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La felicidad virtud consumismo

FELICIDAD, VIRTUD Y CONSUMISMO: EL NEOLIBERALISMO COMO ENFERMEDAD CULTURAL

Por Johan Sebastián Franco Pineda*

Las condiciones materiales y el consumismo desenfrenado de la sociedad actual, crean en el individuo la ilusión de una felicidad artificial, que entre más se busca, más desesperanza conlleva, al darse cuenta de que no está supeditada ni al dinero ni al estatus social como lo proponen las miles de campañas publicitarias que la reducen a la obtención de bienes y servicios. Se crea un círculo vicioso modelado por la construcción discursiva de la mercancía como dadora de felicidad, aprovechándose de una condición humana que se enfoca en deseos, anhelos, ambiciones, ganas de obtener cosas, pasando del consumo necesario que implica la subsistencia: alimentación, vestido, casa, salud, entretenimiento, ocio, a un consumismo que se torna desenfrenado y de objetos innecesarios.

Gracias a que el individuo fue despojado del control de sus deseos, anhelos y ambiciones, fue posible el consumismo, ya que estos pasaron a ser «la principal fuerza de impulso y de operaciones de la sociedad, una fuerza que coordina la reproducción sistémica, la integración social, la estratificación social y la formación del individuo humano» (Bauman, 2007, p. 35). El consumismo es la perversión del consumo, ya que mientras este último es una actividad necesaria para la conservación de la vida humana, aquel otro altera los parámetros que sustentan esa misma vida al prometer un consumo de objetos que si bien proporcionan deleites momentáneos, no contribuyen a la excelencia del alma y al logro de la virtud, condiciones que los antiguos filósofos griegos proclamaban como esenciales para la vida buena y feliz. Este consumismo sin precedentes que se vive en el mundo actual —en ningún tiempo anterior el ser humano había vivido tan rodeado de objetos— garantiza la producción desenfrenada y sin límites de bienes y servicios, lo cual precisa, para su sostenimiento, la modelación de ciudadanos consumidores que se adhieran a la dinámica de compra–consumo para mantener el equilibrio del sistema.

El filósofo y sociólogo francés Jean Baudrillard puede ubicarse entre aquellos autores que Lipovetsky caracteriza como negadores del placer y el goce en el consumo, ya que Baudrillard afirma que el individuo más que recurrir al consumo como adquisición de productos útiles que cumplen con una función determinada, recurre al consumo como mecanismo de producción, intercambio, comunicación y distribución de un código social de valores a través de signos diferenciales continuamente emitidos, recibidos y reinventados como lenguaje (Baudrillard, 1974, p. 23), mecanismo que no es individual sino colectivo, que relega el goce y la satisfacción a un segundo plano y en el que los consumidores se implican recíprocamente. Estos signos son la opulencia, la abundancia, el prestigio, la distinción, el estatus, la autoestima, el estar a la moda, el pertenecer a cierto grupo social, el bienestar, el confort y el placer, los cuales traducen para los consumidores felicidad. Es por ello que el consumo se presenta como «conducta activa y colectiva, es una obligación, es una moral, es una institución. Es todo un sistema de valores, con lo que dicho término implica como función de integración del grupo y de control social» (Baudrillard, 1974, p.119).

De acuerdo a Baudrillard, el consumo está regido por un pensamiento mágico y milagroso y es percibido como ‘un maná, un don del cielo, un derecho legítimo e inalienable’. La sociedad actual ya no produce mitos porque ella es en sí misma su propio mito, expresado en la abundancia y en el consumo, los cuales se hacen mito no por el hecho de adquirir y consumir bienes y servicios, sino por el orden de comunicación y manipulación de signos que se ponen en juego con estas acciones, equiparándose a la mitología que estructuraba la vida tribal y conformando la moral de la modernidad. Quienes viven este mito ponen en marcha «todo un dispositivo de objetos–simulacro, de signos característicos de felicidad, y, a continuación, aguardan que la felicidad se pose» (Baudrillard, 1974, p. 23). En Occidente la abundancia se percibe, «no como producida y arrancada, conquistada, al término de un esfuerzo histórico y social, sino como dispensada por una instancia mitológica benéfica de la que somos sus herederos legítimos: la técnica, el progreso, el crecimiento económico, etc». (Baudrillard, 1974, p. 25). Y la abundancia no es más que la diferencia entre lo estrictamente necesario para la sobrevivencia y entre lo superfluo, la cual se garantiza porque no se satisfacen las necesidades humanas sino el orden de producción. Esto conlleva al derroche, práctica que, según este sociólogo francés, ha sido emprendida por varias culturas a lo largo de la historia, las cuales «han derrochado, dilapidado, gastado y consumido siempre más allá de lo estrictamente necesario, por la simple razón de que, en el consumo de lo excedente, de lo supérfluo, es donde, tanto el individuo como la sociedad, se sienten, no sólo existir, sino vivir» (Baudrillard, 1974, p. 69). El derroche, como destrucción pura y simple de los productos, es la consumación de una función social específica, y a través de éste se explica la necesidad permanente de consumo de muchos individuos, más allá de lo necesario. En la sociedad de consumo el derroche sería para muchas personas la demostración de su capacidad de compra y de despojo, en el menor tiempo posible, de los bienes adquiridos. De ello se tiene que, mientras que los cazadores–recolectores de épocas primitivas se sentían en abundancia porque solo precisaban de lo estrictamente necesario para la subsistencia, los individuos de la sociedad de consumo están marcados permanentemente por el miedo a la escasez, por lo que su sistema de producción se estructura conforme a la obtención, nunca imparable, de abundancia.

La sociedad de consumo se aprovecha de la construcción mítica de la felicidad en la cual se ha descargado el anhelo de igualdad propio de la Revolución Burguesa. Pero dicho anhelo se pervirtió, no se trata ya de la igualdad de derechos como se proclamaba en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, se trata de la igualdad de bienestar, medida por la cantidad de objetos y signos de felicidad (opulencia, abundancia, prestigio, estatus, autoestima, moda, jerarquía, distinción, bienestar, confort y placer) que puede obtener un individuo (Baudrillard, 1974, p. 75). Se convierte así la ‘Revolución del Bienestar’ en la heredera privilegiada de la ‘Revolución Burguesa’, transfiriendo el principio democrático de «una igualdad real de las capacidades, de las responsabilidades, de las oportunidades sociales, de la felicidad (en el sentido pleno de la palabra), a una igualdad ante el objeto y otros signos evidentes del triunfo social» (Baudrillard, 1974, p. 78). Es decir, la democracia es medida según la capacidad adquisitiva de cada individuo y la cantidad de bienes que pueda comprar y desechar, lo cual propicia el auscultamiento de la democracia real.

