Literatura Cronopio

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EL FUGITIVO

Por Miguel Falquez–Certain*

«La mer, la mer, toujours recommencée! ‘Le Cimetière marin’ »
(Paul Valéry)

De la oruga olvidada en el rincón durante los últimos doce días ha volado, metamorfoseada en ‘morpho cypris’, la hermosa mariposa blanquiazul que ahora me ronda, sin respiro, en esta celda obscura y húmeda, iluminada tan sólo por el raquítico rayo de luz lechoso que se cuela en las mañanas por la ventanilla enrejada encima de la cabecera de mi catre con vaquetas.

En las mañanas trato de descifrar los criptogramas repartidos en desorden por las paredes, pensando que tal vez me ayuden a sobrevivir el aislamiento a que me he visto sometido desde mi entrega voluntaria, pero en vano: el salitre ha carcomido el empañote, dejando meandros de palabras sin continuidad posible, construyendo entre ellas, sin quererlo, un rompecabezas colosal, invulnerable y sabio que me reta, eficientemente, a mantener la frágil cordura que aún me queda.

Rehúso a creer en sus dictámenes, me niego a aceptar que una psicosis o una esquizofrenia sean la prognosis de un estado que me parece ajeno, que me aliena aún más en la pesquisa que me devuelva a la memoria, más que los detalles de una noche inesperada e infausta, ahora adormecida en el recuerdo, los móviles de una traición, la explicación satisfactoria y convincente de un desencuentro fortuito y, para ellos, ejecutado con sevicia.

Inútiles hasta ahora han sido sus esfuerzos, sus gritos, puñetazos y métodos de tortura me han sumido aún más en mi mutismo: cuando me despiertan a empellones, instantes después de haberme rendido a la modorra de un sueño esquivo y postergado sin cesar, las luces de doscientos vatios violándome las pupilas en una dilación violenta y cruenta, mi cuerpo exangüe se rinde desplomándose en el suelo mugriento de orines y excrementos, y mi garganta sólo emite un sonido apenas perceptible, un suspiro ahogado en la marabunta de sus enardecidos improperios. Solo e indefenso, cuando se han marchado y dejan de espiarme por el diminuto ojo mágico de la puerta de hierro oxidado y de un color de brea hirviente, siento vagamente la ausencia de mi madre, la angustia de sospechar que hasta ella me ha abandonado por completo.

No puedo culparla, sin embargo. Su rostro descompuesto, observándome desde el balcón del quinto piso de nuestro apartamento, aquella mañana lluviosa catorce días atrás, cuando la romería se dirigía amanecida y ebria a los festivales anuales de esta ciudad porteña, mi presencia en medio de la turba (despeinado, sangrando, descalzo, desabrochada la camisa y los pantalones recogidos) una pesadilla debió de parecerle. Sin escuchar sus gritos pidiéndome que volviera a casa, me fui hasta la esquina del hotel y abordé un taxi que me condujo al terminal de buses en donde compré una botella de aguardiente.

Fue entonces cuando ensordecido por los gritos de voceadores de periódicos, vendedores de anones, mamoncillos y caimitos, y loteros enloquecidos por el alcohol consumido sin parar en los dos últimos días de jolgorio, que me dirigí apresuradamente a los servicios del terminal con la absurda idea de encontrar un oasis, un lugar tranquilo en donde poder poner en orden mis recuerdos.

El contacto de mis pies descalzos con la losa húmeda del suelo me produjo escalofríos: por el granito mugriento corrían arroyuelos turbios que se originaban en las paredes detrás de los lavamanos y orinales, salpicados aquí y allá de asimétricos islotes de emplastos blancuzcos de desconocido origen. Un sudor frío me recorría ahora el cuerpo y sólo tuve tiempo de acercarme a un orinal cuando sentí un vacío en el estómago, luego un vuelco y un regreso apresurado de ácidos hacia el esófago que desembocaban sin aviso por la boca, regurgitando un líquido viscoso y amarillento que fluía una y otra vez en marejadas incontenibles inundando los cubos de hielo amontonados en los desagües; al doblarme en convulsiones sobre ellos, un olor nauseabundo entreverado de amoníaco me picó las entrañas como cola de escorpión haciéndome boquear en busca del oxígeno que parecía enemistarse con mis bronquios: los primeros torrentes viscerales quedaban ahora convertidos en meros arroyuelos espectrales que me bajaban con languidez por las comisuras de los labios. Esforzándome por encontrar el aire, incorporándome con dificultad corrí tambaleante hasta las ventanas de calados gigantescos y aspiré a bocanadas la brisa mezquina que veleteaba en ellos: acre, polvoriento, mustio, el golpe salobre del mar cercano me devolvió a la vida asquerosa de un orinal porteño.

