MEGATEO TIENE UNA PREGUNTA
Por Andrés Mauricio Muñoz*
Megateo se detuvo agitado. Le sudaban las manos. Movió su cabeza en muchas direcciones. Después, fijó su mirada en un niño, un poco menor que él, que comía un helado. Entonces, se le reveló de inmediato que aquella personita, que lucía distraída, bien podría ser aquella que lo sacaría de la duda. No esperaría ni un minuto más. Durante mucho tiempo había saturado su cabeza con preguntas que él no estaba en capacidad de responder; tampoco papá y mucho menos mamá, pues ella había desarrollado una particular habilidad para evadirlo cuando él insistía con lo mismo.
Megateo se quedó mirando al niño, que revisaba su cono por un lado y por otro sin saber muy bien por dónde debería seguir chupando. Sin saber por qué, como si algún extraño mecanismo activara esa idea en su cabeza, recordó que le gustaba mucho que le dijeran Megateo; le resultaba imposible imaginar otra forma en que pudieran dirigirse a él. A mamá no le agradaba que lo llamaran así y mucho menos que a él esto le gustara; tú no eres Megateo, eres Manuel, Manuel Alfonso, le decía gesticulando muy despacio. Pero, de todos modos, a él le fascinaba; de tal manera que poco le importaba lo que dijera mamá. Intentó recordar qué otras cosas le gustaban y comenzó a balbucearlas entre dientes y a contarlas con los dedos.
Después, cuando terminó, pensó que en realidad lo único que no le gustaba era el hecho de que en él muchas cosas fueran diferentes. Movió su cabeza y buscó de nuevo al niño. Éste se había decidido por chupar sus dedos y limpiarlos después con su camisa. Megateo, entretenido como estaba en observar al niño, no se percató de que uno de los vigilantes del centro comercial se acercaba. Les tiene miedo. Cómo no, si siempre lo miran de manera muy extraña; alguien como tú no debería andar solo por aquí, le dicen, cuando sin querer se aleja unos cuantos pasos de papá o de mamá. Cuando reaccionó ya el tipo se había parado a su lado y empezaba a preguntarle que con quién andaba. Megateo se asustó y pensó en echar a correr de nuevo y no detenerse nunca. Pero no lo hizo, en cambio lo miró a la cara y empezó a temblar.
De seguro, papá y mamá andarían buscándolo por todos lados; no era de extrañarse que aquel hombre, que ahora le ponía una mano en la cabeza, tuviera en su bolsillo una foto suya y lo hubiese reconocido de inmediato. Aunque sólo habían transcurrido un poco más de veinte minutos desde que aprovechó un descuido de ellos para salir corriendo, papá tenía en su billetera varias fotos suyas pequeñitas que con seguridad habría repartido. Así pasó una vez y Megateo no puede olvidarlo. Sintió entonces la necesidad imperiosa de que sus ojos dejaran de mirar al hombre de uniforme.
Aunque lo intentó no se sintió capaz de seguir sosteniendo la mirada. Vacilante, movió su cabeza en dirección al niño; entonces descubrió que a su lado había una señora, su madre quizá, que lucía muy enfadada con alguien que conversaba con ella por el celular. El vigilante, mucho más tranquilo, le dio una palmadita en la espalda y se alejó. Megateo comprobó entonces cómo poco a poco le volvía la respiración. No lo dudó un instante más y se acercó al niño para sentarse a su lado. Todavía sentía una suerte de vacío en la barriga y un temblor ligero en las rodillas. El niño, y eso conmovió a Megateo, no lo evadió como lo hacían todos ni empezó a llorar como lo hacían algunos. Sólo lo miró y no le quitó el ojo de encima mientras continuaba chupando el helado. Megateo quiso invitarlo a que fueran a un rincón con la única intención de hacerle la pregunta; sin embargo, pudo intuir que la señora a su lado era su madre y bajo ninguna circunstancia lo permitiría.
—¿Crees que soy tonto? —Preguntó Megateo. El niño, atónito, arrugó las cejas y alzó los hombros —Dime, continuó Megateo ansioso. El niño seguía mirándolo y poco le importaba que Megateo pareciera exasperarse.
— ¿Dónde está tu papá? —Le preguntó al fin el niño a Megateo.
—Trabajando —Contestó Megateo, expectante; entre tanto, su mano izquierda se había entregado a la tarea de mover un botón de su camisa en procura de arrancarlo.
— ¿En qué? —Continuó el niño —¿En qué trabaja tu papá?
—Hace cuchillos.
— ¿No más? —Dijo el niño, empezando a sonreír muy malicioso.
—También tenedores…y cucharas —Continuó Megateo, mirándolo otra vez a la cara y buscando el momento para insistir con su pregunta.
