo hasta que reaccioné, alguien intentó salvarme. Y también me sentí acogida por otras mujeres a quienes parecía no molestar mi presencia. Me gustó la devoción de Nelson, su esfuerzo, el hecho de leer un libro entre todos, el video que puso sobre los prejuicios, el cuento infantil que leyó al final de manera entusiasta. Los primeros cinco minutos pensé que no regresaría, pero luego me amañé y a los ocho días regresé pero no hubo club y me desanimé.

Mi tía me envió toda la información de los talleres para obligarme a salir de casa. Tal vez elegí a Santiago mientras descartaba a los demás, a los que ya conocía y a los que no me interesaba conocer, tal vez porque ya lo había visto o había escuchado hablar sobre él.

Santiago nos dictó un poema que todos escribían sin excepción, supongo que tenía algún significado recuperar la devoción por la escritura manuscrita y escribir lo que otro te está leyendo para comprenderlo. Lo más extraño era que para leer tus escritos tenías que sentarte al frente de todos. En los demás talleres era distinto, cada quien leía en donde estaba sentado, en este caso el tallerista estaba a tu lado para defenderte si era preciso o acompañarte, por esta razón eran tan delicados al emitir sus conceptos, al fin y al cabo había que tener en cuenta la valentía del que aceptaba el reto de caminar hasta allí; por otro lado, debías mirar a tu público, perder el miedo al público y a estar en un escenario. Supongo que la acústica también tenía algo que ver.

Con el tiempo fueron desapareciendo los bloqueos, parece que al fin escribir volvía a tener sentido o volver sobre lo escrito para corregirlo. Y quizá tuviera algo que ver la esperanza de ser escuchado por otro o que hubiera alguien allí para corregir tu texto en un momento determinado, pero esa dependencia también era delicada.

Alguien me decía que uno debe buscar en sí mismo la fuerza y el ánimo para escribir, me lo dijo un profesor de literatura; es decir, alguien que está rodeado de manera permanente por personas que escriben o tratan de empezar a hacerlo.

El guía debería ser alguien que se acerca a tu vida de manera temporal y esporádica, te ayuda y se va para que sigas tu camino.

El bloqueo es un estado del alma y como tal hay que tratarlo.

Como Santiago se iba de vacaciones por dos semanas seguí buscando opciones, quería conocer el ritmo cultural del centro, qué había para hacer.

Fui a la plazuela de San Ignacio. Esta vez no tenía idea de qué se trataba, me dijeron que preguntara por Arturo en una sala de lectura. Había tres hombres sentados en una mesa, pregunté y me senté. No sé cuál de todos estaba más desconcertado, cuál de los cuatro se sentía más incómodo, ya era demasiado tarde para marcharme, hasta que por fin llegó otra mujer, nos relajamos. Arturo leía un artículo sobre Martín Lutero mientras me decía que podía proponer lecturas. Los otros dos hombres eran muy cultos, uno de ellos sabía latín, eran interesantes y me sentía a gusto escuchándolos hablar. Arturo los trataba con un respeto casi místico que me conmovía, pero debo decir que la mujer me estaba exasperando con su cursilería.

Regresé esperando un cambio de público, esta vez era un club sobre lecturas femeninas, pero el público era el mismo, cuando llegué sólo éramos tres incluido el tallerista. Arturo empezó a leer «Mi visión del mundo» de Einstein.

Cuando llegaron otras mujeres tuvimos que cambiar de tópico a «Mujeres que corren con los lobos», que si bien me pareció interesante, luego llegó un tono melancólico que coincidía con la caída de la tarde de ese miércoles, esas ventanas cerradas que no dejaban entrar la luz de la calle y esa mujer insoportable y cursi con su carga de rivalidad insufrible y Arturo con tanta melancolía y el otro separado… Tanta pesadumbre empezaba a agobiarme, lo que necesitaba era alguien que me hiciera sonreír o al menos un poco de esperanza.

