Por Ana M. Montero*
dedicado al escritor Juan José Millás
«Cuando hablo de ti, hablo de mí»
(Walt Whitman). ¿O era al revés?
Al principio parecía un susurro en la frontera del sueño. La primera vez pensó que se trataba de la radio de un vecino. La Voz decía algo así como: Eva escucha adormilada los ruidos que vienen de la habitación contigua:
—¡Cállate ya, por favor!— dice la madre.
—Quinto levanta, tira de la manta, quinto levanta, tira del mantón… —siguió un tururú retumbando en el silencio de la madrugada que pretendía imitar un cornetín en el toque de diana. Eva gira, aplasta una oreja contra el colchón y acomoda la almohada sobre el otro oído. Intenta que esa noche, por lo menos, una persona duerma.
No le hubiera dado importancia a la Voz porque solo trajinaba mensajes en el duermevela y porque en la nocturnidad seguían pasando demasiadas cosas. Sin embargo, pronto la Voz empezó a colarse en la rutina de los días.
Eva se echa agua a la cara y se mira fugazmente en el espejo. Eva mira la hora en el móvil; calcula el tiempo que tiene para asear al padre y darle el desayuno antes de que el encargado de la furgoneta venga a recogerlo. Pero no había ninguna cámara en el baño y la radio estaba apagada.
Eva bostezó. Llevó hasta el baño al padre que parloteaba incansable y, a ratos, volvía a entonar el «Quinto levanta». Abrió el grifo del agua caliente.
— «¡Qué bien cantas, papá!» —mintió. Mientras lo desvestía la madre contó que el padre había pasado una hora y media rezando y cantando en mitad de la noche.
—No paraba. Tu padre me va a matar a fuerza de no dejarme dormir.
Pocas noches más tarde, Eva se dio cuenta de que la Voz también retransmitía sus pensamientos:
—¡Pero quieres cantar más bajito!— la madre le decía al padre.
El padre tararea el Ave María de Schubert. Eva mira la pantalla del móvil: la una menos cuarto de la madrugada. Eva piensa: «¡Será posible! Otra noche sin dormir, otro día apalancada en las brumas del cansancio».
Su situación, como cuidadora de un padre octogenario, enfermo de Alzheimer y con pretensiones de tenor, ciertamente tenía sus retos, pero eso no explicaba la presencia de aquella Voz mental. Eva prepara el desayuno a su padre. Eva se asegura que está todo: las pastillas de la tensión y la de la próstata, un plátano, dos tostadas con mermelada, café. Eva le pregunta a la madre si quiere más leche. El padre canta «Marisco alegre con té» (trabucando la copla de «Francisco Alegre y olé»). Mientras Eva calienta la leche en el microondas, el padre derrama parte del café de la taza sobre la mesa. Eva agarró la bayeta y, al paso, encendió la radio para amortiguar la monótona Voz interna con la cascada de mensajes radiofónicos que solían contar lo mismo que habían contado el día anterior. Esa misma semana decidió visitar la consulta de un psicólogo. Concertó una primera cita por videoconferencia —y así logró una rebaja del coste— y se oyó a sí misma decir que escuchaba una Voz todos los días narrando en off su rutina diaria; era como el guion mediocre de una película doméstica en el que alguien, de repente, avistara un ovni. Le sonó extraño y natural a la vez. Aquello pasaba dentro de su cabeza, pero no a todas horas. Ella, una persona bastante normal, ¿quizás se estaba volviendo loca?
La psicóloga la contempló a través de las gafas y la pantalla, le hizo algunas preguntas y le diagnosticó el complejo de director de cine:
—¿Complejo de director de cine? —Eva repitió.
—De directora, en este caso —la psicóloga asintió con la cabeza. —Es muy habitual en estos tiempos. Y usted tiene todas las cartas para que le toque: ha perdido el trabajo, ha vuelto a la casa de sus padres con cincuenta años, sigue soltera, tiene canas… —A Eva le parece escuchar un retintín en aquella enumeración de tono profesional. —A usted no le gustan los cambios y está en una vorágine. Su vida ha perdido dirección. Es más, su cerebro está bajo los efectos de una tensión psíquica agotadora. Y me ha dicho que era —se corrigió— es profesora de instituto, ¿verdad? —Eva asiente. Eva aseguraría que la psicóloga la ha mirado con lástima.
