TERESITA GÓMEZ. MÚSICA TODA UNA VIDA

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teresita gomez

Por Beatriz Helena Robledo*

Ilustraciones de Estefanía Montoya Echeverri**

LA NIÑA DEL PALACIO   

¡Tormenta, rayos centellas! La lluvia arrecia, el cuarto se ilumina de forma descontrolada. Es más de media noche. La niña de cuatro años se despierta y se queda quieta, muy quieta. El corazón pequeñito se le acelera, escucha su tun, tun como el de un pájaro asustado y a la vez oye a su madre rezar llena de miedo. Se tapa con las sábanas y reza ella también mentalmente. Pide que su papá la proteja, lo llama, pero él sigue durmiendo. Quizás no la alcanza a oír porque está acostado en el otro cuarto en la cama pequeña. Ella está en la cama grande con su mamá quien se ha levantado temblando. La coge del brazo y la jala debajo de la cama, la aprieta en su seno, mientras reza.

—Aplaca señor tu ira, tu justicia y tu rigor.

Le reza a San Nicolás de Tolentino, a San Martín de Porres, a la Virgen Inmaculada.

La niña se queda paralizada en ese rincón oscuro, sobre el piso de tablones de madera pegada a su mamá. Sigue la tormenta. Los ronquidos de su papá se mezclan con los truenos cada vez más cerca. Con el calor y el murmullo de los rezos de su madre finalmente se queda dormida.

Esa niña es Teresita Gómez, Tere, como le dicen sus amigos y la escena vive aún en su memoria y es traída al presente después de tantos años, un presente que depura las imágenes, limpia los rencores y los duelos, y matiza las estridencias de la vida. Tere guarda su casa como un tesoro. Es el nido que la protegió del abandono y quizás de un destino diferente y hoy inimaginable.

Esa casa es pequeña y grande a la vez. Es sencilla, pero encierra los diamantes más preciados del arte.

«—Qué casa tan linda la que tuve yo —dice, con una nostalgia apaciguada por los años—. En mi casa había una camita, luego estaba el otro cuarto donde había una cama doble, la mesa de comedor donde se planchaba, con un armario. No me dejaban acercar dizque porque había un entierro. En mi casa no había espejo. La cocina pequeñita y un baño con una ducha que se puso después, porque antes se calentaba el agua».

Tere sigue limpiando sus recuerdos. La imagen de su padre roncando sin atender su miedo no es del todo justa. Quien más veló por ella fue Valerio, sólo que en una época le gustaba el traguito y dejaba de ser él, ese papá amoroso, comprensivo, ese esposo abnegado y recto que cuidaba de su familia y de su casa con esmero y una asombrosa dignidad. Sin embargo, recuerda pequeñas escenas violentas cuando su papá tomaba trago y se emborrachaba. Terminaba pegándole a su mamá quien se defendía con cantaleta. Tere recuerda esas escenas con pavor. Cuando se demoraba, la mamá la mandaba a que fuera a la cantina por él. Él la sentaba allí y le daba algo de tomar o de comer para esperarlo. Pero la vida se encargó de enderezarlo. Un día su papá sufrió un accidente, se cayó y se dio un golpe en la cabeza, estuvo un tiempo muy mal, como embobado, recuerda Tere.

«Después de que se arregló de eso, nunca más volvió a tomar, no pasaba de dos cervezas y eso fue maravilloso, porque mi papá era pacífico, y es que mi mamá lo exasperaba».

Esa mamá cantaletuda, nerviosa, rezandera, llena de miedos, se refugiaba con exagerada devoción en la forma más icónica de la religión. De niña, Tere tenía que pagar un precio para poder traspasar el umbral de su casa pequeña y acceder al palacio que sellaría su destino. Debía atravesar un cuarto lleno de estatuas de santos que recuerda con pánico. Los santos estaban cubiertos con sábanas blancas y parecían fantasmas que perseguían a la niña asustada en sus sueños. Pasar por allí era una prueba de fuego y quizás también la causa más tangible para que Tere creciera con una fe igual de enfermiza a la de su madre. Luego, en la adolescencia, logró soltar los miedos y liberarse del terror que le producían las estatuas de yeso con nombres pomposos que prometían castigos y a la vez amparo frente a las tormentas.

