FRENTE A LA ETERNIDAD DE LA MUERTE

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frente a la eternidad de la muerte

Los cuentos que siguen son producción del taller de escritura creativa dirigido por Luis Fernando López Noriega* en la librería Libro Tinto, en Montería, Colombia.

* * *

Por Nicolás Román Borré

 «Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida,
la muerte canta noche y día su canción sin fin».
(Rabindranath Tagore)

París amanece con escarcha, el césped tiene una delicada túnica blanca y los parabrisas de los autos requieren que alguien les quite el velo de su ceguera. En el hipódromo Longchamp la temperatura es negativa y la capital gala supera el récord de frío establecido a finales de mayo de 1887.

El proverbio «En abril no te quites ni un hilo, pero en mayo, haz lo que se te antoje» parece un mal chiste en esta gélida primavera. Rememoro dicho adagio, mientras contemplo asombrado una tormenta de granizo que traza líneas perpendiculares al oriente de la región parisina.

Ando en un extraño periplo, en cinco días debo pasar exámenes a Lille, París y Orleans, pero también debo ir a Marne-la-Vallée, Rosny-sous-Bois y Pantin. Todos esos itinerarios, y esas cartografías que se entrelazan, tienen como epicentro la ciudad luz y una visita pendiente al cementerio de Montparnasse.

No obstante, entre los trenes, los cambios de ciudad, el tiempo dedicado al estudio y las tentativas infructuosas de controlar el estrés, no tuve la posibilidad de visitar la tumba de Julio Cortázar. Otro año más —pensé—, un decenio en Francia y ni una sola visita al camposanto del sur —¡qué vergüenza!—. Abrí la boca, alcé la lengua, y dejé a las delicadas gotitas de Rescue que me llevaran al universo de Morfeo.

Pero el sueño no vino, y cuando se está en un pequeño hotel en las afueras de Orleans el insomnio puede ser algo terrible. Conté ovejas, perritos, gatos, burritos, igualmente conté los rectángulos del techo, me duché, imploré al cielo, pero nada, los ojos de lechuza seguían acompañándome como un bosque iluminado en luna llena.

Tenía ojeras de boxeador de tercera categoría, de esos manes que se dan trompadas de verdad, verdad, pero que la gente cree que se las dan de mentiras. Debía asustar, ya que me asemejaba a los malos de las películas de Chaplin, que tienen un maquillaje negro en el rostro para exagerar su perversidad.

No hay nada más decadente que mirar por la ventana de una posada ubicada al lado de una carretera. No existen paisajes, ni árboles, ni siquiera se pueden identificar los carros… vemos una luz que se aproxima, y ¡brummm!, ya pasó el vehículo. La imaginación no logra establecer una historia, no se puede inventar un cortometraje, ni escribir unos párrafos, ni visualizar unos rostros, es el vacío, la nada.

La madrugada avanzaba feroz, mi mano izquierda estaba como una ventosa pegada a la barbilla, mi muñeca tenía calambres y al fin el cerebro —o alguien— me dijo algo interesante: «Cambia el billete y vete a París».

Llegué a la capital con varias horas de adelanto y desembarqué en el terminal de Austerlitz. Lo único que había previsto aquel día, era almorzar en un restaurante vegetariano de la calle Bichat, pero ahora tenía a Cronos de mi lado para ir a postrarme en algunos sepulcros. Alegría pasajera. Pronto advertí que el cansancio me produjo una fuerte jaqueca, los nervios hechos añicos me desgastaban y el exceso de calmantes volvió mi percepción irreal. Todo parecía en cámara lenta y veía deformados los contrastes de la ciudad, al igual que los decorados del expresionismo alemán.

La miseria está presente en París, aunque muchos lo nieguen. Saliendo de la plataforma del tren, una señora con un niño en brazos buscaba el desayuno entre las basuras; una mano desesperada mendigaba en vano una moneda y, encima de ella, un afiche gigante del filme Mayo lindo de Chris Marker y Pierre Lhomme realzaba lo absurdo de la situación; bajé las escaleras y, en el torniquete del subterráneo, dos carteristas hacían de las suyas con una turista japonesa; al fondo del corredor, un señor con una perra y seis cachorros al unísono temblaban de frío. Conmovido, los miré impotente.

