Escritora invitada

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MIS MADRES SON ESTRELLAS

Por Carolina Nvé Díaz San Francisco*

REINA

Estudiaba a menudo y libre con mis días enteros durante aquellos primeros tiempos de recién llegada, los contornos de Guinea Ecuatorial y del África entera con mi atlas del mundo, buscando además las páginas del mapa de los Estados Unidos, la Gran Isla de la Tortuga. En un lado suyo, sobre las orillas rocosas que miran al este hacia la India, arrinconada en el sur de una pequeña península, localizaba a la Villa de la Bahía silenciosa, fría y cruda junto al golpeteo de las mareas en invierno, y abierta y viva durante los meses de verano. Con mis paseos ociosos, apreciaba la Villa de la Bahía majestuosa con sus casas grandes y jardines inmaculados, por donde a través de alguna verja en las avenidas, se escapaba siempre el perfume de las rosas. Y Hope Street, la avenida más ancha, la más importante, me gustaba porque hospitalaria, me ofrecía chocolates calientes y pastelitos con nata en una cafetería de su esquina, un banco y una oficina de correos. Y donde además encontraba la biblioteca, por supuesto, y su mural pintado sobre sus puertas, la imagen de una mujer de trenzas largas sentada sobre la hierba sosteniendo un libro en sus manos y junto a ella, un niño rubio a sus rodillas mirándola a los ojos.

Cuando la Dama de las Nieves ya dejaba la Villa, quizás para volver a los árticos, cuando la blancura helada desaparecía con destellos bajo el sol y el cielo lloraba algunas gotas de despedida, justo después de la última tormenta, el cartero trajo una carta.

Junto a la cafetera, Engel la dejó en cuanto llegó del trabajo, y allí reposó por varias horas hasta que regresé de mis andadas rutinarias por la playa. La arrebaté con mis manos en cuanto la vi porque creía que sería una oferta de trabajo. Destrocé el sobre, empujé el papel blanco hacia fuera sin ningún cuidado, y leí: «Es un placer ofrecerle el puesto de dispensadora en la farmacia satélite del Hospital General. La convidamos a un primer encuentro para acordar los términos del contrato».

Pero impregnado entre las palabras inglesas había otro mensaje, uno invisible. Había volado como una chispa hacia el aire hasta el techo en cuanto desdoblé la carta y el sobre cayó al suelo. El mensaje aquel invisible desaparecía por el techo y se iba al universo dejando una humareda tras de sí que decía con letras cursivas y en español: «Anuncio mi visita. Vendré en breve. Reina».

Cuando el polen de los almendros rosados del nuevo estío comenzaba a renacer, empecé mi puesto nuevo. Mi marido y yo lo festejamos con sushi en el restaurante japonés más popular del pueblo costero de Newport mientras yo a él le hablaba excitada de mi extensa historia como dispensadora en mis tiempos en Londres, de cuando viví allí.

—Con el mercader de Nigeria y su pequeña farmacia en el Barrio Escondido —rememoraba—, en Gloucester Road con Olivia la curandera y después en Elephant and Castle…

—Cándida —Engel compartía mi felicidad de aquel momento—, te lo mereces. Tú tienes mucha experiencia.

—Me pregunto cómo será la farmacia satélite de un hospital —me expresaba mientras me fascinaba el pensar que aquella farmacia iba a ser diferente.