«Yo fui rezandera, rezaba a diario, iba a la iglesia y me iba para donde el señor caído y lloraba. Leía el misal en la misa. Tenía uno de esos que le dan a uno en la primera comunión forrado con concha de nácar. Eran divinos. Recogía estampas, tenía una fascinación por ellas y las coleccionaba. Mira cómo da de vueltas la vida, todas las semanas santas, el viernes santo, para mí era de un dolor profundo porque iba a morir Jesús. Durante las procesiones acompañaba a mi mamá desde Córdoba pasando por La Playa. Le decía que me vistiera con un vestido de concierto. Y yo me iba cantando. La música, si mal no recuerdo, era de Gonzalo Vidal. Hasta los doce años duró esta película. Luego nos íbamos a almorzar a la casa. Bellas Artes estaba vacío, en esa época en Semana Santa sólo se podía escuchar música clásica y sábado y domingo era silencio. Era un respeto por esa ceremonia. Y ahora que ando persiguiendo la paz con el Zen, veo que esos rituales y esos momentos de silencio profundo y ese estar ahí con los seres de luz son muy importantes. También lo son las ceremonias que evocan que uno vuelva en sí mismo, en la búsqueda de uno ¡y quedan tan pocos momentos para eso!»

Estas palabras de Tere parecen dialogar con la descripción que hace Fernando Vallejo de esas mismas semanas santas, en ese mismo Medellín de su infancia, que es la misma infancia de Teresita; comparten edad, ciudad y religión y si no se encontraron en esos tempranos años, fue porque aún no debían encontrarse, lo hicieron más adelante en Bella Artes:

«Viernes Santo, día de dolor, a las once de la mañana por el centro de Medellín, cuando Jesús cae tres veces, procesión de las tres caídas. Adelante, precedidos por los monaguillos y los incensarios, iban tres padres con sus casullas bordadas de oro. Atrás iba la banda tocando “Las Estaciones” de Vidal. En medio nosotros, las comparsas, los extras, la multitud. Y sobre nosotros Cristo, Pilatos, los judíos, los apóstoles. Iban los doce apóstoles en fila india, tambaleantes, con sus largas vestiduras de terciopelo, rojas y azules. Como si los detuviera un semáforo celestial, paraban en cada esquina y se perdían por un instante, etéreos, entre un fervor de rezos y nubes de incienso». [1]

* * *

Amanece. A Tere la despiertan los pianos que resuenan en el Palacio prometido al otro lado del cuarto de los santos. La despiertan los violines y el canto. Tere quiere salir, pero su mamá no la deja. Le sirve el desayuno, luego le calienta el agua para el baño (aún siguen sin ducha). Se sienta en una silla plástica y su mamá llega con la olla con agua y una esponja. La frota con fuerza buscando aclararle los codos y las rodillas. La piel de la niña es negra y la piel de la madre es blanca. La madre sigue estregando con fuerza, la desespera ese color que no acepta, que la agrede, que la confronta, aunque no sea muy consciente de por qué ese rechazo. La niña intenta escapar, quiere salir a pesar de los santos.

—Vení, yo te peino ese churrusquero.

Tere llora por los jalones, pero también porque el pelo le crecía para arriba, así era de pasuda.

—Nunca me aclararon los codos, negros, negros. Pero sí las rodillas con tejo.

Atardece. Tere espera con ansia que llegue su papá, la tome de la mano y la lleve a hacer la ronda de cierre. Recorrían todo el palacio, ese segundo reino al que accedía con sólo abrir una puerta.

Ese palacio no es imaginario, ni es el de los cuentos de hadas que Tere escuchaba de niña, no. Es el palacio de Bellas Artes en el que trabajaba su papá, Valerio Gómez, como portero. El mismo al que accedía Teresita desde su casa humilde y pequeña que quedaba dentro y que se comunicaba por una puerta y una escalera. Como las matrioskas, una casa pequeña dentro de una casa grande, tan grande que era palacio.

