Periodismo Cronopio

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IGUALES Y DIFERENTES

Por María Eugenia Ludueña*
Ilustraciones de los testimonios del libro Ynisiquierallore, editado por ICW y UNICEF

Debería tratarse de un error: los pañales descartables apilados junto al frasco de la Zidovudina (AZT) y el sonajero. Ese frasco no debería estar ahí. Ese nene de un año y cuatro meses no debería estar ahí; la boca de frambuesa que tienen los bebés, quieta en la cama número once de la sala de internación; la nariz de avellana que tienen los bebés conectada a una sonda. Este pabellón pediátrico de VIH/sida del Hospital Muñiz, con sus patos y muñecos de goma–eva en las paredes, su cartel de «juguemos en silencio mientras el doctor cura a nuestros amiguitos», debería ser un error. Tal como están las cosas es un acierto.

Los papás del bebé de la cama once le acomodan las almohadas. Tienen la espalda encorvada de preocupación. Son nuevos. Los padres de otros chicos se mueven en la sala con gestos precisos, tranquilos. Sus hijos vienen cada tres meses a una internación de medio día, programada por un seguimiento multidisciplinario. Este tratamiento pediátrico contra el VIH —que ofrece apoyo médico, psicológico, nutricional, psicopedagógico, social y jurídico— es uno de los orgullos del equipo que lidera en el Muñiz el Dr. Roberto Hirsch, pediatra infectólogo y profesor de la UBA.

El doctor Hirsch vive para su record: desde el 19 de diciembre de 2000, cuando arrancó este tratamiento integral en la sala para niños, la 29 del Hospital Muñiz registra mortalidad cero. El bebé de la cama once no estaba en ese tratamiento, estaba en una casa humilde en un barrio humilde del conurbano. El bebé se enfermó y hasta que sus padres supieron que tenía VIH —después de idas y vueltas, de hospital en hospital— pasó tiempo. Y acá está, muy grave, peleando para no convertirse en un número.

Lo triste de las cifras es que, hasta que se le ve la cara al bebé, nunca parecen ser lo suficientemente tristes. A fines de 2006 había 2.300.000 chicos viviendo con VIH/sida en el mundo, 48.000 de ellos en América Latina y el Caribe, según estima la Organización Mundial de la Salud. Una sexta parte de las muertes relacionadas con el sida en el mundo son de niñas y niños que no llegaron a cumplir los 15, pero pocas veces se los menciona en las encuestas. Todos los años 300.000 niñas y niños menores de cinco años mueren por enfermedades relacionadas con el sida, señala Unicef, y alerta sobre la epidemia de VIH en los niños como «el rostro oculto del sida». Hasta hace poco ni siquiera se contaban las niñas y niños afectados por las consecuencias de la enfermedad, por ejemplo, quedarse sin padres por el virus. O quedarse con el virus.

La mayoría de los chicos con VIH se infectaron de sus madres, durante el embarazo, el parto o la lactancia. La buena noticia es que existen tratamientos que reducen al 2% el riesgo de esa transmisión vertical, y la pésima —demencial— es que 1500 chicos por día se siguen infectando de VIH en el mundo porque sus madres no acceden al diagnóstico o al tratamiento. Solo en el 2006 se infectaron con VIH 540.000 chicos menores de 15 años.

LAS CHICAS NO LLORAN
Es una mañana de invierno, cielo gris y llovizna persistente, perfecta para dormir. Pero estas dos chicas se levantaron temprano y son las visitantes más jóvenes del IV Foro Latinoamericano y del Caribe en VIH/sida e ITS (Infecciones de Transmisión Sexual) que se realizó en Buenos Aires en abril de 2009. Keren (11 años, hondureña) y Victoria (13 años, uruguaya) pasean sus zapatillas último modelo y sus melenas alegres entre los científicos y militantes. Atraviesan los stands desbordantes de folletos, preservativos y slogans. Sonrientes, se acomodan en un salón en la mesa de panelistas, al lado de los vasos de agua y del señor Nils Kastberg, director de Unicef para América Latina y el Caribe, y de Patricia Pérez, secretaria regional de la Comunidad Internacional de Mujeres viviendo con VIH/sida (ICW, según la sigla en inglés).

