FERNANDO GONZÁLEZ, EL FILÓSOFO QUE VIVIÓ A LA ENEMIGA
Por Fernando Corzo*
Se dice que en Colombia hay dos grandes filósofos. Uno de ellos es Nicolás Gómez Dávila (1913-1994), el autor de Escolios a un texto implícito, y el otro es Fernando González Ochoa (1895-1964), un autor que cuenta con una obra monumental. Escribió gran parte de su obra desde Latinoamérica, una región del mundo que ha sido relegada desde todo punto de vista (desde el económico, el cultural, el histórico). Escribió desde Colombia, un país que lejos está de tener una capital que se considere como la Atenas suramericana, como han querido verla algunos colombianos. Y escribió, no desde la capital de Colombia, sino desde Envigado, pueblo ubicado en el Valle de Aburrá. Lejos estamos, pues, de un pensador que escribe desde las grandes metrópolis del mundo. Estamos ante el caso de un filósofo que realiza su obra desde la periferia de la periferia del mundo.
Entre sus obras más famosas se destacan Viaje a pie (1929), El maestro de escuela (1941), Mi Simón Bolívar (1930), Don Mirócletes (1932), El Hermafrodita dormido (1933), Mi compadre (1934), Salomé (editada en 1984), El remordimiento (1935), Los negroides (1936), Santander (1940), Libro de los viajes o de las presencias (1950) y Martina la Velera (1962). Entre 1936 y 1945 editó la Revista Antioquia, de la cual produjo 17 números.
Fernando González es un ser singular, a nadie se parece. Es un escritor que escribe con malicia filosófica y literaria, pero con calidez y humor. Entabla profundos diálogos con el nihilismo de Nietzsche, con el infinito de Spinoza, con el cansancio de Shopenhauer y con el éxtasis de Santa Teresa, pero lo hace siempre desde una voz muy personal. Tomás Carrasquilla, en una carta que le dedicó al filósofo de Envigado, luego de elogiarlo comparándolo con el genio de Miguel Ángel, afirma que lo que más admira de su obra es «el antioqueñismo, un antioqueñismo pasado y repasado por muchos libros y por muchos cedazos». Cuando Fernando González piensa en la manera como se manifiesta el progreso en el país, por ejemplo, lo hace en estos términos:
El arriero del buey es apacible, y el de la mula es renegado y violento. Se les ha contagiado el carácter de sus animales. Va el buey lento, pero siempre igual y seguro como un metafísico alemán; es la mula, híbrida maliciosa que se finge cansada y que aprovecha el primer descuido para desviarse a pacer o para echarse en el camino. De ahí los gritos y maldiciones que llenan el sendero colombiano. Afirma el arriero que la mula no camina si no se la dice puta y otros improperios sonoros que debían ser alabanzas, porque ellos han acompañado nuestro progreso lento (Viaje a Pie).
Pero el filósofo no sólo escucha y anota el habla popular, sino que lo injerta en su lenguaje, tal como en el siguiente pasaje recogido por Félix Ángel Vallejo, uno de sus biógrafos, en el que, de paso, podremos notar su indignación frente al proceso de modernización y el intervencionismo de Estados Unidos en la región:
Y la libre competencia vegetal decide y causa la muerte de los que realmente son incapaces de subsistir. Allí, al lado de los poderosos, mueren los débiles, según la ley natural, sin que nadie intervenga para impedir que así ocurra, tal como sí lo hace el hombre en parques, prados, fincas y jardines, en donde mete sus infectas pezuñas para establecer su orden «marica» por medio de su cochino intervencionismo.
La prosa de Fernando González está plagada de las palabrotas de los arrieros envigadeños. Su voz y su manera de ver la vida son auténticas. Existe en él un marcado interés por encontrar una voz personal, una identidad propia.
Para adquirir una voz propia tuvo que andar un camino muy personal, es decir, vivir una vida auténtica, ligada a la tierra en la que vivió. Gran parte de la obra del autor está consagrada a la búsqueda de la identidad personal, esto en tiempos de totalitarismos, en que la individualidad era negada. Quizá la obra de Fernando González en la que se hace más evidente la búsqueda de una identidad propia sea Viaje a pie.