Seguí caminando mientras el eco de un bandoneón inundaba los pasillos del metro, por unos instantes me transporté a Buenos Aires con Astor Piazzolla, pero el ritmo se aceleró, y la melodía cíngara-balcánica me llevó del río de La Plata a la música que incorpora el cineasta Emir Kusturica en sus producciones; en el vagón del subterráneo veo a un señor igualito a Slash —pero sin guitarra— con un sombrero de cuero, el cabello que le cuelga y un suéter de Led-Zeppelin —yo me pregunto si de pronto es él— miro para todos lados, pero aparentemente nadie se percata de ello, los pasajeros leen las tabletas electrónicas y sus smartphones, están todos conectados… yo sigo unplugged, ¿o más bien a la deriva?

Reviso el plano para asegurarme del itinerario hasta la estación Raspail, cuando de repente siento que alguien me observa —es esa sensación indescriptible de un peso en la nuca—, volteo y mis ojos se cruzan directamente con los luceros avellana de una joven. Pero ella, fingiendo indiferencia, retoma la lectura del libro El hombre que quería ser feliz, qué bonito título —me dije— y, al levantar la cabeza, vi atrás de ella unos rizos dorados pertenecientes a una mujer que ocultaba su rostro contra las puertas, su nariz enrojecida denotaba el llanto reprimido y las lágrimas se escapaban como perlas cristalinas por sus blancas mejillas. Ella lloraba en silencio, y aislada del tumulto, sufría en un rincón, ¿qué la acongojaba?, ¿una decepción amorosa?, ¿quizás la muerte de un familiar?, ¿lo insoportable de la existencia? Deseé consolarla, decirle que no estaba sola, quise cogerla entre mis brazos, hubiésemos podido llorar juntos como perfectos desconocidos, tal vez debí tocarle el hombro para darle ánimo… pero ella desapareció con su dolor en Denfert-Rochereau, rodeada de personas que momentos antes la ignoraban.

«No quisiera vivir en un mundo vacío
de todo sentimiento religioso.
No pienso en la fe,
sino en esa vibración interior,
independiente de cualquier creencia,
que nos proyecta hacia Dios,
y, a veces, más arriba».
(Emil Cioran)

Mis neuronas latían, era como si un tornillo gigantesco perforara mi lóbulo parietal. Para aliviar la migraña, preparé en mi cantimplora un cóctel de paracetamol, gotas de Bach y valeriana, mientras me dirigía lentamente por la calle Émile Richard que conduce hacia la entrada adyacente de la necrópolis del distrito catorce. Pero me quedé paralizado en el portón, los plátanos de sombra, con su follaje místico, silbaban acordes celtas, un estremecimiento me erizó y la visión se me nubló.

Que injusta era la vida, no debía ser yo quien visitara la lápida del gran Cronopio, sino Ariel, un amigo del cineclub que todas las noches, después de las funciones del Comité de Cine, nos invitaba a perdernos por las murallas de Cartagena de Indias, mientras él recitaba de memoria Rayuela. Ariel nos tenía una oreja sorda y la otra en crisis, de tanto hablar de Rayuela, de la Maga, de las artes amatorias de Oliveira; disertaba acerca del simbolismo psicoanalítico del personaje de Rocamadour y de la importancia de las calles de París en el rompecabezas de la vida.

El último recuerdo que tengo de Ariel —luego de una larga tertulia en la esquina de la Escollera— fue su voz grave rompiendo el silencio en una madrugada sofocante. Los amigos del cineclub nos habíamos extenuado leyendo poesía de mala muerte, una docena de botellas de vino tinto y marihuana fumigada con glifosato. En medio de las estrellas fugaces, con tono ceremonial y la emoción a flor de piel, sus fonemas emergieron: «Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua…» capítulo siete —añadió—, página cincuenta y tres.

«Caminar por París significa avanzar hacia mí».  
(Julio Cortázar)

Se han borrado de mi memoria los primeros pasos en el bulevar del cementerio, incluso desconozco si los seres que transitaban entre los sepulcros, vestidos con atuendos de otra época, eran reales. Sin embargo, una pregunta comenzó a inquietarme, ¿por qué tenía que venir a Montparnasse?, a pesar de la afección por ese genial argentino, leer los cuentos y escuchar los audiolibros, yo no era un especialista de su obra. Y por otro lado, tampoco quería imitar el peregrinaje sincero de los latinoamericanos que vienen a dibujar rayuelas sobre su mármol.

Un destello de lucidez me iluminó, al lado del universo cortazariano y su metafísica imaginaria, yo anhelaba —inconscientemente— confrontarme con el mito de Cioran. El escritor Del inconveniente de haber nacido, me fascinaba, y yo tenía una teoría sobre su manía de invocar el suicidio y desprestigiar la existencia de Dios.

