Literatura Cronopio

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ZANATERIO

Por Alberto Llanes*

Eso que ahí se ve. Ese montoncito de tierra es donde está, desde hace un día, enterrado el zanate en nuestro jardín. Es 31 de enero.

Lo encontré moribundo en la cochera de nuestra casa. Cuando lo recogí, aún no estaba tieso, el ‘rigor mortis’ le vino después, cuando lo metí al hoyo. Mi mujer, Alejandra, me pidió de favor que le diéramos sepultura en el pequeño jardín de la casa.

—Yo no levanto animales y menos muertos —le dije—, no sé… no me gusta eso de agarrarlos y mucho menos enterrarlos.
—Déjalo, yo lo hago.

Entonces, saqué unos micro–instrumentos que tenemos para arreglar el jardín e hice una pequeña, muy pequeñita fosa para el pobre animal. El zanate resultó muy grande y muy negro; tanto, que hasta las plumas le azuleaban cuando le daba el sol en pleno.

No voy a poder olvidar, en mucho tiempo, la mirada agonizante y amarilla que me echó el animal cuando lo vi una vez que regresaba de la tienda.

Su ojo como pidiendo auxilio. Mirada penetrante, pupila dilatada y el contorno completamente amarillento. Incluso, pudo sentir mis pasos porque cuando lo descubrí pataleando para jalar vida, al lado del Tsuru que maneja mi mujer, sentí su mirada suplicante como presintiendo su salvación o su muerte definitiva.

En ese preciso momento dejó de patalear. Estaba tirado bajo los matutinos rayos del sol que le daban pleno en su pajaridad (es decir, humanidad de pájaro). Se encontraba cargado a su lado derecho con las patas arriba luchando por su vida. Y ese pequeño ojo que me seguía para donde me moviera, así fuera un movimiento muy leve, casi imperceptible, o de plano un movimiento brusco.

El zanate agonizaba y yo no hacía otra cosa sino verlo ahí, tirado patas arriba en la cochera de nuestra casa, sufriendo.

Recogí la bolsa que traía y seguí mi camino al interior de nuestro hogar, me puse a preparar el desayuno pensando en la agonía del zanate.

En los huevos con jamón que preparé esa mañana de enero, se me figuraba sentir la mirada amarillenta del maltrecho animal.

***

Salimos a la cochera y ahí estaba. Ya muerto. Los ojos los tenía abiertos. Su mirada amarilla seguía clavada en mí. Es cierto, no lo salvé, dejé que se muriera pero… ¿qué podría hacer de todos modos si de pájaros no sé nada? Abandoné al zanate ahí, en la cochera, al lado del Tsuru. Tomé una escoba y un recogedor y como si el zanate fuera una pequeña basura lo levanté de su lecho de muerte.

El pico muy largo, negro y puntiagudo. Las plumas largas y de un negro profundo.

—Los zanates son como cuervos pequeños —me dijo Alejandra—. Se pelean entre ellos y son parecidos físicamente.

Y era verdad. Viéndolo bien, el pequeño bribón era un cuervo en pequeño, y su maldito ojo que no dejaba de tener su vista, aun después de muerto, clavada en mí.

Apenas cupo en el recogedor. Todavía no estaba tieso cuando lo levanté, así que todo fue fácil pues nada más utilicé las manos para maniobrar los instrumentos.

Cuando el cadáver estuvo en el recogedor, la cabecita del pájaro quedó colgante, así que me apresuré a levantarlo y llevarlo a donde sería su nuevo hogar (su última morada), el pequeño jardín de nuestra casa. Esa fue la única vez que dejé de sentir aquella mirada amarilla del animal acusándome de su repentina muerte.

***

Alejandra me acompañó en el ritual del entierro. Efectivamente, la fosa que había cavado era más pequeña que el animal. Eso sí, tenía buena profundidad por lo cual no quise cavar más. Arrodillados frente a la diminuta tumba nos dispusimos a colocar a la avecilla para que de una vez por todas dejara de clavarme esa incómoda mirada amarilla. Mirada amarillo fúnebre pensaba yo.

Colocamos Ale y yo al animal en su reducido espacio. Aun ahí desconocía y desconocí la causa de su muerte, y el porqué de irse a morir en la cochera de nuestra casa. No le vi, en todo el cuerpecillo, rastro de sangre o algo que delatara su actual estado. Ale dedujo que podría haber estado enfermo y murió muy ahí, al pie del Tsuru.

La pequeña tumba parecía de juguete. Era como estar jugando a ser Dios y que el ave estuviera a mi cargo y su destino final también. En cierta forma me sentía culpable de que el pequeño cuervo hubiera fallecido allí y no hubiera hecho nada al respecto para regresarlo a la vida.

Ya me pasó en una ocasión con un ratón, pero a ese sí lo maté. Murió ahogado en la pileta de esta misma casa. Tampoco voy a poder olvidar su rictus una vez que le quité de su ratunidad (es decir, humanidad de ratón) el par de escobas con que lo sumergí hasta el fondo de la pileta por espacio de veinte minutos.

