Literatura Cronopio

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LAS TETAS FUGACES DE MARIELITA STAR

Por Julián Silva Puentes*

Su apellido no era Star pero los ojos le brillaban como estrellas novas sorteando la soledad infinita del cielo azul. Era dos años mayor que yo, demasiado hermosa para este mundo, y sus tetas, sus tetas astronómicas dominaban los pasillos del colegio y el imaginario de mi habitación, una tumba cuando ella no estaba, pero Marielita nunca se encontraba en mi cuarto porque el mío era uno de esos amores que se alimenta del silencio de la madrugada cuando no hay una voz amiga en el mundo que te quiera escuchar.

Nadie despertó tantos deseos y envidias como Marielita Star y sus tetas astronómicas. Las demás chicas eran pálidas cruces de sal frente a Marielita y aquellos labios impolutos que más de uno intentó besar. Mi casa se encontraba junto a la suya y mi ventana daba a la puerta de enfrente. Pretendientes iban y venían con la vergüenza de la derrota en sus labios. Marielita los despedía con un apretón de manos y cerraba la puerta sin decir adiós.

Éramos vecinos de casa, colegio y parada de bus. Ella me sonreía y yo apretaba los dientes porque sus tetas me hablaban desde un lugar lejano, tan lejos, pero tan lejos era que bien podía tratarse de la luna y yo no hacía más que mirarla en la distancia y afianzar mis labios para no dejar escapar todo aquello que mi lengua imploraba por decir. «¡Una teta, déjame besarte una teta!», le rogaba en mi mente. Marielita me las mostraba sin dejar de sonreír porque todos somos amos y señores en la imaginación, fotogramas de manos entrelazadas y besos en la comisura de los labios. En la oscuridad de mis pensamientos la sodomizaba y ella me atizaba con un látigo de candela en la espalda.

Jamás un amante fue tan devoto como cuando la soñaba despierto frente al espejo del baño. Marielita cuidaba a mi hermana menor los jueves por la noche y yo me escondía adentro de la regadera. Saberla en el mueble de la sala, tan cerca pero tan lejos al mismo tiempo, me hacía bullir las entrañas. Las entrañas de nadie han bullido tanto como las mías al saberla en la habitación de junto. Nunca, en la historia de la humanidad, unas entrañas han sabido tanto a candela como las mías. Y las de Marielita, ¿bullirían al escuchar mi nombre? Mis catorce años me pesaban. Marielita no podía ser más explícita al respecto.

Mi hermana revelaba mi amor por Marielita a la primera ocasión. Era tan obvio que una niña de siete años podía verlo. «¿También tú estás enamorada de mi hermano?», le preguntaba con la franqueza brutal de la infancia. Marielita me sonreía como lo haría al ver a un perro desmadrado. Yo no era un perro desmadrado, en realidad no era nada, ni perro ni hombre o niño. Yo era el hermano de la niña a quien Marielita cuidaba. Ni más ni menos que eso, y debía ser suficiente aunque no lo era. Yo soñaba con alcanzar las estrellas porque era allí donde residía el alma de Marielita. Un jinete sideral montando sus tetas fugaces. Las causas perdidas no siempre son la más perdidas de las causas.

Su nombre era Cabrón, Ladrón de Corazones o simplemente Hijueputa. Llegó de algún lugar pantanoso y oscuro para robarse el amor de Marielita. Su madre y la mía eran amigas y lo llamaban caballero. Yo sabía que no era un caballero porque los caballeros no hacen las cosas que Marielita le permitía en la entrada de su casa los viernes por la noche. Con la falda hasta la barriga y una mano invasiva, no hay lugar para los modales. A lo mejor yo hubiera hecho lo mismo pero no lo estaba haciendo y por eso me parecía que estaba mal. La envidia es la hermana vieja y gorda de los celos. Yo sufría de las dos juntas a la vez. El momento de actuar llegaría pronto.

