ENTRE EL RUIDO Y EL SILENCIO

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entre el ruido y el silencio

Por Laura Espinal Gómez*

«De encerrarse con sus fantasmas. De eso tenía miedo»
(J. Rulfo, 1917)

Diciembre es el mes del encuentro familiar y la juerga, de la pólvora estridente y la competencia de decibeles, del surgimiento de una música como todas las músicas en amalgama. También es el mes en el que aguardamos, esperanzados, la aparición del espíritu navideño; ese afecto que surge cuando nos miramos a los ojos para descubrir la intimidad que nos habita, porque el duodécimo mes del año trae a la memoria los fantasmas del pasado en la reiteración del carácter cíclico de la existencia. El ruido, enmarcado en este contexto, se sitúa como un agente que amenaza el sentido íntimo de estas fiestas, dando cuenta de una problemática ambiental que se ha instalado en nuestra ciudad desde hace varias décadas. Informes recientes de la Secretaría de Salud, relacionados con esta problemática, señalan la creciente ola de quejas por ruido en zonas residenciales de Medellín, advirtiendo que la mayoría de las mediciones realizadas en los últimos años han superado los límites de decibeles permitidos por la normativa vigente[1]. Este alarmante escenario ha impulsado el desarrollo de modelos integrales para combatir la contaminación acústica y la formulación de un proyecto de Ley Contra el Ruido, liderado por el Representante a la Cámara Daniel Carvalho. Según sus planteamientos, estas iniciativas tienen como fin la protección de los ecosistemas, el cuidado de la salud física y mental de los ciudadanos y el desarrollo de una vida tranquila bajo una política orientada al silencio[2].

El silencio, entendido como fenómeno de ausencia sonora, ha sido objeto de reflexión en diferentes disciplinas artísticas. En La música despierta el tiempo, Daniel Barenboim señala su importancia como elemento expresivo y estructurador de la interpretación musical, sugiriendo de esta forma que «el silencio puede ser más fuerte que el máximo volumen sonoro y más suave que el mínimo[3]». Por otro lado, compositores como John Cage y Erik Satie articularon gran parte de su producción sonora y estética en torno a esta reflexión: «es probable que haya música, pero nos las arreglaremos para encontrar un rincón silencioso donde conversar»[4]. A la luz de estas consideraciones, podemos retomar la queja de la ciudadanía frente a la creciente «pandemia de ruido» y preguntarnos si, realmente, lo que estamos buscando con el silencio es espacio para la tranquilidad. Visto desde otra perspectiva, podemos pensar que, a través del ruido, buscamos mitigar la incomodidad que nos habita y se hace palpable en el espacio que abre el silencio. Sería pertinente establecer claridad en torno a estas nociones e intentar distinguir sus implicaciones.

Ruido y silencio están presentes de forma inevitable en múltiples escenarios de la vida humana. Comenzamos esta reflexión evocando el ambiente decembrino propio de estos días y exponiendo la problemática de ciudad que ha resonado a lo largo de este año. Sin embargo, quiero sumar a esta reflexión un contexto particular: los conciertos. Esa rareza de la interpretación en directo que, como señala Aaron Copland, parece estar convirtiéndose en cosa del pasado[5]. Este ejemplo puede usarse como metáfora de otros escenarios, pues al ser espectadores de un concierto ponemos de manifiesto nuestra naturaleza. No sería difícil, en un ejercicio posterior, extender esta reflexión a otros contextos. Es así como pretendo demostrar que, en todos estos casos, el silencio como acto de escucha implica realizar una apuesta por la incomodidad que tendemos a evitar, recurriendo al ruido como alternativa frente a la realidad del momento presente.

En su Credo sobre el futuro de la música, Cage afirma que el ruido puede ser utilizado en sí mismo. Dondequiera que estemos, dice, lo que oímos es en su mayor parte ruido[6]. De esta forma, podemos comprenderlo como un fenómeno residual de nuestra existencia y, a su vez, como un producto sonoro deliberado de nuestra voluntad. Es en esta segunda dimensión del ruido donde emergen consecuencias significativas para este análisis, pues su producción deliberada afecta de manera inevitable el espacio del otro, en el intento de mitigar la incomodidad que implica habitar el silencio. No olvidemos que el sentido de la escucha es, si se quiere, el más abierto, desprevenido y expuesto[7]. A través de él se nos puede imponer la más cruel tiranía y el más dulce cumplido. Esta condición de apertura nos lleva a reconocer que el ruido que se produce de forma voluntaria atraviesa la barrera del espacio del otro en una invasión de la cual no se tiene escapatoria. Por otro lado, la producción deliberada de sonidos en contextos inoportunos nos impide habitar el espacio de lo real, desviándonos hacia los imaginarios sugeridos por el ruido. Pensemos en la «música de fondo» que suena en tantos restaurantes, salas de espera y medios de transporte. Estos sonidos modelan nuestra experiencia, condicionándonos a habitar una realidad ajena a la que se halla inscrita en la comida, la permanencia y el desplazamiento.

