LA CAMPANELLA

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la campanella

Por Ángela María Ramírez*

Los estudiantes salían a las tres, pero Hiharo se quedó, afinó el piano del colegio y revisó los exámenes de los chicos de octavo.

Ana llegaría a las siete, para la cena, o eso le había dicho cuando salió apurada con su amiga para hacer un trabajo de biología. Asintió con la cabeza, esperaba que llegara al menos antes de las ocho. La conocía, había heredado de su madre la irreverencia por las reglas y los límites. El tiempo era algo con lo que los latinos no pelean, el tiempo corre y ellos caminan, así eran ya las cosas para él.

Una cuadra antes de llegar a su casa, la vida entera le hizo una reverencia. Un camión transportador estaba frente a su puerta. Tres hombres de overol azul manipulaban con experticia su Petrof. Corrió.

Estaban poniendo la pata delantera de las notas graves.
—Esperen.
—¡Ah!, vea, por fin llegó. ¿Usted es Iaro?— preguntó el hombre que habiendo hecho ya su parte, tomó en sus manos una tabla de registros.
—Hiharo —corrigió.
—Eso. Vieron muchachos, les dije que era un chino. Firme aquí.

Hiharo firmó. Inclinó la cabeza y dio las gracias. Siempre daba las gracias y ahora con mayor razón, por fin una de sus tres posesiones más importantes acababa de llegar.
—¿Pueden desarmarlo otra vez para poder entrarlo a la casa?

Dos hombres que quitaban del piso unas mantas en las que se apoyaban las patas y los pedales se sacudían las manos, doblaban las lonas y el tercero montaba al carro de transporte una gran tabla. Quitaban más y más protecciones del gran piano de cola.

—Mire hermano, la cosa es que nosotros llevamos esperando aquí más de una hora, ¡pregunte! Y tenemos que arrancar pa’ Manizales con otro envío. No nos podíamos quedar esperando a que apareciera. Su piano está aquí, enterito. Mire, vea qué bonito. Nosotros se lo hubiéramos entrado pero las condiciones son dejar el piano con el dueño en la dirección y armado.
—Esta es la dirección, ¿cierto? —Señaló con un dedo la casilla de la dirección.
—Sí, gracias. Pero…
—Chino, vea, esto es un camello y nosotros ya estamos cansados.

«Yo no desarmo ese armatoste otra vez ni pagándome», dijo uno secándose el sudor con el brazo.
El otro, un señor de edad que ya se montaba al camión, agachó la cabeza, luego manoteó la cabrilla, se bajó y le dijo:
—Mi señor, en verdad no es mala voluntad, nosotros transportamos pianos de vez en cuando, no somos expertos, no afinamos ni nada de eso y además nos tenemos que ir. Busque a alguien pa’ que lo entre.
—¿Me pueden prestar las tablas de transporte? —preguntó Hiharo.
—¡Oigan a este! —dijo el que le había hecho firmar, le entregó una copia del papel y se montó al carro.

Hiharo asintió y volvió a dar las gracias.

Japonés, dijo cuándo el carro encendió el motor y arrancó, soy japonés.

El sol estaba oculto, pero aún hacía calor, las nubes empezaban a conflagrarse encima de él. El día había perdido ese olor a seco.

Hiharo no había corregido a los hombres, a los trece años había desistido de eso. La gente le decía chino, los estudiantes nuevos le preguntaban por China y a él ya eso no le molestaba. Llevaba veintisiete años lejos de su país.

Estuvo un año explicando, en un español mal hablado, a todos en el colegio que él era de Tokio, de Setagaya, pero fue disminuyendo la información, hasta que al final le bastaba con decir que era japonés. Su madre le restó importancia cuando Hiharo se quejó de las burlas que le hacían por sus ojos, ella le decía que eso lo hacía más especial, que se relacionara, que hiciera amigos, pero ese gen nunca lo alcanzó.

Cuando Hiharo cursaba el grado diez, su madre explotó. Lucía llegó del trabajo, como siempre tiró el bolso, subió las piernas al sofá y abrió los brazos como queriendo alcanzar todo el aire posible.
—Estoy cansada —le dijo.

Ella se cansaba con facilidad de todo, de los trabajos, de los jefes, de su padre. Decía que era por él que había regresado a Colombia, para que su padre no lo maltratara más. Él sabía que a ella lo que la cansaba era la vida.

Lucía lo miró.

—Hoy fui de nuevo al colegio.
Hiharo asintió con la cabeza
—¡No más! —gritó su madre—, pareces un muerto, un zombi, eso me dijeron hoy.

