Escritor del mes Cronopio

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NUESTRO IDIOMA

Por Humberto Ballesteros Capasso*

Fue a comienzos del 97 que me di cuenta de que nuestro idioma no es el alemán.

Estaba en primer semestre de filosofía e inscribí una clase de alemán avanzado. El profesor que nos hizo el examen oral de clasificación, lo recuerdo, se llamaba Alexander Nordmann. Cuando se presentó pensé que estaba enfermo o que tenía un problema en el paladar. Siguió hablando con aquellos hermosos murmullos consonánticos y sentí que la cabeza me daba vueltas. Luego me pregunté si estaba soñando. De pronto otro alumno hizo una pregunta. Usó los mismos sonidos incomprensibles y tuve que aferrarme de la barra del pupitre para calmar el vértigo.

Fue uno de los peores momentos de mi vida. Alrededor todos levantaban la mano, sonreían, les brillaban los ojos mientras se comunicaban en aquella lengua inimaginable. Escapé a los diez minutos. Los demás que estaban presentes aquella tarde aún deben pensar que estoy loca, porque al ponerme de pie tenía los ojos arrasados de lágrimas, y durante las palabras introductorias del profesor Nordmann, a medida que el mundo de mi infancia se hacía pedazos, no pude reprimir unos sollozos.

Aquel mismo día llamé a mi hermana. Rosario es tres años mayor que yo y vive en Nueva York. Es mucho menos sensible que yo, pero luego de que le conté pasamos unos minutos escuchándonos llorar mutuamente en el teléfono.

Me contó su experiencia, que fue algo peor. Como viajó a Estados Unidos un poco tarde no le hicieron examen de clasificación y llegó a la segunda clase. Su profesora se llamaba Julia von Thun y parecía querer que Rosario se presentara en alemán antes de continuar. Cuando por fin entendió que tenía que hablar, Rosario aún no quería aceptar lo que estaba pasando y se presentó en nuestro idioma. Al terminar se puso de pie, porque se había percatado de la mirada desconcertada de la profesora. Murmuró una disculpa en inglés que no obtuvo respuesta. A medida que cruzaba el salón vio que la seguían con los ojos, y cuando abrió la puerta, la muchacha que estaba sentada cerca dio un visible respingo. Lloró en el metro, se fue a casa de su novio y nunca le contó lo que había pasado esa mañana. Rompió con él tres semanas después, en parte porque uno de sus sueños mutuos era irse a vivir a Berlín, donde Rosario trabajaría un tiempo mientras Brian aprendía el idioma.

Después de llorar otro rato le pregunté a Rosario por qué no me había contado. Le fue difícil responder. Nunca la había oído titubear de esa manera, comenzando a hablar sólo para callarse en medio de la primera frase, como si lo que quería decir residiera en un lugar inaccesible a las palabras. Al fin dijo que sentía que algo importante se rompería si yo dejaba de creer en papá.

Me sentí cansada de pronto. Le dije que esperara un momento, me paré del sofá y miré por la ventana. La silueta de una de las Torres del Parque dividía la luna por la mitad. Nos despedimos, y después me serví un vaso de leche, me acosté e intenté recordar el momento en que pronuncié la primera palabra en nuestro idioma.

Me fue imposible. Desde que tengo memoria he sabido decir cosas en nuestro idioma. Jamás podría recobrar el instante en que aprendí a decir «perro» o «sol» en esa lengua llena de vocales largas y ritmos como de plumas cayendo.

Sí puedo recordar, sin embargo, la tarde en que aprendí a hablar del futuro. Estaba caminando con papá por el bosquecillo de los naranjos, empujando su silla de ruedas. El azul de la manta que él tenía sobre las rodillas es más intenso en mi recuerdo que el del mar o el de mi blusa favorita. «Papá, ¿cómo se dice ‘todo saldrá bien’ en alemán?». Papá tosió ligeramente antes de hablar. Su voz era suave pero en nuestro idioma la impregnaba una fuerza. «Primero tienes que aprender a conjugar en futuro», contestó. «Es fácil». Me hizo recitar varios verbos mientras dábamos su vuelta preferida, hasta la quebrada y luego doblando por el sendero de los crotos, y cuando llegamos el desayuno estaba servido. Rosario estaba ofuscada porque mamá no le había dejado ponerse los zapatos de charol. Me sacó la lengua cuando me senté a la mesa, y desde la cabecera mi padre me picó un ojo y me sonrió como sólo él sabía hacerlo. El desayuno eran huevos revueltos y chocolate con canela.