La psicóloga añadió:
—También es posible que se trate del complejo de narradora de auto–ficción, muy común hoy en día.
La sesión llegaba a su fin. La psicóloga le propuso un tratamiento de un año. Si se reunían una o dos veces a la semana, con ayuda de la terapia, podría dejar de escuchar la voz en unos seis meses.
Eva tenía algunos ahorros. El vivir en la casa de sus padres no le implicaba grandes gastos. Sin embargo, decidió no iniciar la terapia hasta que tuviera un trabajo estable. Aprendería pues a convivir con aquella Voz que desgranaba, como en un telediario de intimidades, su dinámica vital. También decidió apuntar algunas frases de la Voz en el cuadernillo del móvil.
Eva entra en la cafetería. Eva piensa que es un milagro que coincida con dos buenas amigas de su adolescencia. Eva sonríe. Se sienta. Pide un té. Le presentan a la cuarta contertulia. Se trata de una directora de cine.
—¿La historia de una cuidadora de sus padres, uno con demencia y otra camino de volverse histérica porque no duerme lo suficiente? ¿Una mujer en la cincuentena, en mitad del sendero de la vida, como quien dice, que, de repente, es madre de dos niños octogenarios? —la directora la miró con fijeza, como quien arma un puzle dentro de su cabeza. Segundos más tarde, las palabras salieron taxativas.
—No funcionaría. No como película taquillera. Demasiado realismo blando. La gente quiere realismo, pero el sensacionalista y morboso de celebrities como las Kardashians o el príncipe Harry. O todo lo contrario, fantasía descarriada que les haga olvidar lo prosaico de vivir: una espía amante de James Bond que es más James Bond que el original, una super heroína con algún trastorno emocional, o, si acaso, una mujer que se hizo pasar por hombre en el siglo XVI.
—Para mí, hace algunos años —terció otra amiga— el cine tenía que ser historias de amor, amor y lujo. ¡Qué bien funcionaban! Ahora me conformo con divorcio y lujo. —Todas pasaron de la sonrisa a la risa mientras Eva se siente como un globo de feria perdido en el azul del cielo.
La directora de cine siguió mirando hacia dentro y hacia fuera y volvió al ataque.
—Quizás no una película, pero hoy en día se podría empezar por un ensayo feminista. Siempre estamos a vueltas con el feminismo, pero ¿qué hacer cuando una quiere conciliar la vida profesional, los hijos y, en este caso, el cuidado de los mayores? Mucha matraca con el feminismo de confrontación macho–hembra, pero los problemas del día a día de la mujer no están ni mucho menos resueltos.
Eva empezó a leer ensayos y escuchar vídeos sobre feminismo. La madre interrumpe la lectura de Eva y le pregunta que a qué hora van a cenar. Desde Una habitación propia de Virginia Woolf hasta el comic Persépolis de una mujer iraní. Eva deja el libro de Simone de Beauvoir para ayudar al padre en el baño por tercera vez. Y luego los ensayos de Hélène Cixous o incluso las propuestas del Ministerio de Igualdad, fundado por un partido político algunos años antes. Y fue entonces, mientras miraba uno de esos videos, que dio un respingo. Aquella voz, aquella voz… era su Voz. Juraría que sí. Se trataba de un mitin político grabado en Youtube con motivo de la celebración del día de la mujer. Una señora rubia de bote y sin peinar agarraba un micrófono:
—El feminismo —la voz sonó estentórea pero, de repente, se frenó como acariciando la palabra —el feminismo —volvió a subir el tono— no lo dudéis, es la madre de todas las causas, hoy y ayer. Y ¿hasta cuándo, vamos a aceptar que la mujer sea un ciudadano de segunda; hasta cuándo —el mismo juego de cadencias, la voz que subía como un castillo de fuegos artificiales para desvanecerse a continuación en un cuchicheo todavía audible— ella en casa y él, dueño del mundo; ¿hasta cuándo, ella sometida a violencia, violaciones y vejaciones y él, amparado por la ley?
