Escritor invitado

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CRIATURA PERDIDA

Por Gustavo Arango*

Algún día me reiré de todo esto.

Sentado en su maleta, con un traje elegante y gastado que fue de su padre, mirando las paredes con sombras de limpieza donde estuvieron los cuadros, el piso con huellas de óxido en el rincón de la nevera, el despliegue alegre y libre de las arañas en el techo.

Reiré de este nudo marinero en la garganta, de mi aspecto agobiado y solemne, de la maleta atiborrada con objetos que iré dejando en el camino hasta quedarme sin nada, con cosas distintas que serán nada, con momentos de nostalgia que olvidaron la razón de esa nostalgia. Soltaré una carcajada que despierte hasta los músculos que tenga más dormidos y, en medio de la risa, también sentiré lástima por todo lo que era en este instante. Me veré acurrucado sobre esta maleta, mirando la sala desierta, los cuartos vacíos, el mudo horizonte del patio; asistiendo al instante en que toda la vida que tuvo esta casa dejaba salir este largo suspiro.

Y, mientras ría, la vida me parecerá perversa, cínica, torpe y absurda. Más perversa, más cínica, más torpe y más absurda que ahora, cuando todo se rompe y me deja obligado a inventarme otra vida, a buscar otros hechos, a alentar sentimientos cansados, con furia y recelo.

Si es que llego a recordarlo, mi risa arreciará cuando me vea caminar hacia la puerta, dejando la maleta abandonada en el centro de la sala, a la deriva sobre un mar cuadriculado; cuando me oville tras la puerta cerrada y pegue mi rostro contra las rodillas.

Le hablaré a cualquier tipo que encuentre en las calles de la ciudad sin límites y le contaré la historia divertida de esta triste despedida. Le daré una botella de ron como premio por ser tan atento de oídos y le iré desgranando los hechos, mi cuerpo en la sala, la sal de mi llanto.

Le hablaré de los abrazos en el cuarto, de las fiestas de cumpleaños, de las voces que viajaban por las luces apagadas cuando todos se dormían. Y si el hombre no se ha muerto, si ha podido asimilar el nuevo trago, le hablaré de otros recuerdos, de noches entre dos mares, de ojos entre montañas, olvidos olvidados.

Le preguntaré su nombre y responderá que Smith. Sentirá que es necesario devolver la cortesía. Buscaré sin avidez, pensaré en ese único libro salvado del fuego y le diré que Wenceslao. Le contaré que soy filósofo, que he llegado a ser famoso por mis apreciaciones sobre la vida de las estrellas, por dos libros pequeños y extraños (Criatura perdida y Visiones triunfales de la balsa estrellada), que la gente ha devorado sin saber lo que decían.

Le contaré que escribí esos dos libros después de salir de esa casa abandonada, después de escapar de ese pueblo fantasma, después del naufragio, después de descubrir que las pasiones personales que había escrito hasta ese entonces no tenían importancia, que un destino merecido era el olvido, las entrañas insensibles de los peces y las sombras mojadas de las algas.

