Por Reynaldo Bernal Cárdenas*
«…tus ojos de vidrio no saben del llanto,
del amargo llanto que prendió
en mis ojos desde que él se fue…»
(Olimpo Cárdenas)
«A mis hermanos,
que no admitían que hasta
la resurrección es posible en la literatura».
Mi padre no lo sabe, pero en un año estará muerto.
No obstante, como eso aún no sucederá, hoy está acicalado, con su mejor traje, listo para ser retratado. Aguarda en un cuarto frío y oscuro, de paredes blanqueadas con cal y piso de tablas que crujen con la menor presión. Mi padre mira la lente que apunta hacia él, se ajusta el nudo de la corbata, repasa el cuello almidonado de la camisa y asume sobre el taburete la postura más recta que puede. Pasa su palma por detrás de las orejas asegurándose de estar bien peinado, baja la mano, la entrecruza con la otra y las pone en el regazo. Espera, secretamente, que el retrato muestre lo mejor de su apariencia, y que quizá pueda revelar esa actitud altiva, vigorosa, de sus treinta y dos años. Más temprano, en la casa, se había afeitado con especial cuidado para no cortarse, y se había pasado el peine con esmero antes de aplicar el gel fijador. La vanidad no es un concepto que se confunda con el de la galantería, pero él sabe que en algún punto pueden coincidir. Su aspecto es el de un sujeto hecho y derecho, desfasado de la versión de joven melenudo asociada al espíritu de la época. El fotógrafo, hombre diligente y buen madrugador, le pide que aumente la curva del pecho, eleve la barbilla, y que por tres segundos no pestañee. «Se me agotaron los carretes de película, así que sólo es posible una toma», dice a la vez que hunde medio cuerpo en la manga atezada.
Mi padre acata sin objetar. Durante un instante se abre una grieta de silencio en el recinto, una quietud interrumpida apenas por el clic de un obturador que parece más fuerte de lo que en realidad es.
—Listo don Carlos, quedó bien, pero a mi juicio un poco serio —dice el fotógrafo.
—En fin —dice mi padre—, qué le vamos a hacer.
Se levanta del taburete, el piso inestable protesta bajo sus zapatos dando la impresión de que él hubiera dejado caer algo. El hombre que acaba de fotografiarlo se asegura que la cámara esté firme en el caballete, se dirige a una mesa desvencijada, repleta de papeles y rollos de negativo, y regresa con un recibo. «Pase por su foto en tres días», dice. Él no contesta, toma el papel, lo dobla y lo pone en el bolsillo del saco. Sólo cuando mi padre camina para salir, examina el lugar con una mirada consciente. Es un recinto de techos altos, con vigas expuestas. Un mapa de la Santafé antigua junto a un almanaque que no corresponde al año, y un crucifijo sin Cristo, adornan el descascarado paredón de enfrente, pero mi padre los pasa por alto y fija su atención en los retratos blanco y negro que cuelgan de los muros laterales. Son testimonios gráficos, declinantes y opacos, donde la voracidad del tiempo se acentúa en los márgenes sombríos. Un vistazo le basta para deducir que los semblantes adustos pertenecen a un periodo pasado de la historia; hombres de levita y mujeres encopetadas enfundadas en ampulosos trajes oscuros, todos a la usanza de otra época. Todo allí despide el aroma rancio de un tiempo ya para siempre superado. Lo asaltan entonces las motivaciones turbias de una verdad que lo deja perplejo: los personajes de los retratos —olvidados ya, inexistentes ahora— alguna vez posaron para una lente tal como él acababa de hacerlo. Y reflexiona en que, a lo mejor, dentro de muchas décadas, sólo el fogonazo fotográfico de hoy, escaso de luz, amarillo en los años, validará en la mente de otros el hecho de que él también pasó por este mundo; y servirá acaso para salvarlo del olvido, como acaece hoy con aquellos distinguidos desconocidos clavados a los muros, inmovilizados en el papel amarillento.
Quiere compartir sus pensamientos con el retratista, pero se da cuenta de que el hombre no está para reflexiones tempranas, así que apenas entorna la boca para soltar un «gracias» que aquel contesta con una sonrisa sin expresión.
