BOHRION

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bohrion

Por Jairo Roldán-Charria*

I

Veinticinco años después de mi encuentro con la perla misteriosa que cambiara para siempre mi visión del mundo —y del cual me propongo hablar en detalle en otra ocasión limitándome ahora a decir que ese encuentro me llevó a estudiar las implicaciones conceptuales de la mecánica cuántica de la mano de dos personas muy especiales e importantes para mí que llamaré la Profesora y el Amigo— volví a la cabaña, no con el ánimo de bucear en las aguas de esa parte de la isla y disfrutar de todas las sensaciones indescriptibles que siempre me invadían al hacerlo, sino para sumergirme en la lectura de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges y de los documentos que el Amigo me enviara con su interpretación bohriana[1] de la mecánica cuántica.

Había comenzado a leer el cuento de Borges por recomendación del Amigo quien me había comentado que uno de los aspectos que impactan en los escritos borgianos es el tratamiento literario de temas filosóficos y en particular metafísicos, lo cual se hacía más evidente en la obra mencionada que contiene la narración del descubrimiento casi casual de una enciclopedia acerca de un mítico planeta: Tlön, cuya metafísica es, de modo implícito y explícito, idealista en su totalidad. Añadió que, en su relato, Borges ensaya a interpretar el mundo fenoménico suponiéndolo constituido por objetos con el mismo carácter de los procesos mentales, y que para quien está familiarizado con la física cuántica el mundo imaginario de Borges resulta sorprendente puesto que los fenómenos cuánticos muestran que las componentes fundamentales de la materia, aquello de lo cual se supone que está constituido el mundo que percibimos, no parecen poderse concebir como si poseyesen propiedades totalmente independientes del observador.

Me propuse leer con cuidado el cuento de Borges y decidí para ello volver a la isla del Caribe y a la cabaña donde en el pasado solía retirarme y a la que nunca había vuelto por temor de revivir mis sentimientos, mis asombros y aprehensiones, mis temores y nostalgias, mi confusión y mi certeza, relacionados con el episodio sucedido veinticinco años antes.

En la cabaña no encontré rastros ni de la perla ni del cofre donde la dejara. De hecho solo la silla mecedora, la mesa, el catre y la cómoda restaban de los antiguos enseres. Al abrir la cómoda que había dejado vacía tantos años atrás, encontré para mi sorpresa un pequeño libro de color negro, un opúsculo cuyo nombre era Bohrión. Ni en la carátula, ni en las primeras páginas aparecía el nombre de su autor. Tampoco figuraban ni la editorial, ni la fecha de impresión.

Al comenzar la lectura del libro me di cuenta de que narraba la metafísica de un mundo, y ello no solo me recordó de inmediato a Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, sino que al continuar leyendo me percaté de que la metafísica de Bohrion era una continuación de la de Tlön y que coincidía en gran parte con lo que el Amigo me ha explicado acerca de su interpretación de la mecánica cuántica. Semejante coincidencia me pareció extraña e inquietante y tuve el sentimiento vago de aquel momento mágico que veinticinco años antes tuviera con la perla misteriosa.

Recordé mis conversaciones con la Profesora acerca de la naturaleza de la realidad y las dos grandes posiciones que existen al respecto: el monismo, que la concibe constituida por un sólo principio, que puede ser material, lo que da origen a todas las formas de materialismo, o mental, o ideal, en cuyo caso se habla de idealismo, también con distintas variantes, y el dualismo, que considera la existencia de dos principios diferentes como constitutivos de todo lo que existe.

Discutimos el monismo materialista de Demócrito, según el cual el mundo externo a nuestra conciencia, al igual que la conciencia misma, están hechos de partículas indivisibles: los átomos, y las tesis de Berkeley, que lleva su monismo idealista hasta la misma inmaterialidad o sea la negación de toda existencia real a la materia. Y como ejemplo de dualismo analizamos a Descartes, quien concibe dos grandes variantes de la realidad, la res extensa, aquello que se extiende en el espacio, lo externo a la mente, y la res cogitans, que constituye la conciencia misma.

Sobre el monismo materialista la Profesora evocó a un antiguo conocido de sus épocas de estudiante, acérrimo partidario del materialismo que calificaba todo aquello que no fuera el más estricto materialismo, incluido el dualismo, como «desviaciones idealistas».

Otro diálogo tuvo lugar en una cafetería en el barrio San Antonio de Cali donde disfrutábamos de la vista hacia un hermoso patio y degustábamos un café con deliciosos pandebonos.

—Lo que percibimos con nuestros sentidos —dijo la Profesora— nos aparece con un carácter de permanencia, con una estructura. Podemos hablar de la posición de los objetos definida en relación con los demás objetos. Las relaciones constantes entre las cosas y el tipo de relación dan lugar a la geometría.

—Todo ello nos lleva a la noción de espacio, o implica tal noción —añadí.

—De acuerdo —dijo la Profesora—. En cada instante de tiempo, concebimos el universo percibido como fijo en el espacio y, si bien a medida que pasa el tiempo suceden cambios en las relaciones entre los objetos, subsiste un gran fondo permanente. El cambio tiene lugar en el tiempo.

—O mejor, —señalé— el tiempo es una manifestación del cambio. Decimos que pasa el tiempo porque percibimos cambio. Si nada cambiase, no tendría sentido la noción de tiempo.

Después abordamos el tema de la causalidad.

—Observamos también —afirmó la Profesora— que los eventos, constituidos por aquello que sucede aquí o allá en este o en otro instante de tiempo, mantienen a veces relaciones invariantes. Ciertos eventos tienen lugar siempre después de otros. Esto nos lleva a la idea de causalidad. Concebimos algunos eventos como causa de otros que serían sus efectos.

—¿Y qué se puede decir —pregunté— de la afirmación de Hume de que no podemos justificar las relaciones causales ni por la razón ni por el recurso a la experiencia?

—A pesar de ello —respondió la Profesora— se muestra difícil, si no imposible, concebir el mundo sin la idea de causalidad. Sin ella, el mundo aparecería como una serie de eventos que sucederían en el tiempo sin conexión alguna. En cada instante, surgiría en nosotros una duda pavorosa sobre lo que vendría en el instante siguiente. Al despertar cada mañana, antes de abrir los ojos, nos asaltaría el temor acerca de si el mundo todavía existe y no tendríamos certeza sino de nuestra propia existencia como seres aterrados.

Después de un breve silencio, mientras disfrutábamos del pandebono y del excelente café, respondí que estaba de acuerdo con sus observaciones. La Profesora afirmó entonces:

—Lo que constituye nuestra conciencia, en cambio, carece de la permanencia que tienen las cosas en el espacio. Sólo sucede en el tiempo, pues percibimos cambio en los procesos mentales.

—A veces, sin embargo, —observé yo— parece captarse algo como una estructura en una serie de pensamientos; cuando contemplamos, por ejemplo, la relación entre los conceptos que forman un sistema con coherencia lógica y mediante la concentración lo mantenemos fijo en el campo de la conciencia.

La Profesora reflexionó un poco mientras saboreaba su taza de café y respondió con entusiasmo:

—Es verdad, más ello no permanece en nuestra mente. Es sólo transitorio y breve. El carácter de necesidad que caracteriza las relaciones causales entre los eventos del mundo percibido por los sentidos no parece tenerse en los procesos mentales. En un proceso mental puede identificarse una línea de pensamientos. Pero otro proceso que comience con los mismos pensamientos dará lugar, en general, a una línea diferente de pensamientos. Un argumento, por más lógico que sea, no se reconstruye automáticamente, se debe hacer un esfuerzo consciente por eliminar de la atención un gran número de pensamientos que desdibujan la línea original que se quiere reencontrar.

Me miró sonriendo, preguntándome de modo implícito si estaba de acuerdo. Con un gesto asentí y luego añadí:

—En cambio, la piedra que se suelta cae de nuevo irremediablemente a tierra. En general, la conciencia fluye sin que podamos identificar una relación de necesidad entre un pensamiento y otro. No se muestra entonces evidente la posibilidad de utilizar la idea de causalidad en los procesos mentales. Aunque…si se tiene una serie de axiomas de ellos se siguen necesariamente ciertas consecuencias: teoremas, corolarios… ¿Entonces?

—Eso es correcto, pero la relación entre una serie de axiomas y sus consecuencias es de necesidad y no de causalidad, no decimos que los axiomas son la causa de los teoremas y corolarios….

Nuestra conclusión fue la siguiente: en una primera aproximación al mundo quizás la visión que surja sea de naturaleza dualista.

En cuanto a Tlön y su metafísica, comenzaré recordando que Berkeley presenta toda una serie de argumentos para sostener su inmaterialismo. Hume decía que no tenían réplica pero no producían la menor convicción. Borges, en cambio, construye un mundo cuyos habitantes son «congénitamente idealistas». Trata de imaginar una descripción del mundo percibido si se concibiese éste con el mismo carácter de los procesos mentales. Hemos mencionado que los procesos mentales no parecen tener el equivalente a una permanencia en algo que pueda equipararse al espacio. Su carácter se muestra sólo como temporal. Por ello para los habitantes de Tlön[2]:

«El mundo (…) no es un concurso de objetos en el espacio; es una serie heterogénea de actos independientes. Es sucesivo, temporal, no espacial».   