Sed.
La sed infinita del mar.
Desierto de sal mimetizada que tortura mi garganta.
Agua desmesurada en la que me consumo, me calcino, me disuelvo.
Lento, insistente y voraz, el sol quema mis quemaduras, hurga la piel sangrante con sus astillas de fuego, deslumbra hasta la ceguera a través de la traslúcida cortina de mis párpados.
No hay arriba ni abajo, noche ni día.
La luna es una daga rutilante.
También el resplandor de las estrellas resulta insoportable.
Llevo una puerta en la espalda y sobre ella llevo un mundo que me aplasta contra el aire.
Las olas balancean mi caída. Me veo lejos, ardiendo, a millones de kilómetros. Intento sin fuerzas pedirle a una mano que cubra mi rostro. En un arco formado por un brazo y por el torso se refugia la maleta, mojada y humeante.
Sólo eso ha regresado del estruendo. Esa puerta de madera que ahora me sirve de balsa, la maleta contra un cuerpo abandonado por su dueño y un ruido distante que parece una voz.
Lejos, no allí, en medio de esa luz, en esa sequía sitiada por el agua, tal vez temblando de frío en otro lado, una voz. Una exasperación lúcida que intenta poner orden, rescatar alguna imagen, alguna noche furibunda, alguna embarcación pulverizada por el mar.
Pero no. Sólo el sol. El sol y la sal y la sed y el dolor. Una boca reseca que suplica, que busca humedecerse con la sombra de un aliento, y la voz, cerca y lejos, murmurando detrás de la nariz, en el fondo de los ojos, en una breve zona que aún vive, como si sostuviera más allá de sus fuerzas una cuerda que ha terminado por pegarse a la piel de las manos.
«Recuerda», se dice. Pero la palabra suena como el agua que acaricia la madera, como el viento que lo encuentra a la deriva y desciende a trenzarle los cabellos.
«Recuerda», intenta balbucir la boca seca, la lengua lacerada, expuesta como un peñasco.
«Recuerda», se ordena sin fe y sin fuerzas.

—FUE DIVERTIDO, Smith, fue muy divertido. Imagínate, aferrado a los recuerdos, lamentando esa grandiosa maravilla que es el tiempo, reprochándole a la vida que me hubiera dejado tan vacío como cuando había llegado. ¿Puedes creerlo?

—Por supuesto que puedo —dijo el viejo, con voz dolorosa. Sólo en ese momento, Wenceslao se detuvo a evaluar su apariencia de gárgola, su senectud extrema—. Pero tengo un problema, se me acaba mi trago.

—Podría hablarte de las fuerzas que tuve que inventarme para salir de esa casa, de la oquedad que me ocupaba en mi camino hasta el muelle, de la escueta transacción con los marinos, de la noche y la tormenta, o del testarudo afán de persistir mientras estuve en el agua.

—¿Y el trago?

—Tienes razón, Smith. Ya pensé que tenías aspecto de foca. Necesitas pescado.

—Sedienta, no lo olvides. Capaz de soportar cualquier basura si viene acompañada con la cortesía de algún trago. ¿Ves ese lugar iluminado allá en la esquina? Está abierto todo el tiempo y me temo que te espera.

—¿No piensas ir conmigo?

—Se está muy bien aquí y tendrás oportunidad de arrepentirte.

* * *

Cuando todo gesto de dolor le pareció postizo, vanidad regodeada en la tristeza, volvió a mirar la sala y empezó a imaginar la caravana.

Le resultaba imposible calcular cuánto permaneció encerrado en el cuarto que miraba hacia el patio. Sólo al abandonar su refugio la mañana anterior —liberado de esa historia que lo arrastró lejos del mundo—, había descubierto que la mujer y el niño ya no estaban. Sólo en ese momento había notado que un día dejó de verlos en el patio. Sólo al recorrer el abandono de la casa, comprendió que al estruendo constante de su fiebre se le habían mezclado —sin que nunca lo notara— los ruidos de la mudanza, el trajín posterior de aquellos seres que entraron, para llevarse lo que quedaba, a través de una puerta que nadie había cerrado.

Pasó la tarde formando en el patio una montaña de basuras diversas. Limpió todos los rincones de la casa con una aplicación fervorosa. Recogió ropas, medias sin pareja, pedazos de madera, cartones, trozos de tela.

La noche lo encontró ocupado en un frenético auscultar de manuscritos en el cuarto junto al patio, sometiendo a montones de papeles y libros a un juicio en el que pocos se salvaron.

Al final, encendió una hoguera que se mantuvo viva hasta la madrugada. Vacío, mudo, flotando en un presente sin pasado ni futuro, pasó la noche atento al calor en el rostro y en las manos.

