Cronopio inesperado

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Moliere y el demonio de la risa

MOLIÈRE Y EL DEMONIO DE LA RISA

Por Reinaldo Spitaletta*

Quería ser un trágico, pero sus condiciones, sus aptitudes, sus inclinaciones, forjadas en momentos de su infancia y juventud en la vista y escucha de comedias y farsas en el barrio de los mercados y observando a los enharinados faranduleros italianos en acción en ferias callejeras, le insuflaron a Jean Baptiste Poquelin el espíritu histriónico de la risa. Hijo de tapiceros e hiladores, el mozalbete que se convertiría en el más grande comediante de Francia, bebería de la fuente de antiguas culturas populares.

La risa, en determinados períodos históricos, se erigió en una especie de manifestación subversiva. O, si no tanto, al menos igualadora de príncipes y mendigos. También, según las circunstancias, y la división en clases sociales, o las demonizaciones que de la risa se hacían, va a ser distintivo de vulgaridad. Parte de la chabacanería o el relajo. Asuntos así tuvo que soportar el hombre que asumió el nombre artístico de Molière y con el cual pasaría a la historia del teatro, en particular del género de la comedia, que en la Grecia antigua tuvo, entre otros cultores, al gran Aristófanes, del que, igual, se nutrió el francés.

Moliére, o Jean Baptiste Poquelin, el hijo del tapicero del rey, nació en París en 1622, y muy niño él sintió el llamado del arte al ser espectador de la farsa parisiense, anclada en la ya célebre y vieja Comedia del Arte italiana, con sus personajes como Arlequín, Scaramouche, Polichinela y Colombina, entre otros. Aunque su familia, de la cual él fue el primogénito, no era de alcurnia ni rancias estirpes, estudió en el aristocrático colegio Clermont, de los jesuitas, donde conoció, en el agitado ambiente estudiantil, a libertinos y gentes sensibles, como el carismático Cyrano de Bergerac.

El estudiante de filosofía, que más adelante también se graduó en Leyes, tenía en su visión de futuro ser artista; no estaba hecho (aunque sí dotado en esas faenas) para tejer tapices y gobelinos, sino, sobre todo, para revelarles a sus contemporáneos los defectos, las imperfecciones, las dobleces, y criticar a los pedantes, a los hipócritas, a los falsos devotos, en fin, mediante la sátira. Había leído a los poetas clásicos, a filósofos como Lucrecio, había visto obras de Corneille (como El Cid y Cinna) y el espíritu de su tiempo, en el que ya se movía desde hace rato la racionalidad de Descartes (racionalidad que, sin embargo, no era para alejarse de la religión), traía aires barrocos en las artes y el advenimiento del absolutismo.

Molière, un hijo del siglo XVII, que es el de Luis XIII, el de Richelieu y Mazarino (se sospecha que fue el papá de Luis XIV), el de las representaciones dramático–religiosas, el de las confrontaciones, ya viejas para entonces, entre la Reforma y la Contrarreforma, inicia su ciclo de creación, actuación, dirección y destino teatral ya no en lo trágico sino en lo cómico, cuando forma compañía con Madelaine Béjart y diez artistas más, en 1643. El Ilustre Teatro, así se llamó el elenco, es el inicio de una genial carrera que terminará treinta años después, cuando ya no solo era el gran artista de la corte de Luis XIV, sino una gloria de Francia.

El Ilustre Teatro, una compañía ambulante, se desplaza por el norte de Francia, y, aunque no hay datos sobre el repertorio inicial, sí se conoce que en esa gira fue cuando Poquelin se pasó a llamar Molière. Y en ese peregrinaje el artista encontró el espíritu de la risa, pese a las oposiciones de época, que calificaban, sobre todo desde la perspectiva de los curas, que un cómico no valía más que un brujo o una concubina. Ser cómico era ser parte del desprecio.