Aquella voz hechicera no pudo por menos que estremecerla. ¿Sería posible que le hubiera invadido el cerebro una feminista? Eva cavila sorprendida, Eva revisa su vida en clave feminista. Eva recuerda que, en parte, se marchó de la universidad porque todos los puestos se los llevaban los hombres; que en aquellos tres años que pasó dando clase en el extranjero, el profesorado femenino no recibió aumentos de sueldo; que en el instituto eran las mujeres quienes se ofrecían regularmente como voluntarias. Eva frunce el entrecejo. Nunca había prestado gran importancia a esas cosas, consciente de que el mundo hace aguas por todas partes. Sin embargo, sabía que lo que más le aterraba en aquel momento era… convertirse en su madre. El pensamiento rompió en su cabeza como una ola llena de espuma devorando el espacio de la playa.
No podía permitirlo, no podía dejar que todo su futuro se encerrara entre cuatro paredes al servicio de un hombre. Agarró el teléfono y concertó una cita, esta vez en la Oficina de Empleo más cercana. La administrativa recorría con los ojos el formulario en pantalla que Eva había rellenado al solicitar la cita. De vez en cuando se escuchaba alguna palabra en voz alta: «cincuenta y cinco años… filología francesa… experiencia laboral en Lyon». Levantó la vista de la pantalla y finalmente formuló una frase con un verbo y todos sus complementos:
—Recientemente solicitó una excedencia laboral de un año para cuidar de un familiar, pero a su vuelta quedó roto el vínculo contractual dado que el instituto había cancelado el programa de clases de francés que usted impartía.
—Exacto. Ahora cuido de dos familiares, pero me gustaría volver a trabajar.
Le llegó el murmullo tan amortiguado de la Voz que no supo si se trataba de esta o de su conciencia: ¿A qué trabajo, alma cándida? ¿Y cómo se te ocurre mínimamente sugerir que tu madre está discapacitada? Verás cuando llegues a casa.
Eva sonrió circunspecta, mientras la administrativa le animaba a que entrara en la bolsa de trabajo, aunque —clarificó— con la crisis muchos de los programas de lengua habían desaparecido. Y le sugirió:
—¿Puede impartir clases en otras disciplinas? Inglés y matemáticas tienen mucha demanda —Antes de despedirse le recordó que la subvención del paro llegaría a su fin en dos meses.
En realidad deberías quedarte en casa y convertirte en símbolo de un nuevo feminismo. Además, el sueldo de una cuidadora que te reemplace va a ser más alto que lo poco que puedas ganar dando clases a niños desmotivados.
Pero voy a acabar desapareciendo, si me quedo en casa. La Voz se quedó callada. A Eva se le embarullaban los pensamientos personales con las frases mecánicas de la voz, y cada vez le costaba más trabajo distinguir quién decía qué, pues la Voz —como si fuera habitando cada vez más recovecos de su cabeza— se había acomodado de tal forma al trajín diario que, además de contabilizar las peripecias de su vida, remover emociones por dentro o desnudar sus miedos, daba opiniones que nadie le había pedido. Eva suspiró. Podría haber sido peor; su cerebro podría haber sido invadido por un vendedor de seguros o una adivina con una bola de cristal, que le presagiara la aparición de un extraño de voz varonil, un viaje en un país exótico, un premio de lotería o todo eso a la vez. Contagiada del pesimismo eterno de su madre, no se habría creído nada. Por lo menos, la Voz, a veces, compartía consejos brillantes. Claro que también era posible que aquella Voz diera un golpe de estado y acabara tomando las riendas de su vida mental.