Mi padre se encamina por el largo zaguán que conduce a la calle. Es una casona colonial, un monumento como todos los que embrujan la ciudad vieja. Su fragancia se esparce por doquier. La recepcionista, una mujer mayor, solterona y beata, lo sigue de codos en el escritorio con ojos cansados, hasta que cruza la pesada puerta de salida; aspira con avidez ese perfume a madera de oriente que él dejó a su paso y que ahora rinde la estancia. Piensa que es el tipo de hombre con el que hubiera querido pasar su vida. Está lejos de imaginar que ese hombre tiene cinco hijos, que no le gustan las mujeres mayores y que dentro de un año estará muerto.
Sale de la casona; su figura masculina, altiva y delgada, resalta frente a la fachada de apariencia colonial. Al instante se siente hostigado por el bajo sol que se iza sobre los cerros, que domina ya el horizonte.
El centro apenas se despereza. La ciudad parece bostezar y dar sus primeros pasos. El aire matinal, casi limpio, le recuerda los amaneceres de su pueblo, ese pequeño remanso de casas sobre la cordillera al que no le gusta ir porque el aspecto de sus calles lo devuelve a los tiempos de la violencia, al día en que, siendo apenas un niño, vio por primera vez el cadáver de un hombre, al instante en que comprendió, con pavorosa certidumbre, la transitoriedad de las cosas. Si bien la imagen lo ha perseguido desde entonces, fue preciso olvidarse de aquel cuerpo mutilado para viajar al pueblo y traer a su papá enfermo. Advierte que lo dejó instalado una semana antes en la casa de Blanca y que aún no ha ido a visitarlo. Eso lo inquieta.
Se detiene por un minuto en la alameda. Su mano en visera bloquea el resplandor hasta que sus ojos se adaptan de nuevo a la luz. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, más allá de las antiguas construcciones, mi padre alcanza a divisar la silueta del moderno rascacielos que será inaugurado pronto, y que no verá arder cuatro años después en el sonado incendio del setenta y tres.
La fábrica queda a cinco cuadras y el personal estará esperándole. Se apresura. Ese día de 1969 la ciudad se mueve en una apacibilidad de abadía, sin apenas carros circulando por la avenida y viandantes por las aceras. El mundo parece girar a media marcha, como si los afanes nunca fueran a hacerse enfáticos. Sin embargo, a los ojos de mi padre no llega la visión de que años después esas calles estarán atestadas de carros y de gente, y del frenesí de la modernidad. No tiene manera de saber que todo cuanto conoce cambiará, y que probablemente él mismo esté habitando un mundo mejor de aquel en el que le tocará vivir a sus hijos. No tiene por qué saberlo (en 1969 mi padre tiene la mitad de los años que yo tengo ahora). En todo caso, para él, ese día tiene su propio sentido, está lleno de vida y presenta sus propios retos. Es la razón por la que no se ocupa de lo que pueda ocurrir más adelante, porque ese es el presente y todavía no ha sucedido nada de lo que sucederá, y porque el aire está limpio y él tiene el ímpetu suficiente para seguir respirando, como si la muerte sólo acechara a los viejos como su papá, y porque nadie le ha susurrado al oído que sólo le queda un año de vida.
Mi padre sube a su camioneta. Es una Ford Falcon color verde del año 66, tipo wagon. Mira a través del cristal del panorámico y repasa sus próximos quehaceres: organizar lo del bautizo de la niña, comprar el televisor para ver ese domingo, en directo, la llegada del hombre a la luna, visitar a su progenitor en casa de su hermana, mandarse sacar la bendita muela que le molesta… tomarse por fin unos buenos tragos.
Busca la llave de encendido al mismo tiempo que pone la radio. En la radio está El mañanero, noticias actuales y temas livianos. Presta atención. Hablan del matrimonio de John y Yoko, de Gibraltar y de Ámsterdam, también de una suite de hotel. Él no entiende por qué la alharaca con eso. Mencionan un festival de güstoc, o algo parecido. «Cosas sin importancia», dice con desgana para sus adentros y cambia de estación. Sale Palito Ortega cantando El corazón contento. A mi padre no le disgusta, pero baja el volumen para volver a su realidad. Es habitual que no sepa cómo organizar el día, así que decide, por la fuerza de la costumbre, dejar que la vida sólo suceda. Si tuviera un teléfono móvil ya habría llamado a su mamá, a su sastre Juan, a Blanca para ponerse al tanto del estado de salud de su papá, habría separado cita con su odontólogo y dejado listo incluso lo del pedido de don Pascual. Solo que él jamás pronunciará la palabra celular, porque para cuando esos aparatos asombrosos existan, mi padre será apenas un recuerdo gris en la mente de unos pocos, una formulación tópica de una vida que ya no es, una foto desteñida sobre una mesita de noche.