Molière y su compañía, al lado de la que se convertirá en su primera esposa, la actriz Béjart, comienza a mostrar el lado ridículo de los seres y las cosas. Doce años después de su deambular por varias partes de Francia, vuelve a París en 1658 para quedarse allí para siempre. Son los tiempos de la guerra de los treinta años, de los tratados de Westfalia y de la entrada, en 1652, de Luis XIV en París, tras las revueltas de la Fronda (sublevaciones durante la regencia de Ana de Austria y la minoría de edad del que se erigirá más adelante en el Rey Sol).

No sobra entonces hacer algunas referencias al Gran Rey (así se lo llamó) y a su tiempo. Voltaire dijo alguna vez, según una referencia citada por André Maurois, en Historia de Francia, que «todo el que piensa y tiene un poco de gusto, cuenta solo cuatro siglos en la historia del mundo: el de Pericles, el de Augusto, el de los Médicis y el de Luis XIV». Y en esa corte exuberante, de múltiples brillos y pompas, se moverá el estupendo comediante, un hombre por lo demás melancólico y lleno de temores y preocupaciones.

Moliere y el demonio de la risa

Se ha dicho, asimismo, que el llamado Rey Sol moldeó a su país con sus propios gustos y extravagancias, con su sensibilidad y cultura. Su gobierno personal (y aunque nunca dijo «El Estado soy yo», en la práctica sí lo fue) impulsó las bellas artes, la arquitectura, las letras, el buen tono, la urbanidad y también las maneras de tener varias mujeres no oficiales. La literatura y la música, durante su gestión, se convirtieron en asuntos de interés nacional. Fue un tiempo de obras maestras y otras sensibilidades.

Y en ese marco se desarrollan las actividades teatrales de Molière, un hombre portador de talento, pero también de enemigos y de envidiosos. Era un epicureísta, un ilustrado, un apasionado, también un burletero universal. Aparte de su genio luminoso, sufría ciertas desventuras físicas y mentales, como la hipocondría, la neurastenia y la misantropía. Era un privilegiado adulado por la corte de Luis XIV, pero también un blanco de críticas y trampas tendidas por sus contradictores.

Pese a hacer casi todo en el teatro, un enérgico actor, director, productor, autor, no dejó ningún diario, nada de notas que pudieran aclarar o dar cuenta de sus métodos creativos, de sus angustias, delirios y otras ensoñaciones. Tampoco de sus enfermedades, como la pulmonar, que lo conducirá a la muerte. Con el músico de origen italiano Jean Baptiste Lully (creador de la ópera francesa y un adulador del Rey Sol), Molière va a fundar el ballet cómico o la comedia bailada.

Su casamiento con Armanda Béjart (hija de la primera esposa de Molière) despertó toda clase de suspicacias, chismes y consejas. Se dijo que la chica era su propia hija y se le acusó de relaciones incestuosas. Molière le llevaba veinte años y además la muchacha le pondrá en diversas ocasiones los «cachos». Varias obras suyas tienen personajes cornudos. Vivió entre la gloria y las persecuciones. En su contra se publicaron panfletos (que siguieron circulando aún después de muerto Molière) y se armaron toda suerte de comidillas y conspiraciones.

Creador de arquetipos, Molière no solo fue, como lo calificó la Iglesia, un «demonio de sangre humana», sino el forjador de la auténtica farsa francesa. En su repertorio, de treinta obras que ya se pueden considerar clásicas, florecieron el Tartufo, tal vez la mejor de todas, aunque estas afirmaciones siempre son en el arte muy relativas y no dirigidas por la razón. Creador de caracteres, han llegado hasta hoy Harpagón, Tartufo, Orgón, Crisaldo y más de trescientos cincuenta personajes.

Apabulló a médicos pedantes y a rentistas sin vergüenza. Poeta y prosista, Molière, al que el pueblo bautizará como «el dios de la risa», pese a que no siempre sus obras se presentaban para la galería, sino para exclusivos públicos cortesanos y de enormes privilegios sociales, se murió en 1773, al poco rato de haber representado a Argán en El enfermo imaginario, la última de sus comedias. El estreno sucedió en París (en el Palais-Royal), y no en Saint-German ni Versalles. El 17 de febrero de 1673, en plena función, se sintió asfixiado más de la cuenta por su afección asmática y tuvo que esforzarse para llegar al final de la representación.