Para alguien como Cioran, que se decía agnóstico, y doctrinalmente cercano a la filosofía de Schopenhauer, me parece que todo lo anterior fue una postura intelectual. De hecho, la visión pesimista de la vida —que él justificó en su trabajo creativo [1]—, excluía el júbilo verdadero, muy a pesar de que él debió vivirlo durante su existencia. Prueba de ello es que Simone Boué —su compañera sentimental por más de cincuenta años—, descansa a su lado en la eternidad de la muerte.

Dicha pose asumida se aleja de la búsqueda de lo que él denominó «la aventura vertical», que desde De lágrimas y de santos, hasta las múltiples tardes de meditación sobre la hierba de los camposantos, le inspiró la realidad de lo divino. Pero de aquel artista maldito, que caminaba todas las tardes por el jardín de Luxembourg, al hombre que confesara frente a una cámara su fuero interno, hay un océano de diferencia: «Escribir es establecer un diálogo con Dios, aunque yo no soy creyente, tampoco puedo decir que no creo. En el acto de escribir hay una solitud que encuentra otra solitud, aunque la solitud de Dios es más importante que la del autor».

Todos esos cuestionamientos de Cioran acerca del más allá, y de un posible arquitecto cósmico, cobran importancia cuando se está en Montparnasse. En un par de metros cuadrados se encuentran: Charles Baudelaire, Julio Cortázar, Emil Cioran, Samuel Beckett, Joris Ivens, Henri Langlois, Jean-Paul Sartre, César Vallejo, Marguerite Duras, Eugène Ionesco, y cientos de otros personajes que enriquecen el pensamiento humano.

¿Qué nos queda de ellos?, ¿acaso sólo las cenizas de sus cuerpos?, ¿o simplemente unos nombres esculpidos sobre losas blanquecinas?

Difícil toda tentativa de respuesta. Citando el poema El interrogador, yo me pregunto por la nada que nos mueve… ¿por qué frente a la tumba de Cortázar y de su «osita», Carol Dunlop, la temperatura cambió?

Mi cuerpo sintió una llamarada indescriptible, al igual que un niño. Me arrodillé para ordenar los textos y los mensajes de los admiradores dejados días antes, clasifiqué los tiquetes de metro, coloreé las flores marchitas, abrí los libros de poesía, metí el corcho en una botella de sidra y el espíritu de los lugares, como anotara Lawrence Durrell, me llevó al infinito.

[1] La felicidad no está hecha para los libros.

*

Nicolás Román Borré. Abogado e investigador de la problemática animal. En el campo cinematográfico ha desarrollado un trabajo plural en el fortalecimiento del movimiento cineclubista. Ha sido gestor de muestras y ciclos de cine, redactor de publicaciones y realizador de documentales. Actualmente, se desempeña como coordinador de la sala de cine arte y ensayo Le Gyptis en Marsella.

* * *

ESTA NO SERÁ UNA BUENA HISTORIA

Por Dickson Enrique Borja Sánchez

Despertó con el mismo suspiro asustadizo de todas las madrugadas, como si cayera al vacío, como si un camión lo atropellara. Manos en el pecho, ojos bien abiertos, sudor en la frente. De inmediato el perro frente a su cama, expectante. En la ventana abierta una cadena oxidada, al costado un cordón de paseo. Bajando las escaleras lo esperó la finca enorme en la que vivía. Salió a recibir el alba y a soltar el cansancio de la noche a fuerza de pasos, a fuerza de más cansancio, dos horas de paseo y trote. De vuelta al cuarto revisa qué hay para desayunar, un pan de sal lo esperó inmóvil sobre un platico de porcelana con flores azules, nada más que eso. Lo comió y se bañó con un pedazo de jabón azul claro, pegado a otro pedazo de jabón más claro aún. Sentado en su cama observó todo a su alrededor y reflexionó sobre su propia miseria. Solo el perro lo salva. Sobre el perro recayó el único sentido que pudo tener su mundo, su vida.

No hay madre ni esposa a quien llamar, no hay amigos o hermanos al socorro. Están él y su perro contra el mundo, un mundo que le exige salir a recibir subsidios para sobrevivir, porque no hay nada más que eso, ni trabajo ni buena vida.

Nueve de la mañana. Caminando nuevamente bajo un sol que ya quema la espalda, yendo por una ciclovía insegura que se viste de arbolitos con flores amarillas. Pasando la universidad hay un puente, a mano derecha una calle pavimentada que es la segunda entrada al barrio, a pocos metros de la vía circunvalar. En la acera derecha, una fila interminable de jóvenes como él, todos esperando el mismo subsidio trimestral que les ayudará a sobrevivir siendo pobres y estudiantes al tiempo.

