Escritor del mes Cronopio

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EL FANTASMA DE BALZAC

Por Frederick A. de Armas*

La mesa tenía tres patas. De vez en cuando, cuando nadie la miraba, comenzaba a andar como si fuese fiera encerrada, animal cojo, quimera insaciable y llena de rabia. Otras veces se tambaleaba de terror; otras se agitaba con dolor; y otras, se meneaba con gusto, delicia y placer. Cuando llegaba a visitarla la lírica no podía más con ese amor; y cuando la visitaba la tragedia, no sabía cómo llorar. Pero lo que la mesa hacía en la soledad de la isla no viene a cuento. Sí lo que ocurrió a principios del mes de septiembre de 1853. En un día verdaderamente funesto, la mesa, sin saber su mala fortuna, se había mostrado juguetona, danzando al son de una caja de música. Es que yacía felizmente abandonada en una tienda de juguetes en la isla de Jersey. Y allí debía quedarse para siempre porque no era algo de diversión; no era mueble que comprarían para niños. Tenía una superficie redonda, casi elegante, pero sus tres patas eran grotescas, deformes, enanas y nada modestas. Eran como gárgolas que se extendían desde su centro o catedral. Nada tan armonioso como las de Notre Dame. Feas, mucho más feas. Ni Quasimodo se entretendría con ellas. Depositada en un rincón de la tienda, los pocos que pasaban por allí se apartaban de ella como si les afectara su gargolismo. Ni un ser humano de buen corazón sentiría piedad por la mesta de tres patas; ni un adulto se maravillaría o se reiría de su extrañeza —mucho menos un chiquillo—. Allí viviría tranquila hablando con los pájaros de madera, y con las muñecas bien vestidas, y siempre escuchando los susurros del más allá y la ruidosa música de las esferas.

No, mil veces no, le gritaba un rayo en medio de la tormenta. Y como si fuera una aparición del otro mundo, con el rugir del viento, penetró en ese tranquilo umbral una mujer toda de blanco, con capa azul, tan hermosa y acicalada como si llegara de París. Un hombre, de negro, cerró el inmenso paraguas y quedó en la puerta observando el charco de agua que creaba su oneroso parapluie. La dama, como si los espíritus la guiaran, se dirigió casi sin vacilar, con pasos firmes, a la esquina de la mesa feliz. Al verla quedó fascinada. Pero lo que más abrumó a la de tres patas es que la dama emitió un nada decoroso chillido de alegría al verla. Inmediatamente buscó al dueño del inmundo lugar y sin negociar el precio, la compró en el instante. La mesa sintió el ruido de las monedas como estallido de balas que la mataban. No podría pasarse su breve eternidad hablando con juguetes y con espíritus. Seguro que ahora la llevarían para que se luciese. ¿Le colocarían vajillas de plata o quizás bellas figurinas encima? ¿Le pondrían un mantel de lino para esconderla y así servir sobre ella elegantes comidas? ¿Tendría que escuchar todas las necedades de los convidados? De repente, se tambaleó pensando: ¿Serían tan crueles que le quitarían sus tres bellas extremidades?

Al ver que se tambaleaba, la dama emitió otro gran chillido. Nada de preocupación, estaba en éxtasis. Poco después, la de las tres patas vino a saber el nombre de la dama. No era nada más ni nada menos que Delphine de Girardin, la gran escritora francesa. Había publicado varias novelas, entre ellas La Canne de M. de Balzac. Claro que tenía que ser esta Delphine la que se interesara por una mesa de tres patas. La novela describe un inmenso y grotesco bastón que Honoré de Balzac llevaba al teatro. Aunque el único propósito del bastón parecía ser el de servir de galeoto entre el hermoso y triste joven Tancrède y una presumida Venus; la obra revela poco a poco el misterio del bastón. Tenía que ser así, pensaba la triple gárgola. Delphine había descubierto las tres patas del escritor y ahora descubría las suyas. Con algo de hybris, y bastante temor y agitación, la mesa se dejó llevar a casa de la señora de Girardin, mejor dicho, a Marine-Terrace, la morada de Víctor Hugo y su familia, pues era allí donde Delphine se hospedaba.

En realidad, la señora de Girardin no admiraba la mesa de tres patas. La necesitaba para sus extraños quehaceres. Conocía bien las teorías de las hermanas Fox, había leído en los periódicos americanos de las séances de Douglas Home y hasta había conversado en París con el así llamado Allan Kardec. La cosa era muy sencilla. Ella tenía que convencer a su amigo Víctor que debían de hablar con los espíritus.

Exiliado en Jersey y desdeñando al emperador que regía su tierra, Víctor Hugo ya planeaba su futuro en la isla. Le escribió a su mujer: «Probablemente, llegaré a construir toda una villa de escritores y de bibliotecas desde donde bombardearemos a Bonaparte». A diecisiete leguas de la costa de Francia, Jersey parecía el sitio perfecto para esta nueva batalla intelectual. Pero tales pensamientos se desvanecieron como por arte de magia. Puede que los haya arrinconado en una minúscula esquina de su mente. Lo cierto es que una suave melancolía lo llevaba a disfrutar de esa extraña y rocosa ínsula, como moderno y quizás romántico Beltenebros en Peña Pobre. Se deleitaba con el sublime sonido del mar que se estrellaba contra las erguidas peñas y se extasiaba con las tormentas que retaban las rocas. El ronco ruido lo arrullaba y lo llevaba al paroxismo de una inspiración vacía de todo contenido. Delphine, conociendo bien el espíritu de Hugo, quería llevarlo a contemplaciones aun más atrevidas. La mesa de cuatro patas, como bien debía haber sabido, no había servido para nada. De allí que Delphine buscó por toda Jersey algo que abriera la boca de sombras; que se divirtiera con vientos de la tumba. No tuvo que ir muy lejos, pues los muertos ya la acechaban.