El sitio tampoco era muy grato, nos sentíamos atrapados, los asistentes reclamaban con desesperación el saloncito que les habían quitado y el café que sí ofrecían en el otro club literario. Tanta melancolía sugería retirarse de allí para ir a tomar aguardiente y escuchar tangos. Por fin Arturo sonreía con el comentario y sugería un cambio de lectura.

Nunca supe si tanta melancolía era fingida, pero un día pasé por allí y me lo crucé en el camino, pero no me vio, así que me dediqué a observarlo, caminaba aburrido, como sin fuerzas, hasta que se encontró con su compañera. ¡Qué escándalo! Creo que la mujer me identificó, pero ya me había logrado escabullir entre la gente.

Y Belén. Cómo podíamos olvidarnos de Belén con su parque biblioteca y su espejo de agua comunicando la ochenta con la setenta y seis, quedaba tan cerquita de mi casa que no había excusa para no ir.

Felipe me observó con curiosidad y fue a sentarse. Llegó tarde. Al menos ya todos estaban esperándolo, pero era todo sonrisas. A continuación una mujer leyó una relatoría del taller anterior. Me dio la bienvenida y cantaron mi canción.

Debo decir que en este sitio me sentí acogida de manera verdadera, no sentí ninguna rivalidad, una mujer se sentó a mi lado izquierdo y otra a mi lado derecho; mejor dicho, lo que había era calor humano, entonces dejé de sentirme como una intrusa.

«El coronel no tiene quien le escriba está narrado en tercera persona», era lo más triste que había escuchado alguna vez… Pobre Gabito. Ahora recordaba un club de lectura donde descuartizaban plácidamente «Cien años de soledad». Lo chistoso era que Felipe tratando de sobreponerse a mi crítica me decía: —Esto no es un club de lectura, es un taller de escritores. —Si supieras la manera descarnada en que puede proceder un club de lectura ante un libro te sorprenderías, pensé en mis adentros.

Por primera vez en mi vida la literatura se veía como una clase de matemáticas compleja y pesada. Todavía sigo pensando en el significado de «la metalepsis del autor».

Ese día llegué a mi casa aburrida, sin ganas de leer ni escribir.

Era bello el muchacho y su juventud, le faltaba desolación, resignación, melancolía…

De pronto comprendía todo, regresar era cerrar la puerta a los ojos verdes del gato negro que empujó la puerta de mi cuarto, como si fuera un viento. Prefería el salón con el sonido del tranvía y las campanas de la iglesia, casi podía estrechar ese silencio con mi alma, casi podía saber que había encontrado el sitio adecuado para mi alma, cerca del consultorio donde mi abuelo paterno trabajó durante tantos años, cerca de las palomas que perseguían a mi abuelo italiano, y sí, eran bellos esos ojos verdes pequeños pidiendo con la mirada una palabra, un asilo, un consuelo, bella la sonrisa de la mujer que escribe, cuando le digo que me gustó su cuento. Había tanta desolación que se podía tocar con los dedos.

Pero casi no vale, como suele decir mi amiga y tengo esta tendencia a idealizarlo todo. Estaba cansada de mi alma sensible, de mi profundidad, de las personas que asisten a los talleres, de las personas que te dicen: «Si de verdad quieres escribir, aún tienes tiempo». Tiempo para qué, escribir No era una decisión propia, te ocurría, eras preso de ese don, a veces maldición, nadie curaba tu frustración, a veces los talleres la incrementaban.

Se hace preciso estar a solas consigo mismo, escribir era siempre un acto solitario, tratar de socializar con otros me producía hondos desencuentros. Quizá Lucas tenía razón, «nadie le enseña a escribir a nadie» y lo mejor, lo más bello: «Sin literatura también se puede vivir», curarse de sí mismo, ¿adónde me podría llevar la escritura?

Los talleres deberían enfocarse en la desolación y la frustración más que en escribir bien, es tan desesperante a veces, sobre todo porque cuando alguien intenta salvarte te hunde más, te empuja con fuerza hacia el abismo. Estaba cansada de esos imbéciles que asistían a los talleres y te decían con una soberbia insoportable «Tienes qué…» Sólo tengo que morirme, le habría respondido.