Así un lunes allí me planté, en el primer piso del Hospital General en Providence donde encontré la farmacia satélite en una esquina junto a unos paneles que señalaban con flechas la dirección hacia los departamentos de urología y cirugía. A su lado, nacía un pasillo largo que contenía las puertas de oficinas administrativas, una biblioteca médica privada, consultorios y un café donde se preparaban bocadillos de embutido fresco. Cuando entré por primera vez en la farmacia, John Whitehead, un hombre bajito, calvo con bigote y gafas y bata blanca hasta las caderas, me vio por detrás del mostrador. Le dijo algo en susurros a un hombre de piel morena cerca de él y hacia mí vino. Me estiré la compostura. Me saludó con un apretón de manos, una sonrisa breve y me llevó a la oficina pequeña donde los dos sentados uno frente al otro, me hizo miles de preguntas sobre mí y mi historia laboral. Recuerdo que terminamos con el papeleo del contrato, el seguro del médico y con el acuerdo de las facetas que envolverían mi trabajo. Firmé el papel y acordé que atendería a la clientela detrás del mostrador, cobraría las recetas listas en los cajones enumerados alfabéticamente, y que organizaría las medicinas que vendrían cada día en las estanterías.

Sí, al principio en la farmacia se me veía encantada, asistiendo al farmacéutico John, de Connecticut, que hablaba poco y al otro dispensador, Vinicio, portugués de las Islas Azores. Los ayudaba con las recetas que venían cada día una tras otra sin descanso, me iba amoldando al lugar y al nuevo horario mientras que por las tardes cuando regresaba a la Villa al atardecer con el autobús, pensaba en ella, en Reina. En casa, mi gran mundo, mi nido seguro, con detalle me aseguraba de que cada cuarto estuviese limpio y presentable, y al llegar el fin de semana sacudía las alfombras, fregaba el suelo, desinfectaba el baño, lavaba las sábanas, las toallas y por las esquinas dulcificaba el ambiente con agua de colonia y de lavanda.

Y así la esperaba. Esperaba que un día unas manos llamaran al timbre de la puerta de mi porche y que yo, antes de abrirla, escurría curiosas miradas por la ventana con las cortinas echadas para descubrirla. Pero ocurrió que sin sospechar ella y yo nos encontramos en un funeral en la Iglesia Santa María, la más grande de la Villa.

Engel recibió la noticia dos días antes del funeral. El hijo del joyero y anticuario de la calle Franklin, de escasos veinte años, había fallecido, y las causas eran inciertas. La muerte lo sorprendió en sueño. En la Villa casi todos lo conocían. Cuando Engel me reveló el suceso, yo, sin haber conocido a tal familia, me sentí triste por la pérdida y como buena mujer del hijo de un buen amigo del padre del fallecido y la mujer del nieto del que fue candidato y posteriormente gobernador de la Villa unas décadas atrás, me vestí de negro entera y asistí del brazo de Engel al evento que se convirtió en comunitario y en la noticia de la semana.

Quieta, sosegada, medio muda y con la cabeza baja como llevando un velo negro, caminamos hasta la iglesia. Ya desde las escaleras que iniciaban la subida hasta la gran entrada, gentes de la Villa y de las vecindades venían y se saludaban. Entramos y en uno de los banquillos del frente nos sentamos observando con ojos inquietos el lugar extraño y los techos blancos adornados con serpentinas pintadas de dorado, cielos gloriosos, nubes blancas, ángeles y dioses supremos. El vaivén de la música de un piano comenzaba a sonar desde un lado desde detrás del altar cuando un hombre alto, canoso y con sotana negra y larga llegó con un libro oscuro en mano. El cura inició el memorial [funeral] pidiendo a los asistentes que tomaran asiento, y de su boca emitió sonidos de no usuales palabras que con el micrófono, con el poder del eco en las paredes se dispersaban por doquier, por entre el desfile de las frías columnas para rebotar e inundar el lugar y a mis oídos inevitablemente.

Sentada en la cuarta fila, anonadada por aquella situación tan peculiar en la que me encontraba, casi como cerraba los ojos al pensar en lo divino, cuando Reina apareció de repente entrando como un espíritu a través del muro de enfrente, por detrás del crucifijo del Cristo. Parpadeé varias veces. Supe que era ella. Vi su cabeza envuelta con un tignon y su vestido rojo. Me moví un poco nerviosa sobre el banquillo. Miré a Engel. Él parecía no haberla visto.