 «(…) los hombres de ese planeta conciben el universo como una serie de procesos mentales, que no se desenvuelven en el espacio sino de modo sucesivo en el tiempo».

Hemos dicho también que el fluir de la conciencia hace difícil hablar de una ley de causalidad para los estados mentales. De allí se sigue que los eventos del mundo se consideren en Tlön como independientes. Consecuentes con su metafísica, los pobladores de Tlön no aceptan entonces la causalidad:

«La percepción de una humareda en el horizonte y después del campo incendiado y después del cigarro a medio apagar que produjo la quemazón es considerada un ejemplo de asociación de ideas.

Este monismo o idealismo total invalida la ciencia. Explicar (o juzgar) un hecho es unirlo a otro; esa vinculación, en Tlön, es un estado posterior del sujeto, que no puede afectar o iluminar el estado anterior. Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo —id est, de clasificarlo— importa un falseo».

¿Cómo explicar, sin embargo, la permanencia de los objetos, la cual se manifiesta como estructura y que nos lleva a la noción de espacio? Si se quisiese interpretar el mundo como compuesto por objetos de tipo mental, podría argüirse que la permanencia es sólo relativa. Que la estructura que percibimos en el mundo lo es únicamente porque sus procesos de cambio son muy lentos comparados con nuestros procesos mentales. Si estos últimos se desarrollasen al mismo ritmo que los procesos geológicos, por ejemplo, el mundo se nos mostraría como algo perpetuamente cambiante, que sólo se desenvolvería en el tiempo, sin ningún tipo de relación espacial permanente. El mundo externo podría concebirse, por lo tanto, como una serie de lentos pensamientos. O como un grande y lento pensamiento.

Ahora bien, a pesar de que la permanencia de las cosas en el espacio puede considerarse como algo relativo, como fruto de una serie de muy lentos procesos mentales, el hecho es que, ante nuestra percepción, construida con pensamientos increíblemente rápidos comparados con el parsimonioso ritmo de los procesos externos, ese mundo externo se muestra, si se quiere, con la «ilusión» de lo permanente. Y ello abre las puertas a la «herejía materialista»:

«Para facilitar el entendimiento de esa tesis inconcebible, un heresiarca del undécimo siglo ideó el sofisma de las nueve monedas de cobre (…)»

El martes, X atraviesa un camino desierto y pierde nueve monedas de cobre. El     jueves, Y encuentra en el camino cuatro monedas, algo herrumbradas por la lluvia del miércoles. El viernes, Z descubre tres monedas en el camino. El viernes de mañana, X encuentra dos monedas en el corredor de su casa. El  heresiarca quería deducir de esta historia la realidad —id est la continuidad— de las nueve monedas recuperadas. Es absurdo (afirmaba) imaginar que cuatro de las monedas no han existido entre el martes y el jueves, tres entre el martes y la tarde del viernes, dos entre el martes y la madrugada del viernes. Es lógico pensar que han existido —siquiera de algún modo secreto, de comprensión velada a los hombres— en todos los momentos de esos tres plazos

Muchas críticas se hicieron en Tlön a tal herejía. Se habló de falacia verbal, de empleo temerario de dos voces neológicas: los verbos encontrar y perder, de una petición de principio, pues el uso de tales verbos presupondría la identidad de las nueve primeras monedas y de las últimas:

«Recordaron que todo sustantivo (hombre, moneda, jueves, miércoles, lluvia) sólo            tiene un valor metafórico. Denunciaron la pérfida circunstancia algo herrumbradas       por la lluvia del miércoles, que presupone lo que se trata de demostrar: la persistencia de las cuatro monedas, entre el jueves y el martes».

No obstante, como era de esperarse ante la innegable estructura del mundo —que así aparece a la percepción individual, dentro del breve lapso de nuestra existencia— tales refutaciones «no resultaron definitivas». ¿Cómo responder entonces a la gran herejía? Para ello es menester examinar un poco más a fondo la naturaleza de los procesos mentales. ¿Es en verdad correcto que no podemos hablar de pensamientos que permanecen? ¿De pensamientos que se «pierden» y que «reaparecen» transformados, «enmohecidos» quizás como las monedas del heresiarca, pero con un trasfondo de identidad? Parece un hecho que, en un proceso de pensamiento «ordenado», algunas mismas ideas van y vienen, se pierden y se reencuentran. Podemos referirnos a ellas con un lenguaje similar al del heresiarca cuando habla de sus monedas: «hace una semana tuve tales y tales ideas que hoy retomo» es una frase que consideramos plena de sentido. No luce imposible y sin sentido atribuir, entonces, a ciertos de nuestros pensamientos, la permanencia que el heresiarca atribuye a las nueve monedas. Sin embargo, y este es el punto clave, ello es posible sólo para cada sujeto individual, pues únicamente él o ella tiene acceso a su propio pensamiento. Se entiende entonces que la respuesta definitiva a la herejía materialista fuese en Tlön la hipótesis brillante de la existencia de un único sujeto:

«A los cien años de enunciado el problema, un pensador no menos brillante que el heresiarca pero de tradición ortodoxa, formuló una hipótesis muy audaz. Esa feliz conjetura afirma que hay un solo sujeto, que ese sujeto indivisible es cada uno de los seres del universo y que estos son los órganos y máscaras de la divinidad. X es Y y es Z. Z descubre tres monedas porque recuerda que se le perdieron a X; X encuentra dos en el corredor porque recuerda que han sido recuperadas las otras (…)»

La hipótesis anterior permite responder a una pregunta que surge de modo natural cuando se considera el mundo exterior, o sensible, como si estuviese constituido por una serie de lentos pensamientos. Y es la pregunta acerca del pensador o la mente que piensa el mundo; pues no se conciben pensamientos sin una mente que los piense. Yo, como sujeto, pienso mi mundo interno; si el mundo externo es pensamiento, ¿soy yo quien lo pienso? ¿Y dentro de esos pensamientos, que son los míos, se incluyen también los demás sujetos que piensan, la existencia de los cuales es un dato que viene de mi mundo externo, que es también pensamiento? El peligro del solipsismo, tesis según la cual yo soy lo único que existe, es entonces enorme. La hipótesis de un único sujeto, que es fundamentalmente todos los sujetos, o sea: no solamente yo, sino todos los demás seres pensantes, responde las preguntas y evita el solipsismo. Por ello:

«El onceno tomo deja entender que tres razones capitales determinaron la victoria total de ese panteísmo idealista. La primera, el repudio del solipsismo; la segunda, la posibilidad de conservar la base psicológica de las ciencias; la tercera, la posibilidad de conservar el culto de los dioses».

II

Nunca había dejado de fascinarme la manera como el Amigo creaba fábulas o apólogos para trasmitir las ideas relacionadas con todo lo cuántico que de ordinario están expresadas en el lenguaje matemático de la teoría. En uno de sus documentos la siguiente fábula sirve como ilustración del extraño y fascinante comportamiento de los elementos considerados como fundamentales en la constitución de la materia.

«La tarde se había puesto fresca cuando decidí caminar un rato por los alrededores. No conocía muy bien la ciudad y en cada paseo descubría a menudo sitios interesantes. Me había llamado la atención un terreno que cuatro paredes circundaban por completo. Las paredes eran completamente transparentes y, por lo que pude comprobar, en extremo resistentes y sin hueco alguno. En uno de los lados había una pequeña puerta que ajustaba muy bien y que era el único acceso al terreno. Aquel día encontré adentro un niño jugando con una pelota que rebotaba del suelo y las paredes y se movía en todas direcciones.

Durante un rato observé divertido el juego del niño y decidí a continuación concentrarme en la lectura del libro de cuentos de Borges que a menudo me acompañaba en mis paseos. Me senté en un banco cercano al terreno y de repente, en un abrir y cerrar de ojos, encontré la pelota rebotando cerca, fuera de las cuatro paredes que circundaban el terreno. De inmediato pensé que algo andaba mal: el cristal de las paredes estaba intacto, había notado que la altura de las paredes era muchas veces mayor que la altura máxima a que podía subir la pelota y el niño que me miraba con mirada inquisitoria no parecía poseer poderes extraordinarios. No existía entonces la más mínima posibilidad de que la pelota por efecto de la acción del niño en su juego saliera jamás del terreno.

Pronto me percaté de la razón de la mirada del niño al observar una pequeña escalera por la parte externa del terreno que subía hasta el tope de las paredes. Decidí responder al pedido implícito del niño y subí hasta lo alto para lanzarle desde allí la pelota. Bajé y comencé a observar al niño de nuevo, esta vez con total concentración, encontrando que las cosas lucían todo el tiempo normales. Después de un rato decidí olvidarme de lo extraño que había sucedido y continué con mi lectura. Entonces, una vez más, aparentemente sin que nada extraño hubiera sucedido, totalmente de repente, la pelota estaba afuera. Después de repetir muchas veces y con idénticos resultados los dos tipos de experiencia: observar al niño con la pelota y dejar de observarlos, comencé a dudar de mi cordura y dado que comenzaba a anochecer decidí regresar a mi casa.