Fue abogado y trabajó en varios consulados de Europa. Primero trabajó en el consulado de Italia y luego, tras publicar El hermafrodita dormido, fue expulsado de Italia por el régimen de Mussolini debido a las críticas que dirigió contra el dictador en su libro. Luego trabajó una breve temporada como embajador en Bélgica y en España. Felix Ángel Vallejo, en su Retrato vivo de Fernando González (1982), nos describe a un filósofo que transita por las calles del pueblo de Envigado. Camina junto a él hasta el café de Suso, donde Fernando González leía el periódico para enterarse de las noticias nacionales e internacionales y conversaba con sus amigos más cercanos sobre los temas más variados, nunca, eso sí, con un tono académico. Y es que Fernando González, en un gesto propio de las vanguardias, siempre criticó la posición fingida de los académicos de su tierra, siempre criticó su tendencia de ponerse al día en las últimas materias. La sabiduría, según el filósofo, se ha de adquirir en la vivencia personal, tal como podemos ver en estas sus palabras:
Qué sabiduría tan hermosa la que tienen, pues, los animales, las plantas, los minerales, etc., en su modo de reaccionar; y también la gente que no es como esos que llaman letrados o periodistas pajosos, o parlamentarios que dizque estudian, pero que nada viven, ni padecen, ni entienden acerca de lo que piensan, dicen o hacen.
Según Fernando González, el conocimiento se ha de adquirir desde la vivencia. En la revista Antioquia da la siguiente lección: «Fijad muy bien esto: que se aprende a caminar caminando, a hablar, hablando, a encontrar, buscando, y a ser pendejo, leyendo. No leáis, investigad, buscad, vivid».
Así, por ejemplo, mientras habla con Félix Ángel Vallejo sobre la inmutabilidad del carácter del ser en Schopenhauer, o sobre Simón Bolívar, su tema favorito, comenta, con su tono de voz característico, con palabras vulgares, propias de su región, el negocio que lo tiene en vilo. Veamos cómo intercala en su filosofía palabras groseras:
Tiene pues razón Schopenhauer en sostener la inmutabilidad del carácter del ser humano por todos estos aspectos o matices. Hoy mismo al reanudar mi negocio con don Pablo, me volví a ventosear. Pero aquí, ahora, antes y después durante toda esta brega, tales ventosidades son muy deleitosas y hasta bellas, pues la tierna adolescencia de esa vaquita me tiene poseído. Ella es la presencia que me embarga ahora: sus ojos, su cabeza, su barriga, su culo y su parto son para mí cosas divinas.
Aguárdese y verá… —me dijo frotándose más y más las sienes—: pero ahora, a lo último, sí que me ablandé solamente a causa del deleite del negocio. ¡Ese animal vale más, mucho más! Su bella presencia no tiene precio (Vallejo, p. 54).
Su voz, pues, está arraigada a su tierra. Gusta de intercalar en su pensamiento palabras groseras para hacer, recalca Felix Ángel Vallejo, reír a los vulgares y ruborizar a las señoras y señores «decentes».
En una entrevista que quedó consignada en la Revista Antioquia y que fue realizada por unos jóvenes de la Universidad de Antioquia, Fernando González, al ser interrogado por la vulgaridad en su lenguaje, respondió: «Este es un lenguaje bíblico, no hay otro modo de hablarle a la juventud».
Quienes mejor escucharon al filósofo fueron precisamente los jóvenes colombianos. No en vano se dice que el único verdadero movimiento vanguardista de Colombia, el nadaísmo, tiene su raíz en él.
Y es que si algo caracteriza su voz es su irreverencia. Ya desde Pensamientos de un viejo (1916), su primer libro, que empezó a escribir a los dieciséis años, tenía un público lector que lo consideraba un escritor dañino. La publicación de Viaje a pie, una de sus más bellas obras, fue condenada por Monseñor Manuel José Caycedo, Arzobispo de Medellín, quien prohibió bajo pecado mortal la lectura del libro.