Ahora no quedaba nada. Una montaña de ceniza humeaba en el patio. Aquello de lo que no pudo desprenderse navegaba a la deriva en medio de la sala: un par de camisas, unos viejos zapatos de charol, una cajita negra de madera laqueada, un tarro de galletas ilustrado con motivos navideños, unas hojas sueltas, un gastado ejemplar de la edición príncipe de Criatura Perdida y los cinco cuadernos atados con un cordón de zapato: su libro, ese lento desangre de tinta, esa larga plegaria de letra menuda.

Pensó que ya no le quedaba nada por hacer en esa casa y trató de levantarse, pero el hambre era pesada y no lo dejó moverse. Forcejeó un momento y se dio por vencido.

Luego se quedó dormido y soñó que saciaba su hambre.

* * *

Como su nuevo amigo venía sobrecargado, algún resorte en desuso obligó a Smith a incorporarse con profusión de quejas y a salir a su encuentro para ayudarle.

Le recibió una bolsa grande de papel de la que se escapaba un olor martirizante.

—Qué amabilidad. Por un momento pensé que eras de piedra.

—También yo —dijo Smith.

Wenceslao miró la pared, que sólo ahora apreciaba en su desorden de afiches superpuestos: conciertos, campañas políticas y obras teatrales de épocas diversas. Pensó que si alguien se propusiera arrancar de la pared esa gruesa piel de papel tal vez encontraría en lo profundo algún cartel invitando a apreciar a los Niños Cantores del Triunfo en el Peloponeso.

Smith se volvió a la bolsa de lona que lo acompañaba y empezó a hurgar con pericia de ama de casa que busca unas llaves en la cocina o el comedor. Wenceslao se preguntó cómo era posible que un hombre tan viejo no estuviera en un asilo. Trató de imaginarle una vida.

El viejo extrajo con sus garritas temblorosas un pedazo de cartón, lo puso a su lado en el suelo y le dijo a Wenceslao que se sentara, que perdonara su impaciencia por comer y le contara su pasado como le viniera en gana, que masticar y escuchar son dos actividades que todo ser humano puede hacer al mismo tiempo sin que se produzcan traumas. Así lo dijo, empleando la palabra trauma, con una elegancia que obligó a Wenceslao a preguntarse de nuevo si ese hombre con aspecto de duende, reconcentrado ahora en su sánduche, no tendría algún pasado interesante, quizá más interesante que su equívoco pasado.

—Me iba tan vacío como había llegado, tal vez más despojado —sentía una necesidad imperiosa de contar aquella historia remota, hablaba y atisbaba la llegada de la risa.

Smith terminó de escarbar con la lengua entre los dedos, en busca de miguitas de pan.

Wenceslao le acercó la lata de gaseosa pero el viejo la rechazó con una sonrisa. Tomó la botella de ron y de un sorbo llegó hasta el comienzo de la etiqueta. Miró con gesto de alivio hacia la calle, que era como un escenario, doce peldaños más abajo. Se limpió la boca con la manga de la camisa. Eructó. Volvió a limpiarse. Miró a Wenceslao, saciado, dueño absoluto de la situación, como un hombre que ha encontrado el equilibrio en una casa humilde y solitaria perdida en una montaña.

—Todos los adioses son despojos —dijo. Se volvió a la bolsa de papel. Los champiñones que se asomaban por los extremos del segundo sánduche le hicieron brillar los ojos—. Y los saludos, regalos.

Ayer perdí mi reloj. Esta mañana perdí mis zapatos. Me quedan por perder las medias —con rotos para que se asome el dedo gordo—, los pantalones —cargados de polvo y de camino—, la camisa —con más ganchos que botones— y los calzoncillos. Entonces, ahí sí… No, ahí no. Después de todo eso me quedarán por perder la vergüenza, la dignidad, el orgullo (¿Quién habrá hecho un inventario del ropero del espíritu? ¿Quién sabrá qué se pone o se quita uno antes que lo otro?), la voluntad… y cuando todo esté perdido, entonces, ahí sí, quedará solitaria la esperanza. La esperanza es lo último que se pierde… pero también se pierde.