Había elegido empezar desde el principio, casi desde el principio. Ello implicaba someter la vulnerabilidad a vejaciones indecibles, incluso me había sometido a hacer el ridículo sin que nadie me lo pidiera… Mis poemas se hacían viejos, los iban cubriendo los años.

Cuando fruncía el ceño tratando de asimilar la corrección (porque no era otra cosa) un hombre preguntó: —¿no estás de acuerdo? —Pero en mis adentros lo que intentaba precisar era si el poema valía o no la pena. A mi entender aún le faltaba, aún no estaba listo. La madera del techo está cayendo sobre mis poemas… con mi intuición hallaré el camino.

Luego empezaron a tratar de buscar títulos para mis poemas, a decirme que por qué no usaba es en vez de era, tiempo presente, hasta que llegamos a ese poema que los sumergió en un silencio absoluto. Ese es el poema que a mí me gustaría escribir… Cuánta gratitud había en esas palabras que habían salvado aquella noche de la desdicha. Tal vez mi alma sensible buscaba alivio en el sitio equivocado, fuera de mí misma no hallaría nada. Quizá si miraba en retrospectiva pudiera sanar.

Cuánta frustración había en mi alma herida, cuánta tristeza fecunda que me hiciera meditar.

Silencio… Pasa el tranvía… Pasa mi alma herida, pequeña, diáfana, pura, casta.

Quizá tuviera razón, tal vez tenía que escarbar más hondo en mis adentros y qué podía importar lo que pensara de mí, ni siquiera me conocía a mí misma, ¿cómo podría él conocerme por unos trazos en mi totalidad? Quizá sentía conmiseración por mí, quizá era yo quien insistía en aferrarse, la misma vida y su noche lluviosa me decía que debía buscar otros lazos. Y eso de que debía cambiar para escribir mejor…

¿Qué era escribir mejor? ¿Mejor para quién?

No había quietud en mi alma, sólo titubeos ondeantes en la inmensidad de este vacío.

Senderos, hubiera repetido esa tarde que caía de sonidos frágiles, senderitos luminosos y oscuros. Ahí estaba, viéndome a través de mi obra y mi letra, de los espacios entre las palabras. No me molestaba tener una individualidad tan poderosa, ser un «cusumbo solo» [2].

Renunciaría a ese recinto. Había otros lugares, otras personas, otras posibilidades… Si hallaba o no tristeza, la tristeza sería mi material para escribir. Había otros sitios exentos de miedo para mi alma corroída de pena y angustia, otros sitios donde pudiera sentirme más acogida.

Qué importa si tenías dos o tres tipos de letra distintos, no sabes el impacto que producían en mí tus palabras tiradas al azar con desparpajo.

Me pregunto si el dolor te hace invencible y generoso para con los otros, si las lágrimas limpian tu alma y descongestionan tu espíritu. Y si el titubeo sea un retroceso hacia el abismo infinito de la nada. Pero el titubeo nos hace humanos, salvajemente humanos. No puedes culpar a un poeta de oscilar entre el gozo y la desdicha, de que halla en su alma un estado incierto de confusión permanente. Sería cuestión de escuchar mis titubeos de la mejor manera posible, reconocer la adicción y la dependencia, dejar ir.

Suspiro tras suspiro soy un titubeo, un necio e irascible titubeo.

Gravitación, era eso, sentirse atraído por otra alma tan convulsa como la mía.

Seguía siendo esta sustancia alelada, prisionera de sus silencios y escalofríos.

Quizá esos veinte años de más lo hacían más despierto y a mí un ser convulso, inseguro y alelado. Quizá mis comisuras estaban heridas, quizá era una comisura. Y no importa la desdicha, importa que me haces escribir de nuevo; por eso te busqué, para que me hicieras escribir de nuevo, no importa el resto, el salvaje resto que conduce a la realidad.

Tengo estos rastros de individualidad y ensoñación.

Si de verdad quieres escribir, aún tienes tiempo… ¡Tiempo para qué!

No venía a buscar alivio, buscaba material para escribir, tristeza, material suficiente para hacerme más solitaria.

