LOS TRABAJOS

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los trabajos

Por Luis Fernando López Noriega*

No había terminado bien la noche cuando algunas horas después de cada desalojo volvían a aparecer en las esquinas las primeras vigas, los tablones sobre los cuales se asentaban bloques de cemento macizo, y una que otra teja de eternit que volada por un viento fuerte ahora retornaba con docilidad al techo de donde había salido.

Eran casas pequeñas, una junto a la otra, sólo una sala y comedor, dos habitaciones con ventanas encuadradas hacia callejones sin salida, y un patio común por donde corrían perros persiguiendo gatos, y gatos siguiendo el rastro de ratones que saltaban sobre las bolsas y los cubos pestilentes de la basura.

La fuerza policial entraba con volquetas, excavadoras, y un contingente de más de veinte agentes. Al principio encontraron ahí algunas familias. Montaron a los niños en la volqueta, y a hombres y mujeres les hicieron firmar un papel de compromiso, en el cual afirmaban la intención de no volver a meterse en aquellos predios sin tener títulos de propiedad.

La segunda vez que llegó la fuerza de la ley habitaban ahí un grupo de drogadictos dormitando sobre viejas esteras. A todos se los llevaron. Procedieron a derrumbar paredes, romper los vidrios de las ventanas, y expulsar a gatos, perros, ratas y ratones famélicos.

Sin embargo, tras varios días, se empezaron a notar otra vez las varillas de las columnas y el brillo de los techos intercalados con el zinc. Nadie aparecía por esos lugares. Pero todos los habitantes de los barrios circunvecinos coincidían en que esas casas no se construían solas, que es un grupo de gente que aprovecha la quietud de las calles por las noches y en esos momentos vuelven a montar bloque sobre bloque y piso sobre tierra. Aunque no se vieran ni las sombras.

La tercera vez que llegó la policía lo hizo con el secretario de infraestructura. Y pernoctaron en la biblioteca aledaña al lugar con el fin de percatarse sobre la realidad que diera alguna explicación a este fenómeno inédito en la cotidianidad de la ciudad. Estuvieron atentos la mayor parte de la noche, afuera en la amplia terraza que hacía parte de ese edificio.

Al inicio empezaron tomando café para soportar la jornada larga que los esperaba. Organizaron equipos de rondas que se turnaban cada hora para pasar revista desde las esquinas hasta el cerco de alambre de púas reforzado, frontera con el barrio colindante. No ocurrió nada. Ni un silbido de alerta, ni un chasquido de ramas secas.

Después decidieron entrar a la biblioteca, y resguardarse así de las inclementes punzadas de los mosquitos que a esa hora atacaban en bandada, como si fueran un puñado de caníbales que tras años de hambruna se abalanzaban sobre cualquier resto de carne roja.

La biblioteca era en realidad un edificio que se caía a pedazos. Había varias salas de consulta empolvadas por donde se debía pisar con cuidado para no patear uno que otro animal muerto. Los libros estaban encajetados en el cuarto de máquinas. Las estanterías ahora se convirtieron en el corredor de ratas que saltaban como ardillas de una a la otra sin importar distancias. Y una cocina en el lado derecho en cuyo mesón sólo se dibujaba el mapa de múltiples orines y restos de la mierda de aquellos roedores.

Pero toda aquella incomodidad, toda aquella suciedad, no importó. El secretario, vencido por el sueño, se roció en brazos, piernas y cara, el repelente recomendado a última hora por su mujer. Buscó unas sillas, las acomodó en línea recta, y ahí se acostó. El comandante de la policía hizo lo propio. Y los agentes, al ver el ejemplo de sus superiores, decidieron acatar esa orden tácita. Buscaron rincones para pegar los párpados. Las rondas obviamente se suspendieron.

A la mañana siguiente empezaron a marcharse, justo a la hora en que la claridad se vislumbraba sobre los vidrios de los ventanales de aquel edificio. Pero no llegaron bien a las camionetas que ya estaban ahí esperándolos para emprender el regreso, cuando no dieron crédito a lo que estaban viendo: las casas otra vez levantadas. Toda una manzana.

