Literatura Cronopio

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AGUACERO

Por Sebastián Castañeda Guerrero*

Rojo de tarde regado en la tierra seca frente a mi casa. Los suaves cantos de las últimas aves del día previenen del silencio, de la ausencia y del paso del tiempo. Una tenue lluvia empieza a caer ligeramente, como si el cielo diera frutos que son lanzados por la caricia del viento. La tierra se moja. Imagino insectos brotando por entre los agujeros de la tierra húmeda. Estoy sola. Hace días que Aurora no vuelve a casa.

Cuando era pequeña me preguntaba en dónde terminaban muriendo todas esas nubes de cucarrones que nacían con la llegada de la lluvia y espesaban el aire. En ese entonces salía a correr con las últimas gotas del aguacero a buscar sus cadáveres. El suelo enlodado y las primeras flores púrpuras de papa que salpicaban el cultivo me veían buscar con apuro. Nunca encontré nada. Pensaba que la tierra húmeda se comía los cuerpos segundos después de que tocaban el suelo. No dejaba nada, ni siquiera un crujido. Mi madre, que siempre tenía música a alto volumen, «para que la casa no se sienta sola» según sus palabras, abría la puerta exterior sin cuidado. Gritaba mi nombre. Vagos trazos de su música escapaban por el umbral de la puerta. «La flor de trigo, la flor de trigo» decían, combinados con gritos de madre. Nunca supe si gritaba por miedo a que yo ya no estuviera ahí, pues la tierra me había tragado como a un cuerpo de cucarrón, o porque le molestaba que mi salida le embarrara su casa musical.

Aun ahora, en ocasiones, creo en que la tierra puede acabar con los rastros de los seres que han caminado sobre ella. Fría e inerte, como nunca debería ser posible para ella misma, la tierra se los traga. No queda rastro. No queda sonido.

Sin embargo, hace cinco minutos, entre los tréboles que viven en la larga matera verde que adorna el borde de la ventana, cayó un cucarrón de espaldas. Intenta balancear su cuerpo. Lucha por ponerse de pie. Luego espera, como muerto, quizá para recuperar la esperanza más que la fuerza. La tierra no se lo traga aún. No desaparece.

Sobre él, a través de la ventana, veo la tierra húmeda; el delgado camino de piedra que trae desde el portón de acero hasta la puerta de mi casa. El árbol arqueado cargando de buganvilas, las plantas de granadilla que luchaban contra la sequía, la pequeña banca de madera rústica que Gustavo usaba para descansar oyendo los pájaros cada domingo, la tela metálica que es lo único que queda del galpón y el delgado riachuelo que bendice esta tierra, bañado por la luz naranja del atardecer. La débil llovizna hace las veces de preludio de algo más: La lluvia tardía de meses y la noche que cae con ella.

Al lado del riachuelo crecen líneas de arbustos que ocultan la otra entrada de este predio. Miro fijamente los arbustos y deseo que, de las hojas, las flores moradas o del rumor de la lluvia aparezca Aurora. Aunque hace años no es una niña en este momento deseo verla saltando el riachuelo buscando entre el barro algo que quizá no exista más. Cadáveres. Cuerpos. A lo mejor un poco de vida germinando del verde. Yo abriría la puerta de golpe. Gritaría «Aurora» hasta que mi grito sea la música de estos campos. «Aurora», no me enfadaría por el barro en la casa o porque callara explicaciones. Amaría que viniera únicamente a cenar. El pan sobre la mesa, la sopa caliente, la cerámica fisurada en la base. Pero nadie aparece de la nada, como salido de la tierra.

El cucarrón en el borde de mi ventana logra ponerse de pie. Camina con cuidado. Equivoca el paso. Tiene una pata rota por la caída. Camina y aun no desaparece. Nadie desaparece de la nada, como tragado por la tierra.

Los últimos rayos de luz solar desaparecen. La lluvia crece con la oscuridad. La luna escondida tímidamente entre las espesas nubes aprovecha un fragmento roto de la tela de nubarrones. Se asoma para observar. Quieta hasta ahogarse de nuevo en oscuridad. Tomo un poco más de la sopa de arroz que preparé. No sé por qué, esperanza o fuerzas, pero otra vez serví dos platos.