Es una libertad que solo se limita al consumo, que aliena y envilece al individuo haciéndole creer que es libre porque en la medida que cuente con el dinero necesario, puede consumir todo lo que le sea posible. Que lo despoja de los anhelos y de las reivindicaciones sociales y políticas de otros tiempos, ya que importa más la búsqueda de placer que la militancia política, la cual queda relegada por las libertades económicas reduccionistas: muchos se sienten conformes con que el sistema les garantice las posibilidades de consumo y derroche y se desentienden de la cosa pública. Es la toma por parte del mercado de la vida política y la estructuración del sujeto consumidor, controlado por el Estado, pero libre a la hora de adquirir productos. «El Hombre Universal [es] la encarnación general, ideal y definitiva de la Especie Humana, y [es la encarnación] del consumo, las primicias de una liberación humana que se realizaría, pese a su fracaso, en lugar de la liberación política y social. Pero el consumidor nada tiene de ser universal: es un ser político y social, una fuerza productiva» (Baudrillard, 1974, p. 104).

Es tanto el poder del consumo que podría llegar al punto de sustituir todas las ideologías, tanto las conservadoras como las reformistas y revolucionarias, tomando el rol de integrador social que en las culturas primitivas es asumido por los ritos jerárquicos y religiosos y dando la apariencia de individuos que se igualan gracias a sus hábitos de consumo, ya que éste tiene la capacidad de «desarmar la virulencia social, no ahogando a los individuos en el confort, las satisfacciones y el nivel de vida, sino, por el contrario, adiestrándolos en la disciplina inconsciente de un código y de una cooperación competitiva en el nivel de ese código» (Baudrillard, 1974, p. 104).

Por su parte, el filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman, construye tipos ideales siguiendo la metodología del sociólogo alemán Max Weber, para analizar los diferentes matices que se presentan en torno a la economía enfocada al consumo masivo, estos son: el consumismo, el cual hace referencia a la obtención y al gasto desenfrenado de bienes y servicios. El de sociedad de consumidores, que refiere «a un conjunto específico de condiciones de existencia bajo las cuales son muy altas las probabilidades de que la mayoría de hombres y mujeres adopten el consumismo antes que cualquier otra cultura, así como las de que casi siempre hagan todo lo posible por obedecer sus preceptos» (Bauman, 2007, p. 71), convocando, llamando, interpelando y evaluando a sus miembros fundamentalmente en cuanto a su capacidad de consumo, motivándoles permanentemente a un estilo de vida consumista y relegando las opciones de vida alternativas basadas en un consumo natural que se centre en la satisfacción de las necesidades básicas y no en la creación de necesidades ficticias. Y el de cultura consumista, con el cual analiza el comportamiento irreflexivo de los miembros de dicha sociedad, sumidos en la alienación que produce el mercado, desentendidos de sus propósitos de vida, de sus proyectos y sus destinos particulares, dejando que el mismo mercado decida por ellos, por sus gustos, sus preferencias, sus disgustos, sus temores, sus deseos y por lo que los hace ‘felices’.

  1. LA BÚSQUEDA DE LA INDIVIDUALIDAD Y LA IDENTIDAD

La sociedad de consumidores invita a quienes la conforman a buscar su individualidad y a forjarse una identidad, esto es, a diferenciarse del resto de miembros que la componen «manteniéndose reconociblemente igual a lo largo del tiempo», a «ser fieles a sí mismos», a «buscar su yo real», a «extirpar y eliminar cualquier fragmento extraño que reconozca como importado del exterior» (Bauman, 2006, p. 29). Pero es ella misma quien dicta y moldea las diferentes individualidades e identidades por las cuales pueden optar sus miembros, por lo que dicha tarea de ser individuo no hace a la persona más diferente, por el contrario, termina semejándola más a las demás. «Ser un individuo significa ser como todos los demás del grupo (en realidad, idéntico a todos los demás). En esas circunstancias, cuando la individualidad es un deber universal y un problema de todos, la única acción que haría a alguien diferente y auténticamente individual sería que intentase —ante el desconcierto general— no ser un individuo» (Bauman, 2006, p. 28).

El sistema ofrece códigos, modelos, figuras combinatorias que responden a las modas del momento (Baudrillard, 2009) y a través de estos el individuo elige su personalidad, lo cual resulta en una contradicción inherente, ya que al moldear su personalidad a través de estos modelos predeterminados por el sistema, «de la obediencia a un código y su integración a una escala móvil de valores» (Baudrillard, 2009, p. 95), termina semejándose más a los demás individuos que también están compelidos a forjar su individualidad en este margen estrecho, despojándolos de la «singularidad que sólo puede manifestarse en la relación concreta, conflictiva, con los demás y con el mundo» (Baudrillard, 2009, p. 95), de las diferencias reales que hacen de los humanos seres contradictorios. Se elimina el contenido propio y original de cada ser y se sustituye por «la forma diferencial, industrializable y comercializable como signo distintivo» (Baudrillard, 2009, p. 102). Es por ello que las diferencias esenciales, ontológicas, tales como el nacimiento, la sangre, la religión y la cultura, no son intercambiables, tal como sí acontece con las diferencias signadas por la moda, el vestuario, la ideología y la pertenencia a cierto grupo social, las cuales son fácilmente intercambiadas en el vasto mundo del mercado.

Esta lucha por la singularidad es el principal motor de la producción y del consumo de masas (Bauman, 2006). La conexión de la búsqueda de la individualidad con una vida basada en el consumo de productos que prometen su obtención pone a los seres humanos en una paradoja irresoluble: entre más se esfuerzan por alcanzar su singularidad, aquello que los diferencia de los otros, más terminan semejándose a los otros porque se ven envueltos en un espectro consumista que determina los objetos que deben consumirse para lograr la anhelada individualidad. Ser individuo significa ser diferente a los demás, pero a medida que cada individuo cree que logra su individualidad, más se aleja de ella, más deja de ser distinto o único, más se asemejan unos a otros, ya que al ser la colectividad quién vigila el progreso del individuo en aras de su individualidad, aquel siempre opta por seguir los preceptos y los modelos sociales más aceptados. Además, al estar la búsqueda de la individualidad unida al consumo de productos, este consumo se condiciona no por las necesidades de cada individuo, sino por la escala de valores de la sociedad que se refleja en la posesión de determinados bienes materiales, por lo que «la elección fundamental, inconsciente, automática del consumidor es aceptar el estilo de vida de una sociedad particular» (Baudrillard, 2009, p. 105), el consumidor pierde su autonomía y su soberanía para elegir lo que consume.

Retomando a Herbert Marcuse, se conforma una sociedad de seres humanos unidimensionales, que piensan, sienten y actúan en una misma dirección, tal como lo hacen los personajes probetas de Un Mundo Feliz de Aldous Huxley. Los miembros de esta sociedad son educados, adoctrinados y sus conductas son modeladas desde la infancia para ver al consumo como una vocación y como el paradigma de una existencia exitosa, un estilo de vida, algo natural, ya dado, y no como una imposición ni alienación. Niñas y niños son compelidos a las compras constantemente, se los educa para tal fin y se les familiariza «con los materiales, medios de comunicación, imágenes y significados propios, referidos o relacionados con el mundo del comercio» (Bauman, 2007, p. 64), hasta tal punto que muchos de ellos toman el control sobre sus padres y los incitan a elegir determinada marca o producto.