El alma fluye mejor cuando deja de buscar afuera lo que hallaría adentro con un poco de devoción. Si de verdad quieres escribir simplemente escribe cómo late el mundo en tus adentros, no importa tanto el afuera, no tanto como piensas o esperas.

No siempre liberamos al otro de su celda, a veces le hacemos sentirse prisionero porque no ha sido capaz de abrir su corazón para que salgan sustancias nocivas.

Qué importaba después de todo escribir o no hacerlo, una frustración espeluznante se apoderaba de mí a cada paso, una bruma latía sorda en mi costado izquierdo.

Quería hallar un sendero, encontrarle sentido a la vida, ser feliz.

Como los loros que cantan al terminar el día… Así era Carmen Elisa. Nunca vi su semblante decaído, nos daba alegría, nos enseñaba a ser felices. Carmen tenía una pequeña librería en Cartagena que se llamaba Bitácora y no importa lo decaído que estuvieras, siempre te hacía sentir mejor. La librería estaba situada en la mitad de dos cauchos enormes, era un sitio maravilloso, acogedor y cuando llegaba todo resplandecía.

Durante un tiempo asistí a la tertulia de los viernes al caer la tarde, usualmente se hablaba de un autor o se invitaba a un escritor. No había espacio para la desolación, ni para la frustración, se hablaba de Kafka, Alfonsina Storni, Sor Juana Inés de la cruz… Y te ibas a casa tranquilo.

Eso podría ser un buen taller, que se respete tu libre albedrío y que llegues a casa a escribir sin tanta desolación, sin tanta frustración. Un buen taller debería ofrecer a sus asistentes la posibilidad de publicar sus textos, o al menos tener algún tipo de proyección, un recital, una antología… Pero si cada uno de tus esfuerzos culmina allí, qué sentido tiene.

Tiempo, luz, vacío de cosas inconclusas, puntos suspensivos…

¿Por qué no leíste los puntos suspensivos?

¿Cuántos tipos de letra tienes?

Corre presurosa mi alma herida, diáfana, circunstancial, arrobada por un silencio travieso, itinerante, secreto. Mi alma se resquebrajaba, comenzaba a ser. La penumbra cambiaba de tono y color, brillaba, su luminosidad encontraba albergue, sus vísceras entonaban cantos celestiales.

Nadie podía entrar en mi alma y llevarse mi esperanza. Si se llevaba mi esperanza, se llevaba mi afecto.

Era libre para decir y cantar, más personas y senderos habrá que hagan de mi ser algo delicado, permeable, pero no moldeable al parecer de otro.

Esta unicidad es parte de mi don, esta unicidad me hace tajante y a la vez tierno, no hay un sitio adónde llegar, no hay nada qué demostrar, no tengo que demostrar nada a nadie, sólo tengo que estrechar mi alma y sus laberintos, no tengo prisa en que otro me escuche.

La luna se enreda en esta noche sedienta, no hay fatiga en mi corazón, no hay rumbos que puedan predecir el ritmo de mi alma, su dimensión, su profundidad. Está el eco de una herida, el resplandor de una llaga que lo hace humano. Usted es agua, pero no el agua que necesita mi alma sedienta, agua que pasa y se lo lleva todo, agua que me libera de cada rastro de dependencia y fascinación. Debo cubrir cada vacío que aparece en mi cuerpo, qué me importa el tiempo si aún desconozco los ritmos de mi alma, sus tormentas, sus claridades.

El día arrastraba con mansedumbre tu corazón, los pájaros no sólo cantaban al amanecer. Antes del mediodía también decían cosas, su pequeño corazón sabía que algo moría lentamente en el transcurrir del día. Te preguntabas si la araña podría calcinarse bajo ese sol rotundo, pero no, era parte de la vida, de la naturaleza.

El sollozo nos cura, nos alivia, nos hace comprender. No dudes jamás de sus fuerzas celestiales. El dolor sana porque nos obliga a volver a nuestros adentros. A veces el viaje conduce a búsquedas sepulcrales… Nunca lo sabremos, al final vuelves a tí mismo, a tu mundo interior, qué importa el tiempo, ¿acaso el tiempo es una batalla que debo conjurar?