Esa noche me visitaron varios amigos quienes al notarme demasiado pensativo y con aire de preocupación insistieron en preguntarme si algo me sucedía. Decidí contarles mi experiencia de la tarde y las dudas que me habían asaltado acerca de mi salud mental. Varios de ellos conocían el lugar donde estaba el recinto cerrado por paredes de cristal, lugar que siempre les había inspirado sentimientos de misterio. Me propusieron que fuéramos al día siguiente al sitio, lo cual acepté de inmediato.

La tarde siguiente me reuní con mis amigos cerca al terreno misterioso donde encontramos al niño jugando con la pelota. Llevamos a cabo los dos tipos de experiencia: mirar dentro del terreno la pelota y dejar de mirarla para concentrarnos en los alrededores. Como resultado encontramos que si todos mirábamos fuera del terreno, la pelota aparecía de repente allí afuera, pero que bastaba con que uno de nosotros la estuviera mirando dentro del terreno para que se comportase de modo normal.

Decidimos interrogar al niño y este afirmó que la pelota, que no era suya sino que la había encontrado en el terreno, era sumamente divertida: si después de golpearla cerraba los ojos un rato, ella desaparecía del terreno y aparecía afuera. Una vez terminaba su juego el niño dejaba la pelota dentro del terreno.

Varios niños y niñas se acercaron entonces a mirar con curiosidad lo que hacíamos. Les propusimos entrar al terreno y jugar con la pelota y les pedimos que en algún momento dejaran de tener contacto tanto físico como visual con ella. Nada cambió. De nuevo, cuando nadie la tocaba ni la observaba, incluido el niño o la niña que jugaba con ella, la pelota se comportaba como si desapareciese del terreno para aparecer de repente fuera de él.

Salimos meditabundos del lugar y después de intercambiar ideas alrededor de una reconfortante taza de café, tomamos la decisión de prescindir del elemento humano dentro del terreno y reemplazar los niños por un dispositivo que lanzara continuamente la pelota hacia arriba. Así lo hicimos días después, no sin asegurarnos primero de que el dispositivo no pudiera darle a la pelota la energía suficiente para subir hasta lo alto de las paredes y salir del terreno, y de nuevo llevamos a cabo nuestras experiencias. Otra vez obtuvimos los mismos resultados que con los niños.

Decidimos finalmente observar la situación con una cámara de video unida a un mecanismo programable que le permitía girar. Programamos el dispositivo para que durante un cierto tiempo la cámara estuviese enfocando la pelota dentro del terreno. Después, en un instante fijado de antemano, la cámara giraría para filmar los alrededores fuera del terreno. La idea era eliminar toda intervención humana directa con la pelota. Cuando miramos el video comprobamos de nuevo el extraño fenómeno: durante el tiempo en que la cámara la filmó dentro del terreno, la pelota se comportó de modo totalmente normal. No obstante, al filmar los alrededores fuera del terreno, de repente la pelota apareció en el video.

La conclusión de que la pelota parecía tener propiedades «mágicas» se presentó ante nosotros como inevitable: no sólo parecía desaparecer en alguna región del espacio y al mismo tiempo materializarse en otra, sino que además lo hacía según si se la observaba o no. Si la observábamos continuamente, se comportaba como cualquier pelota normal. Si no la observábamos, aparecían sus cualidades extrañas, cuasi-mágicas. Todo sucedía como si no pudiésemos separar lo que sería el comportamiento propio de la pelota de lo que hacíamos como observadores respecto a ella; como si, de alguna manera, en cuanto a la observación de su comportamiento se refiriese, estuviésemos indisolublemente unidos con ella. Es verdad que para observar el comportamiento de una pelota normal necesitamos interactuar con ella, ligarnos a ella mediante esa observación. Sin embargo, una vez efectuadas nuestras observaciones, nada nos impide atribuir ese comportamiento a la pelota como algo que le pertenece, independiente de nuestra observación. El comportamiento de la pelota «mágica», en cambio, parecía depender esencialmente de nuestras condiciones de observación. Pareciera que no pudiésemos atribuir a la pelota propiedades en sí, independientes de nosotros como sujetos que la observan. Pensara el lector que de seguro ningún trozo de materia conocido puede hacer cosa tan absurda y que esta historia no puede ser más que una fábula».

Recuerdo que en una de sus charlas el Amigo afirmó que es posible establecer para las componentes fundamentales de la materia, como son los electrones, situaciones similares a las descritas en la fábula. De acuerdo con las notas que tomé, continuó diciendo:

—La barrera no será creada por paredes materiales sino por campos electromagnéticos de tal manera que el electrón esté confinado en una pequeña región del espacio. Es posible asegurar también que la energía total que posee sea totalmente insuficiente para superar la barrera y salir de ella. Igualmente podemos estar por completo seguros de que no haya ningún «hueco» a través del cual el electrón pueda deslizarse.

Después de una pausa añadió:

—Nuestra imagen de lo que es una partícula nos hace esperar que en tal caso el electrón jamás podrá ser encontrado fuera de la región en que lo hemos confinado. Lo que sucede en realidad es completamente diferente. A pesar de que la barrera es mucho mayor que la energía del electrón, de cuando en vez este último es hallado fuera de la región de confinamiento. De hecho no hay nada que podamos hacer para confinar definitivamente el electrón en una porción dada del espacio, lo que constituye una propiedad muy útil del electrón sin la cual nuestros dispositivos electrónicos no podrían funcionar de la manera como lo hacen. El problema es que, ligada de modo esencial a nuestra noción de partícula material, está la idea de que esta última debe ocupar alguna región del espacio y moverse sólo siguiendo las trayectorias que le están permitidas. No esperamos que las partículas materiales aparezcan de repente en alguna parte sin tener la posibilidad de moverse hasta allí.

El Amigo continuó diciendo que un buen número de otras observaciones de los componentes fundamentales de la materia como los electrones confirman el hecho de que su comportamiento desafía muchas de nuestras nociones sobre una partícula material. Si arreglamos nuestros instrumentos de observación de una cierta manera bien precisa, se comportan como partículas, pero si los arreglamos de otra manera, bien precisa también, no se comportan como partículas sino como ondas. Al igual que con la pelota de la fábula, surge una indivisibilidad entre el electrón y el observador que impide atribuirle propiedades en sí al primero.

El hecho de que haya situaciones experimentales en las cuales el electrón se comporta como partícula y otras en que se comporta como onda, añadió el Amigo, implica un grave problema pues los conceptos de onda y partícula se excluyen mutuamente desde el punto de vista lógico. Transcribo una parte de uno de sus documentos donde examina el punto de manera breve.

«En cada instante de tiempo las partículas están localizadas en una región del espacio y dos de ellas no pueden ocupar una misma región del espacio en un mismo instante de tiempo. Si se hacen chocar por ejemplo dos canicas de cristal, o en general dos trozos de materia, ellas rebotan o, si van a una velocidad muy grande, quizás se rompan; las ondas en cambio se superponen. Dos olas del mar pueden unirse en una gran ola.

Otra diferencia entre las ondas y las partículas consiste en que las ondas tienden a ocupar todo el medio en que se mueven. Es verdad que a su paso por el medio su energía se va disipando. Sin embargo, si se les proporciona la energía necesaria, finalmente llegan a ocupar todo el medio. En cambio una partícula, por más energía que tenga, siempre va a estar concentrada en una región precisa del espacio en cada momento».

En la parte final de su descripción del comportamiento cuántico el Amigo presenta una metáfora marina que me confesó fue inspirada en parte por mi experiencia de hace veinticinco años con la perla misteriosa. Dice que podemos comparar las partículas con las perlas del mar y las ondas con las olas. El hecho de que consideremos que algo no puede ser a la vez como las olas del mar y como las perlas de ese mismo mar pues algo no puede estar concentrado en una región y, a la vez, encontrarse extendido a través de todo el espacio o, también a la vez, superponerse y no superponerse, indica que ambos comportamientos aparecen a nuestros ojos como mutuamente excluyentes. En conclusión, afirma en un documento:

«Los electrones muestran comportamientos mutuamente excluyentes que se manifiestan según nuestras condiciones de observación. En un cierto contexto experimental el electrón luce como una partícula, como las perlas del mar. En otro contexto experimental luce como una onda, como las olas del mar. Dicho de otro modo el electrón parece tener propiedades mutuamente excluyentes que dependen de nuestras condiciones de observación. De nuevo encontramos una indivisibilidad entre el electrón y el observador la cual no permite asignarle propiedades en sí al primero».