Se es individuo en la sociedad actual en la medida en que se cuente con la suficiente capacidad de consumo, ya que el individualizarse, el ‘diferenciarse de los demás’, se soporta en los objetos que moldean y acompañan la existencia de cada uno, los artículos personales que le dan acceso al individuo a las determinadas formas de identidad, las cuales siempre van vinculadas a los modelos predeterminados y las figuras combinatorias que responden a las modas del momento, como se mencionó anteriormente. Los medios de comunicación, incluyendo las redes sociales, son el espacio donde se moldea la identidad, la exhibición de seres felices llevando sus vidas prodigiosas de consumo son el espejo en el cual se reflejan los deseos de los individuos, quienes ajustan sus pensamientos y sus intereses a lo que observan en los medios de comunicación, a lo que les dicta la opinión pública.

Para configurar estos modelos y patrones, el orden productivo y su sistema publicitario se valen de tres estrategias: la primera es la conformación de nichos de consumidores que se agrupan en torno a un objetivo, interés o motivación común, en palabras de Lipovetsky unidos por gustos, estéticas, prácticas, modas, intereses y géneros de vida particulares. La etapa actual capitalista de individuos consumidores, salta por encima los típicos conceptos de comunidad y sociedad, las relaciones sociales no se rigen ya por estas figuras, éstas se determinan por nichos de consumidores que guardan entre sí intereses comunes, que se buscan y se encuentran unos a otros gracias a sus afinidades electivas de consumo, basadas en marcas y productos que ofrecen tipos de personalidades para ser compradas por los individuos y modos de existencia determinados por las modas. Entre otros se tiene: el nicho de la cultura fitness, de los ciclistas, de los deportistas extremos, de los amantes de la tecnología, de los que renuevan su vestuario cada mes, de los aficionados a los autos y las motos, de los turistas, de los alérgicos al gluten, de los veganos, los vegetarianos, los carnívoros, los omnívoros, etc.

La segunda estrategia es ofrecer la felicidad a través de recetas, cada una con una cantidad de productos que la conforman, tal como determinados ingredientes conforman una receta culinaria: «sea exitoso, sea delgado, sea bonito, sea atractivo… cumpliendo estos parámetros serás feliz. Para ello debes tener un auto de la marca A, usar el maquillaje de la marca B, seguir la dieta de tal famoso y decorar tu casa con los últimos avances del diseño interior». La tercera estrategia es servirse de las vidas de las personas más ‘exitosas’ —es decir, las que han logrado mayor poder adquisitivo— para enseñarle al vulgo como debe comportarse y qué debe adquirir en su carrera por el consumo sin límites. Ya no son los héroes, los exploradores, los colonizadores, los fundadores, los inventores, los santos y otros hombres históricos, ni mucho menos los emprendedores ni los personajes del mundo industrial, los que copan las páginas, los programas y los espacios de diarios, canales de televisión, sitios web y redes sociales. Estos espacios han sido ocupados por los héroes del consumo: estrellas del cine, de la televisión, de la música, del espectáculo, del deporte, del juego y de las redes sociales, «príncipes dorados o señores feudales internacionales, en una palabra, grandes derrochadores» (Baudrillard, 2009, p. 72) cuyas vidas son exhibidas permanentemente para mostrar a los demás mortales lo que puede lograrse con una alta cantidad de dinero disponible y la cantidad de productos innecesarios que pueden obtenerse para alcanzar la felicidad artificial que el sistema promete, contribuyendo así a la activación permanente del engranaje económico, al promocionar los productos y las marcas que aquellos ‘grandes personajes’ consumen. Estos héroes del consumo se erigen en versiones de las mismas personas comunes y corrientes, versiones magnificadas por la publicidad. «Cumplen una función muy concreta: la del gasto suntuario, inútil y desmedido. Cumplen esa función por poderes, en representación de todo el cuerpo social, como los reyes, los héroes, los sacerdotes o los grandes nuevos ricos de todas las épocas anteriores» (Baudrillard, 2009, p. 72). En todo esto una red social como Instagram juega un papel muy importante, ya que se convierte en un espacio de exhibición de una vida de fantasías y deseos, demostración del consumo excesivo y de una vida llevada al límite de la banalidad y del materialismo. Foco de anhelos y frustraciones para quienes no pueden lograr esa vida fantasiosa que otros viven.

Y lo cierto es que, debido a su baja capacidad adquisitiva, muchos terminan relegados de la carrera por la individualidad y, por ende, de la felicidad, constituyéndose ésta en el privilegio de quienes tienen la capacidad monetaria para moldear su singularidad casi como tantas veces sean producidas las últimas colecciones de vestuario o las nuevas ediciones de autos cada vez más sofisticados. Para estos afortunados, «la velocidad, y no la duración, es lo que importa. A la velocidad correcta, es posible consumir toda la eternidad dentro del presente continuo de la vida terrenal» (Bauman, 2006, p. 17). La obtención y desecho permanente de productos permite en esta vida humana biológica mortal, vivir tantas vidas como sea posible, cambiar de identidad y de nicho de consumidores tantas veces como se pueda. Porque es eso lo que le interesa al sistema económico, que sus consumidores no se conformen con una identidad definitiva, que transiten por una y otra tantas veces les sea posible, que haya movimiento, transitoriedad, que los productos de consumo necesarios para forjar las identidades se consuman y se desechen las veces que sea necesario, que los bienes adquiridos para moldear determinada autoidentificación dejen de ser útiles y atractivos en el menor tiempo posible para poder promocionar los otros bienes que llevan al consumidor a otras identidades. Todo con tal de evitar el freno de la máquina productiva.

Y se consume y se disfruta en el acto: aquí y ahora. Todo es ‘digno’ de consumo: las personas, los demás seres animados, los inanimados y las cosas, se convierten en objetos para el consumo, tan pronto son usados pierden su utilidad. Y en este trasegar se establece una relación diametral de ida y vuelta: el consumidor consume al objeto, pero a su vez el objeto consume al consumidor. Entre uno y otro se establece una relación momentánea y efímera, el rol se intercambia permanentemente, se mezcla y se funde. Mientras los artículos tienen valor de uso, los consumidores adquieren valor de mercado al poseerlos y exhibirlos ante las demás personas. Se convierten también en «productos capaces de llamar la atención, atraer clientes y generar demanda» (Bauman, 2007, p. 14), en bienes de cambio y consumo susceptibles de ser atractivos para los compradores, siguiendo los mismos patrones de comportamiento que siguen sus bienes de consumo: atracción de clientes, liquidez, volatilidad, desechabilidad. Es requisito indispensable pasar el examen de consumidor y objeto de consumo al mismo tiempo, para poder ser integrado en esa red de vínculos que conforma la totalidad de la sociedad de consumidores. Así, según Bauman en su obra Vida de Consumo, la actividad de consumir es la plantilla o modelo que rige las demás actividades vitales de los miembros de una sociedad de consumo. A falta de una filosofía de vida clara y abarcadora, el consumo se convierte en esa filosofía que trastoca todos los demás aspectos de la vida humana, que les da forma y que condiciona su dinámica y su desarrollo.