Se paró, se agarró su cabello pulcramente rizado y empezó a gritar. No era suficiente ni para ella ni para los profesores las notas sobresalientes y la disciplina de Hiharo. Ellos querían más, que hiciera amigos, que explotara como ellos.
—Decí algo, decí algo. Decí, hacé, pero enojate tan siquiera.

Su madre habría solucionado el problema con los hombres del piano. Habría hecho que lo desbarataran de nuevo y que lo entraran, habría perdido los estribos, deformado sus facciones en un grito, pero él no.
—Chino —escuchó al tendero del frente.
El hombre, pasó corriendo la calle, rebotando su barriga forrada en una camisa de rayas azules.
—¡Qué bonito! —Admiró el hombre —Y brillante. Qué belleza de madera.
—Es un Petrof —dijo Hiharo, como si eso lo explicara todo.
—Hermoso —repitió el tendero.
Hiharo asintió con la cabeza y como pocas veces ocurría se guardó el «gracias».

La cara de Hiharo no le decía nada a nadie. «De piedra, sos de piedra», como le decía su madre a su padre cuando discutían, y él la miraba y no decía nada, porque no entendía nada.
—¿Y cómo lo va a entrar?
—Hay que desarmarlo.
—¿Y usted si puede? ¿Cuánto pesa?
Hiharo podría estimar el peso, pero miró la ficha de entrega.
—Seiscientos veintinueve kilos.
El tendero rio.
—Y ni modo de tumbar la puerta y entrarlo rodaíto.

Los dos se quedaron viendo la puerta; el tendero con cierto desconsuelo en la mirada, Hiharo sin expresión. La entrada a la casa quedaba retrasada medio metro de la fachada y la puerta entre dos muros no tenía opción de ampliarse. A Hiharo le gustaba eso cuando la compró, así podía abrir sin mojarse si estaba lloviendo, pero ahora era un problema, no bastaba con tirar la puerta.

El piano ocupaba toda la acera y eso que era ancha, más de metro y medio.

El tendero subió las cejas y le mostró la otra opción.
—Por la ventana.
Hiharo asintió.

La ventana era ancha, lo malo es que tampoco podían levantarlo.

—Demuela el muro de abajo. Eso lo tumban los del depósito y ellos mismos se lo entran si les da unos pesos. Después no es sino poner unos ladrillitos y emparejar.
—¿No le parece? —remató el tendero con orgullo, por haber aportado la idea de la salvación.

No, a Hiharo no le parecía. Lo mejor era quitarle las patas, protegerlo con mantas y entrarlo cargado.

Hiharo no se movía. Pero no tenía como convencer a nadie que le ayudara, además si no volteaban correctamente el piano podía causar un accidente o peor, su Petrof podría acabar astillado en el piso, desarmado, el arpa sufriría y ¿cuánto le costaría eso?

—Hombre piénsela —insistió el tendero.

Pensar… El padre de Hiharo pensaba demasiado, meditó el hombre, mientras buscaba una forma mejor que la del tendero. Su padre pensaba todos los días como lo iba a castigar por romper un plato en la cena, por hablar demasiado como su madre. Su padre meditaba cada golpe, porque Hiharo no tocaba bien el piano Petrof, porque nunca sería un músico como él.
—Sí —dijo—. Tumbemos el muro de abajo —Decidió.

La gente que pasaba por la calle preguntaba por el piano y la información la daba el tendero que ya se había aprendido la marca y hablaba con propiedad del instrumento, que al frente de su local llamaba tanto la atención. Hiharo no quería dejarlo ahí mientras iba a hablar con los del depósito, pero tuvo que hacerlo.
—No le va a pasar nada, yo le echo ojo —le gritó el tendero que adivinó su duda.

El tendero volvió a su negocio. Las personas, que compraban, miraban al frente el piano de madera caoba, brillante. La gente corriente pocas veces tiene la oportunidad de ver un piano de tal hermosura en un barrio que apenas alcanza la clase media.

Dos hombres acompañaron a Hiharo, midieron la ventana y calcularon de forma rápida cuánto se debía demoler, cuánto costaba y el material.
—Ochenta —dijo uno—. Por todo, y la liga pa’ ellos, pa’l fresco, con la entrada del piano y todo. —El hombre acarició la tapa del piano con sus manos toscas y grises por causa del cemento manipulado por años; Hiharo retuvo la respiración.

Para que aquel piano hubiera viajado desde Tokio hasta Medellín estaba muy bien conservado. Su padre incluso después de muerto era escrupuloso para sus negocios. Seis años hacía ya de su muerte. La carta había llegado dos meses después, avisándole que su padre le dejaba el piano. Era su voluntad que lo encontraran y le enviaran el Petrof.