«Lo voy a contar a mi modo: acompañaba a mi papá todas las noches a cerrar cada cuarto, a vigilar que no se hubiera quedado nadie adentro, que los pianos estuvieran cerrados, que no hubiera ventanas abiertas. Y mientras mi papá hacía ese recorrido, yo iba tocando ¿qué? No sé. Entonces yo todos los días escuchaba a las niñas dar las clases y yo veía cómo les enseñaban y por la noche trataba de hacer lo mismo, me escapaba y me iba a tocar los pianos, a ensayar lo que había visto y escuchado. No me perdía pues conocía muy bien el palacio por los recorridos que hacía con mi papá».

Un día Valerio le dice a su esposa:

—Teresa, la niña tiene como buen oído.

—Dejá la bobada, ahora sí, estusiasmala pues por el piano. ¿Vos te embobaste? Te van a echar de aquí, vos. ¿Con qué le vas a comprar un piano a la niña? Eso no es pa’ negros. ¿Vos sos bobo, o qué? No entusiasmés a la niña, qué pecao, después ella se queda con ganas y ¿qué vamos a hacer? Seguí así.

— Ay, Teresa, ¡qué le va a hacer mal!, decía sin hacerle mucho caso.

Al recordar este diálogo, Tere reconoce, con la certeza de los años, que su madre tenía razón. Sus palabras eran sabias. ¿Qué habría pasado si en realidad los hubieran echado del Palacio? ¿A qué sórdido lugar hubieran tenido que ir a vivir, un ex–policía y su mujer un poco loca y enfermiza, con una niña negra con oído absoluto, a quien le hubiera tocado quizás cambiar las notas del piano por el ruido estridente de una ciudad que crecía y se volvía cada vez más bullosa y desordenada? Quizás hubieran tenido que ir a refugiarse a Marinilla, de donde eran oriundos Valerio y Teresa. Claro que en la casa de los papás de Teresa no habrían sido bien recibidos, sobre todo por Valerio, a quien consideraban inferior, pues ellos sí tenían casa en el marco de la plaza principal con tienda incluida, que atendía don Leocadio, el abuelo de Tere; la familia Arteaga era de prestigio y tenía platica, además, las hijas eran bonitas y bien presentadas. La mamá de Valerio en cambio vivía en una casa muy pobre. Allí tampoco hubieran podido refugiarse pues a Teresa Arteaga no le gustaba ir allá, le daba cierta vergüenza. Dice Tere que su mamá tenía problemas de clase y, además, se sentía muy incómoda en una casa con piso de tierra, hornilla de leña en el suelo, ubicada en la parte de atrás y una sola cama. De pronto un cuadro único, solitario, rememorando épocas mejores y además torcido. La señora vivía sola pues había enviudado tres veces y Valerio era el hijo menor.

Por fortuna nunca los echaron y Tere pudo seguir ensayando, siempre a escondidas. Cada vez le sonaban mejor las notas y empezó a mejorar hasta que por fin le salió una pieza entera: La marcha del soldadito. Valerio orgulloso de ver los progresos de su hija se quedaba con ella más tiempo para que practicara. Era sorprendente, pues la niña aún era muy pequeña y no leía nota, tocaba a puro oído, pero era muy concentrada y estudiaba y estudiaba y, sobre todo, muy silenciosa; como todo era a escondidas, Tere no hacía ruido, sólo tocaba.

Un día tocó una de las piezas completas y su papá dijo las palabras mágicas:

—Hoy le voy a abrir el piano de cola para que dé el primer concierto.

«Eso todavía me emociona, porque ahí mi papá hizo “pa”, ahí me lanzó, tuvo una sabiduría. No sé, abrió el piano, bajó y se sentó como en la tercera fila y me dijo:

—Haga la venia, pues.