El secretario de infraestructura, quien fue el último en salir de la biblioteca, al abrocharse el cinturón y amarrarse los cordones de los zapatos, miró desprevenidamente hacia un lado en aquella sala donde había mal dormido. Encontró sobre un empolvado escritorio un libro de un autor obviamente desconocido para él: 1984 de George Orwell. Y sobre la carátula, marcado con lapicero negro, un nombre: Arsenio de la Cuesta. El bibliotecario que todos los días cumplió con su horario, aunque no atendiera a ningún público porque nadie visitaba aquella biblioteca ni por descuido, hasta su muerte horas después de haber sido notificada su jubilación.

En la portadilla, debajo del título de aquel libro amarillento, permanecía una nota escrita de su puño y letra, tal y como aparecía también en cada pared recién levantada sobre el cemento aún fresco: «Por aquí estuve yo…»

* * *

Los cuentos que siguen son producción del taller de escritura creativa dirigido por Luis Fernando López Noriega en la librería Libro Tinto, en Montería, Colombia

* * *

LOS MANGOS QUE SE PUDREN
Por Lester López Espitia**

Tengo calor. Hace mucho calor. Oigo ladrar a los perros y sé que esta noche no voy a poder dormir. Doy vueltas en la estera, despacio, hacia Carmen o hacia la pared, doy vueltas en la estera y no quiero despertarla. El aliento le huele a pozo y su cuerpo tibio debajo de la bata exhala el mismo hedor a orina que todas las noches. Yo también huelo a orina todas las noches. Nuestras orinas forman un charco hediondo en la paja trenzada. Quisiera dormir sola, pero no hay otro espacio ni otra estera en la que acostarme. Por encima del hombro de Carmen veo el humo del Katori consumiéndose en un rincón, escapando por los huecos de las tejas de zinc. Quisiera dormir sola, en mi propia orina. Poner una vela al lado para que me vigile el sueño. Cuando hay luna y no puedo cerrar el ojo como esta noche, soy el polvo suspendido en la luz que atraviesa el cuarto y lo deforma.

Siento latir la piel de Carmen, siento que su piel se derrama sobre la mía. Hay algo como agitado en su sueño. Sus ojos se mueven como bolitas de cristal en una botella. Sé que no voy a dormir esta noche y veo los mangos en el patio y en la orilla del río, son tantos mangos que no alcanzo a recogerlos, veo todos los mangos que se pudren esta noche. Quiero salir de aquí y bajar al río, quiero lavarme en sus aguas violentas, como hace poco también Claudia bajó al río para lavarse. La corriente se la llevó y no la encuentran todavía. Ya no sé con quién tejer coronas con las hojas del mango y las flores del monte, con quién comer uno de esos mangos que se pudren, aquí o en su casa. Quiero ser un palo de mango en la orilla del río, quiero comer uno de esos mangos que se pudren esta noche, que me quite este regusto a café y arroz y ajonjolí. Quiero salir de aquí pero jamás me levanto, apoyada en un codo, lo suficiente para intuir en la oscuridad las siluetas de Esther y María. Las dos flotan en el aire pegajoso, sus batas ondean en el vacío entre sus cuerpos y la estera, la estera nueva que papi trajo de Montería. Huele a fogón de leña y a tripas de pescado. Yo huelo a tripas de pescado y Esther y María flotan.

Esta mañana que componían las lisetas y los bocachicos que papi había pescado, Esther y María me obligaron a quedarme ahí y mirarlas. Siempre que pueden, cuando papi no está, me obligan a mí y a Carmen a quedarnos junto al mesón amarrado al palo de mango en el que ellas, o a veces mami, componen las lisetas y los bocachicos.

Si tú lo que eres es una moquillenta. Amarilla.