* * *

—Muy interesante —dijo Smith burlón.

—Para mí lo es.

—Para mí también.

—Creo que me equivoqué de interlocutor.

—Lo dudo. Mira a tu alrededor.

Obediente, miró lo que tenía ante sus ojos. A su izquierda, la entrada del teatro, la reja que no había sido abierta en años, el piso que algún día fue lustroso y ahora estaba cubierto de basura y de polvo. Al frente, la calle apurada y agresiva, como un estanque, ignorando la apacible caverna desde donde ellos la miraban. Miles de personas moviéndose de un lado para otro, urgidos, recelosos, caminando en las aceras entre vagos y vendedores, rostros indistinguibles en los autos. Ninguno parecía tener tiempo o interés para escucharlo.

Al final de su inspección se encontró con la sonrisa incompleta de Smith, con sus escasos dientes de calavera minuciosamente sucios.

—No te rías.

—No me río. Sólo he dicho que es muy interesante.

—Pero lo has dicho con un tono…

—Bueno, sí, lo admito, me reía. Pero lo hacía por solidarizarme. Hace un rato decías que te morías de la risa.

—Sí —dijo Wenceslao, tratando de reír, con una mueca de desencanto—. Fue muy divertido. Me movía de despojo en despojo y, sin embargo, vivía convencido de que podía tener algo.

—¿Tener?

—Sí, tener. No me refiero a dinero o cosas de esas —que al final me sobraron—, me refiero a cosas inasibles, tener felicidad, tener silencio o paz.

—¡Humm! Esto se pone mal. Se supone que este es el día en que reirías y, si sigues como vas, terminarás por llorar.

—Era una tontería.

—Eso está mejor. Tómate un trago.

—Soy abstemio.

—¿Abstemio? —rio el viejo—. Tómate un trago. La sobriedad perpetua es perniciosa. Hay que dejarse abandonado por ahí de vez en cuando para poder soportarse.

Recibió la botella, pensó en limpiar el borde pero no lo hizo, dejó que la bebida le quemara un momento la lengua y tragó, el fuego lo sacudió en oleadas, de adentro hacia fuera, y se sintió mejor.

—Bueno, no es propiamente una risotada, pero esa sonrisa idiota ya es algo.

Aún no terminaban los ecos del primer trago cuando se tomó otro. Entrecerró los ojos y jugó con las luces, imaginó un mundo hecho sólo de luces borrosas, luces rojas, blancas, amarillas, luces bailando y chocándose y traspasándose y hundiéndose y brotando desde la oscuridad.

Cuando volvió a mirar los detalles de la calle se detuvo en una vendedora de muñecas. Dejó de sonreír, se incorporó para ver mejor, intentó sosegar el desorden de su corazón. Volvió a apoyar su espalda en la pared. Vio que Smith cabeceaba de sueño. Volvió a mirar a la mujer de las muñecas: su cuerpo encogido en un banquito de madera, la maleta abierta a sus pies con las muñecas, sus manos entre los muslos apretados —huyéndole al frío del otoño—, la mirada inquieta, dirigida a todos lados: a la gente de la acera, a los rostros borrosos en los autos, a la tienda al otro lado de la calle —con sus jamones subrayados por luces blancas—, al edificio sobre la tienda, al puente y al río al final de la calle, al teatro abandonado, los dos hombres sentados debajo de la taquilla, uno dormido y el otro observándola con ojos aterrados.

—Es ella —se dijo, como quien se cuenta a sí mismo sus desgracias para aprender a aceptarlas.


Este es un fragmento del primer capítulo de la novela Criatura perdida, de Gustavo Arango. La primera edición de este trabajo novelístico fue publicada en el 2000. La Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana reeditó esta novela en el año 2019. 

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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

 

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