En la fila observa todo, el asfalto caliente, la excesiva temperatura, el polvo que dejan las motos al pasar, el humo de los carros, el agobio de tantas personas, el sudor de una muchacha que le pregunta si es el último en la fila, tener que responder que sí, que detrás de él no había nadie más hasta que ella llegó. Tratar de no reconocer a nadie para no entablar conversaciones, esperar su turno, cobrar su dinero y regresar caminando a las 12:30, caminando nuevamente porque el dinero ya está destinado para todo, y cualquier gasto mínimo descuadra la vida de un pobre que será más pobre si mira al mototaxista que lo llama y lo mira como si fuera más miserable que él.

La finca la cubrió una inmensa lluvia de sol, todo se pintó de amarillo ese medio día. Los pies ardientes y un dolor que se instaló en la cabeza y la base del cuello, las escaleras de madera con olor a hongos, las pisadas del perro que no se escucharon como de costumbre, la falta de explicación para este fenómeno, el perro y su ausencia de pisadas. Subir corriendo y abrir la puerta esperando que estuviera allí, frente a él, expectante como siempre; no verlo, buscarlo con los ojos por todo el cuarto, no encontrarlo y buscarlo con desespero, pensar que saltó por el balcón y salió de la finca, desesperarse por esa posibilidad, sentir el ardor en los pies aumentar, correr por todo el balcón gritando el nombre del perro. Sudor en las manos y una arritmia que se instala en el pecho, recordar que eso no pudo pasar porque dejó atado al perro con la cadena para que precisamente no pudiera saltar del segundo piso donde vivían, correr hacia la ventana temiendo lo peor, encontrar al animal colgado a un costado del cuarto, ahorcado con la cadena que él mismo le puso, la ventana abierta, el perro muerto con la lengua afuera y los labios morados, colgando como un péndulo que baila con la brisa. Lanzar un grito al viento, un alarido a la vida de tristezas que le tocó vivir, maldecir al mundo y ver a su perro tieso, atado con la cadena oxidada, llorar profundamente hasta que el dolor se toma todo el cuerpo, llorar hasta que los ojos no se ven, desmayarse por unos minutos por el episodio y el hambre, despertar y volver a mirar por la ventana al gran péndulo marrón colgante y pensar que a esa escena le hacen falta componentes. Al costado, el cordón de paseo con el que esa misma mañana habían corrido por última vez, un vistazo al cuarto, al dibujo del perro en la pared, a los pelos del perro en las sábanas, a los zapatos mordidos, los collares, las pecheras, todo en ese cuarto es más perro que humano. Ahora en ese cuarto el mundo se vino encima del todo.

Los ojos que no se veían. Ahora salen de sus cuencas, dando una expresión de sorpresa por el descanso, el dolor de cabeza y el ardor en los pies acabaron también, y al costado del cuarto, ahora son dos péndulos que bailan con la brisa, danzando al ritmo del aire, abrazados mientras se mecen de un lado al otro, y de un lado al otro, y de un lado al otro.

*

Dickson Enrique Borja Sánchez, es egresado de la universidad de Córdoba del área de lengua castellana y literatura. Escritor de cuento y novela. Mientras cursaba su pregrado perteneció a los talleres de literatura “Raúl Gómez Jattin” de Cereté, y “Manuel Zapata Olivella” de Montería, donde empezó a desarrollar su estilo. Luego de una temporada viviendo en Buenos Aires, regresó a Colombia y retomó el ejercicio de la escritura creativa. Actualmente pertenece al semillero taller que dirige el profesor Luis Fernando López Noriega, donde avanza en sus proyectos.

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* Luis Fernando López Noriega. Es doctor en Letras en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Profesional en Lingüística y Literatura. Realizó estudios de análisis del discurso y en Literatura Hispanoamericana. Profesor de literatura Latinoamericana en la Universidad de Córdoba—Colombia. Miembro del Grupo de Investigación de Memoria Histórica de la Universidad de Córdoba. Ha publicado diversos artículos que exponen los resultados de sus investigaciones sobre la novela colombiana en revistas especializadas como Poligramas, de la Universidad del Valle, y Cuadernos de Literatura Hispanoamericana, de la Universidad del Atlántico. Publicó un libro de investigación sobre la novela en el Caribe colombiano después de García Márquez: Calibán y Afrodita, la novela en el Caribe colombiano después de la modernidad. Zenú editores, Montería 2013. Ganador del Premio Nacional de Cultura en la línea de Narrativas de Vida del Centro Nacional de Memoria Histórica, Bogotá, 2011.

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