La leyenda (a veces las leyendas tienen más fuerza que la realidad) dice que Molière murió en el escenario. Hubiera sido una hermosa muerte. No fue así. El «ciudadano de todos los pueblos del mundo», como lo calificó Menéndez Pelayo, murió en estado de tensión con la Iglesia, la misma que había prohibido la representación de Tartufo. Entonces se prohibía enterrar en «sagrado» a rameras, concubinas, usureros, brujos y a los cómicos. El «demonio de sangre humana» no fue la excepción y hubo tira y aflojes en sus honras fúnebres.

Si bien la risa lo subvertía todo en el carnaval, en las ceremonias de la misa de pascua de resurrección (el risus paschalis), en las fiestas populares, tuvo, sobre todo por la injerencia eclesiástica en el marco de las confrontaciones entre la Reforma y la Contrarreforma, una calificación de impropia para las ceremonias religiosas y para la elegancia cortesana o el buen tono. Sin embargo, en la corte de Luis XIV, la risa asumió, otra vez, un rol no solo de diversión sino de cuestionamientos a las imperfecciones y talanqueras de los humanos, incluidos los que estaban en el poder.

Molière, el de Melicerta y El médico a palos, logró, tras tantos contratiempos y en tiempos en que la risa ya no era bien vista, como lo pudo ser en otras circunstancias de carnestolendas y de religiosidades populares, un lugar de altura para la comedia, para la farsa, para el arte de la sátira y el humor inteligente e ingenioso. Con él, con sus histriónicas facultades, la risa ganó respeto y proyección histórica.

A cuatrocientos años del nacimiento de Molière, un ser, un artista erigido en clásico, la vigencia de sus obras ha aumentado con el tiempo y continúa provocando risas y pensamientos. El demonio continúa vigilando.

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* Reinaldo Spitaletta. Comunicador Social-Periodista de la Universidad de Antioquia. Es columnista de El Espectador, colaborador de El Mundo, director de la revista Huellas de Ciudad y coproductor del programa Medellín Anverso y Reverso, de Radio Bolivariana. Galardonado con premios y menciones especiales de periodismo en opinión, investigación y entrevista. En 2008, el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario lo declaró como «el mejor columnista crítico de Colombia». Conferencista, cronista, editor y orientador de talleres literarios. Coordinador de la Tertulia Literaria de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín y el Centro de Historia de Bello. Coordinador desde 2010 de seminarios de literatura en Comfenalco-Casa Barrientos.

Ha publicado más de veinte libros, entre otros, los siguientes: Domingo, Historias para antes del fin del mundo (coautor Memo Ánjel, 1988), Reportajes a la literatura colombiana (coautor Mario Escobar Velásquez, 1991), Café del Sur (coautor Memo Ánjel, 1994), Vida puta puta vida (reportajes, coautor Mario Escobar Velásquez, 1996), El último puerto de la tía Verania (novela, 1999), Estas 33 cosas (relatos, 2008), El último día de Gardel y otras muertes (cuentos, 2010), El sol negro de papá (novela, 2011) Barrio que fuiste y serás (crónica literaria, 2011), Tierra de desterrados (gran reportaje, coautor Mary Correa, 2011), Oficios y Oficiantes (Relatos, 2013), Viajando con los clásicos (coautor Memo Ánjel, 2014), Escritores en la jarra (ensayos literarios, 2015), Las plumas de Gardel y otras tanguerías (crónicas, 2015), Historias inesperadas (crónicas, 2015), Macabros misterios y otros ensayos (ensayos, 2016), Tango sol, tango luna (crónicas, 2016), Sustantiva Palabra (ensayos literarios, 2017), Balada de un viejo adolescente (novela, 2017) y Tiovivo de tenis y bluyín (2017).

En 2012, la Universidad de Antioquia y sus Egresados, lo incluyeron en el libro «Espíritus Libres», como un representante de la libertad y de la coherencia de pensamiento y acción.

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