Los empleados, agrupados en la acera, sonríen cuando la Ford aparece. Dejan el chismorreo y las bromas. Se vuelven para saludar al jefe, a ese hombre al que en dos años habrán olvidado por completo.
—¡Buenos días don Carlos! —dicen al unísono cuando lo ven bajar del carro.
Él saluda, se inclina y suelta los candados de la reja. Los trabajadores —son como veinte— entran, se dirigen a los casilleros, después a sus puestos de trabajo. La fábrica cobra vida. Mi padre le pide a Carmen que no se demore con el café, que le traiga sólo dos tostadas y que limpie el desorden que quedó ayer en el despacho. Ella se apresura con la preocupación atenta a no contrariarlo, sabe que él no entrará a una oficina desordenada, y que cada minuto que pase sin hacerlo, su exasperación irá en aumento.
La nueva línea de colchones y edredones está lista para la distribución, pero mi padre ha decidido que no irá ese fin de semana a llevar pedidos a los pueblos por aquello del viaje a la luna, por lo de su padre enfermo, por lo del bautizo de la niña. Aunque tal vez sí encuentre un espacio para tomarse unos tragos con Raúl, su medio hermano, con Alvarito, su amigo de andanzas, y con Joselías, su socio. Si se reúnen en casa de alguno de ellos, será preciso convidar a Leonor, su secretaria, la misma mujer que, cruzando la herradura de dolientes, esposa e hijos, lo llorará con más aflicción que mi madre el día de su entierro.
En la fábrica la mañana transcurre con lentitud, como cualquier otra. A cada hora mi padre sale de su oficina y recorre la planta. Indaga entre las operarias que cosen, las mesas de planchado y las ruidosas máquinas enrolladoras. Da instrucciones aquí y allá. El reloj que cuelga del muro lateral es apenas un testigo silencioso de un devenir inesperado.
Poco después del mediodía se halla en el negocio de doña Tere. Mi padre la conoce hace años. Doña Tere es una matrona campesina de andar lento y maneras corteses que consiguió, con las recetas de su abuela, abrir el restaurante más popular del centro. Mi padre es uno de sus mejores clientes. Cuando lo ve llegar, doña Tere ordena que se apresuren a atenderlo. Leonor se sienta en un taburete junto a él, y Juan, el sastre, del otro lado, enfrentado ante la mesa. Ese día, a esa hora, no queda sitio para nadie, las mesas están colmadas y las voces se confunden en un murmullo estrepitoso. Piden ajiaco con arroz blanco y tres arepas de maíz. A mi padre le agrada el lugar. La comida es sabrosa y la atención prolija. La música que ponen para los comensales también le gusta. Los evocadores bambucos y pasillos suelen situarlo en el descansillo de entrada de la finca de su niñez, desde donde ve a su papá fustigando los bueyes del arado con una radio de pilas al cinto.
Almuerzan despacio. Mi padre escoge una arepa, la parte y le pone mantequilla. Cruzan uno que otro comentario sobre el clima, los pedidos pendientes o algún empleado. Las meseras, con platos repletos, vadean precipitadas por los espacios disponibles. Al cabo de una hora se levantan de la mesa. Una mesera joven recoge los platos. Mi padre pide que anoten el importe del servicio en su cuenta.
—Dígale a Teresita que esta semana cuadramos —le dice a la muchacha.
—Sí señor —contesta ella y se aleja caminando hacia atrás.