Lo dijo Patricia Pérez en el 1er. Congreso de Mujeres, Niñas y Adolescentes de Latinoamérica y el Caribe organizado por ICW en Panamá de octubre del 2006: «No queremos nada para nosotras sin nosotras». En esa oportunidad el señor Kastberg reconoció que hasta Unicef se había demorado en atender a las demandas de las niñas y niños afectados por el sida. Sus palabras fueron cruciales para que entre ICW y Unicef naciera un libro que les pone voces a los números, sentimientos a los rostros anónimos. Se llama «Ynisiquieralloré» (Dunken), y Keren y Victoria están en este salón y en esta ciudad para presentarlo.

Las páginas reflejan sus testimonios —recogidos por la periodista María Mansilla— y los de otras chicas de América Latina y el Caribe que conviven con la infección. Candela, Lizzie, Angelical, Fernanda, Estrella, Agustina, Nicolle, Rosario, Cecilia, Morena y Ouka son los nombres que ellas eligieron para hablar de cómo es vivir con el virus.

El nombre del libro, comenta Patricia Pérez, alude a algo en lo que coincidieron las entrevistadas: ninguna lloró al enterarse de su diagnóstico. A excepción de una que sí lo hizo, cuando una amiga le contó que también había recibido un resultado positivo.

QUE NO ME TOQUE

En el Hospital Muñiz el primer diagnóstico de VIH en un niño desconcertó a los médicos en 1987. «Era un chico hemofílico, derivado por la Academia de Medicina, infectado por una transfusión de sangre», hace memoria el Dr. Hirsch. Recién en 1990 empezó a ver a las primeras mujeres; pero después del nacimiento de uno de los primeros bebés con VIH tuvieron que intervenir funcionarios para que la madre y el niño fueran asistidos. Casi nadie quería tocar al bebé.

En el Hospital Garrahan, el primer caso de VIH pediátrico se conoció en 1988. «Era un adolescente y fue un caso comentado porque concurría a una escuela de la Boca. Los padres de los alumnos pidieron a las autoridades que prohibieran el ingreso del chico. Hubo un trabajo importante del equipo de Promoción de la Salud y Prevención del sida del gobierno de la ciudad para aclarar que no existía riesgo de transmisión por jugar, compartir el aula, el asiento, los baños, vasos o cubiertos», recuerda la Dra. Rosa Bologna. El nombre de esta médica, a cargo del Departamento de VIH–Sida del Hospital Garrahan e investigadora de Helios Salud, saltó hace dos años a las publicaciones del mundo. Con dos científicas argentinas, participó en una investigación de la Universidad de Texas que identificó un gen crucial en la vulnerabilidad de la infección y el desarrollo del sida.

Según datos del Ministerio de Salud, se estima que más de 6000 menores de 19 años viven hoy con el virus en la Argentina y han sido diagnosticados. Sumando a los que aún desconocen su infección, serían más de 10.000. El Dr. Daniel Fontana, director del Programa Nacional de Lucha contra los Retrovirus del Humano, Sida y ETS calcula que «entre 2800 y 3000 niños menores de 14 años están en tratamiento y reciben una terapia antirretroviral. De 500 a 700 fueron diagnosticados y están bajo monitoreo. Serían de 3500 a 4000 los niños infectados en nuestro país».

LOS CHICOS CRECEN

El Dr. Hirsch dice que «al principio parecía que lo único que podíamos hacer era acompañar a los chicos a morirse en su casa». Después empezó la época en que «algo» se podía hacer. Aparecieron los protocolos para el tratamiento. Y en el 2000, cambió una perspectiva de trabajo con los pacientes en su sala: «Empezamos a trabajar desde el enfoque multidisciplinario y la Convención de los Derechos del Niño. En la Argentina el VIH/sida pediátrico representa el 7,7 % de la población afectada, con fuerte tendencia a la feminización y pauperización. Este contexto genera dificultades en el seguimiento clínico y el tratamiento. Para fortalecer la adherencia hay que trabajar con los chicos y sus familias en el desarrollo de la confianza».

En el Muñiz los chicos con VIH se internan de manera programada, cada tres meses, durante medio día. El equipo del Muñiz ofrece sostén emocional y un espacio de contención psicológica abierto a padres e hijos, desde una perspectiva que rompe con lo tradicional del «paciente desvalido» frente al «profesional todopoderoso». Y trata de ayudarlos a tejer su propia historia, su testimonio de la vida, la enfermedad y la muerte.