  1. LA FUGACIDAD DEL DESEO Y LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA

Prolongar la satisfacción en la vida moderna es una tragedia para el sistema. La felicidad que propone la sociedad actual dominada por la lógica capitalista debe replantearse continuamente: no es posible ser feliz por mucho tiempo, es solo un estado transitorio. Se debe volver a un estado de insatisfacción para que se activen nuevamente los deseos hacia esos bienes y servicios de consumo que llevan a placeres inmediatos y satisfacciones al instante. Por tanto, el concepto que de felicidad genera en el individuo la sociedad moderna de consumidores, es la del «aumento permanente del volumen y la intensidad de los deseos» (Bauman, 2007, p. 38) y no la gratificación de estos, ya que la gratificación duradera y definitiva debe ser para los consumidores algo imperdonable. Es ésta una de las principales diferencias entre la sociedad de productores y la de consumidores, el síndrome de la cultura consumista se sustenta en la negación enfática de la procrastinación y la demora de la gratificación, dos pilares fundamentales de la época de los productores.

«La sociedad de consumo justifica su existencia con la promesa de satisfacer los deseos humanos como ninguna otra sociedad pasada logró hacerlo o pudo siquiera soñar con hacerlo» (Bauman, 2006, p. 109). No obstante, la paradoja radica en que, para que los deseos sean satisfechos, dicha promesa de satisfacción solo conserva su poder de seducción siempre y cuando esos deseos permanezcan insatisfechos, es decir, siempre y cuando el cliente no esté completamente satisfecho y deba volver a buscar la satisfacción de esos deseos, lo que conformaría el círculo vicioso de compra/consumo, que precisa de esa insatisfacción inmediata que se genera en el individuo cuando constata que el producto que acaba de adquirir no le satisface su deseo a plenitud tal como se le había prometido, por lo que siempre seguirá adquiriendo nuevos productos en los que espera dicho fin. Según Zygmunt Bauman, el método más eficaz que emplea el sistema económico para subvalorar los artículos adquiridos por el cliente e invitarlo a la obtención de nuevos artículos es «satisfacer cada necesidad/deseo/carencia de manera que sólo pueda dar pie a nuevas necesidades/deseos/carencias» (Bauman, 2006, p. 109), llevando la necesidad al terreno de la compulsión o la adicción de consumo, lo cual se evidencia en millones de personas que creen que la solución a sus problemas, a sus deseos, a sus anhelos, a sus ambiciones, se encuentra en los centros comerciales o en las páginas de venta de internet. Es por ello que «cuanto más se consume, más se quiere consumir: la época de la abundancia es inseparable de la hinchazón indefinida de la esfera de las satisfacciones anheladas y de la incapacidad para calmar el hambre de consumo, ya que a la satisfacción de una necesidad le siguen inmediatamente nuevas demandas» (Lipovetsky, 2007, p. 33). El individuo que termina envuelto en esta alienación contemporánea se va forjando la ilusión de que la felicidad es un estado inalcanzable. Por tanto, entre más se aferra a su consecución, más desesperanza encuentra, al darse cuenta de que ésta no está supeditada ni al dinero ni al estatus ni a la obtención sin límites de productos, como lo proponen las miles de campañas publicitarias que se propagan día a día.

Este círculo vicioso se presenta de la siguiente forma: el mercado inventa necesidades que antes no existían, en el individuo se forja el deseo de satisfacer dicha necesidad con el producto determinado que el mercado postula. El individuo adquiere el producto, satisface su necesidad, pero inmediatamente es poseído nuevamente por la insatisfacción, ya que aquellos productos que fueron ofrecidos empiezan a ser desvirtuados a través del sistema publicitario para darle paso rápidamente a nuevos bienes de consumo que deben ofrecerse y venderse para evitar su represamiento en bodegas y cadenas de comercialización. Eso es lo que busca el mercado, la frustración del deseo, su fugacidad, su corta vida desde que surge en el alma humana hasta poco tiempo después de adquirido el producto que se ofrece como fin de aquel deseo, lo que hace que el movimiento de la dinámica de hiperproducción e hiperconsumo no cese, ya que el acto de desear y desear sin refreno, es el que mantiene viva la demanda de más y más artículos, los cuales en su mayoría son innecesarios, ya que en esta vida de consumo lo más importante es el movimiento. Para ello se explota también el deseo de novedad, el gusto por lo nuevo, la sensación placentera que surge en el individuo cada vez que adquiere un objeto, lo cual lo lleva a comprar y comprar sin límites.

«En una sociedad que proclama que la satisfacción del cliente es su único motivo y propósito absoluto, un consumidor satisfecho no es un motivo ni un propósito, sino la más terrorífica amenaza» (Bauman, 2007, p. 110). Por ello la economía orientada al consumo es engañosa, marcada por el exceso y el desperdicio, y dicho engaño radica básicamente en esa felicidad líquida, liviana, ligera, etérea, prometida en un consumismo sin límite que pone como fin de las esperanzas, los anhelos, las ambiciones, las expectativas y los deseos humanos, la obtención ilimitada de bienes y servicios, produciendo una sociedad de seres humanos engañados que ven difuminar sus sentimientos en el momento en que esos bienes y servicios se han consumido o han perdido su interés, despertándose nuevamente el deseo hacia nuevos productos que de igual forma serán adquiridos y desechados y así ad infinitum.

Para dar salida a esta ingente e incontenible fabricación de bienes, el aparato productivo dispone de cinco estrategias para incitar a los compradores al consumo permanente y evitar el estancamiento de su máquina de lucro:

  1. Hacer uso del engaño, no permitir que el posible comprador se tome demasiado para pensar ni analizar lo que va a adquirir, llevarlo a que tome decisiones en el calor del momento, sin medir consecuencias.
  2. Dotar a los productos de la capacidad de dejar de ser interesantes en poco tiempo, de permitirse ser devaluados por nuevos productos. En el caso de los artículos tecnológicos, esta característica se haría posible a través de la obsolescencia programada.
  3. Crear productos que exploren nuevos nichos de consumo y que satisfagan a medias las necesidades/expectativas/deseos de los consumidores para crear nuevas necesidades/expectativas/deseos, así ad infinitum en un mecanismo que configura un círculo vicioso.
  4. Minimizar, subvalorar y ridiculizar las necesidades del ayer y los objetos que se promocionaron para satisfacerlas, con el fin de crear nuevas necesidades que vendrán con nuevos objetos y así sucesivamente.
  5. Innovar permanentemente, como acción emprendida por las marcas más reconocidas a nivel mundial, ya que en nombre de la innovación se crean millones y millones de productos cada año que son puestos en el mercado para cautivar a los consumidores con la premisa de que saciarán las necesidades que estos antes no tenían. 