Leonor saca el espejito de la cartera de charol, se acomoda la diadema en su abundante cabello empavonado y se alisa el flequillo. Deja escurrir los lentes hasta la punta de la nariz y coquetea con mi padre. Le dice al oído que le gustan sus ojos claros. Él baja una mano disimulada y le pellizca el trasero. Ella ríe. Disfruta del juego. No sabe que a la vuelta de un año su vida cambiará, que no irá más a ese restaurante y que nunca nadie volverá a pellizcarle el trasero. Juan los mira sin sorpresa. No piensa ni dice nada porque respeta a ese hombre que un día lo apartó de la ominosa penuria de las calles y le ofreció trabajo. Leonor sí intenta decir algo, pero el índice de mi padre mata las palabras en sus labios. Ella se encoje de hombros, se da cuenta de que él quiere escuchar la melodía que sale de los altavoces. Mi padre la reconoce, sabe que es un bambuco que se llama El almirante. Consulta su reloj de pulsera y resuelve esperar a que termine. Por un momento se queda mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. La expresión vaga y melancólica que lo asalta, pronto desaparece. Cruzan la puerta vaivén.
—¡Hasta mañana don Carlos! —oye decir desde el fondo del local. Es usual que doña Tere lo despida con una inflexión de voz más honrada que el gorjeo de un pájaro. Él levanta el brazo y se marcha con el ademán de siempre.
Afuera, el sol de la mañana se ha guarecido tras un celaje de nubes grises, y en su lugar, sesgadas, muy desagradables ráfagas de llovizna comienzan a pegar en la cara. Entonces mi padre recuerda que no bajó la gabardina del carro, la que lleva siempre consigo para hacer frente al clima incierto de Bogotá, y manda a Juan a traerla. Avanzan despacio con Leonor. Juan vuelve pronto con la gabardina y mi padre se la pone. A la distancia ven a Joselías que aguarda frente a la fábrica.
—De qué me perdí hoy —dice cuando los tiene a pocos metros.
El socio de mi padre es un hombrecillo promedio, de figura correcta, delgado como fideo, de hablar pausado y de buen carácter. Un cigarrillo apagado se le adelanta por entre los dientes blancos como un soldado fuera de fila. Mi padre se acerca, saca la mano del bolsillo y le da fuego.
—Ajiaco —responde al tiempo que apaga la llama y guarda el encendedor.
Joselías inhala con fuerza, complacido. Echa la cabeza hacia atrás y deja que esa primera bocanada se pierda en el atardecer bogotano.
—¡Ashh! Usted sabe cómo es ella —dice refiriéndose a su mujer—. Si tardo en salir de casa, luego no quiere que salga sin almorzar.
—No cambio el almuerzo de mi casa por el del restaurante —dice mi padre.
Se palmean el hombro y buscan la puerta de entrada. La visita es sorpresiva, pero se alegran de verse. Entran. Charlan en la oficina. Toman tinto (desconocen que sólo en Colombia se llama tinto al café negro). Joselías juega con la placa grabada que está sobre el escritorio. La inscripción resalta en caracteres cursivos: Carlos V. Bernal L. Gerente. La deja en su sitio, junto al teléfono de disco. Mi padre le pide que lo acompañe. Dan una vuelta por la planta y se dirigen a la calle. En el portón escuchan la voz de Leonor. Se vuelven.
—Es su hermano al teléfono —dice ella desde el interior.
—Dígale que estoy ocupado, que esta noche voy a la casa de Blanca, que allá nos vemos —responde él. Su voz gruesa, estentórea, sacude el lugar acallando los murmullos.
Suben al carro y parten en busca de un almacén de televisores. Doblan Jiménez abajo. Hablan de plata, de la Copa Mundial de fútbol del año entrante, de Leonor y de mi madre. La radio suena duro. Por enésima vez pasan la canción de Rodolfo. Al compás de las gratas oscilaciones de la música, ambos intentan cantar mientras los dedos de mi padre marcan el ritmo con regulares movimientos en el timón. Joselías le menciona que le pasaron un dato acerca de un sitio que acaban de abrir en Chapinero, y que deberían visitar con Raúl y Alvarito. Dice que el trago no es caro y que las mujeres son unos bombones. Recuerda aquello de cervezas frías y mujeres calientes. Ríen. Mi padre contesta que ya habrá oportunidad, que ese fin de semana no viajará y que sería bueno inventar un pretexto para tomarse unas copas, pero en la casa. Joselías asiente con la cabeza, dice que ya consiguió los discos que le encargó: Olimpo Cárdenas, Javier Solís y el último de Los Graduados. Mi padre señala que le parece bien porque ya tiene donde ponerlos, y le cuenta que acaban de traerle la nueva radiola que compró. Explica con inmodestia que es el modelo más actual, sonido cuadrafónico y tocadiscos de 33 revoluciones, y que muere por estrenarla. Joselías asiente de nuevo, esta vez con más complacencia, y anuncia que ya tienen un motivo.