La mujer avanzaba hacia mí sin importarle el cura, el joyero lloroso o la gente con las caras llenas de pena.

—El soberano da la vida y la quita. A las almas de los inocentes les da la gloria y la eternidad en los cielos —, clamaba el de la sotana alzando los brazos.

Reina pasó por su lado, y se acercó al centro despacio y como bailando. Le vi los pies desnudos. Ladeé la cabeza hacia los lados y me di cuenta de que a ella nadie la veía. Parecía que se movía al ritmo desconcertador de una música que yo no alcanzaba a oir. Dándole la espalda al prodigioso altar entre los primeros bancos de madera, justo al principio del largo pasillo extendido hasta la gran puerta de la entrada, Reina parecía ignorar por completo al piano del estéreo. Yo, cerca de aquel pasillo, la miraba hipnotizada. El piano se las ingeniaba para llevarme hacia arriba, hacia lo alto para tocar con mis manos las nubes de los cielos pintados en el techo, y para asombrar además a las gordas pupilas de mis ojos con el baile encantador de brazos y manos de Reina que con soltura se movían.

—La muerte al cuerpo lo subyuga al mundo y al polvo este retorna. La muerte al espíritu revitaliza y dándole alas, este libre, ya puede volar para unirse a las divinidades que lo esperan con los brazos abiertos —continuaba el cura—. Los melodiosos versos de los Salmos alaban a la muerte llamándola recompensa.

De pie, Reina miraba al techo y agitaba los brazos como si nadara abriéndose camino entre aguas espesas. Y después, sus brazos abiertos en cruz se mantuvieron quietos por un rato.

—Por favor, levántense —, pidió el cura.

Descubrí un halo de luz brillante rodeando al cuerpo de Reina. Y mientras nos poníamos de pie, el cura dejó el altar para acercarse a un joven que le ofrecía una cajita dorada llena de hostias, el pan sagrado. Se mantuvieron los dos juntos detrás de la tina del agua santa. El joyero, con las ojeras hinchadas, se acercó el primero a ellos para recibir la hostia y su bendición. La fila se empezó a formar y Reina desapareció.

Engel y yo también nos levantamos y nos unimos a la fila. Esperé mi turno para que el cura me tocara la frente con el dedo impregnado de agua pura, y para abrir la boca e ingerir el cuerpo sacrificado. Cuando Engel se retiró a un lado tratando de concebir la sensación de la hostia en su boca y me tocó la vez. Para mi sorpresa, Reina estaba allí en lugar del cura intercediendo en el tiempo.

—Cándida —me llamó por mi nombre con voz profunda.

La pude ver de cerca. Era bellísima. Perfecta mujer madura.

Sostuvo mis manos y sobre las palmas suavemente puso la hostia de color hueso.

—Llévala afuera —me susurró —, dásela al viento.

Como ella me había pedido, mantuve la hostia entre mis manos temblorosas. Creí que soñaba porque aquella mujer, en medio del mundo inglés en el que me encontraba, me había hablado en mi idioma. Continué hacia un lado, donde Engel me esperaba mirándome con ternura y sin percatarse de nada. Me rodeó con un brazo suyo por la cintura y me incitó a caminar hacia la salida mientras yo alzaba el cuello bien alto y lo giraba con gracia al andar para seguir viéndola a ella y no perderla de vista. El cura volvía a estar al pie de la fila y a Reina no la pude ver más.

En la entrada de la iglesia, el joyero lloraba y al acercarme a él lo abracé compungida. Le di mis más sinceros pésames y cuando sentí que los rayos del sol me acariciaban las mejillas, me aparté. El viento me tocaba los hombros. Supe entonces que me pedía que abriera los puños. Al abrirlos, el viento amable se llevó consigo el trocito de un cuerpo muerto y al verlo volar, regresé a casa con Engel caminando despacito por la acera hablando sobre cómo la muerte es parte de la vida.