Ruido y aturdimiento, en este contexto, se enlazan como medios para borrar las huellas de todo lo que habita en el espacio de lo real. Al aturdir, buscamos confundir nuestra propia voz con aquella que emana del ruido, reclamando desvergonzadamente un espacio privado en lo que, de forma necesaria, pertenece al ámbito público. De este modo, también empobrecemos nuestra capacidad reflexiva al negarnos la posibilidad de escuchar el entorno. La producción de ruido hasta el aturdimiento nos libra, aparentemente, de tener que experimentar el paso del tiempo, ese flujo que deja en evidencia lo real del mundo y de nosotros mismos. En las salas de concierto, esta relación con el ruido encuentra una expresión peculiar en el aplauso. Como acto colectivo, este gesto tiene una naturaleza primitiva y efectiva para expresar un afecto compartido; pero nuestra cultura, ansiosa de llenar el espacio de incomodidad que deja el silencio, lo ha convertido en un fin en sí mismo. Aplaudimos las llegadas y las partidas; aplaudimos conmovidos por la belleza y el fracaso; aplaudimos coreográficamente en un gesto compulsivo. Incluso, parece que aplaudimos en contra del paso del tiempo. Este aplauso irreflexivo, como síntoma de nuestra intolerancia al silencio, reemplaza la posibilidad de escuchar lo que ocurre realmente en escena. Barenboim afirma al respecto lo perturbador que resulta un público, que, «presa del entusiasmo, aplauda antes de que la nota final se haya desvanecido por entero» pues se trata, en sus palabras «del último momento de expresividad, precisamente el de la relación entre el final del sonido y el comienzo del silencio que lo sigue»[8].

Para continuar esta reflexión, es fundamental reconocer que el silencio en estado puro no existe para la experiencia humana. Incluso, en el aislamiento total de una cámara anecoica, seguimos siendo oyentes de nuestros propios sonidos orgánicos: el accionar del sistema nervioso y el flujo constante de la circulación sanguínea[9]. Así pues, podemos convenir en pensar el silencio, no como un estado de ausencia absoluta del sonido, sino como un acto de escucha que implica dirigir la atención hacia lo que se nos figura en el momento presente. Esta actitud nos permite descubrir y recorrer con la imaginación todo lo que un instante, en su riqueza, ofrece a nuestros sentidos[10]. En esta misma línea, la escucha atenta no solo permite comprender lo que se manifiesta al espectador, sino que también moldea y afina su propia expresión, a través de la apertura que se genera con una nueva disposición al silencio[11]. En el contexto de una sala de conciertos, este comportamiento adquiere un significado particular, ya que posibilita una expresión que va por doble vía; esto es, la expresión del emisor escuchado y la del oyente atento.

La aspiración al silencio en el actuar de la escucha nos insta a abrir espacio para los haceres inútiles, aburridos y contemplativos. Abraham Flexner señala en La utilidad de los conocimientos inútiles cómo detrás del interés por las ocupaciones sin aplicaciones prácticas aparentes reside tanto la satisfacción de una necesidad intelectual como una potencial utilidad insospechada[12]. Es gracias a estos atributos que podemos hablar del milagro de lo inútil. Así pues, poetas, artistas y científicos encuentran en la disposición silenciosa de su oficio la apertura de un espacio para la transformación de su existencia y la aparición de saberes potencialmente revolucionarios. En esta dirección, el aburrimiento puede plantearse ante nosotros como un espacio fértil para cultivar nuestra curiosidad. «En el Zen, dicen: si algo te aburre después de dos minutos, inténtalo durante cuatro. Si aún te aburre, inténtalo durante ocho, dieciséis, treinta y dos, y así sucesivamente. Finalmente descubrimos que no es aburrido en absoluto, sino sumamente interesante»[13]. Una vez señaladas la importancia de las disposiciones hacia lo inútil y lo aburrido es necesario detenernos en la reflexión por la actitud contemplativa. Esta actitud, tan propia de los ejercicios espirituales practicados en la Antigüedad helenística, nos invita a descubrir la riqueza que reside en el ahora. No obstante, adoptar una mirada contemplativa hacia la realidad implica redefinir el presente, no como un instante matemático intangible, sino como la duración de una acción que, al liberarse del deseo como agente que desvía nuestra atención, se despliega en toda su plenitud.

El culto a lo inútil, la valoración del aburrimiento y la actitud contemplativa constituyen las llaves hacia una práctica de la atención que, en la apertura de un espacio para lo real y presente, permite mitigar la ansiedad manifestada en el aturdimiento de nuestro propio ruido. Así pues, al abandonar momentáneamente el peso del pasado y el temor al porvenir, emerge un silencio que encuentra en la escucha atenta su propia existencia, permitiéndonos ser espectadores activos de la riqueza que encierra la palabra de un desconocido, la mirada de un familiar y la música en vivo.