Los viernes en la noche esperaba a que Marielita regresara a casa para supervisar cada uno de sus movimientos. Caballero Cabrón no la acompañó en esta ocasión. Se encontraba sola frente a la puerta con las llaves en la mano. No sabía qué cara hacía porque me daba la espalda. No sabía qué cara hacía pero los hombros le temblaban y entonces supe que lloraba. «¿Por qué lloras Marielita?», le dije en mis pensamientos pero ella escuchó. Miró en mi dirección y yo me escondí tras las cortinas. Ella sabía que yo la espiaba y yo sabía que ella lo sabía porque más de una vez me descubrió observándola desde mi ventana. Permanecí oculto en las sombras y después ella no estaba más allí. Por alguna razón la imaginé sentada en el techo mirando a la luna y llorando. A los catorce años yo era tan sensible que temía fuera marica. Escribía poesía y cantaba tangos frente al mismo espejo del baño en donde ejecutaba el acto de la reproducción en mí mismo. Marielita era a quien veía aunque no había nadie más que yo en el cristal. «¿Cuando se mira al espejo, me verá a mí del otro lado?», le preguntaba a la oscuridad de mi habitación porque era todo cuanto tenía.

Pasaron tres minutos pero pudieron ser cien. El tiempo es relativo cuando el objeto de tu deseo se encuentra cerca. Me asomé despacio y la vi en la entrada del garaje. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas. Pensé acompañarla en su pena y lamer su rostro para probar el sabor de su miseria.

Me pidió que la acompañara con una señal de mano. Poco me faltó para saltar por la ventana pero me contuve y bajé las escaleras despacio. Quería que me viera como a un caballero y no como a un perro desmadrado. A los perros desmadrados los atropella un carro o simplemente se pierden y nadie los vuelve a ver nunca. Yo no quería perderme porque siempre he temido a la soledad y estar solo es igual a estar muerto.

Marielita era todo lo contrario a la muerte. Cuando mueres dejas de existir y entonces no pasa nada más contigo. Yo quería que me pasaran muchas cosas, especialmente con Marielita. «¿Marielita, Marielita?», le hablé a las sombras porque era todo lo que veía en la oscuridad del garaje. «Aquí», me dijo. Nunca nadie en la historia de la humanidad ha experimentado lo que yo al verla. Imaginé que así debía sentirse cuando se muere por amor. Y ella, Marielita, ¿estaba muriendo de amor? Definitivamente lo estaba pero lo suyo no era una muerte que genera vida sino angustia, y la angustia es la hermana asesina de la soledad.

Caballero Cabrón era el culpable de sus lágrimas de sal aunque eso yo no lo sabía. Me vine a enterar luego de que la besara. ¿Cómo me atreví a hacerlo? No lo hice. Fue ella quien se acercó. Lo hizo sin mover los pies. La luna debió de llevarla hasta donde yo estaba, la luz de la luna y la brisa tibia de principios de diciembre.

Nunca he sido un hombre de palabra pero sí he tenido facilidad para las palabras. No obstante, en aquél garaje bañado por la luz de la luna y los labios de Marielita que eran como una muerte que genera vida, las palabras se hacían melaza con sal en mi boca, parecían inválidas y brutas, cojeaban sin llegar a ninguna parte.

Existen prisiones de prisiones y muertes de muertes. La boca de Marielita era el tipo de prisión al cual se entra a voluntad aunque voluntad es aquello que pierdes cuando te enamoras. «¡Yo te amo Marielita de las estrellas!», debí decirle cuando me reveló sus tetas astronómicas. Pero hacía tanto calor que pensé me desmayaría. Olía a flores muertas y a planta de anís, y sus tetas, sus fabulosas tetas creadoras de discordias e infundios ya no eran astronómicas sino simplemente «nómicas».

Caballero Cabrón era un hombre de palabra pero no tenía facilidad para las palabras. Le prometió a Marielita un gran amor y cumplió hasta que le vio las tetas. Las promesas las cumples hasta que dejas de hacerlo. En ese sentido todos somos hombres de palabra siempre y cuando no demostremos lo contrario.