Tiempo, de dónde pueden emerger tantas vejaciones, bastaría con encontrarse a sí mismo. Mientras te refugias en otro, conviertes el horizonte en una bruma lacerante.

A veces tardamos un poco en comprender por qué otro llegó a nuestra vida. No llegó a hacernos daño, llegó a fortalecer nuestro corazón. La cicatriz es más dulce que la herida.

La tristeza ha producido cosas bellas en mí, como viajar hacia adentro de mí misma.

Lucas mira a la mujer con ternura mientras le dice que en la próxima sesión revisarán su cuento…

De eso han pasado ocho días. Estoy cansada, pero quiero escribir, este ensayo se ha ido alargando, pienso en lo que dijo esa mujer: «Un ensayo no tiene ficción», podría tenerla, por qué no.

 

Hoy tenía más pereza que nunca de ir al taller, pero me esforcé, caminé bajo la lluvia con mi sombrilla maltrecha y subí al bus. Me encanta el centro, me libera de tantas cosas, me siento tan cerquita de papá. Me tomo un tinto claro donde la pelada que ya me conoce, me sonríe y me agradece que le dé menuda [3], como es día lluvioso hay poca gente y me siento a terminar el cuento del taller y aunque lo tengo incompleto no quiero terminarlo… Hace frío, el edificio Coltejer se pierde entre las nubes blancas. Comienzo a sentir hambre, compro una sombrilla y luego me como un perro en Dogger. A las mujeres les gusta comer ahí porque pasan desapercibidas. Luego subo a la iglesia de San José a comprar incienso de canela y sándalo. Regreso a Camino Real donde cojo otro bus y me bajo en el Parque de las Luces; a mi hermano le gusta ese parque, le parece muy contemporáneo. En fin, me fui al centro comercial, pedí un macchiato que resultó ser un café con leche medio aguado y una torta de naranja. De nuevo tenía esa sensación de no querer terminar el cuento, pero finalmente lo terminé. Había dejado de llover y el sol iluminaba las montañas. De pronto sentí ese sinsentido de la vida golpear contra mi pecho, me pregunté si el autor me había trasmitido eso de alguna manera o si era cosa mía, como el sinsentido que sientes al terminar un libro que te emociona.

Entré al taller. Oh sorpresa cuando me encuentro a alguien que ya había visto en un club de lectura, —qué extraño —pensé, la mujer había estado en los mismos tres sitios que yo, algo estábamos buscando… Ignoraba sus razones, la mía era salir de casa.

Saturno rige los sábados, ese viejo barbado nos hace sentir un tedio tormentoso y aniquilante.

Recuerdo la primera sensación cuando fui a Aura. Lucas esbozó una tierna sonrisa cuando me reconoció. En su deseo de no hacerse notar terminaba capturando toda tu atención, precisamente porque no era su intención hacerlo, de hecho, era muy chistoso que no le viera sentido a los talleres de escritores, en mi caso, me decía que el próximo sábado iría a cine y podría salir con mejor semblante.

Lo que hacía bello a Lucas era su humildad, no quería tener seguidores, se salía completamente del modelo, no era preciso que lo necesitaras, cuando los demás se creían imprescindibles o querían parecerlo.

Pero hoy no vendría Lucas… Bruno tenía su candor, bajaba los escalones con su jarra con agua y un vaso mientras sonreía. Quizá hoy pudiera ver todo más claro, sin la malla de la fascinación.

Lo distinto del taller era Lucas y sin Lucas todo se veía árido y desierto, había majaderos y majaderas por doquier, me sentía más sola y triste que nunca. Reconfortar un corazón solitario es muy difícil, las palabras son áridas y desiertas, carentes de sentido. No sé, a veces los talleres parecían más formadores de críticos que de escritores, ¿por qué razón un escritor debía sentirse a gusto en un espacio de esos…?