—Es lo mismo —Contestó el niño muy seguro, mientras le daba vuelta al helado y seguía con su mirada la trayectoria de unos trozos que se desprendían e iban a parar a su camisa.
Megateo meneó su cabeza para decir que no sin comprender muy bien cómo alguien decía algo tan absurdo. Imaginó entonces a mamá, llevando una mano hasta su boca para que comiera; con la otra, entre tanto, le sostenía duro la cabeza para que él no se quitara. Repasó los movimientos de ella varias veces y trató de organizar lo que tenía entendido. Con la cuchara le daban la sopa y con el tenedor el arroz, los fríjoles y las ensaladas; la cucharita sólo era para revolver y para cuando le daban gelatina. Los cuchillos, que tanta preocupación le producían a mamá, eran para cortar la carne y no para jugar. Confirmó entonces que el niño estaba equivocado; sin embargo, pensó que no era buena idea insistir en ello.
—¿Crees que soy tonto? Insistió Megateo.
—No, no eres tonto. Creo que eres retrasado.
—¿Retrasado? preguntó Megateo, subiendo los ojos para buscar en su cabeza esa palabra.
—Ser retrasado es peor que ser tonto —Contestó el niño, tomando la mano de su madre, que aunque había colgado el teléfono seguía mirando la pantalla y hundiendo algunas teclas.
Megateo movió su cabeza en dirección de la plaza de comidas y aguzó su oído para que la ligera algarabía le llegara un poco más nítida. Movió su cabeza a la izquierda y esperó; después, la movió a la derecha y volvió a esperar. Otra vez le resultó evidente que por un oído escuchaba más que por el otro. Luego, algo en su cabeza le trajo de nuevo la palabra retrasado y volvió a mirar al niño.
—¿Siendo retrasado se puede ser futbolista? Preguntó y clavó sus ojos con mucha expectativa en la boca del niño.
—Yo creo que no —Contestó el niño, algo distraído; había concentrado su mirada en la mano de Megateo, que colgaba de su brazo como sin fuerza para sostenerse.
Luego el niño y su madre se pusieron de pie y se marcharon. Entonces Megateo permaneció en la banca bastante confundido.
Megateo esperó a que alguien más se sentara a su lado. Comenzó a tamborilear con los dedos, sobre su rodilla, la melodía que papá siempre cantaba cuando se ponía contento. También pensó que era prudente quedarse ahí y no moverse, de lo contrario podría perderse de por vida. Recordó el último gol que había hecho jugando con papá en la casa del tío Federico; en el apartamento, aunque papá corriera los muebles y acondicionara todo, mamá no lo permitía. Así, pensó Megateo, resultaría complicado llegar a ser un futbolista de verdad. Donde el tío Federico, que tenía una casa grande y un patio gigantesco, sí lo dejaban jugar. Se rió cuando recordó que mamá se molestó mucho porque él, cuando metió el gol, alzó los brazos y miró al cielo como los superhéroes gritando «gooool de Megateeeeoo» hasta que se quedó sin aire.
Mientras buscaba con su mirada entre la gente a papá, pensó que tendría que convencerlos de que lo llamaran así. Unos instantes después intuyó que en cualquier momento papá aparecería, agitado, mirando para todos lados. Cuando lo viera sentado en esa silla, esperándolo, se abalanzaría sobre él para abrazarlo apretándolo muy fuerte; después, se lo llevaría de la mano sin siquiera disgustarse y entonces él notaría en los ojos de papá que había llorado. Pero papá no aparecía; en cambio, vio otra vez al niño que caminaba arrastrado por su madre. El niño iba llorando. Megateo los siguió con la mirada hasta que se perdieron en el interior de un almacén. Después agachó su cabeza y miró sus cordones perfectamente anudados. Recordó la camisa manchada del niño. Luego, levantó la cabeza y empezó a mirar a la gente, pero ya no buscando a papá; en ese momento entendió que sería una mejor idea preguntarle a alguien mayor. Entonces se paró y comenzó a caminar en dirección de la plaza de comidas.
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* Andrés Mauricio Muñoz es escritor colombiano, nacido en Popayán. Autor de la novela breve Te recordé ayer Raquel (2004). En el 2006 ganó el Concurso Nacional de Cuento de la revista Libros y Letras con «Una tarde en París». Textos suyos han aparecido en revistas nacionales e internacionales, tales como El Malpensante (Colombia), Revista Número (Colombia), Rio Grande Review (El Paso Texas, Estados Unidos), Homines (España), Casa de América (España), Letralia (Venezuela), Revista Opción (México).
Deja mucho que pensar.
Como siempre un Muy Buen cuento de parte de este autor.
Buen texto. Fuerte, pero bueno.