El consumismo no solo se agota en los actos de comprar y consumir. Según Bauman, éste envuelve casi la totalidad de las relaciones sociales, a lo cual él nombra síndrome consumista: «un cúmulo de actitudes y estrategias, disposiciones cognitivas, juicios y prejuicios de valor, supuestos explícitos y tácitos sobre el funcionamiento del mundo y sobre cómo desenvolverse en él, imágenes de la felicidad y maneras de alcanzarla, preferencias de valor y relevancias temáticas» (Bauman, 2006, p. 112), que signan las vidas humanas. Este síndrome altera la escala de valores: ya no hay duración, compromiso, perdurabilidad, apego, todo esto ha sido reemplazado, la fugacidad, la rapidez, el exceso y el desperdicio han tomado su lugar. Así como el tiempo en que surge un deseo y luego se satisface es fugaz, así de igual forma otras vivencias humanas toman estas características de la fugacidad, la transitoriedad y la desechabilidad: los noviazgos, los matrimonios, las amistades, los cursos académicos, los puestos de trabajo, las filiaciones a grupos sociales, éstas y otras experiencias de los seres humanos son signadas por el síndrome consumista que permea todo lo que toca con su volatilidad, su brevedad, su caducidad, su corta duración, su liviandad, su revocabilidad y su ritmo vertiginoso, impidiendo la consolidación de relaciones perdurables. Ésta es la principal característica de lo que Bauman categoriza como vida líquida.

Los clientes que se aferran a las cosas, que se mantienen leales a un mismo producto, resultan disfuncionales para el mercado. El objetivo de la publicidad es agotar cuanto antes los viejos deseos para que entren los nuevos a hacer su tarea y abrir nuevamente el círculo de consumo / desecho. Los ideales del largo plazo y los colectivos son depuestos por la sociedad de consumo y reemplazados por la gratificación instantánea y la felicidad individual. En definitiva, se consolida un «estado de insatisfacción perpetua a través de la estimulación del deseo de novedad y de la redefinición de lo precedente como basura inservible» (Bauman, 2006, p. 150).

Los objetos que se producen para el consumo deben envejecer con rapidez, es decir, deben agotar su promesa de singularidad, satisfacción y estatus, en el menor tiempo posible. Es aquí donde entra a realizar su función el mecanismo de la obsolescencia programada, el cual conforma el engranaje del sistema productivo que se renueva una y otra vez para mantener una cultura de consumidores que soporten la dinámica capitalista arrolladora del mundo actual. Fugacidad del deseo y obsolescencia programada van de la mano, ello se evidencia en la cada vez más creciente producción de artículos tecnológicos que solo conservan su utilidad por uno, dos o tres años: teléfonos móviles, computadores, tablets, relojes inteligentes, televisores, lavadoras, neveras, instrumentos de cocina, vehículos, entre otros, son predestinados desde su fabricación a prestar su servicio por un tiempo definido, lo cual encierra como principal fin el mantenimiento del engranaje productivo y de la dinámica de consumo.

En la era de los consumidores no se producen objetos en función de su valor de uso, su posible duración o su calidad, se producen en función de su muerte, de su fugacidad, de su obsolescencia. Es una condición intrínseca para el sostenimiento del orden de producción actual, que no escatima en esfuerzos ni en recursos naturales para evitar la detención de sus máquinas y sus industrias. A esa producción desenfrenada solo le sirve un consumo desenfrenado, es por ello que no vale vincularse fraternalmente con un bien tal como lo hacían los individuos de la era de los productores o, incluso, de todas las civilizaciones anteriores, a las cuales los objetos, instrumentos o monumentos les sobrevivieron y se convirtieron en la cultura material que permite reconstruir su vida en el pasado. Actualmente, a un objeto, se le ve nacer, desarrollarse y morir (Baudrillard, 1974), difícilmente perdura en el tiempo o, si lo hace, será como desecho destruido. Hasta los productos culturales tales como los libros, las películas de cine y la música entran en la dinámica de la desechabilidad. La obra creativa se produce para el disfrute de unos pocos días, ya que debe darle espacio a las miles y miles de obras que esperan su turno en la lucha por el éxito y la rentabilidad.

Dicho lo anterior, se vive, de acuerdo a Baudrillard, en la dictadura total del orden de producción, ya que es éste el que controla tanto el mercado como las actitudes sociales y las necesidades. Decide qué se consume, qué necesidades se crean y qué deseos se implantan en el individuo, todo con el fin de dar salida a la cada vez más creciente y no regulada producción de objetos. Para ello, aparte del mecanismo de la obsolescencia programada, dispone de herramientas como la publicidad y los estudios de mercado. Estos últimos pretenden hacer creer al consumidor que él tiene el control sobre lo que consume, indagando por sus motivaciones, sus preferencias, sus anhelos, sus necesidades más profundas, etc., pero realmente todo ello se canaliza hacia el objetivo primordial del mercado: movilizar los excedentes cada vez más crecientes de producción. Entonces, la publicidad y los estudios de mercado aparentan responder a los objetivos de la sociedad, pero en realidad son manipulados para responder a los objetivos de la empresa privada, «el sistema de las necesidades es el producto del sistema de producción» (Baudrillard, 1974, p. 110).

La publicidad impone modas, invita a las grandes empresas a que una buena parte de su presupuesto «sea consumido con el único fin, no de añadir, sino de quitar valor utilitario a los objetos, de quitarles su valor/tiempo sometiéndoles al valor/moda y a una acelerada renovación» (Baudrillard, 1974, p. 73). Es lo que se exponía anteriormente, la entrada en desuso de los productos adquiridos que quedan relegados en el olvido solo porque se produce uno mejor, casi con las mismas características y con unos leves cambios ya sea en el soporte tecnológico o en las modas que se imponen cuando se trata de prendas de vestir o artículos para el hogar. Siguiendo a Baudrillard, este consumo derrochador se impuso en la sociedad de consumo como una obligación cotidiana, para los individuos, una alienación, «una institución forzada, y a menudo inconsciente, como el impuesto indirecto, una participación en frío en las obligaciones del orden económico» (Baudrillard, 1974, p. 73).

Una de las principales características de la vida líquida es la incertidumbre constante producida por la cantidad de acontecimientos, de información y de objetos de consumo que llegan y se esfuman con rapidez. Por ello hay que estar preparados para saber terminar, para clausurar de la mejor manera, y pronto, las situaciones vividas y los logros individuales. El énfasis y la necesidad están puestos en olvidar, borrar, dejar, eliminar y reemplazar. Ello mismo acontece con las cosas que se adquieren para el consumo: se torna más importante saber librarse de ellas que saber adquirirlas, «la búsqueda de la felicidad pasa de estar enfocada en producir cosas o apropiárselas (ni hablar de almacenarlas) para enfocarse en su eliminación: justo lo que necesita un país cuyo producto bruto está en baja» (Bauman, 2007, p. 44). Y por todo ello, la industria de eliminación de residuos pasa a ocupar un lugar central. Tanto las relaciones humanas como los bienes y servicios vienen signadas con el sello de la ‘desechabilidad’ desde su inicio, todo tiene un tiempo marcado de duración, el suficiente como para no afectar la dinámica de producción–consumo. Hay que desechar rápidamente para darle paso a nuevas personas y a nuevos objetos, los desechos se transforman en el producto básico, cada vez se hace mayor el reto de disponer de la enorme cantidad de residuos que deja este frenesí. La liviandad y la revocabilidad se imponen como condiciones de la vida humana, corriente vertiginosa que divaga a toda carrera consumiendo y desechando en el menor tiempo posible.