Llegados a este punto, podemos afirmar que la producción deliberada de ruido, a modo de aturdimiento —ya sea con el aplauso compulsivo, la palabra arrebatada, la música de fondo o la pólvora decembrina—responde a un intento por borrar las huellas de una realidad que se revela en el transcurrir del tiempo. Evitamos, de esta forma, poner nuestros oídos y sentidos en las maravillas y horrores que se hacen evidentes con la realidad del momento presente. Sin embargo, la ciudadanía continúa apostando por el silencio en sus demandas. Preferiríamos, en el fondo, habitar la incomodidad de este espacio, con toda su brutalidad, pues no queremos privarnos de su infinito potencial. Por otro lado, al reconocer que las prácticas de aturdimiento suponen un borramiento del otro, la aspiración al silencio se torna una práctica ennoblecida que busca defender la escucha atenta y reflexiva. Finalmente, es de vital importancia aclarar que, al rechazar los aplausos irreflexivos y defender el espacio para el silencio, no estamos adhiriéndonos a una estética wagneriana de la solemnidad ni a una performática de la clase alta, sino que estamos planteando la posibilidad de redirigir nuestra atención para alcanzar mayor satisfacción. Escuchar es una acción de apertura a lo desconocido que ha de expresarse, el espacio que permite contemplar la inmanencia de la realidad.

En la apuesta por habitar la incomodidad que se despliega con el silencio, la invitación final es a dotarnos de la disciplina y el coraje necesarios para contentarnos con el momento presente. Disciplina, pues esta redirección de la atención nos exige abandonar por un tiempo los imaginarios del futuro y las preocupaciones del pasado. Coraje, pues aspirar a contentarnos con la riqueza incalculable del presente, implica aceptar su brutalidad e inagotable potencial. No es gratuito que la música haya respondido al afán de la modernidad con una estética de la aleatoriedad. Atrevámonos, pues, a ver la realidad —que es todo lo que se nos ofrece— como si habitáramos un acorde en tensión, una semicadencia, una música indeterminada.

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*Laura Espinal Gómez. Es Música con énfasis en Piano Clásico de la Universidad EAFIT de Medellín como estudiante del doctor Rodrigo Vasco. Máster en Técnica y Biomecánica pianística de la mano del musicólogo Luca Chiantore en el Musikeon, España. Ha recibido premios destacados como: Joven Intérprete del Banco de la República en la categoría Solistas del año 2020 y primer puesto en la categoría Música de cámara del IV Festival-Concurso Nacional Pianissimo realizado en Medellín en el año 2018. Montajes performativos: Mis amores son líquidos y nunca he leído a Bauman (2023), Tejidos (2020), Trilogía femenina (2020), El piano pregunta (2019), Música a oscuras (2019) y Faustino Jaramillo (2019). Ha debutado como pianista de la Compañía Danza Concierto en el Teatro Mayor Julio Mario Santodomingo (2023) y en el Teatro Metropolitano José Gutiérrez Gómez (2024). Su interés por la exploración de diferentes problemáticas en la música la han llevado a interesarse por el mundo de la improvisación y la música contemporánea. Por otro lado, su afición a la literatura y la filosofía, le ha facilitado relacionar la práctica instrumental con la reflexión y la construcción de nuevas propuestas artísticas. Durante su carrera recibió también orientación de la maestra Blanca Uribe y del doctor Andrés Gómez Bravo.

[1]    Alcaldía de Medellín, Secretaría de Salud. (24 de abril de 2023). Gestión del Ruido en la ciudad de Medellín. https://www.medellin.gov.co/es/secretaria-de-salud/que-hacemos/observatorio-de-salud/analisis-situacional-de-salud/salud-ambiental/evento-gestion-del-ruido

[2]    Carvalho Representante a la Cámara. Contaminación acústica (ruido). https://carvalho.com.co/ley-contra-el-ruido/

[3]    Barenboim, D. La música despierta el tiempo (Barcelona: Editorial Acantilado, 2023), 13.

[4]    Cage, J. Silencio (Madrid: Editorial Árdora, 2002), 76.

[5]    Ibid. 94.

[6]    Ibid. 3.

[7]    Sanín, C. (24 de julio de 2017). La música de fondo. https://www.semana.com/opinion/articulo/carolina-sanin-la-musica-de-fondo-y-oir-la-realidad/38267/

[8]    Barenboim, D. La música despierta el tiempo (Barcelona: Editorial Acantilado, 2023), 12.

[9]    Mishina, I. (23 de septiembre de 2013). Cómo John Cage descubrió que el silencio no existe. https://irinamishina.com/es/2013/09/23/como-john-cage-descubri-que-el-silencio-no-existe/

[10]   Hadot, P. La filosofía como forma de vida: conversaciones con Jeanne Carlier y Arnold I. Davidson. (Barcelona: Editorial Alpha Decay S.A, 2009), 246.

[11]   Sanín, C. (2 de junio de 2024). Una sinfonía de la ansiedad. https://www.youtube.com/watch?v=uBZv2_EUW-0

[12]   Ordine, N. La utilidad de lo inútil. (Barcelona: Editorial Acantilado, 2013), 153-172.

[13]   Cage, J. Silencio (Madrid: Editorial Árdora, 2002), 93.

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