No había mayor diferencia con los demás talleres. Me sentía abrumada, así era mi corazón, qué podía hacer, sólo porque dije que el texto era un cuento y no un ensayo el otro se vino lanza en ristre contra mí, y digo contra mí porque enfocó su mirada hacía mí: Para mí es como tomarme un vaso de agua que me quita la sed, no me importa el género. Es otro problema de los talleres de escritores, las arremetidas contra los otros, son inevitables estos cortes a personas demasiado sensibles, muchas personas van a los talleres a desahogarse, a descargar su odio contra otras personas, ¿por qué un escritor habría de sentirse a gusto en estos ámbitos nauseabundos y aniquilantes? Suficientes penumbras tiene en su corazón. Si no le importan los géneros qué hace allí.

Es cuestión de actitud, de saber decir, de tolerar al otro en su diferencia, en sus conceptos, los talleres literarios son antros de lo peor, llenos de personas que quisieran ser escritores pero no lo son y el alma sensible acude allí buscando… buscando sufrimiento y dolor, abundantes dosis de pesadumbre, tan horribles son estos ámbitos que a veces el tallerista tiene que proteger a la víctima, en este caso el escritor, lo he visto y me ha sucedido.

Hoy salí casi corriendo con mi compañero de asiento que me resultó dulce y tierno (es que no lo conozco bien), pisé a una señora en el bus, golpeé a otro señor antes de bajarme en un centro comercial para despejarme.

Van a ser las diez de la noche, llueve otra vez, todavía debo salir al patio descubierto a buscar mi cepillo de dientes y la pasta, si pudiera le diría a esa chica que el autor no tiene que desaparecer de sus textos, está ahí, sigue ahí de manera implícita o explícita, a veces me llena de resquemor esa crítica tan parcializada y desnaturalizada, se nota que no escriben, que no conocen el sinsabor de una palabra, que cuando todo se apaga dentro, apenas si queda una lágrima, un montón de nuditos en la garganta que empiezan a aflorar y duelen. Esa sensación nunca se va, sentirse triste y solo, tan diferente a los demás, tan singular, tan único, qué cosa podría apaciguar tu alma que no fuese escribir.

Alguien me preguntó si escribía con tranquilidad. A veces limpiar el alma de sus penumbras es doloroso, a veces hay sosiego, angustia, ansiedad, desasosiego, hay cosas que fluyen mejor que otras, hay momentos de alegría, paz y hay momentos de desesperación. Por desgracia, esa crítica descarnada viene de personas que no escriben, cómo decía Santiago: «Ella solita en casa con sus uñas y su intuición».

Supongo que habrá majaderos adonde vaya. Sé que Lucas nunca me dirá: Si de verdad quieres escribir…

Tal vez el próximo sábado vaya al mar o vuelva a ir a cine como hacía antes, tal vez decida renunciar de una vez por todas a estos pequeños antros literarios, espasmódicos y antinaturales que me hacen desfallecer, perder la fe en mí misma y en la humanidad y decida hacer por fin un curso de tejido.

Tal vez baste con un poco de mansedumbre y conmiseración.

Quizá al final de este escrito el discípulo comprenda que su único maestro yace fundido en algún lugar de su alma aún inexplorado y que toda sed es interior, una súplica permanente de que debe seguir buscando en sus adentros algo que no hallará fuera.

NOTAS

[1] «Rubio» en Colombia. N. del E.

[2] Especie de coatí. Se le llama así, en Colombia, a las personas alejadas de la vida social. N. del E.

[3] Cambio en unidades monetarias pequeñas. N. del E.

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* Melina Pezzotti Escobar nació en Medellín el 24 de diciembre de 1975. Estudió Trabajo Social en la Universidad Pontificia Bolivariana. Asistió durante 4 años al taller de literatura en la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, con Claudia Ivonne. Ganadora del Primer Concurso de Narrativa y Poesía «Le Radici e le Foglie» (Las raíces y Las hojas) en Roma- Italia, el 28 de diciembre del 2001. «La memoria nunca regala sus marcas» es su primer libro, publicado en el 2007. Desde hace 15 años reside en Cartagena de Indias.

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