Precisamente porque necesitaba sustraerse a la tensión diaria de ser cuidadora y de alguna forma quería ser protagonista de una vida interesante, le consoló aquella llamada de Julio. «¿Salimos?» Se tiñó las canas, pasó por la peluquería y, aunque no se consideraba coqueta, analizó con cuidado su vestuario. Tienes que renovar tu fondo de armario. Desde años se dedicaban a tomar helados (ninguno de los dos era de copas) y charlar. No se te ocurra ser expansiva; las mujeres enigmáticas tienen más éxito. Pasaban períodos distanciados —cuando a él le pasó lo del divorcio o durante las estancias de Eva en el extranjero—, pero inevitablemente volvían a la amistad que iniciaron décadas antes durante un cursillo de didáctica. Y si te gusta, ¿por qué no tener una aventura?
—Lo que de seguro no voy a hacer es mencionarle que tú existes. — Respondió Eva en voz alta. ¿Y por qué no? Siguió un silencio extraño, incómodo, bajo la sospecha de que la frontera que mediaba entre conversar con una Voz de origen desconocido y volverse loca podía ser muy porosa. Mientras se maquillaba, Eva se preguntó si así empezó el Alzheimer de su padre, con una conversación en otra dimensión. Tantas cosas del cerebro humano que todavía se encontraban más allá de los conocimientos actuales médicos.
Julio había pedido un cono de caramelo salado, que tan de moda se había puesto, y Eva se decantó por el sabor habitual: helado de turrón. Sentados en la terraza, la conversación, como siempre, mariposeó en todas las direcciones: literatura, cine, viajes, experiencias con estudiantes, el declive de las humanidades y una discusión sobre la invención de Dios de acuerdo con las tesis de los antropólogos. Eva, ávida de vida, sorbía cada palabra. Julio, profesor de filosofía, hilvanaba las frases sin parar de hablar. En eso era como casi todos los hombres y a Eva solía no importarle. A lo largo de los años, alguna vez que otra, Julio se le insinuaba. Eva no lograba tomarlo en serio. No en vano su madre le había enseñado a desconfiar de todos los hombres sin excepciones. Se dejaba arrullar simplemente, como una paloma lista para romper a volar. Aquella vez Julio tenía un aire desmejorado; parecía más delgado, ojeroso y pálido que lo habitual. Eva no quiso decir nada. Julio, de repente, se paró, se puso serio, la miró desde otro lugar y le espetó:
—Tengo una noticia que contarte, Eva. —Suavizó el tono— No lo vas a imaginar.
—Una buena noticia, claro. —Eva sondeó el camino de su mirada— ¿Vas a publicar otra novela?
Julio meneó la cabeza.
—¿Vas a trabajar como actor en una película? —sonrió Eva.
—No.
—¿Te han hecho catedrático en la universidad?
—Eva, hace varios años que ya soy catedrático. Seguro que te lo conté.
—Entonces, ¿te has hecho neoplatónico? —chanceó perdida. Julio siguió meneando la cabeza.
—No lo vas a adivinar. Me voy. Por un año. A Vietnam, de profesor invitado.
—Pero Julio, eso es, es… fantástico —trastabilló Eva.
Mentirosa, dile que contabas con él para endulzar tu vida.
—Pero ¿por qué Vietnam? ¿No está un poco lejos? —todo lo que Eva recordaba en ese momento de Vietnam era el conflicto bélico con Estados Unidos, algo sobre la exportación de pescado y el relato de una amiga que fue a visitar a su hija, trabajadora de una ONG y pasó unos días tropicales desvelada por un ciclón. ¡Ah! La capital era… Hanoi. No podía imaginar que le llevaba a su amigo al otro extremo del mundo.
—¿Se trata de una estancia de trabajo? ¿De algún proyecto sobre filosofía oriental? —inquirió.
La reacción de Julio fue entonces de lo más extraña. Su brazo aleteó, como si espantara una mosca invisible, y de sopetón, en tono agrio, farfulló:
—¡Pero te quieres callar ya!
Eva le miró primero atónita. ¡Callar! Luego, encendida y en una cascada de sorpresa, alegría y duda, le gritó:
—¡Te habla una voz! Escuchas una voz. ¿Es verdad que te habla una voz?
Julio la miró desalentado. Le contó una historia de frustración, de noches de insomnio y confusión mental, de no saber qué pasaba.