Una de las más interesantes conversaciones que tuve con la Profesora y el Amigo giró alrededor del rompimiento de los fenómenos cuánticos con la idea naturalmente intuitiva de que los entes físicos poseen una realidad en sí, totalmente objetiva, independiente del marco conceptual de los observadores y de aquello que deciden medir. La Profesora me había informado que el Amigo estaría de visita en Cali y que podríamos tener una conversación. De hecho organizó para ello una cena en su apartamento. A pesar de que no obstante su extrema amabilidad la presencia del Amigo siempre me intimidaba, una vez estuvimos reunidos pregunté:

—Dentro de la concepción objetivista las propiedades de los entes materiales son independientes del contexto observacional. El hecho de que las propiedades de los electrones dependan del contexto experimental resulta entonces inaceptable para un partidario del realismo u objetivismo. Ahora bien, si los fenómenos cuánticos parecen negar un carácter en sí, totalmente objetivo de las propiedades de un electrón ¿significaba ello que tales propiedades son subjetivas?

El Amigo respondió de inmediato y de manera tajante:

—El hecho de que los fenómenos cuánticos parecen negar un carácter en sí, totalmente objetivo de las propiedades de un electrón no significa en absoluto que tales propiedades sean subjetivas, ya que lo subjetivo hace referencia a un sujeto particular, mientras que las propiedades del electrón, si bien no son en sí, aparecen iguales para todo sujeto en el mismo contexto experimental.

Después de una pausa durante la cual me miró fijamente a los ojos, prosiguió con voz firme:

—Es imprescindible hacer una distinción entre la realidad en sí o totalmente objetiva, constituida por todo aquello que no se refiere en absoluto a la colectividad de los seres humanos, ni a sus decisiones o limitaciones, ni a su existencia, y la realidad epistémica, constituida por todo lo que sin ser totalmente objetivo, es, sin embargo, intersubjetivo, lo que significa que es verdadero para todos.

—A esa distinción hace referencia Kant cuando escribe acerca del noúmeno y el fenómeno —afirmó la Profesora.

—Es verdad —respondió el Amigo— pero su explicitación en el contexto de la física cuántica se debe a d´Espagnat.

De nuevo hizo una pausa, después de la cual afirmó con firmeza:

—d’Espagnat insistía, y concuerdo plenamente con él, en que hay dos realidades que se pueden calificar de objetivas: la realidad en sí y la realidad epistémica, y consideraba que la objetividad de la primera podemos calificarla de fuerte en tanto que la de la segunda podemos calificarla de débil.

Y añadió:

—No llevar a cabo esa distinción fundamental entre dos realidades objetivas: la realidad en sí y la realidad epistémica, es la fuente principal de todos los malentendidos que surgen alrededor de la interpretación de la mecánica cuántica.

Nos miró y de modo dramático finalizo diciendo:

—Y entre quienes ignoran esa distinción se encuentran muchos de los profesionales de la física.

Y no hablamos más dedicándonos a disfrutar de la noche y la suculenta cena que había hecho preparar la Profesora.

III

En su presentación del formalismo cuántico el Amigo comienza recordando que en la mecánica clásica el estado de un sistema está determinado por las posiciones y velocidades de sus componentes. Continúa diciendo que en la descripción cuántica, en cambio, el estado del sistema está representado por un ente matemático denominado la función de onda que como lo indica su nombre obedece el mismo principio de superposición de las ondas, que consiste en que la superposición de dos ondas da como resultado otra onda; ello significa que la superposición de dos estados cuánticos resultará en otro estado cuántico.

Para ilustrar la idea escribe en uno de sus documentos:

«Consideremos un átomo radiactivo. Hay dos posibles situaciones: el átomo se desintegra o no se desintegra. El formalismo cuántico describe la primera situación por una función de onda indicada por A, y la segunda por una función de onda indicada por B.

La teoría cuántica afirma que en general existen muchos otros estados que corresponden a superposiciones de las dos funciones A y B, superposición que consiste simplemente en lo siguiente: se multiplica la función de onda A por un número a y la función de onda B por un número b[3]. La superposición C es la suma de ambos términos: suma de A multiplicada por a y de B multiplicada por b».

El Amigo continúa diciendo:

«Ligado con el formalismo cuántico surge un grave problema conceptual: una medición en mecánica cuántica en general produce una superposición macroscópica. Consideremos un laboratorio que contiene un recipiente R con átomos radiactivos, un contador Geiger G y unido al contador un mecanismo que, cuando hay desintegración, golpea y rompe un matraz de cristal cerrado que contiene un gas letal. Si no hay desintegración, el mecanismo no rompe el matraz. Dentro del laboratorio se tiene también un gato.

Si no hay desintegración, no hay radiación, el mecanismo no rompe el matraz con el gas letal y el gato continúa vivo.

Si hay desintegración, el contador detecta la radiación emitida y el mecanismo rompe entonces el recipiente con el gas letal el cual se dispersa en el laboratorio y provoca la muerte del gato.

Supongamos que se tiene una superposición, es decir describimos el átomo por una superposición de dos funciones de onda, una que lo describe sin desintegrarse y la otra que lo describe desintegrado. Cerramos herméticamente el laboratorio, salimos de él y prendemos el contador.

Ahora bien, existen dos supuestos fundamentales y muy razonables respecto a la mecánica cuántica. En el primero, llamado de completitud, se supone que no hay que añadirle nada a la mecánica cuántica, ninguna cantidad adicional a las que involucra, ni hay que cambiarle nada a sus ecuaciones para que ella describa los fenómenos observados. Es natural mantener ese supuesto respecto a una teoría tan exitosa como la cuántica y que hasta ahora no ha fallado empíricamente. En el segundo, llamado de universalidad, se supone que no hay dos niveles de explicación de los fenómenos: un dominio microscópico donde valdría la dinámica cuántica y un dominio macroscópico donde valdría la dinámica clásica, sino que la mecánica cuántica es universalmente válida. Fenómenos como la superfluidez, la superconductividad y los condensados de Bose-Einstein, que son manifestaciones macroscópicas de la mecánica cuántica, proporcionan evidencia experimental indirecta de la validez universal de esta última.

Bajo los supuestos fundamentales de completitud y validez universal de la mecánica cuántica, todo lo que está en el laboratorio puede describirse entonces por una función de onda. Habrá una función de onda que describe el átomo sin desintegrar y todo el resto del laboratorio en la situación en que el átomo no se ha desintegrado, o sea: el mecanismo sin romper el matraz y el gato vivo. Similarmente habrá una función de onda que describe el átomo desintegrado y el resto del laboratorio en la situación que se tiene cuando se desintegra el átomo, o sea: el recipiente roto por el mecanismo y el gato muerto.

La función de onda del sistema total consiste entonces en la superposición cuántica de dos estados macroscópicos: uno que corresponde al átomo no desintegrado y el gato vivo, y otro que corresponde al átomo desintegrado y el gato muerto. Se debe concluir, por tanto, que existen superposiciones de gato vivo y gato muerto. En palabras más dramáticas, si después de cerrarlo y prender el contador, nadie ha reabierto el laboratorio, se tiene que concluir que el gato estará simultáneamente en el estado «vivo» y en el estado «muerto».

Cuando se observa lo que sucede en el laboratorio no aparece, sin embargo, ninguna superposición: se observa o el gato vivo o el gato muerto. El problema es entender en primer lugar qué puede significar una superposición de gato vivo y gato muerto, y en segundo lugar por qué desaparece uno de los estados de la superposición: el que corresponde a gato vivo, si el gato aparece muerto, y el que corresponde a gato muerto, si el gato aparece vivo. Este proceso, en que una parte de la función de onda desaparece cuando se hace una medición u observación, recibe el nombre de colapso de la función de onda».

Cuando me expusieron la situación anterior, que a menudo se denomina la paradoja del gato, de inmediato me pareció absurda. Si abrimos el laboratorio encontraremos el gato o completamente vivo o completamente muerto. No estará en un estado «indefinido» entre ambas posibilidades. Los gatos están al acceso de nuestra percepción directa y conocemos muy bien que o están vivos o están muertos. No podemos imaginar cómo sería un gato que estuviera en una superposición de estar vivo y estar muerto. Y para aumentar aún más la sensación de absurdo de todo el asunto todo parece como si fuera nuestra decisión de abrir el laboratorio lo que va a definir si el gato está vivo o está muerto.

El Amigo señala que hechos como el de jamás observar una superposición de un estado correspondiente a un gato vivo y otro estado correspondiente a un gato muerto han formado nuestra intuición acerca de los cuerpos macroscópicos, intuición que nos lleva a considerar incluso como carente de sentido la idea de que exista una tal superposición. Procede luego a profundizar en la manera como podríamos calificar la idea de superposiciones macroscópicas cuánticas, o, mejor el modo como podemos expresar nuestro rechazo a tales superposiciones. La mejor manera que tengo de transmitir su análisis lingüístico y la interesante analogía con los textos de Fernando Pessoa es citando textualmente otro de los escritos que me enviara:

«¿Puede decirse que las superposiciones macroscópicas cuánticas son inconcebibles? Si el sentido que se le da a la palabra es «aquello que no puede ser comprendido o aceptado como bueno» puede decirse que lo son. Pero aún no tiene en este caso mucha fuerza el adjetivo. Si el sentido que se le quiere dar a la palabra es «aquello que no puede ser concebido por la mente» el asunto debe ser examinado con más cuidado para precisar qué se quiere decir con que no pueden ser concebidas. En efecto, si la idea de superposición cuántica fuese en sí inconcebible no estaríamos enfrascados en esta discusión; parece que lo inconcebible es la atribución de tal superposición a un cuerpo macroscópico.