  1. TRABAJAR HASTA NO PODER MÁS PARA SER UN CONSUMIDOR EXITOSO

Las bases sobre las cuales empezaron a implementarse los postulados del neoliberalismo en países como el Reino Unido, Estados Unidos y Chile en la década de los 80, eran la desregulación del mercado y la pérdida de poder y capacidad del Estado en asuntos de la vida colectiva que tradicionalmente tenía a su cargo. Pero, como ya es sabido, lo que se oculta detrás de tales preceptos es el cada vez mayor e ingobernable crecimiento del poder económico que puso bajo su dominio al poder político. Esto le permitió al mercado, gracias a su avidez insaciable de crecimiento, usufructuar aquellos campos de la vida social que solo pertenecían a lo público y que no eran susceptibles de compraventa, a lo que es de todos (la salud, la educación, los espacios públicos, el agua, la energía, el gas, la telefonía, entre otros), bajo su principal herramienta: la privatización. Ello llevó a la extensión de las pautas de consumo a casi todas las actividades humanas, como «efecto secundario, involuntario e imprevisto de la omnipresente y penetrante mercantilización de los procesos vitales» (Bauman, 2006, p. 119). El mercado relega y subvalora todos aquellos aspectos de la vida humana que no son susceptibles de intercambio monetario y

ejerce actualmente de mediador en las tediosas actividades que intervienen en la formación y la finalización de las relaciones interpersonales, como son el unirse y el desunirse con otra persona, el vincularse y el desvincularse de ella, el salir con alguien y el borrar luego su nombre de la agenda del móvil, etc. Influye en las relaciones interhumanas, tanto en el trabajo como en casa, tanto en público como en los espacios privados más íntimos. Reformula y reestructura los destinos y los itinerarios de las actividades vitales de manera que ninguno de ellos evite el paso por los centros comerciales. Narra el proceso de la vida como una sucesión de problemas eminentemente resolubles que, no obstante, precisan (y sólo pueden) ser solucionados por medio de instrumentos que sólo están disponibles en las estanterías de los comercios. Ofrece atajos tecnológicos a la venta en las tiendas para alcanzar objetivos que antaño eran básicamente accesibles recurriendo a las aptitudes personales, a la propia personalidad, a la cooperación amistosa y a las negociaciones cordiales. Suministra artilugios y servicios sin los que, en ausencia de habilidades sociales, la vida en sociedad, la vida con otros, la relación con otras personas y la construcción de un modus co–vivendi duradero supondrían tareas desalentadoras, incomprensibles e, incluso, prohibidas para un número creciente de personas. Proyecta la sombra gigante del consumismo sobre el conjunto del entorno vital. Subraya implacablemente el mensaje de que todo es o podría ser una mercancía, o, si todavía no lo es, debería ser tratado como tal; da a entender que es mejor que las cosas sean como mercancías y que deberíamos sospechar de ellas (o, más aún, rechazarlas o evitarlas desde el principio) si se resisten a caer dentro del patrón de los objetos de consumo (Bauman, 2006, p. 119–120).

Es tanto el poder del mercado, que tiene la capacidad de excluir a quien no sigue sus normas y preceptos. Posee soberanía sin contrapeso alguno, no hay ni organismos de control ni tribunales que puedan defender a los ciudadanos de los abusos del mercado y sus mecanismos de exclusión y desalojo. Y los poderes ejecutivos y legislativos tampoco se empeñan en ello, ya que el mercado es un organismo internacional que orienta las decisiones y políticas de muchos gobiernos nacionales a su antojo, quedando estos últimos disminuidos ante semejante poder mundial. Y es esa soberanía del poder económico sobre los Estados–Nación, lo que hace que los ciudadanos sean vistos como productos o mercancías, condición indispensable para llegar a ser consumidores (Bauman, 2006). Se habla de ‘mano invisible del mercado’ porque «sus movimientos escapan a todo intento de ser vigilados, controlados o predichos, y menos aún dirigidos o corregidos» y se encuentra «fuera del alcance de las herramientas de intervención política, popular y democrática disponibles» (Bauman, 2006, p. 159). 

En este poder absoluto el individuo queda reducido. Si aspira a ser un consumidor exitoso no le queda otra alternativa que trabajar hasta no poder más, con el fin de conseguir los recursos necesarios para dicha tarea, ya que dicho individuo «sirve al sistema industrial, no aportándole sus economías y proporcionándole su capital, sino consumiendo sus productos. No hay, por lo demás, ninguna otra actividad, religiosa, política o moral, a la que se la prepare de manera tan completa, tan inteligente y tan costosa» (Baudrillard, 2009, p. 122). Pero a pesar de que el individuo es prácticamente irremplazable como consumidor, su rol de trabajador asalariado sigue siendo imprescindible para la marcha del sistema. Como trabajador, y siguiendo la teoría marxista, el individuo se siente miembro de una clase que comparte las mismas penurias y la misma explotación; pero como consumidor, se vuelve solitario, egoísta y aislado por los objetos (Baudrillard, 2009).

El trabajo es un productor de sentido para la vida humana, no solo por el aporte que cada individuo hace a través de éste en el contexto natural y social en el cual desempeña su labor, sino también porque es una actividad que, según Voltaire, dignifica a la persona, le genera entretenimiento y placer y es una forma de pasar el tiempo y huir del tedio. El trabajo es lo que les impone a muchas personas esta sociedad contemporánea, una carga insufrible que se debe llevar casi por obligación para obtener el dinero necesario para sobrevivir.

La desregulación del mercado de trabajo y la flexibilización de los contratos laborales, lo cual se traduce en Colombia en la instauración cada vez más creciente de contratos de prestación de servicios, hacen de la vida laboral de muchas personas un ámbito etéreo, volátil, precario y poco estable, con el agravante de que es el individuo quien asume los fracasos y las frustraciones por los constantes cortes a que se ve sometido su ritmo laboral, despojando al sistema económico de toda culpa y requerimiento. Es el individuo quien se siente deficiente, quien siente que no está a la altura de lo que se espera de él ni de los objetivos que la sociedad le impone, cuando en realidad una de las mayores causas del desempleo es la dinámica de un sistema económico que no tiene como responder a la demanda de trabajo que aumenta día tras día. Es por ello que «lo que antes se vivía como un destino de clase se vive hoy como una humillación, una vergüenza individual. Así pues, en el corazón del planeta bienestar crece la sensación de haber sido inútil al mundo, de haber sido utilizado y después expulsado, de haber fracasado totalmente» (Lipovetsky, 2007, p.160), afectando la autoestima y produciendo sufrimientos como ansiedad, depresión y decepción de uno mismo.