Y ese fin de semana cuatro hombres departen en la sala de una casa. Beben unos tragos, hablan de esto y aquello, incluido el fútbol y el general Rojas. Alguno menciona los aumentos de la ley; todos lo avalan reflexionando de lo caro que está todo. Reciclan chistes, a cual más malo, y ríen sin ninguna prevención. El tenue humo de los cigarrillos sube lento, como suben las almas de los difuntos. La atmósfera se enrarece. El volumen de la música opaca las voces.
Y bajo el dintel de una puerta, una niña de diez años observa a su papá intentando hacer marchar el tocadiscos a la velocidad correcta y fijar la fina aguja sobre los surcos sonoros, lo ve presumir del aparato de sonido que acaba de comprar y esforzarse para sacarle el mejor partido mientras deja escuchar una y otra vez una canción triste que habla de un osito de felpa, de alguien que perdió a su hijo. La pequeña no tiene la menor idea de que esa imagen cobrará sentido con el tiempo, porque ese hombre seguro y jovial que le dice mi niña, y la lleva todas las mañanas al colegio, no tiene ya destino sobre la Tierra.
* * *
Ha pasado un mes y las mismas personas, junto con otras, se encuentran en la sala de una casa distinta, donde un velorio se lleva a cabo. Hombres y mujeres lucen sus mejores trajes. Se alternan, condescendientes, en los asientos disponibles. Son los tiempos en que los muertos se velan durante dos días en los espacios amplios de las viviendas, y se hace sancocho para alimentar la parentela y los concurrentes oportunistas. Las coronas fúnebres se ven apoyadas en la pared principal y los sufragios apilados en una mesita angular. El aroma tristón de los cirios en llama se une al de los nardos y jazmines y forman una pesada emanación que se siente desde la entrada. Al hombre en el féretro no se le permitió morir en su pueblo, como era su deseo, porque los hijos decidieron que en la ciudad tendría mejores cuidados, y porque el único hermano que tiene carro no desea volver a ese lugar.
A media tarde, cuando toda la familia ha desfilado por allí, se ve a tres hermanos abrazando a una anciana llorosa, acopiando fuerzas para decirle que la vida sigue, que fue mejor que el viejo descansara y que ahora está en la gloria de Dios. Desean trasmitirle el arrojo que para ellos mismos se torna esquivo. Y en un instante cualquiera, unos ojos marchitos se posan en los de mi padre y reconocen en ellos la misma mirada resuelta del difunto cuando estaba vivo y era joven. Es entonces que la anciana se siente segura, incluso tranquila, porque su hijo menor está en sus mejores años y sabrá responder a la soledad y necesidades de la madre. Él desova un beso sobre esa frente plagada de surcos y conduce el cuerpo frágil a una silla. Antes de sentarse, mi abuela se vuelve hacia el crucifijo sobre el ataúd adosado a la foto del finado, masculla con una voz precaria, como sus párpados, lo que parece una oración, y encomienda la salud de los hijos al alma del padre ido. Blanca se allega, abraza esa delgada humanidad, aspira el aroma a piel gastada y acompaña aquel llanto de viuda. Mi padre va al baño furtivamente y se enjuga algunas lágrimas. Frente al espejo experimenta ese miedo a la muerte que descubrió de chico y que vuelve cada vez que ella está cerca, como ahora. Es la causa por la que ha rehuido siempre la idea de asistir a cualquier sepelio, aunque el muerto sea de la familia; sin embargo, hoy se trata de su propio padre. Para él, muerte y olvido apenas significan lo mismo. Con todo, mi padre nunca encarará la certeza pavorosa de la propia muerte, eso que hace imperdurable los recuerdos en las mentes de los hombres.
Mi padre necesita varios minutos para lidiar con las meditaciones infames que se abaten contra él, respira hondo por la boca y sale al patio para despejarse de los clamoreos, del sopor y el olor a incienso.
Y mientras la criada pasa las tazas de café, otra mujer, con cara de haber desertado de un convento, y un aire de gazmoñería insoportable, saca un Rosario y empieza un rezo que un puñado de personas sigue de forma automática y sin convicción, como provistos de una complacencia inútil. Los que están de pie rodean el cajón y replican la rogativa de los responsos. Las luces se encienden. Más de uno mira el reloj de la pared y vuelven al rezo. Nadie en ese recinto sabe que en menos de un año la escena se repetirá y que será el hijo que ocupe el lugar del padre.