Pasaron trece meses para que la aduana le enviara el comunicado y la factura del importe, que casi costaba lo que debía de la hipoteca de la casa. Fueron años de cartas, derechos de petición y ruegos, para que por fin se fijara una tarifa razonable a cambio de un servicio. El piano estuvo por tres años en el teatro del conservatorio mayor de Bogotá.

Hacía tres meses le habían notificado que el pago por fin había sido aceptado. Pronto se estarían comunicando de forma escrita, para pactar la entrega del piano de cola Petrof, ahora por fin de su propiedad. Pero no había habido más correos ni más cartas, el piano simplemente llegó.

Con almohadas para proteger las puntas, sábanas y dos tendidos de cama, acolcharon y cobijaron el valioso instrumento. Luego le pusieron encima un plástico.
—Por si llueve —dijo uno de los albañiles. Y empezaron.

Eran las siete y media, las picas hacían volar pedazos de pared y Ana no llegaba. Antes de las ocho apareció con su uniforme, cara de cansada y de sorprendida, miró a Hiharo, abrió los ojos, se tapó la boca y después, preguntó:
—Pa, ¿y esto qué fue?
—Mi piano —respondió él.

Ana, con sus expresiones teatrales, se tiró contra el pedazo de pared que aún quedaba bien. Los trabajadores se habían detenido, por ella, por protegerla o por mirarla. Uno de ellos, con gorra hacia atrás, no dejaba de observarla.

Ella se asomó y miró por el agujero que había dejado la ventana, era lo primero que habían hecho, desmontarla. La luz amarilla del bombillo de la sala se abría paso por la oscuridad de la acera.
—Ni para qué me abres, por aquí quepo.

Hiharo detuvo a Ana cuando se disponía a entrar por el vano y abrió con celeridad reja y puerta. Ana sonrió, le hizo una venia juguetona a su padre alzando un poco una parte de su uniforme de cuadros y entró.

Ana siempre sonreía, no se parecía a su madre, tenía los rasgos de él, a ella también le decían china. Hacía nueve años eran solo él y ella. Lucía, la madre de Hiharo le había quitado muchas cosas, su cultura, su padre y su esposa. Él era un viudo, Ana una huérfana por Lucía, por su afán, por su incumplimiento, por su vanidad.

Un día antes del cumpleaños número cinco de Ana, Lucía invitó a su nuera a cambiar un poco, estaba de moda el cabello liso. Él se quedó cuidando a Ana y ellas salieron en el carro de Lucía. Nunca llegaron a la cita del salón de belleza, en el camino el destino se las encontró muy rápido; Lucía murió de inmediato, la madre de Ana a los dos días.

El polvo de ladrillo y los pedazos de concreto se iban acumulando en la cera y en el comedor de la casa de Hiharo. Las personas empezaban a llegar de sus trabajos, a las nueve llegó un señor bien peinado y con el cabello húmedo todavía, como si se hubiera dado una ducha antes de ir a hablar con Hiharo. Se presentó, extendió su mano y estrechó con fuerza la mano de Hiharo, luego se cruzó de brazos, miró a los obreros y le dijo, que tenían que parar.

El hombre era de la acción comunal y ya se le habían ido a quejar. Explicó que su cargo no era de vigilante, no era pago y sí que menos era de policía, pero que velaba por la comunidad y ya estaba tarde. Expuso situaciones de personas enfermas, habló del ruido y un montón de cosas más a las que Hiharo asentía. Gracias, dijo Hiharo al final y despidió a los obreros y al señor de la acción comunal.

Era una noche negra, a pesar de que las nubes eran blancas y grises y lo cubrían todo.

Los obreros recogieron en tres costales los escombros. Faltaba tan poco para poder entrar el piano, era casi un escalón… pero un escalón para levantar más de media tonelada.

—Ruegue que no llueva —dijo uno de los obreros.
El otro miró a la casa esperando ver algo o a alguien, en ese momento Ana se asomó, inocente a lo que causaba.
—¿Te hago algo de comer? —preguntó la chica.
Una sola mirada de su padre y un gesto con la cabeza bastó para que ella entendiera, «vuelva adentro», le dijo en silencio.

Cuando se fueron los trabajadores, Hiharo la llamó. Ella cruzó la sala y luego el comedor para llegar a la cocina que no tenía ninguna separación.

La tienda ya cerraba, el tendero de nuevo pasó a hablar con el vecino.