El filósofo francés Gilles Lipovetsky identifica otras problemáticas relacionadas con el trabajo en la época actual, tales como la alta presión por el rendimiento y la productividad, climas laborales tensos, aumento del estrés, la fatiga y la carga laboral, la inseguridad, la rutinización y la miseria de las tareas, la falta de promoción y ascenso laboral, la sensación de infravaloración y poco reconocimiento, el miedo al despido o a no estar a la altura, la asfixia moral, la falta de reconocimiento, la pérdida de la confianza en la empresa, el hostigamiento a las actividades sindicales y de defensa colectiva y el crecimiento de la brecha entre lo que el trabajador espera como individuo y lo que realmente vive a nivel laboral (Lipovetsky, 2007, p.161). En este contexto, se presentan formas variadas de relacionarse con el trabajo, ya que mientras unos lo siguen viendo como el medio idóneo de superación personal, éxito y triunfo, otros lo ven como una obligación malsana y necesaria para obtener los medios necesarios para la subsistencia.

«Supeditar las iniciativas personales de autoafirmación y de superación propia a las supuestas necesidades futuras de unos mercados volátiles y caóticos no puede acarrear más que un elevado nivel de sufrimiento humano en forma de frustración, esperanzas truncadas y vidas desperdiciadas» (Bauman, 2006, p.164). Es decir, se generan una serie de promesas que crean anhelos y ambiciones en los individuos, quienes esperanzados recurren al sistema de educación superior para obtener la carrera tan deseada que les generará los ingresos necesarios para su subsistencia y la de su familia, pero en realidad muchos recién egresados se encuentran con una demanda laboral precaria que no alcanza a absorber los miles y miles de nuevos graduados y que, si lo hace, lo hace bajo contratos de pocos meses, inestables y mal remunerados, así que la frustración se presenta cuando esa vida laboral imaginada no se posibilita, truncando sus ansias de superación personal.

Las actuales dinámicas laborales no permiten hacer planes para la vida. Los nuevos trabajadores no cuentan ya con la estabilidad y la capacidad de ahorro y endeudamiento que les era posible a los trabajadores de antes, que desarrollaban su vida laboral en una misma empresa casi durante toda su existencia, con contratos indefinidos que les permitían proyectarse a un futuro y establecer metas vitales, entre las cuales se cuentan la adquisición de los bienes necesarios para la subsistencia. «Las políticas del personal de las grandes empresas capitalistas se aplican como si los empleados fueran productos, y como tales deben ser concebidos, utilizados y recambiados en el menor tiempo posible» (Bauman, 2007, p.77). El endeudamiento permanente se impone como la condición sine qua non para lograr hacerse no solo a las condiciones materiales para la subsistencia sino también para no desentonar en una sociedad que precisa de objetos innecesarios para vivir: los bienes de lujo. Además, el poder ejercido por las fuerzas económicas, se extiende más allá del adiestramiento hacia el consumidor irracional, alienado y sin límites, dictando una serie de normas y condicionamientos sobre los comportamientos que el individuo debe adoptar respecto a su trabajo, a sus ingresos y a su vida crediticia. Esta última es, de acuerdo con Baudrillard, «un proceso disciplinario de extorsión del ahorro y de regulación de la demanda; al igual que el trabajo asalariado fue un proceso racional de extorsión de la fuerza de trabajo y de multiplicación de la productividad» (Baudrillard, 2009, p.119). Ya no solo se adoctrina en cómo debe comportarse el empleado durante sus horas de trabajo, también se le invita a que haga parte de ese consumo desmedido, para lo cual se ponen a su disposición todas las ofertas crediticias desplegadas desde el sector financiero, con el fin de dar movimiento al flujo de dinero necesario para la compra de mercancías. Dichos créditos se ofertan tentando al potencial consumidor «bajo el pretexto de gratificación, de facilidad de acceso a la abundancia, de mentalidad hedonista y liberada de los viejos tabúes del ahorro» (Baudrillard, 2009, p. 119), propio este último del código de valores que estructuraban la sociedad de productores y que debió ser trascendido para potenciar la fuerza consumidora de millones de personas, es decir, ahorrar es hoy en día una práctica inadecuada para el sistema, lo que hoy se promueve es el endeudamiento permanente para el consumo incontenible.

La ética protestante, racional y disciplinaria que Max Weber intuyó como motor del espíritu capitalista, que en la sociedad de productores estaba solo orientada al trabajo y la producción, se amplía en la sociedad de consumidores hacia el mercado mismo y hacia el soporte financiero que éste precisa, disciplinando a los individuos no solo para el consumo constante e ilimitado de bienes y servicios, sino también para el endeudamiento permanente que requiere dicho consumo. A pesar de que Baudrillard afirma que no es comprensible hasta qué punto «el adiestramiento actual al consumo sistemático y organizado es el equivalente y la continuación en el siglo XX del gran adiestramiento, ocurrido a lo largo del siglo XIX, de las poblaciones rurales al trabajo industrial» (Baudrillard, 2009, p.120), deja claro que el sistema industrial no se contentó con adoctrinar a las masas como fuerza de trabajo, sino que también extendió dicho adiestramiento hacia el campo del consumo. Es decir, el trabajador ya no es solo controlado durante sus horas de trabajo, sino también durante su tiempo libre, no laboral.

Pero ello no se experimentó como una ruptura tajante entre la época de la producción y la del consumo, esta última no fue el gran mesías que trajo la justicia al hombre y sus deseos, pues en ambas etapas se reproduce el proceso de control de las fuerzas productivas. Los valores de la ética que regían la sociedad de productores: ahorro, trabajo, patrimonio, perdurabilidad, son transformados por otro código de valores en la era de los consumidores: gasto, goce, no cálculo, derroche, endeudamiento. No se trató de ninguna revolución o liberación de la humanidad, simplemente es «la sustitución de un sistema de valores que se ha vuelto (relativamente) ineficaz por otro» (Baudrillard, 2009, p.120), racionalizando y organizando en función del sistema las necesidades y las satisfacciones de los consumidores, tal como se hizo en el siglo XIX con las fuerzas de trabajo.

Como se había expuesto anteriormente a través de Bauman, quienes no se adapten a estos nuevos valores y continúen inmersos en el obsoleto sistema de valores de la era de los productores, es decir, los ahorradores, los consumidores moderados o aquellos cuyos ingresos no les alcanzan ni siquiera para conseguir un cupo de endeudamiento, son relegados por el sistema. Por ello muchas personas viven una vida prestada: el 80% de lo que «poseen» —casas, apartamentos, fincas, vehículos, títulos académicos, vestuario y otros objetos— se lo deben al banco o a cualquier otro acreedor privado, todo por no perder su estatus ni su dignidad frente al resto de los mortales. Además, como afirma Bauman, «la tarea de hacer que los miembros de la sociedad sean dignos de crédito y se muestren deseosos de hacer uso de él hasta el límite que les han ofrecido, se ha convertido en una empresa nacional que encabeza la lista de obligaciones patrióticas y esfuerzos de socialización» (Bauman, 2007, p.87), por lo que el hecho de ser ‘sujetos dignos de crédito’ a quienes los bancos ofrecen todas las categorías de créditos y financiación (tarjetas, leasing, rotativos, de vivienda, de vehículo, educativo, de libre inversión, etc.), se ha convertido en motivo de orgullo y prestigio para muchas personas.