Durante la universidad vi clases básicas de al menos nueve idiomas. Al principio evité las lenguas romances, porque sabía que nada se decía en nuestro idioma de una forma parecida a como se dice en español. Luego vi latín, portugués y francés, pero en esas tres tampoco pude pasar del primer semestre. Cuando se acabaron las posibilidades en la universidad busqué un profesor particular de hindi y otro de árabe. Ambos me duraron menos de dos meses. Compré un curso de swahili y otro de esperanto. Ninguna lengua, ni muerta ni viva, posee la electricidad semioculta, los brillos de relámpago que tiene para mí nuestro idioma.

Cuando cumplí veinticuatro años viajé a Bonn, donde viví tres meses. Hice un curso intensivo de alemán y luego trabajé como mesera en un restaurante. Aprendí bastante. Seguí estudiando por mi cuenta y ahora estoy en un curso avanzado en el Instituto Goethe. Kafka, Sebald y Zweig son mis autores favoritos, y hace dos semanas terminé una novela corta de este último, Buchmendel, el primer libro que leo de principio a fin en alemán.

Luego de pasar la última página salí a caminar. Estaba a punto de acabarse la hora del almuerzo en el trabajo, pero necesitaba pensar. Al imaginar al personaje de Zweig, en aquel momento cerca del final en que entra a la habitación donde había trabajado tantos años y la descubre cambiada, no pude menos que verlo con el rostro de mi padre; y cuando fingía leer los libros que tanto había amado, la mirada que emergía como desde un hueco también se me antojó la de mi padre, cuando ya estaba casi catatónico y le habían aumentado la frecuencia de los electrochoques.

Me fue difícil convencer a mi madre de que me dejara escarbar en los archivos. Me preguntó qué quería hacer con todo aquello, me aseguró que se trataba de basura. Luego me dijo que era mejor que dejara de pensar en el pasado. Yo la entiendo. Siente que algo de mi padre reside en nosotras, sobre todo en mí, y que hay que mantenerlo dormido, porque en el momento en que despertara podría arrastrarnos a las regiones extrañas donde él pasó, para dolor y consternación de todos nosotros, una porción tan grande de su vida. Pero al fin dio su brazo a torcer, porque me quiere mucho pero sobre todo porque lo amó a él, y también, en el fondo, desearía que lo conociéramos como fue en verdad, más allá o más acá de su locura; no el genio que con dos libritos transformó la poesía en castellano para siempre, sino, sobre todo, un hombre bueno, tímido, común y corriente excepto por los fantasmas que a veces se veía forzado a perseguir.

En los archivos de mi padre no encontré una sola referencia a nuestro idioma. Había borradores de poemas inéditos, un cuento muy hermoso que no sabíamos que había escrito, cartas de amor a una mujer cuyo nombre jamás escuché. Estaban el borrador de su tesis de grado en biología y su gramática latina, fotos innumerables, los pedazos de una máquina de escribir, y libros, cientos de ellos, en cinco lenguas, la mayoría en italiano; pero, a pesar de que no dejé rincón sin explorar y de que hojeé cada libro cuidadosamente, no encontré nada.

Llamé a Rosario asustada, sintiendo que el mundo se estaba desvaneciendo alrededor. Le pedí, no, le rogué que conversáramos en nuestro idioma. Al principio se negó, pero cuando me cansé de insistirle, después de un silencio muy corto, me preguntó si estaba bien. Apenas oí aquellas tres palabras, aquella modulación tan particular de la voz, fue como si me devolvieran a la vida. Hablamos en nuestro idioma unos minutos. Me encerré en el baño para que mi madre no oyera. Cuando colgué estaba más tranquila, tenía antojo de helado.