¿Quién era ése que ahora me interrogaba con sus ojos acuosos desde el fondo del espejo? ¿Era yo ese Jorge Miguel Lozano sucio de vómitos, manchado de sangre, con el rostro demacrado? Yo, quien sólo hasta ayer tenía un porvenir brillante sino fuera por sus muertes, por sus absurdas muertes truculentas siguiéndome los pasos. Allí estaban de nuevo los cadáveres, en igual posición a como habían quedado, esparcidos por el suelo y clamando venganza en su silencio eterno e irreversible. Cerré los ojos desechando voluntariamente sus fantasmas y los volví a abrir echándome borbotones de agua fría por el rostro, enjuagándome la boca, limpiándome los rastros sanguinolentos de mi cuerpo tibio y sudoroso. Al delatarme, la camisa ya de nada me servía y por eso la tiré al basurero. Me eché un trago de aguardiente para quitarme con gárgaras el sabor amargo de mis vómitos, y me dirigí al terminal a comprar el pasaje que me ayudara a escapar de este infierno cuanto antes.

El sol se hallaba a medio camino del meridiano y el cielo plomizo parecía un mapa de palomas. Una brisa arrastraba los confetis y desperdicios que se encontraban desperdigados por la carretera.

Dándome otro trago, me acerqué a la chaza de un negro colosal y le compré unas sandalias, una mochila y la única camiseta que le sobraba: «Estas ganas de vivir me están matando». Su rostro, repleto de maicena empegostada por su sudor copioso, parecía una calavera mexicana del Día de los Muertos. Me brindó una sonrisa de blanquísimos dientes en donde aparecían destellos intermitentes. Hasta mí llegó su vaho que arrastraba olores fermentados de licor, cebolla y ajos. Sin esperar a que me diera el vuelto, me alejé tambaleante por la carretera, escuchando a mis espaldas la carcajada estentórea del negro, boga adolescente, anunciando el torbellino de la fiesta. El calor inmisericorde golpeó el asfalto que se reflejaba abrasante sobre los cuerpos semidesnudos de los comensales. «Estas ganas de vivir me están matando», repetía con sorna y su voz se perdió en el eco de las bóvedas del terminal frío y húmedo.

¿Cómo describir el desorden serpentino de los acontecimientos? ¿Acaso el teléfono princesa descolgado ante un inútil intento de salvarse, de salvarme, de ofrecerme como chivo expiatorio? Había que huir de la ciudad, alejarme centrífuga por los lodazales de la fiesta y encontrar una mano amiga, el punto exacto de la comprensión lúcida, el despertar insólito de los tremedales angustiosos de un posible homicidio. ¿Era yo en verdad el asesino?

Los autobuses estaban repletos de parranderos insaciables que bebían la última gota de licor con tal de gozar el fiestón hasta el último momento; en las ciudades y pueblos cercanos les esperaba la misma rutina los trescientos sesenta y un días del año: esta fuga ritual validaba sus vidas moteadas de abandono. No habría posible escapatoria hasta pasadas las dos de la tarde.

Entonces recordé y vi las luces resplandecientes que perforaban injuriosas los pinos y abedules del cementerio cercano.

Comencé a ascender la penosa colina arrastrando el saco de memoria, aguijoneado por los sorbos de aguardiente. El sol estaba en su cenit, acuchillado por cirros y túmulos que se regodeaban en sus rumbos peregrinos. Graznidos de gaviotas se repetían como ecos y de pronto percibí el aroma cerrero del mar que atravesaba presuroso a mi encuentro, con un dejo de dulcamara retándome en el silencio sincopado por los ladridos de los cancerberos. Allí estaban en la puerta del campo santo, aherrojados al cancel, furibundos con sus colmillos filudos espantando a los desprevenidos que se atrevieran a acercarse.