El sol aquel día se fue antes de lo habitual. Al estío, que había comenzado con grandes cielos abiertos azules llenos de calor, lo cubrió una gran nube llena de agua que le dio al trozo de tierra donde yo estaba, lluvias incansables. Seguí levantándome temprano para ir con el autobús hasta el hospital a dispensar la medicina para los enfermos de las camas y también para los que se citaban con los médicos y que venían después con caras agotadas y con receta en mano. Seguía mirando a cada paciente, tocándolos, hablándoles para intentar confrontar su dolor mientras anhelaba ver a Reina de nuevo. En el hogar, por las noches, durante los días libres buscaba la paz y el silencio para poder sentirla. La buscaba por los rincones, por el jardín…

* * *

El presente texto es el segundo capítulo («Reina») de la novela «Mis madres son estrellas» (SIAL, Casa de África, 2019), con prólogo de la escritora ecuatoguineana Trifonia Melibea Obono. Esta novela se presentó en la Feria del Libro de Bogotá (FILBO), en la de Madrid y en la de ciudad Yaundé en 2019.

https://sialpigmalion.es/producto/mis-madres-son-estrellas/

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Acerca de la novela:

Esta historia revela tragedias como la pérdida de un padre y madre, migración forzada, pobreza y abuso. Revela superación gracias a la fuerza de ellas, mujeres negras que han sabido elevar su esuvu, o fuerza vital para emprender su derrotero en la vida, y además, inspirar a sus hijas a hacer lo mismo pese a todo.

Mis madres son estrellas destaca a Reina, Reina del Voodoo, a Zora, antropóloga y colectora de cuentos, y Mimi, una de las primeras mujeres ancestrales que han existido en nuestro planeta.

Ellas son fuerza. Ellas pueden transcender a través del tiempo y el espacio, y acercarse a otras mujeres que buscan alivio con la escritura. El Afrofuturismo es el medio por el que nuestras heroínas, mujeres estrellas, se comunican y transmiten sus energías.

Las mujeres estrella se acercan a Cándida, una chica negra nacida en España que pierde a sus padres, y se ve forzada a emigrar, a marcharse de su tierra natal.

En nuevos mundos, la protagonista emprende un viaje que cambiará de lleno su vida: su inmersión en vidas de la diáspora africana. Los entornos afro diaspóricos ofrecen a Cándida un contexto con en el que asociarse, un destino, y a madres, mujeres estrellas.

Mis madres son estrellas es un libro necesario porque invierte en vidas de mujeres negras. Es importante saber de mujeres afrodescendientes, de sus vidas y sus historias porque estas son y permanecen invisibles. Muchas de estas vidas negras de mujeres representan la tragedia y el triunfo. La herencia del sufrimiento negro continúa, y es por ello que la novela Mis madres son estrellas tiene como misión la elevación del espíritu, la transmisión de poder, y la visibilidad de mujeres estrella, mujeres que supieron elevar su orgullo negro y convertirse en ejemplo.

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* Carolina Nvé Díaz San Francisco es hispanoguineana y antropóloga médica nacida en Salamanca (España). Estudió antropología en University of East London (Reino Unido) y University of New Mexico (Estados Unidos). Ha trabajado en proyectos de investigación relacionados con la salud comunitaria, y radica actualmente en Boston University, Facultad de Medicina, donde colabora en programas e iniciativas dirigidos a comunidades migrantes, mujeres, y adolescentes. La autora está preparando su investigación de doctorado sobre los sistemas del cuidado de la salud y coberturas médicas en Guinea Ecuatorial. Ha publicado «Mis madres son estrellas», (primera edición) y los ensayos «The Midwife of Wetzel County» en Broken Petals: An Anthology, y «Skins, Identities, and Their Tragedies: The Learning and Healing of a Hispanoguinean Woman in the Diaspora» en la antología Pan African Spaces: Essay in Black Transnationalisms.

 

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