  1. CONCLUSIONES: HACIA UN CONSUMO MÁS CONSCIENTE Y RACIONAL

No se sabe con certeza si la disminución del consumo absurdo, desenfrenado e innecesario lleve al ser humano a la búsqueda de la eudaimonía basada en la virtud y la excelencia personal y recobre el sentido de la existencia, superando un mundo desenfrenado y obsesionado por el trabajo, la producción, el rendimiento y el dinero. Lo que se sabe con certeza es que millones de personas que habitan en países moldeados por el estilo de vida occidental, han optado por una vida liberada de bienes y servicios inoficiosos y por emanciparse de la creencia generalizada que imponen los aparatos ideológicos de manipulación capitalista, que exhiben a través de su discurso envolvente la posesión desbordada de objetos como culmen de la existencia. El mito encuentra su razón pretendiendo tender un mundo dotado de sentido y propósito a través del consumo vehemente. Como lo afirma Lipovetsky, «necesitamos menos consumo (…) es el momento de la regulación y la moderación, de potenciar motivaciones menos dependientes de los bienes comerciales. Se imponen cambios que permitan asegurar no sólo un desarrollo económico duradero, sino también existencias menos desestabilizadas, menos atraídas por las satisfacciones consumistas» (Lipovetsky, 2007, p.15). Para este filósofo francés aún hay esperanzas, los sentimientos de solidaridad, empatía, amor y compasión hacia el otro, no han desaparecido. Los seres humanos albergan motivaciones existenciales que los mueven más allá de las distracciones, la seguridad y la vida cómoda y placentera. «La lucha por el reconocimiento, los deseos de trascendencia personal no han sido barridos totalmente: la pasión por el riesgo y la proeza, la voluntad de hacer bien el trabajo, el gusto por la creación artística, intelectual o empresarial, el deseo de poder» (Lipovetsky, 2007, p.135), la predisposición humana a crear, a dominar, a superarse, a aventurarse, a arriesgarse, a esforzarse, a descubrir, a inventar, a enfrentar riesgos, a conquistar sus metas existenciales, a perseguir ideales elevados y trascendentes, son fenómenos que perviven en plena sociedad de consumo y que demuestran que todo no cae en la dinámica de lo mercantilizable, de lo superficial, de lo material, de la trivialización y espectacularización de la vida.

Para el periodista español Ignacio Ramonet «el consumismo es consumir consumo. Es una conducta impulsiva donde ya no importa lo que se compra; importa comprar. En realidad, vivimos en la sociedad del desperdicio, desperdiciamos abundantemente». Ramonet habla de la era detox como

el minimalismo de consumo, un movimiento mundial que propone comprar sólo lo necesario. En los últimos cinco años se encendió en el mundo una luz de conciencia colectiva sobre la manera de consumir. Que es una manera de controlar los abusos del mercado. Porque es también una estrategia para dejar al descubierto los puntos ciegos del sistema económico capitalista. Aunque suene pretencioso es exactamente eso: el capitalismo se apoya en la necesidad de fabricar necesidades. Y para cada necesidad fabrica un producto y los índices oficiales miden la calidad de vida en sintonía con la capacidad de consumo (Ramonet, 2017, p. 264).

Se está produciendo para muchas personas una pérdida de seducción por la sociedad de consumo. Dicho modelo, que se asocia al capitalismo depredador, no tiene en cuenta los recursos naturales y los lleva hasta el despilfarro. «Y ante la ceguera de muchos gobiernos, llega la hora de la acción colectiva de los ciudadanos en favor de un desconsumo radical» (Ramonet, 2017), no solo por el bien del planeta y sus especies, sino también por el de la misma existencia humana, para trascender la alienación y volver a la búsqueda de la eudaimonía como el sentido y el propósito de la vida, que haga mejor a la especie y fortalezca tanto la convivencia entre los mismos humanos como con los demás seres naturales, abogando por el sentido más alto de la existencia, por la realización de las virtudes, por la satisfacción de las necesidades del ser, por la excelencia, los propósitos, las motivaciones, el arte, la espiritualidad, la compasión y la filantropía.

Lipovetsky no cree tanto que sea posible la utopía del desconsumo radical, ya que según él su instauración implicaría medidas autoritarias que muchos no estarían en condiciones de aceptar, se afectaría aún más la situación de la economía y el empleo y sería imposible determinar a qué consumos se debe renunciar, cuáles son las necesidades reales o cuáles las falsas, qué productos son imprescindibles para la existencia y cuáles no. Además, optar por un consumo frugal, sobrio, limitado a la satisfacción de las necesidades básicas, es desconocer que los seres humanos también consumen «para soñar, distraerse, aparentar, descubrir nuevos horizontes, aligerar la existencia cotidiana, tener placeres inútiles, juegos, facilidades y alegrías insignificantes y ligeras» (Lipovetsky, 2007, p. 332). Por tanto, Lipovetsky afirma que es más factible el establecimiento de lo que él nombra como alterconsumo, la compra de productos sin marca, artesanales, producidos por pequeñas o medianas empresas, con responsabilidad social y libres de explotación laboral, empacados en envases biodegradables, orgánicos y amigables con el medio ambiente. Es la modelación de un «consumidor comprometido, responsable, para el que la compra es inseparable de la pregunta ética o cívica» (Lipovetsky, 2007, p. 329). Los alterconsumidores no son un grupo de desconsumidores sino que son personas que de igual forma siguen insertas en las dinámicas del hiperconsumo pero que lo hacen con una mayor responsabilidad, con una mayor conciencia y racionalización de lo que consumen, sin caer en la trampa del deseo insaciable, de la búsqueda de novedad y de la seducción publicitaria.

Se trate de desconsumo o de alterconsumo, lo cierto es que se hace urgente una nueva relación con el consumo, un replanteamiento de la importancia dada a la tenencia de objetos como dadores de sentido y felicidad. Y ello solo puede lograrse desde su autonomía, desde la reforma del sistema educativo para convertirlo en institución que promueva formas de vida más excelsas y menos volátiles, «nuevas metas y nuevos sentidos, nuevas perspectivas y prioridades en la vida» (Lipovetsky, 2007, p. 352), un replanteamiento de los valores, una orientación de la vida hacia la virtud y la excelencia, hacia el cultivo del alma y la preocupación por hacer las cosas bien, por ser solidarios con el otro, por crecer como comunidad y promover el bien común para todos.

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Ramonet, Ignacio. 2017. «La Era Detox». En: Le Monde Diplomatique, octubre 2017, no. 264.

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* Johan Sebastián Franco Pineda es Comunicador Social – Periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana y Sociólogo de la Universidad de Antioquia. Magister en Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana con una tesis sobre la sociedad de consumo y sus implicaciones para el ser humano. Ha escrito reportajes para publicaciones especiales de la Alcaldía de Medellín como Medellín Ciudad Visible (2014) y Medellín Lectura Viva (2015). Se ha desempeñado como Comunicador y Gestor Social en varias entidades del sector público. Actualmente es instructor del Sena, Regional Antioquia. Correo–e: sebastianfrancop@gmail.com

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