Una vez dentro de la fosa me dispuse a colocar la tierra. Mi mujer me dijo que le arrancara cuatro plumas porque quizá las podría utilizar para algo, no me dijo para qué. Entonces, con la miradilla amarillo fúnebre del ave me dispuse a hacer lo que Alejandra me pidió.

Como no tuve el valor de hacerlo, mi mujer me dijo que con la misma pala con que había hecho la fosa detuviera al animal para que ella le jalara cada una de las plumas que necesitaba para quién sabe qué ocurrencias de mujer.

A cada jalón sentía que el pobre ave me pedía… me suplicaba que dejara de torturarlo y su cuerpo descansara en paz.

Con las cuatro plumas en nuestro poder por fin eché tierra de por medio y el animal quedó ahí. Enterrado en el pequeño jardín de nuestra casa.

***

Esa noche, antes de dormir, mi último pensamiento fue para el pobre zanate (tipo cuervo) que Ale y yo habíamos dado sepultura en una fosa muy pequeña para el largo de su cuerpo.

Fue ahí cuando comenzó mi suplicio. Una terrible pesadilla me despertó a media madrugada. Soñaba que una parvada de cuervos, disfrazados de zanates, con plumas negro–azuláceas, ojos amarillentos (tipo mirada amarillo fúnebre) y pico largo y puntiagudo me sacaban los ojos de su cuenca, me carcomían la lengua y mis partes nobles las picoteaban, arrancaban y devoraban con fruición.

Alejandra estaba a mi lado y sufría algo similar, los cuervos (disfrazados de zanates) le quitaban poco a poco la piel, se la arrancaban como ella le arrancó las plumas al ave. Eso fue lo último que vi antes de quedar ciego completamente.

Y desperté.

Otra noche sentí los aletazos de varias aves mientras dormía. Estaban por todos lados, revoloteaban alrededor y eran miles. Todas con la mirada amarillo (fúnebre) clavada en mí. Se disponían a atacarme… y… cuando desperté… una pluma negra yacía entre Alejandra y yo en medio de la cama.

Así pasaron seis meses. No podía dormir por las noches y el remordimiento de la penetrante mirada amarilla clavada en mí no se borraba, al contrario. Mi mujer me dijo que a ella le pasaba lo mismo, y que cuando estaba sola en la casa oía que en la puerta que da al jardín, a la tumba del animal, se oía, a eso del mediodía, como que se estrellaba algo que parecía un ave cuando choca contra los cristales. Se asomaba y sin embargo no había nada ni nadie, solo una pluma negra volando por ahí.

Las plumas se extendieron entonces por toda la casa. Pensamos que posiblemente eran las que le habíamos arrancado al animal cuando lo enterramos, y que tal vez el viento las hubiera echado a volar, pero al revisar la repisa donde Alejandra las había dejado, junto a un cofre, nos dimos cuenta que las cuatro plumas estaba ahí, quietas.

Abrimos también el cofre y estaba lleno de plumas que salían de quién sabe donde. Por todos lados que fuéramos nos encontrábamos por lo menos una pluma negra.

En un momento de exasperación mi mujer me dijo que exhumara los restos del animal y los sacara del jardín porque definitivamente así no podíamos vivir, con la sombra de zanate en nuestro patio trasero.

Así que aquí estoy.

***

Eso que ahí se ve. Ese montoncito de tierra es donde está enterrado el zanate, en nuestro jardín. Es 31 de junio.

Me dispongo a quitar la tierra. Quizá halle las puras plumas y a lo mejor el pequeño esqueleto. Desconozco cuánto tiempo pueda pasar para que un ave enterrada desaparezca para siempre y se confunda con la tierra.

Mi mujer me acompaña en el desentierro. Me valgo de la micro pala con que solemos arreglar el jardín (que por cierto), hace seis meses ni siquiera riego.

Sigo removiendo tierra y no veo pista del animal enterrado justamente ahí, ¿cómo lo podría olvidar?, en el mismo sitio donde quedó.

Quizá se haya exterminado por completo.

Sin embargo, con la pala remuevo más tierra y ahí están, del animal sólo quedan cuatro plumas de un negro intenso tirándole a azul, y sí, dos pequeños ojos color amarillo muerte, amarillo fúnebre, que aún después de muerto y, luego de tanto tiempo, me siguen mirando intensamente a mí como suplicando…

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*Alberto Llanes es escritor mexicano. Entre su obra están los Maicro Machines, Manualidades, relatos escritos en forma de manual. Actualmente publica su columna titulada Cronicario en AF/Medios y Milenio Colima. Trabaja como editor y corrector de estilo en la Dirección General de Publicaciones de la Universidad de Colima. Y cursó la maestría en Literatura Hispanoamericana en la misma institución.

«Zanaterio» es un juego de palabra entre cementerio y zanate: cementerio de zanates.

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