Nunca antes en la historia de la humanidad se necesitaron tantas palabras para confortar el ego herido de alguien. Caballero Cabrón se marchó sin ocultar su decepción. Esperaba encontrarse con una estrella nova sorteando la soledad sempiterna del cielo azul. Marielita ocultaba satélites rosa bajo la blusa y estrellas nova ocupaban su lugar en el relleno del sostén.

Las prótesis son tan reales como la fe siempre y cuándo nadie haga preguntas. «¿Cuáles prótesis?», le pregunté a Margarita aunque ella no preguntó nada. «¿Qué?», preguntó a su vez sin dejar de taparse el pecho. Borbotones de lágrimas brotaron una vez más. Maldije mi estupidez y me mordí la lengua aunque en verdad no lo hice porque se trata de una expresión y además duele mucho. Lo que sí me presté a hacer fue a besar las mejillas de Marielita para conocer el sabor de sus lágrimas. Nunca antes en la historia de la humanidad la miseria de alguien supo tanto a regocijo y esperanza.

El rostro le brillaba con el reflejo de la luz de la luna que se filtraba por las rendijas de la ventana. Haciéndome de sus manos liberé su pecho desnudo y tan despacio como pude besé la teta izquierda y luego la derecha. Luego pasaron más cosas que no podría describir porque sucedieron hace mucho y nadie más que yo las entendería, no obstante, conmigo pasa algo similar al evangelio de los cristianos y es la obstinación bruta de intentar explicar aquello que no tiene explicación. Podría empezar diciendo que su piel sabía a dulce de mora y caramelo derretido y que parecíamos encontrarnos a miles de kilómetros lejos de cualquier persona, como fantasmas que se reconocen a sí mismos en el cuerpo de alguien más, contorsionados, ausentes, respirando y soñando los olvidos de esa alma tonta que lo daría todo por regresar a casa.

Sin saber cómo ni por qué ni cuándo, la madrugada llegó trayendo consigo las prisas previas a un nuevo día. El olor de Marielita lo llevaba conmigo y por eso no me bañé. Quería manterlo para siempre aunque sabía que eventualmente se desvanecería. «¡No importa!» me dije en la oscuridad secreta de mis pensamientos, porque tenía intención de regresar al garaje de su casa y a un lugar llamado cielo. Y Marielita, ¿tenía Marielita intenciones de regresar conmigo a un lugar llamado cielo? No lo sabía entonces pero un nuevo amor se abría paso desde las sombras y su hombre era Hijueputa.

Nunca antes en la historia de la humanidad se ha conocido a un hijueputa más grande como Hijueputa. Hijueputa era alto, apuesto, rico y turco. Hablaba con ese gangueo desagradable de la gente de su tierra. Conducía un carro del color de la sangre. Los cabellos largos y negros de Marielita danzaban libres de toda contrición a bordo de aquel auto descapotable. Nunca la vi tan contenta. Su alegría era melaza fruncida en mi boca un día de verano en la mañana porque no la compartía conmigo.

Los viernes en la noche volvieron a ser lo que eran. Nunca nadie en la historia de la humanidad padeció la presencia de su rival en el amor como yo desde la ventana de mi cuarto, y Marielita, oh Marielita de mis pasiones con sus tetas fugaces como diminutas estrellas novas sorteando la soledad infinita del cielo azul, me negó el regocijo de su mirada luego de que todo esto pasara. Ni una sola vez hablamos de la noche en el garaje porque a la semana siguiente se hizo novia de Hijueputa y un mes partió lejos de mí rumbo a la universidad.

Al principio viajaba cada fin de semana para visitar a Hijueputa, y cuando no lo hacía, Hijueputa visitaba la casa de Marielita porque la extrañaba tanto que incluso sus padres se la recordaban. «Es todo un caballero», le oía decir a mamá cuando hablaba por teléfono con la madre de Marielita, pero los caballeros no hacen lo que Hijueputa hacía en la parte trasera del carro con ella, aunque eso nadie más, excepto los tres, lo sabíamos.