Aunque la escritora y ocultista no lo intuía, la mesa no estaba nada contenta de ser robada de su sitio en este universo y transportada a una casa llena de barullos humanos. Y peor aún, a una casa donde la forzarían a revelar los secretos de los muertos. Delphine había aprendido cómo escuchar atentamente al más allá. Todos sentados alrededor, y cogidos de manos, le hacían una pregunta a la mesa. Si la respuesta era un sí, la mesa daría un golpe o toque con una de sus patas; si la conclusión era negativa, ese monstruo golpearía el piso dos veces. Y la cosa podía complicarse aún más. Si la respuesta del más allá era en palabras, cada letra tenía su número de toques, la A uno, la C, tres. Y de palabras pasaban a oraciones y hasta párrafos. La mesa lo sabía y ya le dolían las maderas de sus pies deformes. Se resistió valientemente a moverse por días y días, quedando inmóvil ante la seductora Delphine, ante el escritor de las gárgolas, ante su pálida y anhelante hija Adèle, la tan desafortunada. Nada. No se movía ante todos ellos y muchos más. No fue hasta el 11 de septiembre que se dio por vencida. No fue culpa de ella. La visitó Léopoldine Hugo. Quería hablar con su padre, Víctor. Se había ahogado junto con su esposo en el rio Sena justo diez años atrás. La mesa no pudo soportar las lágrimas celestes y tuvo que acceder. Pasada la media noche y con diez seres humanos a su alrededor, vomitó las primeras respuestas; dio constancia del amor de Léopoldine.

Por dos años y algo más, la mesa de tres patas sirvió como conducto al otro mundo. Qué importaba que se quebrara algo de su sutil madera; qué importaba que las inquisiciones, que los alaridos no la dejaran en paz. Los muertos, los seres del más allá querían divertirse con los mortales y habían encontrado la vía. Si Hugo no llegó a crear una gran urbe de escritores, éstos vinieron a visitarlo cuando se sentaba a la mesa de tres patas. Allí llegó a entender que «la tumba es el Arca de Noé de las almas». Allí pudo escuchar las verdades que se decían en el mas allá sobre Cervantes y Rabelais, sobre Calderón y Racine. Allí en esa mesa escribían poemas junto con Esquilo, Shakespeare, Chénier y hasta con entidades celestes fúnebres como la Sombra del Sepulcro. Se disputaban la verdad y belleza de un verso, de un pensamiento, de una rima. Fueron dos años sublimes y desastrosos, dos años de secretos, de verdades y de mentiras en que la mesa se convirtió en el centro de la galaxia. Y todo acabó en un abrir y cerrar de ojos.

He rastreado Le Livre des tables en busca de indicios sobre el futuro de esta mesa. He buscado en los manuscritos de aquí y de allá, vagando por el mundo como un pordiosero en busca de limosna. Desgraciadamente, su paradero es hoy desconocido aunque dudo que se halle en Jersey. Puedo asegurarles que no se encuentra en el maravilloso recinto al que pasó Hugo después, 38 rue Hauteville en Guernsey. Sigo creyendo que la mesa de tres patas se ha fugado. No es que quiera volver a la soledad de su rincón infinito. Va en busca de su más querido, el monstruoso bastón de Honoré de Balzac. Para nada le importaba a la mesa lo revelado por Delphine de Girardin, que el bastón confiere la invisibilidad y así develan los secretos del alma, del cuerpo y del corazón a los escritores que lo posean. Ella amaba desesperadamente a ese ser que había servido fielmente como inmunda tercera pata.

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* Frederick A. de Armas (La Habana, Cuba) se doctoró de la Universidad de North Carolina, Chapel Hill. La Universidad de Neuchatel (Suiza) le otorgó un doctorado honoris causa en 2018. Ha sido profesor en Louisiana State University, Pennsylvania State University y Duke University. Desde 2000 es catedrático «Andrew W. Mellon» en la Universidad de Chicago. Ha sido presidente de la Cervantes Society of America y de AISO: Asociación Internacional Siglo de Oro. Sirve en el consejo editorial de una docena de revistas tales como Anales Cervantinos, Anuario Calderoniano y Bulletin of the Comediantes. Ha publicado unos veinte libros de crítica sobre el Siglo de Oro tales como Quixotic Frescoes: Cervantes and Italian Renaissance Art (Univ. of Toronto Press 2006); Don Quixote Among the Saracens (Univ. of Toronto Press 2011) y El retorno de Astrea: Astrología, mito e imperio en Calderón (Iberoamericana 2016). También es autor de relatos, el más reciente publicado en la Revista de la Asociación Norteamericana de la Lengua Española (2017) y de dos novelas publicadas por Verbum (Madrid) que se sitúan en Cuba en los últimos años de la década de 1950: El abra del Yumurí (2016) y Sinfonía salvaje (2019).

 

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