Pasa una semana, un mes, y las cosas han retomado su curso, todos han vuelto a las servidumbres de sus calendarios. Y para mi padre los días corren uno tras otro como una cuenta regresiva, como que cada amanecer fuera un apremiante paso, un peregrinar de la muerte hacia el encuentro con una vida destinada a acabarse pronto y sin remedio.
Sin embargo, para él la sensación es otra. Su tiempo transcurre lento, con la apacibilidad que tienen los dulces sueños del alba. Se levanta temprano y espera lo mejor. Lee los titulares de los periódicos, revisa facturas, desayuna reposado; lleva los niños al colegio y se va para el trabajo con la misma pulcritud del día de la fotografía. Se siente bien, con la nítida impresión de que está organizando todo para la vida, para el bienestar físico y económico. La muerte no está en sus planes, es cosa de viejos, y a él le hacen falta más de cincuenta años para completar la edad en la que murió su padre, la edad en que uno debería morirse.
Sí, a pesar de todo en su interior algo le dice que está más vivo que nunca, y lo cree. Lo cree porque aún percibe el tesón de seguir adelante, porque sigue ansiando ver por la televisión un campeonato mundial de fútbol, porque en la sala de su casa sigue conmoviéndose con la canción del osito de felpa, porque sus hijos le sonríen cada mañana. Entonces, creyendo en la inmortalidad, se bebe cada día a grandes sorbos; total, ese es el presente y es lo que importa, y nada ha acaecido de lo que inevitablemente acaecerá. Mejor ignorar que la vida está diseñada de tal manera que le permite a un hombre soñar con un porvenir espléndido, con incontables momentos nutridos de emotividad, y una vejez cercada de nietos aun cuando está decidido que todo eso pronto se le negará de forma cruel e incomprensible.
Porque ese domingo de junio de 1970, a la vez que la nueva década ya deja atrás y para siempre el hipismo, a Los Beatles y el rock and roll, y en Hollywood terminan la filmación de una tonta película de romance que, no obstante, hará llorar a uno de sus hijos años después, y mientras dos equipos de fútbol salen a la cancha a enfrentarse en un partido de la Copa Mundo, una madre joven almidona los cuellos blancos de las camisas de su esposo, pone la mesa y llama a almorzar a sus cinco hijos ignorando que una malhadada jugarreta de la casualidad la llevará a cargar desde ese día todo el peso de un infortunio para el que no estaba preparada; que todo cuanto se puede esperar del futuro, a menudo, y sin saber por qué, se malogra en un minuto fatal. Porque en otro lugar, no muy lejos, y en ese mismo instante, una camioneta anónima rueda por un precipicio de forrajes secos, deshaciendo para siempre la altivez, el vigor y los sueños de un hombre que estaba camino de asumir la vida de manera distinta. Un hombre al que el destino sólo le dio treinta y tres años para saberse parte de esta existencia. El mismo que hoy me observa con su postura erguida, y sin pestañear, desde el oscuro misterio de los tiempos, desde la reclusión invisible y eterna de una amarillenta fotografía.
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*Reynaldo Bernal Cárdenas. Músico, locutor y escritor. El género del cuento ha marcado su andadura en las letras. Tomó talleres literarios propuestos por Idartes Bogotá y el Ministerio de Cultura de Colombia. Ha participado en varios proyectos literarios que han visto la luz en forma de publicaciones literarias. Cuentos suyos han sido antologados en volúmenes colectivos; difundidos en formato impreso y medios en línea de Colombia y de varios países, por ejemplo, Narrativa Breve de España, periódico colombiano El Espectador, Revista Ámsterdam Sur, diario Es lo cotidiano de México y la Radio Nacional Argentina, entre otros. Su relato «La cura» fue considerado en España por el escritor y profesor Francisco Rodríguez Criado, creador del reconocido blog NarrativaBreve.com, como joya literaria (https://narrativabreve.com/2021/03/historia-corta-de-reinaldo-bernal-cardenas-la-cura.html). También ha sido finalista en varios concursos literarios. En la actualidad vive en Bogotá y dedica la mayor parte de su tiempo a la escritura.