¿Puede decirse que son inimaginables? Literalmente lo son, pues no es posible imaginar una superposición de un gato estando vivo y a la vez muerto.

¿Puede decirse que son imperceptibles? Claramente lo son pues una tal superposición no puede ser percibida por los sentidos. Y aquí el lenguaje comienza a ser más adecuado. En efecto: un espacio de  dimensiones es imperceptible, pero no por ello rechazamos la idea. La consideramos una idea matemática abstracta perfectamente bien definida. Sin embargo, consideramos que todas las propiedades de los cuerpos macroscópicos son perceptibles y por ende imaginables; después de todo ellos son los objetos de nuestra percepción directa. Si afirmamos que el concepto de cuerpo macroscópico contiene la idea de que sus propiedades son perceptibles e imaginables, podemos decir entonces que la atribución a un cuerpo macroscópico de propiedades imperceptibles e inimaginables es inconcebible. Como dijimos, la idea de superposición cuántica en sí no es inconcebible, lo inconcebible es su atribución a un cuerpo macroscópico. Ahora bien, una de las acepciones de la palabra absurdo es lo inconcebible, lo que el espíritu no puede pensar. Es claro entonces que la idea de superposición macroscópica cuántica puede entonces ser calificada de absurda. Dado que se puede calificar una superposición macroscópica cuántica como imperceptible, inimaginable, inconcebible y absurda, se puede decir entonces que la idea de tal superposición es tan extraña como para ser calificada también de grotesca.

La idea de una superposición de estados que tan extraña aparece para las cosas tangibles no parece, sin embargo, absurda cuando consideramos estados mentales o el mundo de lo que sucede en los sueños. Sobra decir que lo que se involucra en el mundo de los sueños no es la realidad de las cosas tangibles. La siguiente superposición de estados mentales se encuentra en el Libro del Desasosiego del gran escritor portugués Fernando Pessoa. Se trata de la selección de Luis Morales quien ha escogido fragmentos del libro de Pessoa y los ha organizado como un día en la (no) vida de Bernardo Soares. Al puro comienzo de ese día a las 07:00h, Pessoa describe lo que yo considero una ilustración de la idea de una superposición cuántica.

«Sé que he despertado y que todavía duermo. (…) Es un torpor lúcido, pesadamente incorpóreo, que me estanca, entre el sueño y la vigilia, en un sueño que es una sombra del soñar».

Pessoa habla de dos estados mentales, un estado mental de vigilia, una consciencia de estar despierto, que podemos llamar estado A, y un estado mental de sueño, una consciencia de estar dormido, que podemos llamar estado B. Y lo que siente es una superposición de ambos estados. Este tipo de superposición se muestra con más claridad cuando Pessoa añade:

«Mi atención flota entre dos mundos y ve ciegamente la profundidad de un mar y la profundidad de un cielo; y estas profundidades se interpenetran, se mezclan y ya no sé dónde estoy ni lo que sueño».

Uno de los mundos, llamémoslo mundo C, es como un cielo y el otro, llamémoslo mundo D, es como un mar. Pessoa siente que está en una superposición de ambos mundos.

Finalmente dice:

«Floto en el aire, entre vigilia y sueño, y otra especie de realidad surge y yo en medio de ella, no sé desde qué dónde que no es este…

Surge, pero no apaga esta realidad, la de mi alcoba tibia, la de un extraño bosque. Coexisten en mi atención cautiva ambas realidades, cual dos humos que se mezclan».

Aquí se refiere Pessoa a dos realidades, una realidad 1 que es la de la alcoba y una realidad 2 que es la del extraño bosque; la superposición de ambas realidades la equipara a dos humos que se mezclan.

Por supuesto, como lo dijimos antes, en el mundo de las cosas tangibles las superposiciones macroscópicas son inimaginables, inconcebibles, absurdas y grotescas.

Ahora bien, la mecánica cuántica misma explica la razón por la cual no percibimos las superposiciones macroscópicas cuánticas; tal explicación requiere, sin embargo, que se acepte que la realidad de los cuerpos macroscópicos no es en sí. La explicación mencionada se basa en la llamada decoherencia».

Lo que tiene que ver con la decoherencia, a pesar de involucrar aspectos bastante técnicos, fue resumido por el Amigo en una conversación que tuvimos. Comenzó diciendo:

—Bajo la suposición de la universalidad, cálculos detallados basados en el formalismo cuántico muestran que la única diferencia básica entre un sistema microscópico y uno macroscópico es que el último interactúa fuertemente con el ambiente, razón por la cual no es realista entonces concebir un sistema macroscópico como aislado de su ambiente. Los diferentes modelos que toman en cuenta esta interacción —modelos de decoherencia— muestran que, dadas las limitaciones humanas, para todo ser humano es imposible detectar las superposiciones macroscópicas cuánticas.

—¿Podría explicarlo un poco más? —le pregunté.

—Con gusto —replicó. El formalismo matemático permite calcular una cantidad que indica si se tiene una superposición cuántica macroscópica. La decoherencia, o sea los modelos de decoherencia, muestra que por efecto de la interacción con el ambiente las mediciones de esa cantidad aunque en principio podrían llevarse a cabo puesto que ninguna ley de la física las prohíbe, son, sin embargo, imposibles de llevar a cabo por un ser humano. Como el argumento hace referencia de modo esencial a las posibilidades humanas, la conclusión es que la decoherencia resuelve el problema, pero en términos de la realidad epistémica.

—En otras palabras…

—En otras palabras, la decoherencia muestra que nuestras experiencias con los cuerpos macroscópicos, según las cuales no se tienen superposiciones cuánticas macroscópicas, se deben a nuestras limitaciones humanas, o sea son dependientes de lo humano; por tal razón las propiedades de los cuerpos macroscópicos descritas con precisión por la física clásica deben considerarse como epistémicas y no como propiedades en sí.

—En resumen…

—En resumen: la decoherencia resuelve el problema, pero negando el supuesto quizás implícito, pero muy razonable de que las propiedades que percibimos de los cuerpos macroscópicos se pueden interpretar en términos de la realidad en sí. En otras palabras, la conclusión es que las propiedades de los cuerpos macroscópicos pertenecen a la realidad epistémica.

Guardó silencio el Amigo y me miró sonriendo. Cuando consideró que había captado la esencia de la argumentación, añadió:

—Ahora bien, el argumento no es que la cantidad que expresa la superposición se hace cero, sino que es indetectable para un ser humano. Alguien puede entonces afirmar que, sin embargo, aun siendo indetectable la cantidad que expresa la superposición no es estrictamente cero y que, por tanto, la superposición continúa estando allí.

—Estando allí… ¿Para quién? —le pregunté— Pues si le entiendo bien, no para un ser humano…

Me respondió de inmediato:

—Se puede invocar una especie de «inteligencia suprema» que sería capaz de llevar a cabo las mediciones para detectar la cantidad que expresa la superposición.

—Una mente como la humana pero infinita…

—No realmente. Tal inteligencia no puede ser ni siguiera una mente cualitativamente humana pero cuantitativamente infinita sino una mente cuantitativa y cualitativamente diferente a la humana pues lo que parece inimaginable, inconcebible, absurdo y grotesco para la mente humana parecería imaginable, concebible y no absurdo ni grotesco para esa «inteligencia suprema». Una consideración muy natural es que la física es para los seres humanos y no para una hipotética «inteligencia suprema» sobrehumana.

Terminó poniéndome en guardia respecto a cierta confusión que había detectado en alguna ocasión en quienes asistieron a una de sus conferencias.

—En modo alguno se deben confundir los experimentos que muestran la validez de los modelos de decoherencia con aquellos que mostrarían la existencia de las superposiciones macroscópicas cuánticas. Los primeros son posibles de hacer, de hecho se hacen. Los segundos, en cambio, son imposibles de efectuar para un ser humano.

IV

Algunos diálogos entre la Profesora, el Amigo y yo tuvieron lugar en ocasiones en que nos íbamos a un pequeño hotel en las montañas de la cordillera central, cerca de Cali. Recuerdo una tarde en que después de hablar del carácter epistémico de los cuerpos macroscópicos, el Amigo añadió:

—Entre las conclusiones a las que se llegan bajo los supuestos de completitud y universalidad de la mecánica cuántica, aquella según la cual las propiedades de los cuerpos macroscópicos son epistémicas es quizás la más dramática. Hay, sin embargo, toda una serie de argumentos que permiten concluir, bajo esos mismos supuestos, que las variables dinámicas, el espacio-tiempo, la existencia misma de una partícula, y la función de onda tienen también un carácter epistémico. La gran conclusión es entonces que la del mundo físico es una realidad epistémica y no una realidad en sí.

Después de unos momentos de reflexión, pregunté:

—¿Su conclusión acerca de la realidad epistémica del mundo físico no lo convierte entonces en partidario del idealismo?