—Es que joden por todo. Tranquilo, ahí está tapadito, hoy no le llueve —Miró al cielo y no disimuló su gesto de incredulidad con lo que había dicho. —Pero aquí no le pasa nada, yo hoy tengo una reunioncita en la casa. Le echo ojo más tarde.

Hiharó asintió.
—Ana —llamó a su hija y como en una comunicación mental ella comprendió.
—Un momento, don Jaime.
Ana regresó con una taza de café.
—Está bueno —dijo el hombre al tomarse de forma poco convencional un café en taza ancha.

Padre e hija movieron los muebles y le hicieron espacio al piano, iba a quedar en la sala, pusieron de barrera los tres bultos de escombros. Hiharo desde el sofá miraba su piano y el cielo. Ana se fue a descansar, se despidió levantando la mano y asintió.

A las diez se empezaron a apagar las pocas luces que quedaban, solo los faros del alumbrado público velaban con Hiharo y el cielo no se decidía, aventaba ráfagas de viento que levantaban las puntas de las sábanas. A la una, Hiharo escuchó el ruido sordo de las gotas sobre el plástico que cubría el piano. Se va a desafinar más, pensó, pero nunca quedaría como el del colegio que había tenido que afinar en un tono más bajo. Detrás de sus pensamientos y el agua, sonaba la marcha acelerada de un grupo de hombres, liderados por el tendero.

—Q’uiubo, hombre. ¿Será que entre todos no podemos?
El hombre con la cara rubicunda y el ánimo exaltado de los tragos, comandó un grupo de ocho personas. Entre todos agarraron el piano y lo entraron. No hubo aspavientos ni dudas, se acomodaron a los lados, apretaron los dientes, tensaron los músculos de sus brazos y caminaron en pasos cortos con el instrumento.

—No íbamos a dejar que se le mojara.
La inclinación de Hiharo fue profunda. Cubrieron sus cabezas y salieron, la fiesta aún seguía.
—Una ayudita, nada más, por un vecino —dijo el tendero.
Ana despertó con el ajetreo, se quedó en la cama, se asomó con timidez y vio a su padre acariciar el piano, tenía al lado la caja con los instrumentos de afinación que usaba para sus trabajos de fin de semana. Volvió al cuarto, cogió su cobija y regresó a la sala a su lado. El agua cesó.

—No podía dormir —dijo, y miró el piano «desnudo» por fin, brillaba con la luz que entraba de la calle, su padre estaba sentado en el banquillo, lo único que había entrado fácil.

Sin el sonido de la lluvia, la estancia se sintió llena otra vez cuando la tetera avisó, con un silbido tibio, que el agua estaba lista. Ana se sentó envuelta en su cobija al pie del vano.

Cuando la oscuridad de la noche empezó a correrse, las manos de Hiharo danzaron en las teclas, y sonaron las notas, algunas rápidas otras dignas como él. La música de Liszt salió del Petrof, fue lo último que tocó para su padre, lo primero que tocaba en el Petrof para su hija.

Ana sostenía con las manos una taza humeante, vio su cara, pálida y serena, de perfil al día, y supo que todo estaría bien.

* * *

El presente cuento aparece publicado en la colección Palabras Rodantes, de Comfama

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* Angela María Ramírez Gil es médica y cirujana nacida en Medellín (Colombia). Tiene también estudios en artes plásticas y arquitectura. Fue finalista en el concurso de poesía cuento y novela de la facultad de medicina de la Universidad de Antioquia en 1995. Perteneció al taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto con Jairo Morales como director y al taller de redacción de la misma biblioteca, dirigido por Carlos Mario Aguirre. Actualmente asiste al Taller de Historias con el escritor Carlos Alberto Velásquez. Publicaciones: Textos para pervertir a la juventud / Concurso nacional de cuento, poesía y novela, facultad de medicina UdeA 1995. Obra Diversa, Antología del Taller de escritores de la BPP. 2007. Isolda (novela Juvenil), Hojas amarillas (libro de poesía), La corredora (novela juvenil), Toc, toc. ¿Quién soy? (libro de cuentos), 18 Fotos (novela corta); Escalas del sexto, cuento publicado en la colección Líneas cruzadas, editorial Hilo de plata, 2018. Poesías publicadas en el libro del concurso nacional de literatura Facultad de medicina UDEA, 1995. Cuento 11 de abril, publicado en la antología de cuento del taller de la Bpp Obra Diversa, del año 2007. Bigotes de tinta, revista digital Cronopio, edición 56. Premios: Finalista del concurso nacional de poesía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia, 1995.

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