—Es como estar casado de nuevo, no saber en qué momento vas a meter la pata y, de repente, escuchar una queja lastimera que viene de ninguna parte — explicó. —Al principio me pasaba cuando estaba solo. Ahora es incontrolable. Por eso me voy a Vietnam.
Intercambiaron notas sobre los comportamientos de sus Voces respectivas y se separaron tristes, como náufragos zarandeados por la misma tormenta, incapaces de ayudarse el uno al otro.
Pasaron varios meses, nada parecía resolverse. Le surgían de manera ocasional trabajos esporádicos que no duraban más de un par de semanas. Eran reemplazos a profesores de baja por una enfermedad o una depresión. Se entusiasmaba con ellos, pero también al tumbarse en la cama por las noches, se sentía derrengada como un divertido muñeco de feria al que le hubieran apagado el percutor de la electricidad. Luego se desvelaba por las noches calculando en el reloj las horas que necesitaba para completar correcciones, preparar clases, asear a su padre y escuchar las quejas de su madre. Seguía mandando callar a su Voz regularmente, pero ya no distinguía si se enfadaba con ella o consigo misma. Un día se enfrentó a ella.
—Pero tú ¿quién eres? ¿Quién te ha dado vela en este entierro?
La Voz se quedó callada y al rato, tímidamente:
—¿De verdad no lo sabes? —su tono se había vuelto cálido y juguetón.
—Si lo supiera, no te preguntaría.
—Entonces, ¿no te acuerdas de mí?
Eva miró al techo, totalmente perdida, mientras la Voz contenía la risa.
—¿No te acuerdas de tu infancia?
Eva tenía un recuerdo nebuloso de aquel período. No recordaba ningún trauma y sí muchos momentos de aburrimiento, incomprensión y miedos. La voz aclaró:
—Soy tu sombra.
Aquella declaración no la pilló totalmente desprevenida ya que había oído hablar de la noción jungiana de la sombra. La Voz siguió entre feliz y melancólica:
—Soy todo lo que has escondido desde que eras niña: tus defectos y tus sueños, tus miedos y tus ambiciones. ¿De verdad no te acuerdas? De niña hablábamos continuamente; todo era más fácil. Nos reíamos. Gradualmente empezaste a hacerme desaparecer. Te volviste seria, preocupada; un tostón. He vuelto porque no aguantaba más —su voz tembló— y porque me necesitas.
La vida siguió su curso. Hablamos mucho. Es como tener una hermana. Hemos vuelto a partirnos de risa regularmente. Claro que, a veces, no entiendo por qué somos tan diferentes.
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*Ana M. Montero imparte clases de lengua y literatura en la Universidad de Saint Louis (Missouri, Estados Unidos) desde el año 2002. Obtuvo su licenciatura en filología inglesa en la Universidad de Sevilla y un doctorado en literatura medieval castellana en la Universidad de Michigan. Es autora del estudio De la literatura amorosa a la ética política: la obra de don Pedro de Portugal (1429-1466) publicado por la Editorial de la Universidad de Sevilla (España) en 2021. Como temas de investigación destacan en su quehacer: el arranque de la ficción en el siglo XV, incluyendo Celestina y la ficción sentimental; las relaciones entre política y literatura; y la producción literario-científica en la época de Sancho IV (1282-1295). Ha publicado el relato «En busca del paraíso» en homenaje a Dante Alighieri dentro del volumen colectivo Homenaje. Relatos Inspirados en nuestros Grandes Autores, auspiciado por la Orden Literaria de William Shakespeare (Sevilla, España).
Otras poblicaciones suyas son: «Ponerse a tope» [Relato finalista]. V Concurso de relatos literarios Alberto Fernández Ballesteros (Sevilla, Spain: UGT, 2017): 65-73. «La mejor amiga». Egos variables (Sevilla: Padilla, 2017), pp. 55-60. [Egos variables es una colección de 12 cuentos producto de un curso de escritura creativa dirigido por el profesor José Carlos Carmona, Universidad de Sevilla, Spring 2016]. «La desmemoria», [Relato finalista]. IV Concurso de relatos literarios Alberto Fernández Ballesteros (Sevilla: UGT, 2015): 87-96.