En el centro comercial, sentada en una banca mirando a la gente y con el cono en la mano, me percaté de que nunca antes había analizado el hecho de que a mi madre ya no le gustara hablar en nuestro idioma. Sé que mi padre le enseñó y que cuando eran novios lo solían usar. Imagino que lo comenzó a odiar cuando comprendió que en él residían las raíces de la locura que, lentamente, lo estaba reclamando.

Me puse de pie y caminé un rato. Compré una falda, hojeé una traducción de Gogol en la librería, miré los afiches en el cine. Recordé de pronto un momento específico cuya significación nunca antes se me había ocurrido. Estábamos en casa los cuatro, papá, mamá, Rosario y yo, viendo televisión. Éramos muy pequeñas, mamá aún no había desarrollado aquella aversión por nuestro idioma que después se haría tan intensa. Yo tendría unos cinco años. De pronto mi madre me pidió, en nuestro idioma, que le trajera un vaso de agua; y mi padre la interrumpió y le dijo que en el alemán moderno ya no se hablaba así. Le explicó que ahora el verbo se conjugaba diferente, la hizo repetir un par de veces la nueva forma y luego le pidió a Rosario que la pronunciara. Es un momento breve, uno de esos instantes de la vida común que se disuelven fácilmente y que la memoria casi nunca recupera, y es en verdad afortunado que aquella tarde, mientras paseaba por el centro comercial, me haya venido a la mente. Porque lo que eso quiere decir es que mi padre estuvo trabajando en nuestro idioma desde muy joven y que siguió perfeccionándolo. Que en sus años más productivos no dejó de pensar en él, resolviendo incoherencias y problemas menores, y que es posible que nunca haya renunciado a allanar todas las inconsistencias, al menos hasta que su enfermedad se hizo más grave y se le comenzó a hacer difícil llevar una vida normal.

No sé por qué nunca escribió nada sobre el particular. Lo hizo todo de memoria y sólo lo compartió con nosotras, y tal vez él mismo no habría sido capaz de articular el propósito de su empresa. Tampoco sé por qué nos dijo que era alemán. Esa parte no tiene ninguna lógica. En los últimos días, en que me he sentido cercana a él, he pensado que lo hizo porque una parte de su mente, la más enferma, quería convencerse a sí misma de que nuestro idioma tenía una historia, que alguien más lo hablaba, que existía en verdad.

El último regalo que me dio mi padre fue una edición española de La Eneida. Me la dio el día de mi grado, que lo fuimos a visitar al sanatorio antes de la fiesta. Le habían puesto una corbata y una manta roja, diferente a la usual, le cubría las piernas, pero en los pies tenía las babuchas de siempre. Me sonrió y me entregó el libro. Es una edición viejísima, que debe haber leído en sus años de escolar. Me dijo que la traducción era buena. No la miré mucho; papá sabía que no me gusta Virgilio. Pero le di un abrazo sincero, porque la fragilidad de su regalo me lo recordaba a él mismo. Murió tres meses después de un derrame cerebral, durante el sueño.

Fue el día del tercer aniversario del entierro de mi padre que saqué su vieja Eneida de la biblioteca y miré la primera página. Me había escrito una dedicatoria, en una letra sorprendentemente firme para su condición, y estaba en nuestro idioma. «A mi querida hija María, con quien aprendimos a hablar», sería, tal vez, la traducción más exacta.

Me tuve que sentar. Nunca había visto nuestro idioma en forma escrita. Que yo sepa es el único documento que existe de él, fuera de los de mi autoría. Papá parecía haber realizado una simple transcripción fonética, excepto porque en la declinación del objeto indirecto había puesto un acento grave. Sentí que, de muchas formas más que la evidente, esas pocas palabras de papá ocultaban un mensaje.

Hace más de un año que comencé a escribir mi primera novela. Ya pasa de las cien páginas y la historia se sigue complicando. Ha habido momentos en que he descubierto inconsistencias lingüísticas que mi padre no vio y he tenido que tomar una decisión. También he inventado palabras. El argumento es extraño y prefiero no resumirlo, al menos no en español. Los personajes se me han hecho indispensables. Un muchacho que se parece a papá es uno de ellos, pero también hay un soldado que pasó un año secuestrado por la guerrilla, un ama de casa a quien le gusta pintar, un perro callejero.