El rumor de la turbamulta el día del desastre, mientras yacían los cuerpos ensangrentados en la casa solariega, uno a uno me fueron acosando. ¿Por qué insistían en perseguirme como furias vengativas? ¿Acaso no sabían que no pude evitarlo? ¿Cómo confrontar el cuerpo inerte de Lucas tendido en el corredor, al lado del sillón, cerca a la mesa del teléfono princesa ensangrentado? No sabría hoy qué responderle. ¿Cómo justificar su cráneo hundido, su masa encefálica repartida por el techo y las paredes? Estaba yo vivo de milagro.

Haciendo caso omiso de sus ladridos infernales, me adentré con paso decidido por los senderos adoquinados que conducían a las tumbas. ¿Qué esperaba encontrar en medio de los sauces llorones? ¿Perdón? ¿Tal vez silencio? Era inútil tratar de conservar la ecuanimidad ante tanto apremio, tanta romería ebria profanando los mausoleos importados.

Olvidar. Es necesario que olvide. Jueces y fiscales me atosigan con sus preguntas capciosas, sus insinuaciones inmundas. Pero todo en este sitio desafía la altivez de sus visitantes con sus estruendosas carcajadas, sus voces altisonantes: la tranquilidad apacible de los pinos mecidos por la brisa marina que ahora que está más próxima augura un encuentro ingenuo, tal vez paz, finalmente. E imponente se ofrece el mar tranquilo desde la cumbre de esta colina bañada por su yodo, arrullada por las palomas que se posan a mi lado sin temor, como viejas conocidas. La mirada marina pide justicia en la luz serena que se filtra ‘pensierosa’ por las axilas y hace el amor con los cuerpos inertes aunque palpitantes.

Al tornar la mirada hacia el campo santo, observo los rayos del sol reverberando sobre sus losas blancas. Contrastadas por las sombras temblorosas de los abedules, el rebaño de tumbas parece detenerse en el pastoreo del océano que me invita a los sueños del olvido.

Vida y muerte en conjunción hiperbólica parecen congelarse en la totalidad marina. Morir, vivir, descansar. Todo me ayuda. Pero no. El cielo se encapota y el mar se pica, embravecido, forjando en crestas platerescas la angustia de la incertidumbre, de saberme homicida, de volverme presa de sabuesos, de podredumbre e inmundicias. Los huesos de los muertos se juntan en la arcilla de la arena y las raíces de los árboles se enroscan en la extensión terráquea como un pulpo neurótico luchando en las profundidades acuáticas.

No estoy cautivo, el ancho mundo se me ofrece como una prostituta. Las brisas azotan ahora las plúmbeas curvaturas del océano, el sol se oculta irremediablemente, y del cielo se desploma un aguacero torrencial. Los asistentes al único sepelio permanecen impertérritos en sus lugares cultivando su dolor; sólo los danzantes de la muerte, enmaicenados y beodos, inician un éxodo fantasmal: giran, saltan, bailan, despotrican y gritan agarrados de las manos para desaparecer luego en la glorieta del terminal.

Disipada ya la luz, oculto el mar y fugadas las palomas, ahora bebo en la oscuridad mientras observo mi cuerpo humedecerse y siento cuando el último deudo se aleja envuelto en una gabardina de color indefinible, chapoteando con seguridad mi incertidumbre, mis deseos intangibles de comprender la huída.
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* Miguel Falquez-Certain es poeta, ensayista, cuentista, dramaturgo, traductor y crítico de cine baranquillero. Es autor de seis poemarios, seis piezas de teatro, una noveleta y un libro de narrativa corta, Triacas, por los cuales ha recibido varios galardones. Tradujo al español los dos guiones de Peter Buchman para las películas del Che dirigidas por Steven Soderbergh (The Argentine y Guerrilla). Reside en Nueva York desde hace tres decenios.

4 COMENTARIOS

  1. Hay que evitar (como se evita un rayo, o como el mamador de burra evita la patada trapera de la burra maniobrando la cola del animal como un timón) el lenguaje rebuscado (casi rococo)y ser cuidadoso con el uso indiscriminado de adjetivos y adverbios en mal estado.

  2. La Historia va pasando y al final poco importa lo contado y si hubo personajes tampoco.El protagonista parece ser la palabra, la voz que cuenta. Al discurso entrecortado, lo va llevando un flujo difícil, que es aliento y contención al mismo tiempo. Cuando finalmente terminamos de leer, volvemos a inhalar y tal vez, poco importa lo leído.

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