Atestiguar aquello que hacen los caballeros en la parte trasera de un auto con la chica a la que amas no es nada fácil. Batallaban por exterminar lo que restaba de mi dignidad los celos y la envidia. Pero la envidia y los celos tienen a la impotencia como aliada y no hay nada peor que sentir impotencia cuando los celos y la envidia te acompañan en la oscuridad de tu habitación.

Mi obsesión me llevaba frente al espejo del baño a hacer lo que hacen los caballeros en la parte trasera de un auto, pero no con la chica a quien amaba sino conmigo mismo. Cuando el cristal del espejo se empañaba por el esfuerzo de mi autoabuso, mi imagen distorsionada del otro lado se asemejaba a cualquier cosa, podía ser ella, no había límites para mi imaginación, podía ser ella e incluso la amiga de mi madre Martica Navas por cuyas tetas suspiré en la oscuridad de mi habitación cuando Marielita Star se convirtió en bruma y olvido luego de que se casara con su profesor de anatomía en la facultad de medicina, tan sólo siete meses luego de que empezara estudios en la universidad.

Hijueputa no dio crédito a las palabras de la madre de Marielita porque fue ella quien le dio la noticia. Una semana después recibió por correo postal la participación a la ceremonia de matrimonio y fue entonces cuando llevó a su fabuloso auto color rojo sangre contra un poste de luz a ciento cincuenta kilómetros por hora.

Marielita no asistió al funeral porque ése mismo día se casó, no obstante, su madre dio las condolencias respectivas en su nombre. Nadie le dirigió la palabra aunque Hijueputa era como un hijo para ella y a su vez Marielita era como una hija para ellos, sin embargo Hijueputa era como un hijo para sus padres porque en realidad eran sus padres y nadie comprende lo que es perder a un hijo mejor que los procreadores del mismo.

Todo esto que digo sucedió hace mucho tiempo y algunas de las personas incluidas en el relato murieron años atrás. Hijueputa fue el primero en irse y a él le siguió la amiga de mi madre Marielita Navas, por cuyas tetas suspiré frente al espejo del baño hasta que un día me las enseñó antes de ir a la guerra, en el mismo baño en donde practicaba el acto de la reproducción conmigo mismo. Nunca podría comparar un par de tetas con las de Marielita porque las suyas eran ficticias y no puedes comparar aquello que no existe.

Las tetas de Martica Navas eran pequeñas pero reales y las mostraba con orgullo hasta que un día murió de un infarto a la temprana edad de cuarenta y cinco. Mamá asistió al funeral así como la madre de Marielita a quien atropelló un carro del color de la sangre cinco años después. Marielita y su esposo asistieron al funeral así como mi mamá y la madre de Hijueputa. Marielita la saludó con un buen apretón de manos y juntas lloraron el recuerdo mudo de sus muertos respectivos. Caballero Cabrón se encontraba allí también. Lucía más caballero que antes porque tenía los cabellos canos y en ciertos hombres esto es sinónimo de distinción.

Sobra decir que sigo con vida porque no me morí en la guerra y porque los muertos no escriben tan bien como yo. Mamá solía decir que algún día llegaría a ser astronauta porque no hacía más que mirar al cielo en busca de cometas fugaces. Ella no sabía que sobreviviría a la guerra y que después me convertiría en notario público y luego en astrónomo. Jamás me casé porque pasaba el día estudiando los complicados controles del telescopio y las noches pensando en Marielita Star a quien nunca más volví a ver. Espero que también ella piense alguna vez en mí y que recuerde aquel lugar llamado cielo hace tantos años, pero tantos fueron ya, que casi no queda nadie que pueda hablar con certeza de él. El mío, mi lugar favorito, fue y será siempre aquel garaje en la noche hace tantos años con Marielita Star, pero no la que fue en la mañana sino la de la noche, por siempre una Mariela nocturna, eterna e inamovible.

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

 

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