Su voz irreverente no sólo hizo que sus libros fueran vetados. Ya desde muy temprano su irreverencia era notable. En 1911 fue expulsado del colegio San Ignacio de Loyola, colegio dirigido por jesuitas, por, cito el memorando escrito por sus profesores, «sus precoces y amplias lecturas, por transmitir sus inquietudes filosóficas a sus compañeros y por su desatención a las estrictas prácticas religiosas (por ejemplo la inasistencia al tercer día de retiros espirituales, o por abstenerse de comulgar el día de la Asunción)».
En tiempos universitarios su actitud no cambió. Muestra de ello es la tesis que escribió para adquirir el grado universitario en la Universidad de Antioquia. El título de ésta es Una tesis, y en ella se delinea su pensamiento anárquico. Originalmente su tesis se tituló El derecho a no obedecer, pero las autoridades académicas obligaron al joven Fernando González a cambiar el título.
El carácter del filósofo lo llevó a alzar su voz contestataria. Quien no conozca su obra y quiera darse una idea casi cabal del carácter del filósofo, piense en voces disidentes como la de Barba Jacob, Gonzalo Arango y Fernando Vallejo, todos ellos nacidos en la misma región. La Revista Antioquia, dirigida, publicada y escrita casi en su totalidad por Fernando González, se hizo precisamente para demostrar inconformismo con las políticas estatales de entonces y con el estado de la cultura del país. En el segundo número de la revista, luego de decir que el primer número se había agotado, Fernando González escribe: «No esperábamos tanto, pues esta revista es nuestra y nosotros vivimos a la enemiga».
Más adelante en la misma revista su posición anárquica y contestataria se hace explicita:
Tengo derecho a ser anarquista; vivo a la desnuda y a la enemiga; mi vulgaridad es un premio que me otorgo; guardo mi delicadeza para los que saben sonreír, los demás enloquecen al beber de mi vino. Me jacto de que el futuro de Colombia se elabore en mí. Y esos movimientos de la juventud, esos pujos, esos ases godos, esas «muchachas que se van», todo eso son frutos de mi ofensiva.
Fernando González no era el tipo de intelectual que vivía en la torre de marfil, era un intelectual comprometido.
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Uno de los aportes más interesantes realizados por nuestro autor es el análisis del complejo colonial que hace del ser latinoamericano y en concreto del colombiano, un tema que está profundamente ligado a la condición de dependencia padecida en los países latinoamericanos, primero por cuenta de Europa y luego por cuenta de Norteamérica.
En Viaje a pie, el filósofo aficionado (así solía llamarse a sí mismo) hace la siguiente observación respecto de los hombres del país del norte que llegaban, y aún llegan, a Colombia a explotar las minas de oro:
También encontramos al MISTER. Este desempeña un papel importantísimo en nuestro país. Somos el pueblo que toma dinero mutuo con interés; somos el pueblo nuevo que sólo ha aprendido de la civilización a beber Wisky, a comer carne en conserva y a vestirse como en París. Y el MISTER nos presta el dinero y nos vende aquellas cosas (Viaje a pie).
El hombre latinoamericano padece de inferioridad. De hecho, Fernando González dice que el hombre latinoamericano, y el hombre colombiano en concreto, es inferior, y demuestra su insatisfacción al respecto: «No encontramos a quien visitar; no hay sino homúnculos en la tierra nuestra» (Viaje a pie).
El filósofo sabía que los europeos y los norteamericanos consideran que los latinoamericanos son inferiores y que aprovechan esta condición para explotar la región económicamente. De hecho refuerza, con su tono paródico característico, la idea de que los hombres latinoamericanos (el negro, el indígena, el mulato, el criollo) son seres humanos de segunda clase, tal como se desprende de este fragmento de una de las aguafuertes que escribió en su revista:
Aquí no paran mientes en que la gente la están haciendo con babas, el producto colombiano es raquítico, morado, simiesco. Es rara ya la mujer alta, robusta y sana; raro es el hombre alto, fornido y que se pueda dejar la barba: les nacen cuatro pelos en el mentón; las mujeres son bajas, maduran a los trece años y a los quince tienen los tejidos fláccidos. ¡Y las inteligencias!
