Entre líneas Cronopio

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Un cuento perfecto es dificil de contar

UN CUENTO PERFECTO ES DIFÍCIL DE ENCONTRAR

Por Gustavo Arango*

Suele decirse que la primera frase o el primer párrafo de un cuento o una novela contienen —o deben contener— el ADN de la historia. En términos menos científicos, podemos hablar de la esencia o el alma de la historia. Como el signo de la literatura es la libertad, este principio no puede ser obligatorio (en especial ahora, cuando la inteligencia artificial nos pisa los talones), pero ayuda y ha demostrado su utilidad. En algunos relatos, como «A Good Man Is Hard to Find» («Un buen hombre es difícil de encontrar»), de Flannery O’Connor, se cumple con aterradora precisión.

The grandmother didn’t want to go to Florida. She wanted to visit some of her connections in east Tennessee and she was seizing at every chance to change Bailey’s mind. Bailey was the son she lived with, her only boy. He was sitting on the edge of his chair at the table, bent over the orange sports section of the Journal. «Now look here, Bailey,» she said, «see here, read this,» and she stood with one hand on her thin hip and the other rattling the newspaper at his bald head. «Here this fellow that calls himself The Misfit is aloose from the Federal Pen and headed toward Florida and you read here what it says he did to these people. Just you read it. I wouldn’t take my children in any direction with a criminal like that aloose in it. I couldn’t answer to my conscience if I did.»

Si ha llegado el momento de la relectura, la primera frase nos produce un estremecimiento de pavor. Ya la muerte está presente en el relato. Esta frase nos instala en una perspectiva desde donde el momento crucial de toda vida nos acecha, conduce nuestros pasos, nos lleva al cumplimiento de una cita de la que no podemos escapar.

A todos nos intrigan y apasionan las historias de personas a quienes un sueño, una corazonada o un simple «contratiempo» salvaron de morir trágicamente. Sabemos que son la excepción. Flannery O’Connor nos recuerda con esta frase que, por más anuncios que la muerte nos envíe, caminamos hacia ella con misteriosa fatalidad.

En su obstinado intento de manipular a un tal Bailey (el primer nombre propio que aparece en el relato) se empieza a revelar el carácter de la abuela. Se trata de una persona acostumbrada a imponer su voluntad por cualquier medio, incluso a través del chantaje emocional. Más adelante, cuando aparezca su superioridad condescendiente (que se apoya en una hipócrita devoción religiosa), la complejidad y las contradicciones del personaje quedarán dibujadas con claridad.

Lo que sigue es una avalancha de información. Nos enteramos de que la abuela vive con Bailey, su único hijo (cuya calvicie revela que ya empieza a entrar en años), y que en su intento por cambiar el rumbo del paseo familiar la mujer recurre a uno de los temores principales de todo ser humano: la posibilidad de poner en peligro la vida de los suyos. Un momento decisivo de la historia, la muerte de su hijo, ya está presente en este primer párrafo.

La actitud imperiosa de la abuela hace que nos parezca algo antipática. Nuestra breve familiaridad con el personaje nos permite pensar que la noticia en el periódico es solo una excusa para lograr su propósito (visitar a unos allegados en «east Tennessee»), que no hay una sincera preocupación por que la familia se pueda cruzar con ese fugitivo que se hace llamar «The Misfit» (un nombre que podríamos traducir como el inadaptado o el desajustado). La autora, sin embargo, se cuida de preservar en su relato ese trasfondo de misterio donde yacen las verdaderas motivaciones de todo gesto humano. En la superficie, solo vemos el carácter caprichoso de la mujer. En el fondo, quizá oculta para ella misma, palpita la certeza de que ese será el último viaje de su vida.

Para un lector atento, los detalles que se nos ofrecen sobre el «Misfit» son suficientes para entender que tendrá un papel central en el relato. Ese sitio de flores al que la familia y el Misfit se dirigen también prefigura la muerte. El hecho de que la mujer hable de «sus hijos», cuando solo tiene uno, tendrá un sentido especial al final de la historia. Con la información que encontramos en el primer párrafo tenemos los elementos suficientes para internarnos en ese viaje a las zonas más oscuras de nuestro propio corazón.

El hijo sentado en el borde de una silla somos, en cierto modo, todos nosotros; siempre al borde de un abismo que nos empeñamos en ignorar. Los deportes son esa violencia sublimada que a todos nos habita. El nombre elegido por el asesino es el tema de uno de los momentos más profundos del relato, cuando la discrepancia (misfit) entre la falta y el castigo nos remite a reflexiones tan esenciales y antiguas como las de «El libro de Job». La responsabilidad que tenemos frente a nuestra conciencia designa el espacio simbólico de este relato cuyo centro es el diálogo entre la abuela y el «Misfit». Para el mundo, para las apariencias, la abuela es una buena persona, una «buena conciencia» que no encuentra escandaloso repartir condenaciones y perdones. El «Misfit», por su parte, es el malvado irredimible. Pero en la intimidad de la conciencia ninguno es mejor que otro.

He procurado comentar el relato sin revelar detalles importantes para quienes no lo hayan leído. Más que una apreciación general, solo intento señalar la precisión y maestría de su arte. Puedo agregar, sin estropear su lectura, que la última frase del «Misfit» es una de las expresiones más poderosas que sea posible encontrar en la literatura de cualquier época o lugar.

La buena literatura, decía Chesterton, es siempre alegórica. Habla de viajes, de búsquedas y batallas, porque la vida es viaje, es búsqueda y batalla. Tanto para quienes la conocen, como para aquellos que apenas se acercan a su obra, nada afecta que se diga que Flannery O’Connor entendió y se dedicó a representar la viejísima batalla entre el bien y el mal, una cruenta batalla que ahora mismo se libra en cada ser humano.

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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

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