SOBRE LA COMPASIÓN

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sobre la compasion

Por Catalina Franco Restrepo*

Conocí el final de la historia de un hombre indio indocumentado que trabajaba para una empresa italiana en el campo. El hombre tuvo un accidente con una máquina, que le arrancó un brazo y le estripó las piernas, y los encargados de la empresa lo recogieron destrozado y lo tiraron frente a su casa junto con el brazo. Su esposa imploró ayuda, pero no sirvió de nada, y él murió tras cuarenta y ocho horas de tortura.

Vivo en el campo. Contemplo permanentemente distintas formas de vida alucinantes. Descubro con frecuencia insectos que no había visto nunca. Los rescato cuando quedan atrapados y el rescate es posible. Hace poco, antes de acostarme, vi dentro de la habitación una mosca sonora que volaba de lado a lado. Pensé que no me iba a dejar dormir y la perseguí cuidadosamente durante un rato para intentar sacarla, hasta que me rendí. No era fácil estar mosca. Así que lo dejé ser, leí en mi cama oyéndola de fondo y después la olvidé. Al rato me paré por un vaso de agua y la vi en el piso. Me acerqué para cogerla y ponerla a salvo afuera, pero casi no se movió. La supe rendida. Supe que mi persecución ocupó los que eran sus últimos minutos de vida. Y sentí una gran tristeza de ver a esa mosca luchadora, viva, ya casi sin movimiento. La vida se va yendo y no lo sabemos. Nunca sabemos.

Hace unos días estaba en una cabaña rodeada de bosque y llegó una familia con un perro a una otra cercana. La familia salía cada mañana y volvía al final de la tarde, pero dejaba al perro encerrado. Una vez ellos cerraban la puerta, su perro empezaba a llorar. Aullaba con una profundidad y una continuidad lacerantes, durante todo el día, y esos aullidos me llegaban a mí, que leía en el balcón, y me rasgaban. Pensaba en si esa familia sería consciente de la tristeza de su perro durante todas esas horas cada día. Pensaba en lo fácil que es cerrar los ojos —o la puerta— para no ver y así no sentir. Y en que tanta gente capaz de ignorar el llanto del perro es capaz de ignorar todo lo demás.

Me topé con la foto de un señor canoso, de gorra y gafitas, que cargaba un letrero grande y colorido en una calle de Medellín. Decía: «Tengo 72 años. Todavía me siento muy útil a la sociedad. Por favor, necesito que alguien me dé trabajo. Soy pintor artístico y exinstructor del Sena. Decoro fincas, locales, pinto cuadros, murales». Y ponía el teléfono. La publiqué en Twitter y casi doscientas personas la compartieron. A veces ese movimiento digital se queda solo en eso, pero quiero pensar que ese primer paso surgido de la compasión desencadena una onda que seguirá avanzando y que, de alguna manera, tocará al señor.

Hablaba la periodista Natalia Junquera en un artículo en El País sobre una fotografía llamada El padre y el hijo, tomada en 1957 en el puerto de A Coruña, durante el franquismo en España, en la que se ve a un padre joven abrazar a su hijo, los dos llorando, despidiendo al resto de su familia que partía hacia Buenos Aires, y a la que no volverían a ver. Escribe ella: «El padre falleció en 2006; el niño, el pasado domingo, a los 75, mientras Europa contaba las papeletas del olvido, es decir todos los votos recibidos por partidos que, en diferentes países y a falta de ideas, han decidido desentenderse del éxodo de sus compatriotas que huyeron de la guerra o para buscar una vida mejor, y señalar a un enemigo común: el inmigrante. Es la excusa para los problemas que no saben solucionar: el paro, la vivienda, el miedo, el malestar. Las urnas dicen que funciona». Se refiere a las elecciones del Parlamento Europeo, en las que avanzó peligrosamente una ultraderecha cercana al fascismo, ese que elige las vidas que valen y las que no, y dibuja la vida en torno a eso. Se refiere a que olvidamos fácil, incluso cuando hemos conocido heridas como las que otros sufren hoy. Se refiere a esa idea que expresó Carlos Boyero hace poco sobre cómo «somos muy receptivos con el infierno y el desvalimiento que pueden sufrir los más inocentes». Se refiere a que hay tantísimos acostumbrados a cerrar los ojos, la puerta, para no oír al perro.

Leí en un artículo de la periodista Karelia Vásquez sobre la fuerte tendencia en Copenhague a sembrar y producir sus propios productos, a acariciar la tierra e inundar la ciudad de techos verdes para salvarla. Contaba que cuando fueron a conocer varias de estas prácticas era final de invierno y «las abejas que queríamos fotografiar dormían profundamente y no las iban a molestar por unas fotos. La naturaleza va primero. Y así nos lo hicieron saber». Pensé que la belleza es eso: cuidar el sueño de una abeja.

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* Catalina Franco Restrepo es periodista e internacionalista, y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas. Viajera y lectora, ha recorrido alrededor de sesenta países que, junto con su amor por la naturaleza y todas las formas de vida, se han convertido en su gran inspiración para contar historias y le impiden perder la esperanza.

Escribe una columna semanal en No Apto y presenta el podcast mensual Universo No Apto.

Twitter e Instagram: @catalinafrancor

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