En el último cumpleaños de Rosario la llamé y, luego de felicitarla, le conté lo que estaba haciendo. Me regañó. Sentí en su voz una madurez, un amor severo que me recordaron a mi madre. Me dijo que era una insensatez y que ella nunca la leería. Pero por alguna razón había anticipado una reacción de ese tipo, y después de que terminó su perorata la ayudé a que cambiáramos de tema.

En su más reciente llamada mi madre me dijo que Rosario le había contado y me pidió que dejara de escribir la novela. Yo le aseguré que no había pasado de las diez páginas, que había sido un capricho momentáneo y que estaba concentrada en mi trabajo. A una cierta edad las madres, incluso las que son como la mía, aprenden a fingir que confían en sus hijos, así que al fin pareció creerme y hablamos un poco del clima. Antes de colgar estuve tentada a preguntarle por qué nunca nos reveló el engaño de papá; pero no dije nada. También yo entiendo que hay algo de nuestro pasado que es mejor dejar que se desvanezca. La semana pasada la llevé a comer y no tocamos el tema.

Todas las noches, al llegar del trabajo, me doy un duchazo y me siento en pijama frente al computador. La gata se queda dormida en uno de los estantes de la biblioteca. A esa hora el silencio de mi apartamento es acogedor y en su seno brillan como nuevas todas las cosas. Abro el documento y, sin dudarlo un instante, comienzo a escribir. Nuestro idioma se ilumina particularmente, no sé por qué razón, en las descripciones de rostros y en las persecuciones. Tiende a las frases sencillas pero también acepta con facilidad la sorpresa de una metáfora. Con cada frase me hundo más y de pronto estoy flotando en el centro de algo tan cálido e íntimo que tal vez no sea otra cosa que yo misma; y sin embargo no estoy sola. No sé si sea mi padre el que está conmigo o si sea algo más, algo universal que no necesita existir para acompañarme.

Me pregunto si era ésto lo mismo que él sentía, si era ésta la planicie pacífica donde habitó cada vez más a medida que se hacía viejo. Espero que así haya sido pero ya no puedo saberlo. Ahora esto es más mío que de él, tan mío que no me importa que ni siquiera Rosario pueda compartirlo. Aunque nuestro idioma me trajo hasta aquí, he llegado a entender que si el español fuera igual de mío tal vez escribiría en esa lengua.

Lo que importa es otra cosa. Lo que vibra sin sustancia más allá de las palabras. Lo que incluso nuestro idioma, a pesar de ser el más bello del mundo, no toca, pero a lo cual, al menos cuando yo lo moldeo, parece conducirme. Aquello en busca de lo cual buceo en las frases, componiendo música allende el ritmo y pintando sin colores, tratando de inventar la mano que toque lo intocable que a la vez es y no existe, que me llama y a la vez se me oculta en el centro insensato de nuestro idioma. Y si he de perderme buscándolo, quién quita que en mi extravío aprenda a escribir como mi padre.

* * *

El presente texto hace parte del libro «Escritor en el aire», Pluma de Mompox, 2011. Este libro recibió en 2010 el Premio Nacional de Cuento de la revista «La movida literaria».

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* Humberto Ballesteros Capasso (Bogotá, 1979) es escritor. Ha publicado dos libros de cuentos, Escritor en el aire (Pluma de Mompox, 2011) y Cuaderno de entomología (Animal Extinto, 2017), y tres novelas, Razones para destruir una ciudad (Alfaguara, 2012), Juego de memoria (Tusquets, 2017) y Diario de a bordo de un niño astronauta (Tusquets, 2019). Ha sido ganador del Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá (2011) y finalista del Premio Biblioteca de Narrativa Colombiana (2018). En 2015 obtuvo un Ph.D. en Literatura Italiana en la Universidad de Columbia, en Nueva York, y actualmente es Profesor Asistente de Italiano y Español en el Centro Hostos de Educación Superior de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY).

 

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