En el plan de internación abreviada hay 260 chicos en seguimiento y más del doble ya pasaron por el programa.

En uno de los bancos de la única plaza que se instaló al lado del pabellón pediátrico, un paciente avezado, de 18 años, fuma un cigarrillo y mira los sube y baja vacíos. Es un morocho argentino, ojos negros y labios bien dibujados, en un cuerpo esbelto debajo del rutilante equipo de gimnasia. Cuenta que tiene una banda de cumbia. Se llama Adrián y vive con sus abuelos en Barrio Norte. «De chiquito estaba enfermo. Cuando supe que tenía VIH no sufrí un shock. Fue un paso en la vida, nada más. La única diferencia que tengo con otros pibes es tomar la medicación o internarme para controles. No siento que me discriminen, pero la gente me tiene un poco de lástima.» Hoy Adrián no vino por él sino para acompañar a su hermano Gastón, que estuvo internado por una complicación respiratoria y prepara el bolso para irse a casa de sus tíos, con quienes vive.

Adrián y Gastón perdieron a sus padres hace muchos años, cuando los tratamientos que cambiaron el curso del VIH no existían. Como ellos, más de 15 millones de niños y niñas están huérfanos por el sida en el mundo.

Dibujos de pacientes de la Sala 29 del Hospital Muñiz, recopilados por el médico Roberto Hirsh.

Gastón tiene unos años menos que su hermano, buzo negro, jeans, reloj deportivo, es más menudo. Dice que sí se siente diferente a otros chicos: «Tengo que tomar cinco pastillas todos los días. A la mañana y a la noche me inyecto T20, una medicación que me deja huevitos debajo de la piel. Tengo que pensar lo que estoy haciendo, porque pasé un montón de cosas feas. Estuve internado, cableado, con suero. Como el bebé que está en la cama once: yo lo veo y pienso que ahí estoy yo. De chiquito estuve varios meses en el Muñiz. Acá conocí a mi mejor amigo. Tratamos de consolar a la mamá del bebé, le decimos que va a estar bien», comenta.

Lo que dice Gastón hubiera sido impensable hace 20 años. «Antes no hablábamos de futuro, ni nosotros ni los padres de nuestros pacientes. Ahora tenemos medicamentos de alta eficacia», apunta Bologna.

EL FACTOR VERTICAL

Patricia Trinidad, pediatra infectóloga de la Fundación Centro de Estudios Infectológicos (Funcei) y Helios Salud tiene a su cargo el tratamiento de las mujeres embarazadas con VIH. Dice que se ha avanzado tanto que chicos y adultos «conviven con el VIH como una enfermedad crónica. Hoy se puede hacer mucho. Por eso es crucial que la mamá sepa que es importante saber el diagnóstico, antes o durante el embarazo, para tratar a su bebé».

El VIH afecta el cuerpo de los chicos de manera diferente que a los adultos. «En los primeros años, el sistema inmunológico y el sistema nervioso central están en desarrollo. Si el niño no recibe tratamiento aparecen infecciones graves y retardo madurativo. Esto se revierte con las medicaciones. En los adultos es raro que aparezcan los problemas neurológicos en los primeros años de la infección y las complicaciones aparecen después de muchos años de evolución», explica la Dra. Bologna.

Según la OMS, Onusida y el Programa Nacional de Lucha contra el Sida, el total de casos de VIH/sida en menores de 13 años era de 2961 en el año 2005. La transmisión vertical representaba entonces el 94,8% de los casos de sida notificados y el 92% de los casos de VIH en menores de 13 años. Los casos de VIH/sida por tranmisión vertical tuvieron un pico entre los años 1991-1996.

Hoy la ley obliga a los médicos a ofrecer a las embarazadas un test diagnóstico del VIH como parte de los análisis de sangre de rutina de los cuidados prenatales. «En nuestro país existen recomendaciones para la prevención de la transmisión vertical desde 1997. El método se perfeccionó. Vemos la cuarta parte de los niños que veíamos con nuevo diagnóstico de infección VIH. Esperamos llegar a cero. Pero el sistema aún no es perfecto y hay dificultades con el ofrecimiento del estudio de VIH en el embarazo. Si la mamá está infectada y hace tratamiento, el riesgo de infección es menor del 5%, si no lo hace es del 25 al 30% (o sea, podría nacer 1 chico infectado por cada 4)», explica la Dra. Rosa Bologna.

«En el Hospital Fernandez, desde el año 1999 hasta la fecha no registramos infecciones por transmisión materna: todos los niños nacidos de madres VIH+ fueron negativos», dice el Dr. Jorge Lattner, pediatra infectólogo del Fernández y del Centro Médico Huésped, y miembro del Subcomité de Sida de la Sociedad Argentina de Pediatría. Si bien en todos los hospitales de la ciudad de Buenos Aires hubo avances importantes en bajar la transmisión vertical aproximándola a 0%, «no se ha llegado a un control de las embarazadas en todos los lugares del país, que permita disminuir la tasa de transmisión materno–infantil, la forma más frecuente de contagio infantil, y es prevenible», enfatiza Lattner.

Dibujos de pacientes de la Sala 29 del Hospital Muñiz, recopilados por el médico Roberto Hirsch

LA VERDAD

—Supe mi diagnóstico cuando tenía 9 años, hace poquito. Ya tengo tres años de tomar la medicina. Tomo pastillas. La de las 7 es bien pequeñita, la de las 8 es grande, las tomo con agua. Me lo dijo una doctora. Yo no me asusté. Y ni siquiera lloré, cuenta Candela, una salvadoreña, la más chica entre los testimonios del libro de ICW.

«El momento de contar el diagnóstico a los chicos es uno de los momentos más estresantes para los padres o cuidadores. No todo el mundo comprende que VIH no significa sida y la gente está más acostumbrada a esta palabra», dice la doctora Alejandra Bordato, especialista en psiquiatría y psicología infanto–juvenil, miembro del equipo de Helios Salud y del Servicio de Salud Mental del Hospital Garrahan.

En las familias, afirma la doctora, muchas veces se vive un clima de secretos ligado al VIH, difícil de sostener. «Suele ser un tema del que no se habla porque es muy doloroso. Puede ocurrir que el diagnóstico lo sepan la mamá y el hermano mayor, mientras que el más chico tiene el virus y el del medio lo ignora», ejemplifica.

«Al dar a conocer el diagnóstico a los chicos, la mayoría de las veces la familia se tranquiliza, se relaja, puede empezar a hablar del tema. Los hijos lo toman diferente que los padres. Nacieron y crecieron con la medicación. Notan que si la toman andan bien. Saben, aunque no sepan exactamente qué, que algo sucede con sus defensas. Al conocer que tiene VIH la mayoría no se ha deprimido ni agravado. Pero algunos padres sienten culpa, o miedo de que se enojen con ellos. El VIH trae el pasado al presente», explica Bordato. Está convencida de que conocer el diagnóstico es un hecho trascendente que le da sentido a lo que vienen viviendo y les permite completar su historia personal y familiar. Y dice que lo deseable es que conozcan su diagnóstico antes de que sean adolescentes o inicien su vida sexual. Pero muchos llegan a los 12 años sin saberlo.

¿SILENCIO EN LA ESCUELA?

Hay mamás que guardan las medicaciones en el rincón más oscuro de la alacena, otras que arrancan las etiquetas de cada frasquito que diga «VIH» para que ni las tías ni las vecinas se enteren. Hay un tío que hacía dormir a su sobrino con dos pijamas y en otra habitación que sus primos. Hay un chico que no sabía su diagnóstico y se enteró por rumores. Hay alumnos que tuvieron que cambiar de escuela cada vez que el rumor inundaba las aulas. Hay un profesor que reunió a los compañeros de un chico con VIH y les dijo que no tenían que jugar con él juegos donde pudieran lastimarse, así filtró el diagnóstico a toda la comunidad. Hay una maestra que se puso guantes para dar clases. Hay postales de tanta ignorancia que hacen que decidir a quién contárselo no sea una cuestión menor.

Rosario, una mexicana de 13 años, contó en Ynisiquieralloré:

«Yo dejé de ir tres años a la escuela. La primera vez, mi mamá me inscribió sin decir nada, pero cuando empecé con molestias los maestros se dieron cuenta. Los padres (…) habían sacado a sus hijos de la escuela, a más de 40 niños me dijo mi mamá (…). Decían para qué quería yo estudiar, si de todas formas me iba a morir. Otros dijeron que estaban dispuestos a pagar un maestro particular, pero no me querían en la escuela. Entonces el director me expulsó (…)»

¿Hay que informar el diagnóstico en la escuela? Patricia Pérez, candidata a Premio Nobel de la Paz por su militancia por el VIH/sida, dice que «si nos guiamos por las chicas que participan de ICW, dar a conocer la verdad casi siempre reafirma, fortalece. Tal como se ve en el libro, ellas se lo toman como algo natural, no como algo traumático ni que haya que ocultar.»

«Un chico no representa ningún riesgo en un colegio. Si se estima que el 60% de la población está infectada y no lo sabe, ¿por qué obligar?», se pregunta la Dra. Trinidad.

«Todavía hay gente que nos pregunta por qué se debe mantener la confidencialidad del diagnóstico en la escuela. La situación es comparable a la de los adultos, nadie va y comenta en su trabajo si está infectado por el virus HIV, hepatitis B o C. No existe riesgo de transmisión por compartir los lugares de trabajo o estudio o en la convivencia familiar», remata la Dra. Bologna.

La Fundación Huésped, a través del Proyecto Escuelas, ofrece charlas informativas en las aulas. Y lleva repartidos los CD educativos «Preventoons» en 3000 escuelas de la ciudad y el Gran Buenos Aires. La iniciativa fue declarada de interés educativo con el Ministerio de Educación de la Nación. Huésped también organizó el Primer Modelo de Naciones Unidas en Argentina sobre VIH/sida para chicos de escuelas secundarias de la ciudad.

Desde el Programa Nacional contra el Sida, el Dr. Fontana cuenta que se está conformando una comisión intergubernamental para trabajar en conjunto con las áreas de Justicia, Educación y Salud. Y que se está haciendo una consulta con los programas provinciales de lucha contra el sida y las redes de escuela. «El hecho de cambiar las actitudes con respecto a la educación sexual es muy importante», advierte Fontana. Y da cuenta de que en nuestro país los datos epidemiológicos replican al resto del mundo. La epidemia se extiende cada vez más entre las mujeres, y se concentra en edades sexualmente activas. Esto impacta sobre nuevas infecciones en niños. «La epidemia se ha pauperizado, se ha feminizado, se ha empobrecido y se ha hecho más joven», explica Fontana.

Mientras los pacientes del pabellón pediátrico almuerzan, Hirsch afirma:

—El VIH sigue siendo una enfermedad de estigmatización, que afecta en su mayoría a gente de clase baja.

—¿Se siguen muriendo chicos de VIH en este pabellón?

—Sí, pero no de los que están en tratamiento. Hace quince días fallecieron dos. Las madres siguen teniendo chicos con VIH y no se les brindan las herramientas para encarar esto desde una perspectiva de género. Es muy difícil establecer un diagnóstico de VIH en la pobreza.

Es difícil tomar la medicación cuando no se accede a agua potable. Es difícil que el tratamiento sea efectivo cuando no se tiene la panza llena. Es imposible instalar el tubo de oxígeno (que necesita uno de estos chicos) porque las paredes de la casa son de chapa y no tienen el grosor adecuado.

«Se gastan fortunas en darles los medicamentos para tratar el VIH, se hace un esfuerzo enorme pero no estamos atendiendo a todos los frentes, no existen aún políticas integrales que respondan a toda la dimensión del problema de fondo», dice el Dr. Hirsch.

Aun así, la pobreza no parece ser lo más difícil de transformar: «Hubo avances científicos muy importantes pero todavía hay discriminación y falta de información. No ha cambiado el estigma que significa vivir con la infección, aún hoy los padres de nuestros pacientes viven la infección en soledad. Necesitamos que haya una apertura en la comunidad», cuenta la Dra. Bologna.

En la soledad de la plaza del pabellón del Muñiz, los papás del bebé de la cama once lloran. ___________________

* María Eugenia Ludueña vive en la ciudad de Buenos Aires. Es periodista y colabora con la revista dominical La Nación, la publicación Hecho en Buenos Aires y el suplemento Las Doce del diario Página/12.

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