Un fuerte sonido estremece todo afuera. Imagino a las aves volando de terror… o de alegría. Oyes. Saben que va a llover. Trueno. No noté el resplandor de la caída a la tierra. Azul iluminando todas las superficies. Afuera el aire parece más espeso, la oscuridad de un negro más profundo. Tomo las últimas cucharadas de mi plato. Agarro un papel y sobre él garabateo algo. El recuerdo del insecto de la maceta. La lluvia cae con fuerza. Un resplandor muy corto. El vapor de las sopas se mueve frente a mí y junto al sonido de la lluvia parecen hablarme. Le narran historias a mi imaginación.

Oscuridad. Imagino a Aurora metida en el ruido del aguacero. Corre. La carretera la observa bajo la poca luz lunar que dejan pasar las nubes. Todo se ilumina con azul de un rayo. Un estruendo. Entonces pasan algunos autos muy rápido. El camino ahora amarillo. Ella se acomoda el cabello mojado. Mira hacia dónde ir, pero no lo sabe. ¿Por qué no sabes hacia dónde ir? Otro auto pasa más cerca, muy cerca. Aurora da un paso hacia atrás, un paso tramposo, y siente el jalón del vacío. No termina de girar sus ojos para ver cuando cae por el abismo del monte. Va quedando en su mirada una progresión de hojas, ramas y rumor de lluvia. Noche clavándose en su cuerpo.

La frágil realidad imaginada. Ficción. Ficción creada para sentir emociones de realidades desconocidas. Y es ahí de donde brota el mayor dolor. El dolor de no saber qué tipo de dolor sentir para no tenerlos todos juntos. El dolor de algo que no sabe, entonces se imagina. De mí caen lágrimas que no son imaginadas.

Lloro.

Otro estruendo.

Abro los ojos. Delgadas líneas de luz de la mañana entran clareando la cocina y pintan de azul la cerámica dispuesta en el mesón. El aire es ligero y suave. Afuera veo neblina, dispuesta a despegar suavemente con los cantos de los pájaros, que siempre despiertan antes que las personas. No son más de las seis de la mañana. Otro estruendo. Golpes. Alguien está en la puerta.

«Aurora», pienso con prisa y me pongo de pie en un movimiento. «Es Aurora».

«Vecina, soy yo, Martha». Ella lleva una gruesa ruana gris mojada por las gotas de rocío, zapatos negros manchados por el barro del camino y un sombrero hongo. Sus ojos tienen una pequeña vibración que no sé si es emoción, miedo o una actuación. Marta es mi vecina, o más bien, yo soy su vecina. «¿Y ese plato? ¿Sumercé ya sabía que iba a venir?» Me pregunta riendo. No le veo la gracia, pero le sonrío. Recojo el plato lleno de sopa fría y lo llevó al mesón húmedo por el azul de la madrugada. Le digo que anoche hacía un frío impresionante, entonces me serví un poco más de sopa, pero que al final no me la tomé. Le pregunto si quiere un poco. «Si, le agradezco. Pero deme una que no esté reposada», me responde, y continúa: «Pensar en ese aguacero que cayó anoche. Lo bueno es que esta mañana todo amaneció verdecito, muy bello. Usted sabe que con la lluvia todo se limpia, además con esa sequía tan brava que estaba haciendo… supongo que abra que dar gracias». Pongo la sopa en la estufa y en una olleta quemada dos trozos de panela y agua. «Dígale a Aurora que tenga cuidado cuando salga de la escuela —continúa Martha—. Uno no sabe quién anda por ahí». Pregunto por la razón de la advertencia. «Hace tres días que unos jóvenes del pueblo andan desaparecidos. Parece que se los robaron, o algo les hicieron. No volvieron a la casa». Me quedo mirando hacia fuera y termino viendo mi reflejo en la ventana, deformado y casi inexistente. Escucho los pájaros cantando más de lo normal. «Cantan de alegría por ver el día», decía mi madre cuando amanecía y el sol daba de frente en nuestra casa.

Días en los que la madera se iluminaba bajo el sol que dejaba cruzar la ventana. Todo de un color acaramelado. El comedor y la cocina se calentaban con la luz. Para cuando José, mi hermano, se sentaba para tomar el desayuno, mi padre y yo ya estábamos acomodamos y mi madre estaba terminando de servir la comida.