Las críticas que tiene contra su tierra son puntiagudas. En materia de letras considera que «el pueblo no lee porque no tiene a quien leer, no hay pintores, novelistas, directivos», y que «de arte literario, entendiendo por ello manifestación inmediata del autor, causada por plenitud, sin finalidades aparentes, no tenemos en la actualidad sino algunas poesías de León de Greiff»; en cuanto al periodismo dice que «no hay quien forme la opinión pública (…), el periodismo está en Colombia en poder de hombres indignos» (Ibíd.).
Según Fernando González, el principal problemas que agobia a Suramérica es la vanidad. Las constituciones, las leyes y las costumbres, todas son copias; también la pedagogía, los métodos y los programas son meros remedos. El suramericano simula europeísmo, exagera lo europeo. Su personalidad es vana. Según González, nada hay de original en el hombre suramericano, todo lo copia. Apelando a su comicidad, Fernando Gonzáles dice que en Suramérica sólo hay «genios de las nalgas», es decir, expertos en sentarse a copiar.
El hombre suramericano está vacío y por ese motivo vive avergonzado de lo que es y se oculta bajo ropajes que no le pertenecen. Se avergüenza del indígena, del negro, del mulato, de todo aquello que podría darle forma a su identidad. Vive, de esta manera, esclavizado por las opiniones ajenas, atado a los programas que han sido inventados en otros territorios. Incluso, y aquí cabría una crítica al filósofo de envigado, González mismo tiene que acudir a los filósofos europeos para expresar su filosofía.
De ahí la admiración que sentía Fernando González por Bolívar, el hombre que, según él, desarrolló su individualidad. El filósofo, a su vez, se ufana de ser el predicador de la personalidad, de la autoexpresión, y se autocalifica, con bombos y platillos, para que quede constancia de que es un pensador con carácter, como el filósofo de Suramérica: «Creo firmemente que yo soy el filósofo de Suramérica; creo en la misión; me veo obligado a ser áspero y seré odiado, pero ¿podría cumplir mi deber con dulces vocablos?» (Los Negroides). En este particular tono se percibe a un Fernando González heredero y continuador del vitalismo y del evolucionismo que se desarrolló entre los siglos XIX y XX, y también a un a Fernando González que brega por hacer que el sujeto suramericano llegue a la autoconciencia, a reflexionar sobre sí mismos, a ser individuo, en una palabra, a un filósofo que desea que el sujeto suramericano llegue a independizarse.
El filósofo, siguiendo las enseñanzas de Bolívar, percibe que el continente suramericano está sumido en la infancia. Ve en los presidentes de Colombia, y en ellos el conglomerado de lo que es el país, infantes que aún no se han desarrollado, que no se han manifestado:
En Suramérica permanecen los hombres siempre de lectores, siempre de viajeros. Tienen vergüenza de su propia alma; se quedan con los vestidos ajenos. Por eso he dicho en mis libros que todos, Laureano Gómez, Núñez, Caro, todos los jovencitos que han escrito y actuado en la Grancolombia, son púberes con barbas canosas. Aquí han creído que son frases graciosas; mis palabras son símbolos (Los Negroides).
Ve en la tendencia de los pueblos Americanos de imitar a Europa como la consecuencia del proceso de colonización. Incluso, dice, imitamos la literatura y la sociología de Europa, la adoptamos y la agrandamos. Esta es la manera como se ha formado el complejo de inferioridad, que está relacionado con la vergüenza. El filósofo, henchido de odio hacia los políticos de su tierra que desprecian lo propio y venden a bajo precio los productos de su tierra, los trata con estas duras palabras: «Me enorgullezco de ser el primero que ha estudiado y analizado el complejo que he llamado hijo de puta. Aquí han dicho que uso palabras inmundas; lo que sucede es que estudio problemas nuevos, suramericanos» (Los Negroides).