—No, pues para tener un fenómeno cuántico no se precisa de la presencia directa de una conciencia, sólo es necesario un instrumento de medición. Recuerda la fábula del niño y la pelota «mágica»; en un momento dado se decide reemplazar los observadores con su conciencia por un instrumento configurado de manera adecuada.

Y prosiguió:

—En el idealismo de Berkeley la «existencia» se identifica con el «ser percibido». Para él, el mundo es de naturaleza mental. Según la interpretación que se está presentado de la mecánica cuántica la realidad física tiene un carácter epistémico. No obstante, no se idéntica la «existencia» con el «ser percibido» pues en un fenómeno cuántico no se necesita la presencia directa de una conciencia.

En otra ocasión le pregunté al Amigo si podía explicarme la idea de la complementariedad propuesta por Bohr. Me respondió:

—Recordemos que hay situaciones experimentales mutuamente excluyentes como aquellas en las que un electrón se comporta como partícula y aquellas en las que se comporta como onda; son mutuamente excluyente pues los conceptos de onda y partícula se excluyen mutuamente desde el punto de vista lógico. Los fenómenos cuánticos muestran por tanto un carácter contextual de la naturaleza de un ente cuántico como un electrón: dependiendo del contexto experimental su comportamiento es o el de una onda o el de una partícula. Dentro del pensamiento de Bohr, un fenómeno cuántico es un todo indivisible que incluye el instrumento de observación.

—La afirmación de que algo es un todo indivisible ¿significa que, si se fragmenta, ese algo deja de ser lo que es?

—Lo has expresado correctamente.

—¿Cómo un organismo vivo que si se lo fragmenta deja de tener vida?

—Mejor no lo podías decir.

Entonces prosiguió.

—La decoherencia nos indica que las características de los cuerpos macroscópicos son las que describe el lenguaje clásico. Sólo que son epistémicas. El instrumento de observación, que ahora forma parte de una totalidad indivisible, se describe entonces por el lenguaje de la física clásica. He propuesto denominar interior del fenómeno todo aquello que en esa totalidad indivisible es diferente al instrumento.

Hizo una pausa, me observó tratando de captar si lo seguía y luego continuó diciendo:

—Ahora bien, sabemos que si arreglamos nuestros instrumentos de observación de una cierta manera bien precisa los electrones se comportan como partículas, pero si los arreglamos de otra manera, bien precisa también, los electrones se comportan como ondas. Se tiene entonces que cuando se va de un contexto experimental que permite utilizar el concepto de partícula, a otro contexto mutuamente excluyente que permite utilizar el concepto de onda, tanto lo que es interior como lo que es instrumento cambian.

De nuevo hizo una pausa, me observó y entonces prosiguió diciendo:

—Sin embargo, algo del interior queda constante: en el caso de los contextos experimentales que permiten usar, uno el concepto de onda y el otro el concepto de partícula, ese algo es el electrón mismo. He propuesto llamar objeto cuántico aquello del interior que queda constante. Los conceptos definidos en dos contextos experimentales mutuamente excluyentes, si bien no pueden utilizarse a la vez en un mismo razonamiento sobre el objeto, son ambos necesarios para expresar todo aquello que puede decirse sobre él. O sea, si bien los conceptos de onda y de partícula no pueden utilizarse a la vez, no podemos prescindir de ninguno de los dos para expresar toda la información que se tiene respecto al electrón.

—Pero —interrumpí con viveza— usted acaba de hablar de conceptos definidos por el contexto experimental y hasta donde entiendo los conceptos los define el contexto teórico ¿o estoy equivocado?

—No, no estás equivocado —me respondió el Amigo— y te agradezco la intervención pues me permite aclarar lo que quiero decir. Es verdad que es el contexto teórico, la red de conceptos donde se inscribe por ejemplo el concepto de partícula, lo que define este concepto y lo mismo vale para el concepto de onda. Lo que quiero decir es que en un fenómeno cuántico es el contexto experimental lo que define el uso de un concepto. En otras palabras, el contexto experimental define si podemos o no usar un concepto en nuestro razonamiento. Hemos visto que los fenómenos cuánticos muestran un carácter contextual de la naturaleza de un ente cuántico como un electrón: dependiendo del contexto experimental su comportamiento es o el de una onda o el de una partícula. Siguiendo a Bohr, afirmé que los fenómenos cuánticos son un todo indivisible que incluye el instrumento de observación. La afirmación anterior abre la puerta a la posibilidad de que conceptos que resultan válidos en un dado contexto experimental no lo sean en un contexto experimental diferente. Dentro de una concepción en la cual los objetos observados pueden concebirse totalmente separados del observador, las propiedades observadas pueden atribuirse a los objetos de manera totalmente independiente del modo de observación. Serán propiedades completamente independientes del contexto experimental y no habrá razón alguna para que no se puedan seguir atribuyendo a los objetos en contextos experimentales totalmente diferentes.

Hizo una pausa y añadió:

—El contexto experimental donde podemos describir el comportamiento del electrón calificándolo de partícula no nos permite usar en nuestro razonamiento el concepto de onda y el contexto experimental donde podemos describir el comportamiento del electrón calificándolo de onda no nos permite usar en nuestro razonamiento el concepto de partícula. Ello nos salva de los problemas que tendríamos si quisiéramos usar a la vez en nuestro razonamiento respecto a un electrón los conceptos de onda y de partícula que se excluyen mutuamente desde el punto de vista lógico. Para aclarar aún más las ideas recordemos las relaciones de Heisenberg.

El Amigo procedió entonces a describir las relaciones de Heisenberg.

—Si se mide la posición de una canica se obtiene como resultado un número. Si se repite la medición, en general no se obtiene el mismo número. Se obtendrá una dispersión alrededor de un valor promedio de todas las mediciones. Igual sucede con la medición de su velocidad: se obtiene una dispersión alrededor de un valor promedio. La dispersión en las mediciones de la posición y la velocidad se atribuye a errores experimentales. En la mecánica clásica tales dispersiones no están correlacionadas, se pueden hacer simultáneamente tan pequeñas como se quiera. Heisenberg encontró que según el formalismo cuántico las dispersiones en cuestión estaban correlacionadas: su producto es proporcional a una constante llamada la constante de Planck. La relación nos dice que cuanto más pequeña se haga la dispersión en la posición mayor será la dispersión en la velocidad y viceversa.

Y prosiguió:

—En la física clásica, si se mide la posición de una canica no existe ninguna razón para no considerar que la canica posee esa posición independiente del contexto experimental mediante el cual la hemos medido. Igual sucede con su velocidad. Según las relaciones de Heisenberg, el contexto experimental que nos permite determinar con precisión la posición de un electrón es mutuamente excluyente con aquel que nos permite determinar con precisión su velocidad. Tenemos entonces que si bien es el contexto teórico de la física clásica lo que define los conceptos de posición y de velocidad, en los fenómenos cuánticos se tiene que para un electrón un contexto experimental que nos permite usar en nuestro razonamiento el concepto de posición no nos permite usar en nuestro razonamiento el concepto de velocidad y viceversa: para un electrón un contexto experimental que nos permite usar en nuestro razonamiento el concepto de velocidad no nos permite usar en nuestro razonamiento el concepto de posición. Y ello porque ambos contextos experimentales son mutuamente excluyentes.

Permanecimos un buen rato en silencio y entonces dije:

—Si lo he comprendido de manera correcta, a pesar de que los conceptos de posición y velocidad no se excluyen mutuamente desde el punto de vista lógico como los de onda y partícula, en un fenómeno cuántico no es posible sin embargo usarlos ambos en un mismo razonamiento. O sea que, como usted dice, si bien es el contexto teórico el que define los conceptos en cuestión, es el contexto experimental el que define su uso, o sea la posibilidad de usarlos o no en un mismo razonamiento.

—Lo has comprendido correctamente.

—O sea que al no poder usar a la vez en nuestro razonamiento los conceptos de posición y velocidad para un electrón no podemos atribuir una trayectoria a este último.

—Eso es correcto. Y todo viene en últimas de la indivisibilidad de un fenómeno cuántico que es un todo indivisible que incluye el instrumento de observación.

—Todo lo anterior constituye la base de tu definición de la complementariedad que fue propuesta por Bohr pero no definida por él con claridad —dijo la Profesora.

—Así es, respondió el Amigo. —Mi propuesta ha sido entonces la siguiente: conceptos definidos mediante contextos experimentales mutuamente excluyentes pero que tienen el mismo objeto cuántico, o sea que tienen un aspecto de sus interiores que se interseca, serán denominados conceptos complementarios.

Recuerdo que nuestra conversación terminó y cada uno de nosotros se fue a caminar por el bosque cercano. Al regreso, una serie de pensamientos que estaban madurando en mi cabeza me llevaron a preguntar:

—Como usted nos ha explicado, ni las propiedades de las partículas, ni su existencia, ni los cuerpos macroscópicos, ni el espacio-tiempo, ni el vector de estado son en sí. En conclusión, los hallazgos de la ciencia en el dominio cuántico, que se considera el más fundamental en cuanto a la materia se refiere, indican que la realidad física solo tiene un carácter fenoménico. ¿Significa lo anterior que tenemos que renunciar a la concepción de una realidad en sí?