Marta me mira con mucha insistencia. Yo intento disimular mirando en otra dirección. Veo mis botas plásticas y un par de ruanas colgadas. Debo buscar a Aurora. Voy a contarle a Aurora, para que ella tenga más cuidado, le respondo. Un breve silencio. «Vecina, la verdad es que vine para preguntarle si ha visto a Estrella», dice Martha. ¿Estrella? «Algún bandido se lo robó. Se perdió». Lo recuerdo. Ese caballo es el preferido de Javier, el hijo de Martha. El preferido entre los dos caballos que tienen. A Aurora le encantaba salir a jugar con Javier. Yo le pedía que me ayudara a hacer la poda para las matas de feijoa, a bajar frutos o lo que necesitara la tierra en ese momento. Pero siempre la encontraba jugando con Javier, molestando a los caballos. «Con hoy ya van dos días de perdido. Mi hijo estaba diciendo que se lo mataron. Claro, él pensando que ese animal no se pierde solo. Se sabe el camino y hubiera vuelto solo. Entonces eso es que alguien se lo robó». Javier debe estar muy triste. «Todos en la casa», me responde. «Bajé a mirar la granadilla para ver si con la lluvia se anima a dar flor. Aproveché para buscarlo, pero no había nada en el camino», dice ella mientras toma una cuchara del comedor. Debo buscar. Sirvo rápidamente la sopa en un plato que tiene borde dorado y flores rojas pintadas. Un ramillete de estambres rojos y pétalos que van del blanco al rojo, como si sangre fuera llenando sus delgadísimos conductos.

Entre las flores de feijoa se escondía Aurora cuando sabía que la estaba buscando, que yo ya sabía que no estaba despodando, que estaba jugando con Javier, Estrella y Lucero. Había días que salía con un vestido de color amarillo gastado que traía unas manchas blancas que yo decía eran nubes. Aurora decía que las manchas eran ovejas que habían escondido la cabeza, pero nadie sabía en realidad qué eran. «Parece un trapo viejo», me dijo el día que se lo heredé. Pero siempre se lo ponía. El color, o la falta de color, no la dejaba esconderse. Yo salía entre el olor dulce de las flores. La buscaba. Flores del campo. Cumplió nueve en medio de un mal año. Después no habló más con Javier y rara vez usaba el vestido. Parecía que empezara a esconderse de ella misma. De su joven vida. Como si desde ese momento hubiera empezado a irse; no, a perderse.

«De pronto cogió un camino por el que nunca lo hemos llevado», me dice Martha suavemente. «Mire, sumercé». Saca de uno de sus bolsillos un papel arrugado, cerrado como una uchuva. Lo desenvuelve. «Me encontré esto en el camino». Está mojado, los bordes se le están cayendo y la foto que llevaba se despegó dejando un espacio vacío. Dice AURORA SUTAGAO. Martha levanta la cuchara lentamente y sopla hacia la sopa que bota un delgado hilo de vapor. Veo el documento extendido en la mesa. Le doy las gracias. Ella gira, pasa la mirada por el corto pasillo, intentando disimular. Quizá pensando evitar que me de cuenta del movimiento y la mirada. Las alcobas están cerradas. La casa parece inundada en silencio. El sol entra débilmente. Poco a poco la mañana ha perdido tonos de azul y ahora es ligeramente más naranja. Nosotras también. Marta mira el documento sobre la mesa y se da cuenta de un papel que está al lado. «¿Esto lo hizo su hija?», me pregunta. Es un dibujo que hice anoche mientras llovía. Le respondo que el dibujo es de Aurora mientras paso la mirada entre su rostro y la sopa, esperando que la termine pronto. «Quedó muy bonito», me responde Martha. Huele a aguapanela. Gracias, pienso. El acaramelado olor de la panela con los tonos cítricos del limón me ayuda a tomar un respiro. Es hora de salir. Tomo un sorbo y dejó el pocillo encima del mesón. Le digo a Martha que yo voy a salir ya, que voy a mirar mis matas para saber cómo les fue con la lluvia. Me pongo una ruana café que me regaló Gustavo cuando éramos novios. Respiro profundo y me acerco a la puerta. Le doy gracias por la visita. Martha se despide y salimos al tiempo, pero cada una coge por un camino distinto. Yo voy por el de atrás. «Hasta luego, vecina», me grita ella cuando llega al portón.

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* Sebastián Castañeda Guerrero, realizador audiovisual y escritor. Fascinado por las posibilidades narrativas que ofrecen los distintos lenguajes artísticos he hecho proyectos de documental, ilustración, música y literatura. En el 2013 completé una colección de cuentos, Descomposición, que fue premiada en Concurso Nacional de Libro de Cuentos de la Universidad Central. Actualmente trabajo en mi primera novela, de título provisional Neblina, y en un libro ilustrado llamado Martin Mar.

 

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