Siempre me lo dicen, siempre que les toca componer las lisetas y los bocachicos. Amarilla, moquillenta. Te salvas porque papi no deja que vengas a vender con nosotras. A Carmen no le dicen nada porque no entiende y se queda ahí, tocándose las escamas que le caen en los brazos y el cuello. Y fue María quien esta mañana me agarró del pelo y me hundió en la ponchera donde echan las tripas y la sangre y la mierda del pescado. Dicen que las lisetas se comen a los que se ahogan en el río, las lisetas se están comiendo a Claudia. Por eso huelo a tripas de pescado, porque esta mañana María me hundió la cara en la ponchera y Esther se reía y ahora las veo flotar y pienso que son bonitas, Esther y María flotan y parecen como muertas. Quiero tener las tetas de María y el pelo de Esther, sus ojos grandes y claros. Los míos también son grandes y claros pero no me gustan. Soy moquillenta y toso y el pelo no me crece, mi pecho es una tierra seca.

Vuelvo a acostarme. Oigo ladrar a los perros y oigo el canto de un burrocucú cuando la estera en la que duermen papi y mami cruje. Conozco los pasos de papi, se ha levantado, conozco su sombra sin verla. Conozco los pasos de papi y mi cuerpo se tensa, mi cuerpo es un mango podrido sin pulpa cuando siento sus pasos. Pero no es aquí a donde viene. Ya lo sé. Por eso me orino. Levanto la cabeza y lo veo agachado al lado de la estera en la que Esther y María flotan, parecen como muertas y huelen a pescado, siempre huelen a pescado, la sombra de papi está ahí y yo me orino. Quiero hacer crujir la estera, removerme, gemir. Pero no lo hago.

LA NIEBLA
Por María Vergara***

—Entiérralo tú —dijo uno de los hermanos. Los seis estaban en ronda en el grisáceo patio de la casa. —Te dijeron que tenías que cuidarlo.

La hermana mayor, con un atisbo profundo y lejano lo veía desenfocado del ambiente. No podía negarse de todas formas, pues los otros cinco hermanos, todos raquíticos, eran muy pequeños para cavar una tumba de ese tamaño. Miró lentamente de un lado a otro la luz del sol que rondaba por entre la niebla y las matas del patio.

—¿Qué le vamos a decir a mami cuando llegue? —preguntó otra de las hermanas menores, de unos cinco años.
—Ella sabía que Gustavo se iba a morir… por eso se fue. —dijo la mayor con esa misma mirada perdida.
—Todos sabíamos que se iba a morir temprano. —dijo el hermano que habló primero.
—Aaaaaggg iiiiii ggaa —pronunció el menor de los hermanos varones, el mudo, queriendo ser partícipe entre la conversión de rostros con menos alma que la del cuerpo del difunto.
—El bebé también está con fiebre como Gustavo, ¿también se va a morir? preguntó la hermana menor.
—¡No! —Gritó fuertemente el hermano, sosteniendo al niño de dos años que cargaba en sus caderas. La miró con ira impasible, con un destello de odio en su mirada vacía. El mudo se asustó y empezó a llorar, apretando la blusa de la hermana mayor, quien le tocó la cabeza con cariño mecánico. Los otros hermanos corrieron a taparle la boca con gritos de molestia para acallar el ruido gutural y sin sentido que salía de él.
—¡Agh! —Exclamó el hermano —¿Por qué mejor no se murió este? Gustavo traía el agua y picaba la leña.
—¡Déjalo…! no quiero cavar dos tumbas —dijo la hermana apartándolos y cargando un momento al mudo para acallarlo. Luego, sin decir palabra fueron en procesión hasta el cuarto, uno detrás del otro. Allí seguía arropado Gustavo, con la cara gris y los ojos hundidos, con la boca abierta y sangre en los labios de los tres dientes que se le habían caído días atrás. La hermana bajó al mudo y enrolló a Gustavo entre las sábanas.
—Eso le pasa por desobediente —dijo la hermana mientras entre sus débiles brazos lo cargaba balanceándose. —Yo le dije que dejara de ir al monte a burrear con esos animales… ¿quién sabe qué le picaría…? Que les quede de lección a ustedes…
—A mí no me tienen que decir eso —contestó el varón mientras cruzaban otra vez la puerta del patio. — Yo no era hermano de él como tú… si mi papá era otro…
—¿No le vamos a cantar? — preguntó la hermana menor.
—Nosotros nunca hemos ido a misa —contestó el hermano. —Vivimos muy lejos… Aquí los únicos que vienen son esos hombres los fines de semana… los que se llevaban a Gustavo y a la otra… —la hermana menor guardó silencio.