Porque cada seis meses había concierto de niñas. Entonces yo hice la venia y toqué mi pieza. Y me aplaudió así: ¡clap! ¡clap! ¡clap! Fueron como tres palmadas y eso sonó en todo el teatro Y dijo: —Voy a ir por su mamá pa’ que la oiga— Tenía que bajar al primer piso. Mi mamá estaba en la cocina.

—Vení que te voy a mostrar una cosa— Y llegó mi papá con mi mamá y me dijo:

—Mija, bueno, vea, pa’ que le toque a su mamá la piecita— Yo toqué la piecita entonces mi mamá dijo:

— ¡Ay, Valerio! ¿Y ahora qué vamos a hacer?»

Así empezó esta historia.

 * * *

El presente texto hace parte del libro «Teresita Gómez. Música, toda una vida», de Beatriz Helena Robledo. Publicado por editorial Debate.

NOTA

[1] Vallejo, Fernando. Los días azules (1985) Alfaguara: Bogotá p. 43

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* Beatriz Helena Robledo es escritora, ensayista y profesora. Investigadora en las áreas de literatura infantil y juvenil y en procesos de formación lectora. Fue Subdirectora de la Biblioteca Nacional de Colombia y Subdirectora de Lectura y bibliotecas de CERLALC (Centro Regional para el fomento del libro en América Latina y el Caribe). Ha escrito varias obras de ficción tales como: Flores blancas para papá (SM), Fígaro (SM), El otro Simón (Planeta). Ha elaborado antologías de cuento y poesía, siendo la más reciente Mi primer libro de poesía colombiana (SM) y Personajes con diferentes trajes, antología de poemas para niños de Rafael Pombo (SM). También se dedica a cultivar el género biográfico destacándose las biografías: Rafael Pombo: la vida de un poeta (Ediciones B), Viva la Pola (Libro al viento. Idartes), María Cano, la Virgen Roja (Random House) y Teresita Gómez. Música toda una vida (Random House). Igualmente ha escritos textos de investigación en lectura y literatura infantil y juvenil: El arte de la mediación: espacios y estrategias para la promoción de la lectura (Editorial Norma) y Todos los danzantes; Panorama histórico de la literatura infantil y juvenil (Universidad del Rosario/Babel libros).

Recibió la Beca de Investigación Fernando Charry Lara, Panorama de la literatura infantil colombiana Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 2006, la Beca de investigación, International Jugendbibliotheke, Munchen, Alemania, 2000 y la Beca Colcultura de Investigación 1996, Literatura Infantil colombiana: medio siglo de olvido (1900–1950). Bogotá, 1996. Fue jurado del Premio Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil SM, del Premio Casas de las Américas en Literatura para niños y jóvenes y del Concurso Nacional de cuento RCN–Ministerio de Educación Nacional. Profesora en los cursos virtuales sobre Literatura infantil y juvenil del Instituto Emilia de Brasil y en el Diplomado Esferas Culturales, Conarte. Monterrey, México. Actualmente es asesora del programa Esferas Culturales de Conarte, Monterrey, México y dirige el Consultorio Lector, programa de atención personalizada en lectura, escritura y literatura.

** Estefanía Montoya Echeverri es Maestra en artes visuales con enfoque en técnicas gráficas. El trabajo de EME se enmarca en la percepción creativa de esos sucesos que acontecen en la cotidianidad del sujeto, entremezclando lo figurativo con la libre forma del trazo, alcanzando formas subjetivas con tintes objetivos. Durante los últimos años, EME ha realizado trabajos gráficos basados en el dibujo sobre superficies alternativas, tomando como insumo principal la tinta y el contorno delgado de una línea, de esta manera, su obra se transforma en la unión de texturas y formas poli-cromáticas que expresan la fuerza creativa y perceptiva de una mirada ajena a lo común. Ha participado en diferentes colectivos artísticos de la ciudad de Medellín enfocados a la experimentación de las posibilidades artísticas en la gestión, producción y formación. Actualmente participa en procesos de medios escritos digitales e impresos como ilustradora. Instagram: @eme_artdesing

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