Las palabras de Fernando González llegan a ser verdaderamente hirientes, como éstas, en la que expresa su repulsión por los hombres de su patria: «¡Qué asquerosa es hoy mi patria! ¡Entre qué gente tan sucia me correspondió existir! Verdad es que gente así hay en todas partes, pero no son tan descarados. Estos animales parecidos al hombre únicamente en la perversidad, son un castigo para la Tierra» (Los Negroides). Estas altas temperaturas del lenguaje a las que llega el filósofo nos recuerdan al muy conocido Fernando Vallejo.
Y para continuar con el tema de la inferioridad de los pueblos americanos, éstos, dado que no tiene nada propio que los enorgullezca, dado que todo lo importan, viven endeudados, humillados, con alma de colonos. Según Alejadro López [1], ecónomo y amigo íntimo de González, y autor de un estudio muy interesante publicado en 1930, en plena crisis económica mundial, el crédito es el perfeccionamiento de los métodos de colonización. En dicho estudio, Alejandro López pone en cuestión el sistema de crédito mundial, el cual está «fundado en el concepto de que los ahorros para el desarrollo de un país son necesarios para el desarrollo y valorización de los más atrasados», cuestiona que «los países de la colonia» busquen empréstitos como un maná, como el remedio definitivo a su atraso. Colombia, por ejemplo, entre 1927 y 1928 había recibido préstamos extranjeros que gastó cuando el café se le pagaba a 27 centavos la libra. Dos años después, cuando Alejandro López escribe su estudio, Colombia tenía que pagar el servicio de tal deuda con café vendido a diez centavos. Denuncia, además, que las normas económicas impuestas por los países industrializados de entonces buscaban impedir que los países de la colonia se bastaran a sí mismos.
Vivir al préstamo garantiza la derrota de los pueblos de la colonia y de ahí la lucha que emprende Fernando González por hacer que los suramericanos tomen conciencia de sí mismos. Esta lucha la libró desde la cultura, la cual consideraba el medio por el cual el individuo se auto-expresa, se desnuda, o se conoce y se reconoce a sí mismo como independiente.
El propósito del autor es formar la sociedad del futuro. En Los Negroides, y en otras obras suyas, frecuentemente nos encontramos con que el filósofo se dirige a los jóvenes, y lo hace para incentivarlos a adquirir cultura. En Los Negroides el filósofo habla de los jóvenes y los interpela con palabras como éstas:
De esto resulta claro lo que he dicho a la juventud, en forma simbólica, en mis libros anteriores: la cultura consiste en desnudarse, en abandonar lo simulado, lo ajeno, lo que nos viene de fuera, y en auto-expresarse. Todo ser humano es un individuo, generalmente cubierto, que generalmente vive de opiniones ajenas. En Suramérica todos están en sueño letárgico; aquí nadie ha manifestado su individualidad, excepto Bolívar, Gómez y algún otro.
Oigan, pues, jóvenes estudiosos, o mejor, juventud que brega en la meditación: el hombre es un espíritu, un complejo, que debe manifestarse, que debe consumir sus instintos en el espacio y el tiempo; apareció el hombre para manifestarse, para actuar según sus motivaciones. La vanidad impide todo eso; el vanidoso muere frustrado, y tendrá que repetir, pues vivió vidas, modos y pasiones ajenos, o mejor, no vivió (Los Negroides).
Gran parte del trabajo realizado por él estará encaminado a este propósito, pues, nos dice, la cultura es el único medio que tiene un pueblo para liberarse. De hecho, en su ensayo el filósofo diseña una teoría de la personalidad y un método emotivo para salir del influjo europeo. En sus propias palabras, los «pueblos en que la juventud no piensa, por miedo al error y a la duda, están destinados a ser colonia».
NOTA:
[1] Ver El desarme de la usura, texto que González considera que debe ser estimado como Evangelio de los pueblos suramericanos.
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Escuche aquí fragmentos de audio con la voz de Fernando González. Cortesía de la Corporación Otraparte.
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* Fernando Corzo (Bogotá, 1986) es profesional en Estudios Literarios de la Pontificia Universidad Javeriana. Además de desempeñarse por varios años como corrector de estilo y traductor, ha colaborado con artículos y poemas en diferentes revistas. Actualmente cursa la Maestría en Literaturas Española y Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires.