El Salto Cronopio

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Sopa de piedra

SOPA DE PIEDRA

Por Julián Silva Puentes*

El Narrador de Cuentos era una serie de televisión de los 90 acerca de un vagabundo que contaba historias frente a una chimenea en un castillo abandonado. El show empezaba con la voz en off del protagonista diciendo: «Cuando la gente relataba su pasado con cuentos, explicaba su presente con cuentos, predecía su futuro con cuentos, el mejor lugar junto al fuego le pertenecía al narrador de cuentos».

No había nada mejor para hacer los domingos en la noche. Frecuencia Latina, un canal peruano, transmitía el programa del que hablo. Con semejante introducción tenía para volar la imaginación, incluso antes de que empezara el episodio. Los había desde la parca atrapada en un costal, muertos sin piernas que hablaban, un hombre empeñado en aprender lo que es el miedo y muy especialmente, el cuento que me llevó a escribir el presente artículo: La sopa de piedra.

LA SOPA DE PIEDRA

Empieza con el protagonista, el mismo Narrador, tocando a la puerta de un hermoso palacio en una noche de invierno. Quien le abre es el cocinero, puesto que la puerta da a esa habitación del edificio. El Narrador se presenta y, ante las amenazadoras palabras del cocinero: «Hiervo hombres cuando me quitan el tiempo», el Narrador le asegura que su idea no es la de hacérselo perder. «Mi idea —dice el Narrador— es prepararte una sopa de piedra».

El cocinero es un ludópata y acepta la propuesta cambio de que, en caso de encontrar la sopa horrible, hervirá al Narrador en una enorme olla con aceite hirviendo. El Narrador acepta la apuesta y vierte la piedra en una olla con agua. Pone a hervir el agua y pide sal. La prueba y le dice al cocinero que le falta «algo». Entonces pide cebollas, zanahorias, una costilla carnuda de res, pimienta y así hasta que prepara una «sopa de piedra» muy sabrosa. El cocinero queda complacido con el platillo hasta que el Narrador consigue enfurecerlo, y es llevado ante el Rey para que lo castigue. El Rey, la Reina y el Príncipe, una vez escuchan al Narrador, siendo el carisma y la gracia propios de su oficio, quedan prendados de él y lo invitan a vivir en el palacio. Le consiguen una esposa y lo convidan con un cofre lleno de oro. Todo esto a cambio de contar una historia cada noche durante un año.

Ahora, como todo en esta vida no es gratis, el Rey le advierte al Narrador que, de faltar una sola historia, será entregado al cocinero para que lo hierva en aceite. Una historia a cambio de un día de vida. Esto no es problema para el Narrador. Dedicado a contar historias a cambio de un plato de comida desde siempre, finalmente la suerte le sonríe. Todo con lo que pudo soñar alguna vez, se cumplió en contra de la razón y la lógica, hasta que llegó el último día de su «condena»

Un día más y podrá marcharse con un cofre de oro y una hermosa esposa. Entonces lo vemos despertando en su cama mullida junto a su mujer. Se restriega los ojos con la deliciosa modorra de la mañana cuando se tiene la barriga llena y un lugar en dónde reposar los huesos. Es ahí cuando, al ponerse los zapatos para salir al mundo un día más, su último día, se da cuenta de que algo falta. Algo muy importante: ¡No tiene una historia para contar!

Hasta aquí con la historia del Narrador. Sea suficiente decir que, en el transcurso de su último día en el palacio, le suceden cosas fantásticas y terribles. Todo sin que se le ocurra una historia. Así que finalmente, sabiendo lo que le va a pasar, se enfrenta al Rey y le confiesa su falta de historia. No por ello deja de narrarle aquello tan raro y terrible que le sucedió horas antes. Ante su sorpresa, el Rey, la Reina y el Príncipe, incluyendo el cocinero, lloran emocionados, asegurando a su vez que es la mejor historia que hayan escuchado jamás. De esta manera el protagonista salva la vida y, frente a la chimenea de un derruido castillo junto a su perro, un perro que habla, nos relata a nosotros los televidentes, la historia de la vez cuando contó una historia a cambio de su vida. La historia de la Sopa de Piedra.

* * *

El día de hoy, así como el Narrador de cuentos, no tengo historia para narrar. Se me ocurrió la Sopa de Piedra porque tengo la mente en blanco. Mi editor de Cronopio, Juan, me preguntó hace dos semanas cómo iba mi columna. Le respondí que la estaba terminando. Mentiras. He trabajado tanto que no cuento con tiempo ni energías para escribir algo que no sean informes de actividades, actas de visitas y respuestas a las peticiones de un millar de ciudadanos furiosos. Tuve un par de intentos abortados de «crónica» hablando de las pulgas y la peste bubónica. Ese era el título del intento de escrito: La pulga. Llevaba cuatro páginas, cada una de ellas sin pasión ni imaginación, hasta que decidí parar. «Si yo me aburro escribiéndola —pensé— al lector le sucedería otro tanto».

Para quien haya hecho algo remotamente artístico alguna vez, sabe que cuando no se disfruta del proceso, el resultado será un fracaso. Así que, todavía sin energías pero con la urgencia de terminar mi escrito, puse en youtube el capítulo del Narrador de Cuentos del que les hablo (https://www.youtube.com/watch?v=MV7CtC97WOg&t=207s), para recordar cómo iba la historia, y en cuanto terminó el episodio puse el siguiente, porque aún hoy, a mis 42 años, lo encuentro brutalmente divertido. Así que continué con el segundo y después tercero y así hasta que me dieron las 10:00 p.m.

Justo a esa hora, ya cuando me preparaba para ir a la cama con Diana, mi jefe escribió en el grupo de la oficina para informar que nos esperaba a las 6:00 de la mañana siguiente para un recorrido con la alcaldesa mayor, lo cual significa, al menos para mí que vivo tan lejos de mi trabajo, levantarme a las 4:30 a.m. Lógicamente, siendo las 10:00 p.m., y teniendo en cuenta que me toma hasta la media noche conciliar el sueño, sabía que, al día siguiente, después de dormir cuatro horas, estaría como un trapo. Dicho y hecho: me dieron las 2:00 a.m. dando vueltas en la cama. Para cuando sonó la alarma sentía como si hubiera combinado whisky con cerveza tipo «Cajicá miel» del BBC.

Debí reunir fuerzas de donde no las tenía para salir de las cobijas calientes. Bogotá es frío en el día, pero en las madrugadas hiela tanto que te arde la piel. Diana seguía dormida y el gato la acompañaba acostado a sus pies. Odié mi vida porque en la madrugada nadie debe trabajar. Pero debes hacer lo que debes hacer porque, simplemente, no tienes de otra. Así que llegué a las 6:00 a.m., aquejado por una rabia ciega en contra de la alcaldesa mayor por organizar un recorrido a semejante hora. En todo caso, nos pusimos en marcha. Una marcha en absoluto literal, porque debí caminar cerca de cuatro horas de arriba para abajo por una avenida de veinte cuadras más o menos. «Señor, retire los objetos que ocupan el espacio público», debíamos decirle a todo comerciante informal que encontrábamos a nuestro paso. Entretanto, la alcaldesa mayor pasaba de extremo a extremo de la avenida en bicicleta grabando algún tipo de «live» en su celular. Siendo la jefe de todos nosotros en el distrito, mi compañero de operativo y yo alistamos la más servil de las sonrisas para cuando nos saludara. No lo hizo. Pasó tres veces por nuestro lado y aparentó que no nos había visto. En cada una de las veces yo mantenía una mano a la altura de la cintura, como los vaqueros de las películas cuando se preparan para un duelo. Hacía esto con el fin de estar listo para cuando nos dijera «adiós» con la mano y pudiéramos responderle de inmediato.

«El lambón más rápido del viejo oeste», me dijo mi compañero en broma. Me dio más risa que vergüenza porque, en efecto, el miedo a que esta gente decida un día que no quiere darme más trabajo, es perfectamente subjetivo, es decir, puedes hacer tu labor como un campeón, o ser todo lo vago que te sea posible, pero si eres del agrado del jefe o, aún mejor, su amigo, tienes el trabajo asegurado.

—Butch Cassidy and the Sundance Kid —le dije a mi compañero para seguirle el chiste del «lambón más rápido del viejo oeste», refiriéndome al clásico de vaqueros protagonizado por Robert Redford y Paul Newman.
—¿Qué es esa mierda? —respondió.

Con eso tuve para dejar de contarle cosas. Sin embargo, el frío de cinco grados dio paso a un calor de 25, y a falta de tema, y con el cansancio de una noche insuficiente de sueño, me vi en la obligación de preguntarle por su vida: de dónde venía, adónde iba, cómo se veía a sí mismo en los próximos cinco años. Somos tantos en mi trabajo que es raro entablar este tipo de conversaciones con alguien. La persona de quien hablo, la conozco hace un año y en realidad nunca sentí curiosidad por su persona. Supongo que tampoco él por la mía, y dada la conversación que acabábamos de tener, no hay nada de lo que nos estuviéramos perdiendo. De hecho, me sentía tan cansado y el calor hacía mi chaqueta más pesada de lo que en realidad era, que odiaba a mi compañero de equipo un poco. También odiaba a mi jefe inmediato y a mi jefe de la ciudad; odiaba al presidente de la República, a los congresistas, a los cantantes de reguetón, a los influencers, a nuestros vecinos del piso de arriba por azotar las puertas a la media noche y a las cinco de la mañana por igual. Me odiaba a mí mismo también por no contar con la iniciativa suficiente para ganar lo que gano sin trabajar el sábado en la mañana o en la noche. El domingo también trabajo, pero en casa. Con la bata de Diana, me levanto y me sirvo un tinto. La bata de Diana es la pieza de ropa más cómoda de la casa, así que me la pongo todo el tiempo y me asomo por el balcón. Tenemos una vista muy bonita. El gato me acompaña a mirar los apartamentos de enfrente.

Me gusta levantarme temprano y mirar por el balcón, porque la calle está en silencio y los vecinos duermen. Esta ciudad es hermosa en las primeras horas de la mañana y en el ocaso del día, cuando dejo las obligaciones odiosas del mundo y vuelvo a casa con Diana.

Amo el silencio. Todos los días necesito al menos de un minuto para ordenar mis pensamientos y retomar fuerzas. En mi trabajo, cuando no me encuentro en la calle en uno de mis operativos recibiendo los insultos de la gente, me levanto del escritorio y voy a la cafetería de la oficina para servirme un tinto. También entro al baño y apago la luz. Me gusta pretender que estoy en mi cama durmiendo. Hago esto un minuto nada más, porque un tipo que entra al baño de la oficina con la luz apagada y que además cierra la puerta con seguro, da muy mala impresión.

Me ha pasado que entro al baño y ya hay alguien allí. Con cuatro cubículos para toda la oficina, por lo general hay siempre alguien allí. Es normal, claro, y no me quiero extender en los hábitos higiénicos de la gente. Menciono el baño cuando está ocupado, porque me disgusta no poder usar ese minuto para ordenar el torbellino que llevo en la cabeza. Ahora, por lo general, quien está en el baño, pasa una desvergonzada cantidad de tiempo mirándose al espejo. Esa persona se pone agua en la cara y se peina. Permanece unos segundos detallándose un poco más, como si no pudiera creer que el mundo parió a una criatura semejante. Yo permanezco allí, haciendo que me lavo las manos para hacer tiempo hasta que se vaya. Siento un deseo casi irrefrenable de decirle que su vanidad lo aleja del verdadero sentido de las cosas, pero lógicamente no lo hago, porque cualquier conversación en un baño es desagradable. Tampoco lo hago porque tiendo a juzgar a todo el mundo de corrupto o imbécil, y es una de las cosas que quisiera cambiar de mí. No siempre lo consigo.

Sé que no es así para la supervivencia del mundo, pero para mí, al menos para Diana y para mí, las cosas irían mucho mejor si limitáramos la interacción con el mundo en lo puramente necesario. Desde luego, no es viable en un lugar como Bogotá y con el ritmo de vida que llevamos. Convertirse en un ermitaño, por ende, es del todo inviable. No por ello dejamos de soñar con vivir en una finca cultivando vegetales y criando gallinas. Depender del mundo lo menos que se pueda sin tener que lidiar con las interminables horas laborales y de paso, con la violencia de las gentes en la calle. Tener un par de hijos y enseñarles a leer y escribir con la vista de las montañas y el trino de los pájaros. Que aprendan a tocar música y a dibujar también y sepan los nombres de las plantas en latín. Soñamos este imposible en voz alta, y durante unos minutos nos sentimos felices, como si en realidad estuviera sucediendo.

El don de soñar despierto es uno de los grandes regalos de Dios. El hecho de entregarnos a situaciones y lugares que no existen salvo en nuestra cabeza, hace de la vida una experiencia más llevadera. Por unos cuantos minutos al día nos dedicamos con Diana a la deliciosa fantasía de imaginar la vida que pudiéramos llevar sin el condicionamiento de la competitividad y el éxito subjetivo. Nos ponemos tan felices soñando con otra clase de vida, que nos sirve como combustible para levantarnos de la cama el domingo para ponernos a trabajar. Llegamos incluso a decir que trabajar cuando deberíamos descansar no es tan malo. «Mañana lunes vamos a estar más tranquilos», nos decimos imaginando que el día lunes, que es cuando empieza la semana laboral, tendremos una carga más liviana y, por ello, será relativamente más suave. Y así pasamos de una semana a otra con aquel maldito dolor de hombros que no desaparece jamás. Abrimos los ojos sintiendo que cada párpado pesa veinte kilos, y con cada tinto, tan oscuro como la noche que pasaste en vela, tienes el golpe de energía que te ayuda a empezar una vez más, un día más, una semana más.

SOÑAR DESPIERTO

Se me ha hecho una necesidad de todos los días escapar en mi cabeza del caos del mundo. Me dirijo al Transmilenio soñando con un concurso de literatura que nos pague el boleto de la libertad laboral; ser un oficinista que sueña con dedicarse a escribir todo el día, acentúa la dolorosa dualidad del «deber ser» versus el «querer ser», siempre en contradicción uno con el otro, como la muerte y los impuestos, respecto de aquello que nos hace miserables, pero que es del todo inherente a nuestra experiencia de vida. Al menos a «esta» experiencia de vida.

De manera que soñar despierto se convierte en un gran aliciente del todo necesario para lidiar con las cosas del mundo que no puedes evitar. No por ello deja de ser estéril como la masturbación. Así como también lo es la inclinación por el silencio en un mundo que exige tanto de ti con las terribles y ensordecedoras amenazas de fracaso.

Pero aquí estamos: en la mesa del Rey presidiendo el banquete. No me refiero a este preciso instante; ahora mismo escribo estas últimas líneas en un restaurante del centro de Bogotá. Junto a mí un hombre se pica los dientes con un palillo y siento ganas de vomitar. En cierto sentido es gracioso, porque se trata de un honorable juez administrativo y no deja de escarbarse las muelas con el dedo buscando quién sabe qué imposible. Me le quedo mirando con una fascinación macabra, y cuando finalmente consigue el objeto de su exploración, admira el pedazo de comida en la punta de su dedo y se lo vuelve a meter en la boca.

Me dan ganas de vomitar, sí, pero es gracioso también, porque hablo de la metáfora de «la mesa del rey presidiendo el banquete», mientras me encuentro en un restaurante del centro de Bogotá. Un local de «corrientazo», que es como se les conoce a los comedores en donde almorzamos los oficinistas de medio pelo. No obstante, sin importar el lugar o la situación, aquello de «la mesa del rey», lo traigo a colación porque el sentimiento es el mismo: por primera vez en mi vida sé a dónde voy, es decir, yo presido la mesa del rey porque soy el rey —al menos con respecto a mi propio destino—. No por ello siento menos terror del mundo afuera de mi ventana; de hecho, con cada nuevo descubrimiento, el abismo se hace más vasto y las posibilidades de caer en él aumentan con cada paso que doy. Pero sigues adelante porque no tienes alternativa, y así como el Narrador de cuentos debió perderlo todo para salvar la vida contando una historia, cada día debes enfrentarte a la posibilidad de que te den una paliza camino a la oficina para conseguir lo que sea que tu corazón desea, porque no puedes quedarte en casa con Diana escribiendo acerca de no tener nada para escribir. Quisieras hacerlo, pero por el momento, al menos hasta el día de hoy, el Transmilenio con su hatajo de homicidas en potencia serán mis compañeros de viaje.

No es poca cosa aventurarse en el Transmilenio todos los días. Con cada pasaje que pagas, te arriesgas a que te ten una paliza por no ceder tu puesto. También puede suceder que pisas a alguien y te apuñala hasta matarte. Ha sucedido. El año pasado sucedió, y de ello hablé en una columna anterior. Por eso debes andar con ojo avizor sin importar lo confiado que te sientas en Bogotá; de hecho, las posibilidades de que te saquen la vida a golpes aumentan con cada día que te lanzas a la calle buscando tu sustento, y ciertamente, no le sirves a nadie muerto salvo para que te lloren.

Así que: ¡no lloren por quien ha vivido! Podré no tener mucho, pero si muriera el día de mañana me acompañaría la certeza de que hice todo para conocer al mundo que me rodea, y especialmente, «mejormente», a mí mismo. La vastedad del universo dibujada en el croquis de tu existencia. Es lo mínimo a lo que podemos aspirar, ¿cierto? Saber por qué hacemos lo que hacemos. Al menos para tener una buena historia qué contar. La historia de tu propia vida. Esperemos hacer de ella una emocionante: con muchos viajes, su buena cuota de fracasos, uno que otro éxito, amores desagradecidos (esenciales para encontrar el único que verdaderamente importa), y un gran final. Es lo más importante de una historia: un principio que te atrape y un final que te deje con el alma en vilo. Si puedes conseguir a alguien que te acompañe en el camino, a tu propia Diana, lo has hecho todo. Sopa de piedra o no, has hecho de tu vida una leyenda.

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

1 COMENTARIO

  1. Me encantó! Todos las narrativas de Julián son súper buenos para mi felicitaciones

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