El patio de la casa estaba lleno de neblina disuelta por todas partes, pero no de la blanca, sino como un aire gris espeso que se intercalaba con los destellos de los rayos de la tarde. Cerca de uno de esos claros se detuvieron y la hermana bajó el cuerpo del muchacho. Los otros cuatro se echaron para atrás mientras ella sacaba esa tierra arenosa de desierto y le temblaban los brazos cada vez que chocaba un cascajo. —La tierra está tan muerta como tú, Gustavo —le dijo cayendo de rodillas un momento y sudando frío, mirándolo, observando como parecía que la niebla le borraba las señales del rostro a pesar de tenerlo al lado. Se levantó y entre los cuatro rodaron su cuerpo hasta el hoyo. Luego, le echaron la tierra con las manos, pies y la pala. Al terminar, todos guardaron silencio quedándose arrodillados ahí, mirando la tierra. El día seguía igual, el tiempo parecía no haber transcurrido. Seguía siendo la tarde y ellos seguían con las manos sobre la arena.

La hermana mayor levantó la cabeza y miró a la lejanía, a la niebla espesa y gris que cubría el patio. Allí lo veía, a Gustavo, con su cuerpo raquítico y gris, con sus ojos hundidos y abiertos ahora, con unas grandes ojeras y la boca roja de la sangre. Él la miraba a mil yardas de distancia con sus córneas amarillentas, balbuceando palabras que no emitían sonido, pero que querían comunicarle algo.

—Pelaos, —dijo la hermana con esa mirada perdida y sus manos sobre la tierra, con ese tono cansado e impasible en su voz tan seria —cuando yo me muera, mejor llévenme otra vez al monte o tírenme al pozo… Qué fastidio sería tener que cavar mi propia tumba…

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* Luis Fernando López Noriega. Es doctor en Letras en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Profesional en Lingüística y Literatura. Realizó estudios de análisis del discurso y en Literatura Hispanoamericana. Profesor de literatura Latinoamericana en la Universidad de Córdoba—Colombia. Miembro del Grupo de Investigación de Memoria Histórica de la Universidad de Córdoba. Ha publicado diversos artículos que exponen los resultados de sus investigaciones sobre la novela colombiana en revistas especializadas como Poligramas, de la Universidad del Valle, y Cuadernos de Literatura Hispanoamericana, de la Universidad del Atlántico. Publicó un libro de investigación sobre la novela en el Caribe colombiano después de García Márquez: Calibán y Afrodita, la novela en el Caribe colombiano después de la modernidad. Zenú editores, Montería 2013. Ganador del Premio Nacional de Cultura en la línea de Narrativas de Vida del Centro Nacional de Memoria Histórica, Bogotá, 2011.

**Lester López Espitia (2000). Estudiante de literatura y lengua castellana de la Universidad de Córdoba. En 2021 obtuvo el primer lugar en el concurso nacional de cuento realizado por el grupo literario El Bocachico letrado. Algunos poemas y relatos han sido publicados en revistas digitales. Es miembro del semillero que dirige el profesor Luis Fernando López Noriega.

***María Vergara nació en Sahagún, Córdoba, Colombia. Es estudiante de Literatura Colombiana bajo la tutoría del profesor Luis Fernando López en el programa de Licenciatura y Literatura y Lengua Castellana de la Universidad de Córdoba.