Después de un momento de reflexión, el Amigo respondió:

—Existen buenas razones para seguir considerando como razonable la idea de tal realidad. Entre ellas pueden mencionarse las siguientes: no es claro cómo se puede dar algún tipo de explicación coherente tanto a la observada regularidad de los fenómenos como al acuerdo entre los conceptos creados por la mente y los fenómenos externos a ella, si se rechaza la idea de una realidad en sí y se la considera como carente de sentido; no es claro tampoco cómo entender la intersubjetividad que se logra acerca de los fenómenos, la cual no proviene de una mera convención arbitraria entre los hombres sino que es más bien impuesta por algo exterior a la mente, si no se acepta como última explicación de ella la existencia de una realidad en sí. Si se acepta la idea de tal realidad es razonable admitir que, si se quiere de una manera velada como lo sostiene d´Espagnat, la ciencia apunta a esa realidad.

—¿Y puede la ciencia entonces hacer alusión a esa realidad?

—Una de las conclusiones metafísicas más importantes de la interpretación aquí presentada es que la realidad en sí es inefable y oculta y que aquello que describe nuestro lenguaje es solo el fenómeno: la apariencia y no la realidad. Si bien está oculta es posible sin embargo afirmar algo sobre la realidad pues es finalmente la razón de ser tanto de la mente como de la materia. Dado que es inefable, hablar de la relación entre ella, la mente y la materia solo es posible haciendo recurso a las metáforas.

La Profesora trajo entonces a colación un incidente que tuviera lugar en la última charla pública que diera el Amigo cuando mencionó el enfrentamiento entre el comportamiento y el formalismo cuánticos y la concepción acerca del carácter en sí de la realidad física. De repente un señor de unos 60 años y de aspecto distinguido se levantó y con gran dignidad pero también enojo abandonó el salón exclamando en voz alta:

—Todo esto es absurdo: ¡el mundo físico ha existido mucho antes que el ser humano!

La salida intempestiva del señor impidió que el Amigo le respondiese algo. Este último comentó con sarcasmo que la actitud del caballero le recordaba a Pilatos cuando preguntó a Jesús qué era la verdad y no dio tiempo a que le respondiese.

Al evocar el incidente, la Profesora dijo al Amigo en un tono provocador y divertido:

—El caballero expresó de modo dramático y teatral una pregunta que puede surgir de inmediato: ¿Y cuando no habían aparecido los humanos?

—Para mí, en efecto es la gran pregunta —respondió el Amigo.

—Además —añadí, —creo que tiene que ver con lo que usted nos mencionó alguna vez sobre la realidad social, que es epistémica pero que no se enfrenta a la pregunta que nos concierne pues sin humanos no hay realidad social.

El Amigo contestó animado:

—Es verdad que según la teoría cosmológica más aceptada el universo comenzó miles de millones de años antes que la emergencia de humanos primitivos o que la aparición de humanos anatómicamente modernos. Con base en esos datos podemos plantear con precisión la pregunta. Llamemos Periodo A al intervalo de tiempo entre el comienzo del universo y la emergencia de humanos anatómicamente modernos o humanos primitivos, y Periodo B al intervalo de tiempo entre la emergencia de humanos anatómicamente modernos hasta ahora. O entre la emergencia de humanos primitivos hasta ahora. La pregunta acerca de la situación cuando no habían aparecido los humanos puede reformularse diciendo: ¿Qué pasa con la situación en el período A, durante el cual, según la presente descripción científica, la realidad material (estrellas, galaxias, la Tierra, el universo) existía mucho antes de la aparición de seres dotados de conciencia?

Entonces nos miró y como preguntándonos si estábamos de acuerdo con él. Con un breve movimiento de cabeza le manifestamos nuestro acuerdo. La Profesora preguntó después:

—¿Cuál es tu respuesta?

El Amigo permaneció en silencio y se sumergió de pronto en sus pensamientos. Cuando salió de su silencio nos dijo:

—Mi respuesta es algo sobre lo cual vengo trabajando todavía; hoy me limitaré a darles una posible respuesta: la que podemos llamar kantiana. Quien suscriba el idealismo de Kant puede responder que la afirmación de que hubo un momento en que el universo existió sin la existencia de conciencias, al igual que todas las afirmaciones similares, solo significa que los humanos pueden organizar su experiencia colectiva describiéndolos con tales afirmaciones. Dicha respuesta significa que, cuando todo está dicho y hecho, las afirmaciones científicas sobre el Período A son simplemente alegorías.

—Respuesta que no es la tuya —afirmó la Profesora.

El Amigo nos miró a los ojos un buen rato. Luego miró hacia el horizonte contemplando las montañas y nos dijo:

—Ni el idealismo de Kant ni el de Berkeley son consistentes con la interpretación de la mecánica cuántica que estoy proponiendo: un fenómeno no necesita ser percibido por una mente para ser un fenómeno. El formalismo exige solo la presencia de un cuerpo macroscópico, no necesariamente vinculado a una conciencia. De eso hablamos antes ¿recuerdan?

Asentimos pendientes de sus palabras. El Amigo entonces continuó:

—Por otra parte, ¿es coherente considerar que las afirmaciones científicas durante el período B no son en absoluto alegóricas, pero que las mismas descripciones durante el período A son alegóricas? Tener en un intervalo de tiempo una explicación alegórica de la descripción científica y una no alegórica para otro intervalo de tiempo no parece del todo coherente. Se puede decir que es incluso arbitrario. Uno siente aquí una «disonancia» teórica, si es que no se trata de una inconsistencia.

—Estoy de acuerdo —afirmó la Profesora.

—La diferencia esencial entre las dos situaciones —continuo el Amigo, es que, en una, período B, la ciencia afirma la existencia de las mentes y en la otra, el período A, esa existencia no se afirma. Si se encuentra un marco conceptual donde se pueda afirmar la existencia de la mente durante todo el tiempo descrito por la ciencia, no habría diferencia entre las dos situaciones. En algunos artículos ya publicados he presentado el esquema general de dicho marco conceptual. Un desarrollo gradual del mismo será el tema de los próximos artículos. Y entonces tendré el gusto de exponerles los elementos fundamentales de mi respuesta.

De inmediato se incorporó dándonos a entender que la conversación había terminado. Y se fue caminando por el sendero que llevaba al bosque inmerso en sus propios pensamientos.

V

Quiero ahora esbozar la metafísica de Bohrión. En Bohrión se sostenía al inicio una metafísica como la de Tlön, y al igual que en Tlön, también en Bohrión surgió la llamada herejía materialista que afirmaba la permanencia de las cosas en el espacio y su sometimiento a la ley de la causalidad. Igual se aceptó durante mucho tiempo que la respuesta definitiva a tal herejía era la hipótesis de la existencia de un único sujeto.

A partir de este punto la metafísica de Bohrión comienza a diferir cada vez más de la tloniana. Los pensadores de tradición ortodoxa, ante la innegable estructura del mundo tal como aparece a la percepción individual dentro del breve lapso de nuestra existencia y la insatisfacción creciente con la tesis de la existencia de un único sujeto, que borraba al individuo e iba en contra de una intuición tan natural que se considera como fundamental: la de la existencia individual, aceptaron finalmente la estructura espaciotemporal de lo percibido y su evolución causal.

Mantuvieron sin embargo que las cosas percibidas estaban formadas por objetos fundamentales no percibidos que no representaban algo que evolucionaba causalmente en el espacio y el tiempo. Se enfrentaron entonces a graves problemas pues, por una parte, el mundo percibido no podía considerarse ahora con el mismo carácter de los procesos mentales. Por otra parte, los objetos fundamentales, a pesar de que no evolucionaban causalmente en el espacio tiempo, propiedad que compartían con los objetos ideales, no podían tampoco considerarse de naturaleza mental pues ello implicaba atribuir esa misma naturaleza a lo percibido.

Un grupo de pensadores ortodoxos propuso una solución a los problemas mediante una serie de hipótesis calificadas como brillantes. Aceptaron la existencia de dos entidades fundamentales: la conciencia, que llamaron mente, y la que llamaron materia compuesta por los objetos fundamentales y los percibidos, atribuyendo a ambos tipos de objetos una naturaleza epistémica. La aceptación de dos entidades fundamentales dio como resultado que los pensadores de la antigua ortodoxia comenzaran a ser conocidos como dualistas.

Aquellos pensadores calificados de herejes por los pensadores de tradición ortodoxa manifestaron que solo aceptaban una entidad a la cual se reducía lo que los dualistas llamaban mente. Llamaron a su entidad con el nombre de materia, aunque era claro que difería de la entidad así llamada por los dualistas. De allí en adelante se conocieron como pensadores monistas.

Vale la pena señalar que en Tlön está implícita la aceptación por parte de la ortodoxia de una única entidad fundamental de carácter mental. En cuanto a los llamados herejes por la ortodoxia tloniana, no es claro si eran dualistas o monistas.

Dado el carácter epistémico del universo los dualistas arguyeron que nada aseguraba que lo que se podría conocer de los objetos fundamentales se pudiese incluir en un solo marco conceptual. Un pensador dualista sostuvo incluso que lo que se conoce de un objeto fundamental se explica por medio de conceptos que son mutuamente excluyentes en el sentido de que no pueden aplicarse a la vez con respecto al objeto pero que son, sin embargo, necesarios ambos para incluir todo lo que de él puede saberse.

Los pensadores monistas acusaron entonces a los dualistas de incoherencia con el argumento de que cómo podían las cosas percibidas tener características en extremo diferentes a las de los objetos supuestamente fundamentales de los cuales estaban formados; a esta crítica otros añadieron que si resultaba que no había incoherencia en la posición de los dualistas, la de ellos, los monistas, era más económica al considerar un solo tipo de característica para todos los entes del mundo y por ende debería ser la escogida.

Los dualistas presentaron entonces poderosos argumentos en el sentido de que lo que constituye lo percibido tiene el mismo carácter que el de los objetos fundamentales, sólo que inobservable para los humanos y por tanto todo es fenoménico; a lo cual varios pensadores monistas objetaron con fuerza invocando una inteligencia suprema que atestiguaría y describiría aquello que no pueden atestiguar los humanos.

A ello respondió la mayoría de los dualistas con el argumento de que lo que se discutía era lo que era posible para los humanos y no para una supuesta inteligencia suprema, la cual, argumentó un pensador dualista muy perspicaz, sería no solo cuantitativa sino cualitativamente diferente a las inteligencias sólo humanas. Añadieron además que si no era una incoherencia al menos era una ironía que los monistas en su crítica invocaran una inteligencia suprema cuando su tesis esencial era que la mente se reducía a una entidad fundamental lo que implicaba que no era finalmente sino una apariencia.

El siguiente argumento crítico de los monistas causó bastante impacto: el carácter epistémico atribuido a la materia aunque no involucra cada sujeto como individuo implica la mente en general; todo indica además que el ser humano ha evolucionado: si lo hizo en el vientre de su madre por qué negar que lo mismo sucedió en el vientre de la madre tierra. Es razonable esperar por tanto que hubo un momento en que los humanos surgieron. Surge entonces la pregunta ¿y cuando aún no había mentes?

Los dualistas respondieron haciendo uso del concepto aristotélico de potencialidad, pero tomaron las palabras potencialidad y actualidad en sentido epistémico, no con su sentido original en términos de la realidad en sí. La idea esencial fue la siguiente: la mente tiene existencia potencial y actual. Sostuvieron que al puro principio del universo la conciencia tenía una existencia potencial y que en algún momento pasó de la potencialidad a la actualidad. En conclusión, dijeron, la mente siempre ha existido, sea en forma potencial o en forma actual.

Los monistas argumentaron entonces que todo indicaba que la materia también había evolucionado pues al fin de cuentas sus procesos suceden en el tiempo. ¿Cómo explicar entonces su supuesto carácter epistémico cuando aún las mentes eran solo potenciales?

Los dualistas respondieron que también la materia tenía existencia potencial y actual. Todo el tiempo ha existido la materia, dijeron, sea en forma potencial o en forma actual. En la misma época en que la mente pasa de lo potencial a lo actual también la materia pasa de lo potencial a lo actual. Se tiene entonces, añadieron una situación totalmente simétrica para la mente y la materia.

Un punto muy interesante es que sobre la existencia de una realidad en sí no hubo mayores desacuerdos en Bohrión: se aceptó su existencia como explicación coherente de la observada regularidad de los fenómenos, del acuerdo intersubjetivo acerca de ellos, y para evitar el solipsismo.

Los monistas la tuvieron más fácil: como sólo reconocían una entidad fundamental atribuyeron las cualidades de esta a la realidad en sí. Entre los dualistas en cambio surgieron varias vertientes: algunos sostenían que, a semejanza del noúmeno kantiano, la realidad en sí era totalmente opaca a la mente; otros consideraban que algo se podía decir de ella aunque diferían en la naturaleza de ese algo; todos los dualistas coincidieron sin embargo en considerar la realidad en sí como la causa de las dos entidades fundamentales y la relación entre ellas.

Debo aclarar que se trata de causa entendida en el sentido aristotélico general: como aquello de lo que algo y las propiedades de ese algo surgen; como la explicación última de algo; como la última razón de algo. Para Aristóteles, el concepto de causa es en sí. Los dualistas consideran la causa como perteneciente a la realidad en sí.

Se narra que en Bohrión hubo una insatisfacción cada vez mayor con las tesis monistas que reducían la mente a una entidad supuestamente fundamental. Para ellos la mente en ultimas no era más que una mera ilusión. Los partidarios del monismo sostenían que las objeciones a sus tesis se debían a los muchos años transcurridos bajo el dominio de la antigua ortodoxia; sin embargo surgieron argumentos similares a los de Descartes con su duda metódica pero radical que llevaron a la conclusión de que la mente era lo que restaba cuando todo se ponía en duda, a los que se añadió la observación de que no parecían existir argumentos similares en cuanto a la existencia de la materia, en cualquiera de sus acepciones. Finalmente surgió entonces una nueva ortodoxia de tipo dualista.

Además de los ya presentados, algunos de los principales aspectos de la nueva ortodoxia son los siguientes:

Para la nueva ortodoxia bohriana la materia depende de la mente y de la realidad en sí. La mente depende de la realidad en sí. Incluso desde una posición dualista en la que se considere que la mente puede existir sin la materia en un mundo no material, se puede decir que, para manifestarse en el mundo material, la mente depende de la materia. Se considera que la mente y la materia coexisten: ninguna de las dos genera la otra. Mente y materia han coevolucionado.

La diferencia más radical entre Bohrión y Tlön, o entre la vieja y la nueva ortodoxia en Bohrión, estriba en la relación sujeto-objeto. En Tlön, dado que el mundo es de naturaleza mental, no se lo concibe sin ser percibido. La metafísica tloniana es similar, aunque no idéntica en todos sus detalles a la de Berkeley: la «existencia» se identifica con el «ser percibido», la materia se reduce a la mente. En Bohrión la «existencia» no se identifica con «ser percibido». Allí es evidente que los objetos fundamentales, y por ende todas las cosas del mundo, que están constituidas por ellos, no pueden considerarse como si poseyesen propiedades independientes de los sujetos que observan. No obstante, no identifican la «existencia» con el «ser percibido» pues la materia no se reduce a la mente.

Con respecto a las tesis anteriores un pensador propuso la metáfora del libro: se tiene un libro, el autor y su lector: el autor escribe el libro para su lector, en el lenguaje del lector, por ejemplo. Como es dependiente del autor y del lector, pero no es idéntico a ellos, el libro es «externo» a ambos. Siguiendo la metáfora se puede afirmar que la realidad en sí es el autor, la mente es el lector y la materia, la realidad física, es el libro. El libro emana del autor: la materia emana de la realidad en sí. Vamos más allá de la metáfora al considerar que también la mente emana de la realidad en sí: el lector emana también del autor.

La metáfora anterior explica muy bien cómo para los habitantes de Bohrión el mundo está estructurado en la única forma que lo hace susceptible de ser percibido u observado. En Bohrión, el mundo puede existir sin ser observado, pero no puede existir sin la posibilidad de ser observado y, por tanto, comunicado por una conciencia; al igual que un libro, que pudiendo existir sin ser leído, no puede existir sin la posibilidad de ser leído.

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* Jairo Roldán-Charria, nacido en Tuluá, Valle del Cauca, Colombia. Profesor Titular Jubilado, Departamento de Física, Facultad de Ciencias, Universidad del Valle, Cali, Colombia. Doctor de la Universidad de Paris 1 Pantheon-Sorbonne, Paris, Francia. Elaboró su Tesis de Doctorado bajo la dirección de Bernard d´Espagnat y obtuvo la distinción summa cum laude. Máster en Física de State University of New York at Stony Brook, U.S.A. Físico de la Universidad del Valle, Cali, Colombia. Sus intereses investigativos son: los fundamentos de la Física Cuántica y la Mecánica Estadística, la Didáctica de las Ciencias, la Filosofía de la Ciencia, y la relación entre la Ciencia y la Religión, áreas en las cuales ha publicado diversos artículos. Coautor de los libros La Complementariedad: una filosofía para el siglo XXI, Programa Editorial de la Universidad del Valle, Cali y Donde brilla la luz. La Fe Bahá’i en Latinoamérica, Editorial Nurani, 2011, Cali, Colombia.

[1] Una primera versión de algunas de las ideas se encuentra en: Roldán, J. «Tlön y Bohrión: La metafísica de dos mundos». Metáfora, Año 5, Edición 9. (mayo de 1996) pág., 74-82. ISSN 0121-8336

[2]    El cuento aparece en el libro Ficciones de Borges. Alianza Emece, Alianza Editorial, vigésima segunda reimpresión en «El libro de Bolsillo», 1994.

[3]    Los números a y b son números complejos, o sea de la forma general c+di donde c y d son números reales y i2 = -1.

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