ENTRE EL EDÉN Y LA MISERIA: LA INDIA EN LA MIRADA DE JULIO CORTÁZAR Y OCTAVIO PAZ

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entre el eden y la miseria

Por Juan Manuel Zuluaga Robledo*

Julio Cortázar y Octavio Paz tuvieron en común haber nacido en 1914. Precisamente en todo el orbe literario, en este 2024, se celebran los 110 años de sus nacimientos. Ambos fueron grandes celebridades literarias aplaudidas y estudiadas en todo el globo terráqueo, forjadas bajo las contrariedades políticas y sociales de América Latina. Ambos forjaron obras literarias admiradas por su originalidad, genialidad y talento literario. Asimismo, es posible detallar en sus ensayísticas, visiones irreconciliables sobre la realidad social y política, tanto en América Latina como en la India, así como sus ideas opuestas sobre «el escritor comprometido» con dicha realidad. Cortázar defendió públicamente a los regímenes latinoamericanos de izquierda, mientras Paz criticó duramente la concepción del escritor revolucionario.

En toda antología sobre la literatura hispanoamericana del siglo XX, indiscutiblemente aparecen ambas figuras: será posible encontrar a Paz y su experimentación poética en su etapa más vanguardista, así como su reputada vertiente ensayística que comprende libros que abarcan un sinnúmero de temas disímiles como El laberinto de la soledad, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, El mono gramático o El ogro filantrópico. Siendo un escritor de izquierda en su juventud, al recordar su abierta participación en la Guerra Civil Española en el bando republicano, su postura se fue catapultando con el paso de los años a la derecha. Con el trascurso del tiempo, su postura de apoyo al Partido Revolucionario Institucional (PRI) se fue haciendo evidente. En El ogro filantrópico criticaría los gobiernos totalitarios —paradójico mientras él era el escritor de cabecera del gobierno central mexicano—, asimismo no le temblaba la voz para oponerse a los llamados escritores comprometidos en el ámbito político con regímenes como el cubano, tal como lo hizo Julio Cortázar.

En El mono gramático, una suerte de mixtura entre ensayo y crónica de viaje, expondría una visión idílica y paradisíaca de la India, pasando por alto sus aberrantes contradicciones sociales y su apremiante pobreza, tal como lo había expuesto el autor de Rayuela en Turismo aconsejable, ensayo–crónica aparecido en su libro de relatos Último round de 1974. En El mono gramático Octavio Paz describiría a la India como un edén terrenal, libre de habitantes paupérrimos: «Algunos de los balcones conservaban huellas de los dibujos que los habían adornado: guirnaldas de flores, flores de almendros, periquillos estilizados, conchas marinas, mangos» (Skirius–Paz, 456).

Mario Vargas Llosa en su texto Diccionario del amante de América Latina, sobre la obra ensayística de Paz, comenta lo siguiente: en sus ensayos «como tocó tan amplio abanico de asuntos, no pudo opinar sobre todos con la misma versación y en algunos de ellos fue superficial y ligero». Pero inclusive con esas omisiones en su escritura, asegura el escritor peruano, lo que estaba expresado en un lenguaje tan diáfano y elegante, resultaba imposible abandonarlo hasta llegar al punto final (Vargas Llosa, 90).

En las antologías que pretenden estudiar las literaturas confeccionadas en la región, será imposible desdeñar el genio narrativo —lúdico, no está por mas decirlo— de Cortázar y su talento para transgredir el arte novelístico con obras como Rayuela, 62 modelo para armar; será imposible no detenerse en la genialidad cortazariana para confeccionar cuentos perfectos como Las babas del diablo, o asombrosas nouevelles como El perseguidor, basada en la vida de Charlie Parker. Sobre su vasta obra —incluyendo también el ensayo— el mismo Vargas Llosa comentaría en el prólogo de Cuentos completos del escritor argentino: «En los libros de Cortázar juega el autor, juega el narrador, juegan los personajes, y juega el lector, obligado a ello por las endiabladas trampas que lo acechan a la vuelta de la página menos pensada». (Prólogo, Julio Cortázar, Cuentos Completos, Vargas Llosa, 16).

Tampoco se puede desconocer la capacidad de Julio Cortázar para trasgredir el ensayo, combinándolo hábilmente con las crónicas o relatos de viaje, en las que criticaba sin tapujos y sin pelos en la lengua las terrible condiciones sociales en un país exótico (tal como lo veía Paz) como lo es la India: «Entonces le han sujetado el borde de los pantalones, una mujer harapienta le muestra su bebé desnudo con la boca cubierta de fístulas, un vendedor con una cesta de baratijas le explica volublemente las ventajas de la mercancía» (Skirius–Cortazar, 443).

Su férreo compromiso político lo llevó a apoyar al régimen castrista. Declarado enemigo de la dictadura corrupta de Somoza en Nicaragua, convencido de las bondades del proyecto sandinista, decidió escribir un ensayo a manera de crónica de viajes que tituló Apocalipsis en Solentiname, en el que daba a conocer el experimento artístico que realizaba Ernesto Cardenal con la empobrecida población de dicho archipiélago y algunos simpatizantes sandinistas, en el periodo previo de derrocar al dictador centroamericano. Un año antes de su muerte, en 1983, publicaría una recopilación de su experiencia en Nicaragua que tituló Nicaragua tan violentamente dulce.

Curiosamente Octavio Paz y Julio Cortázar publicaron el mismo año (1974) El mono gramático y Último Round, respectivamente. Ambos libros transitan entre el ensayo y la crónica. En muchos de sus pasajes traen a colación sus impresiones sobre un país remoto como es la India. Visiones antagónicas de dos autores que se admiraban en cuanto a cuestiones estéticas y literarias, pero que se repelían de acuerdo a su cosmovisión del autor comprometido con la realidad social y política. Cortázar visita la India motivado por el esplendor que irradiaba esa nación a través de las guías de viaje y las noticias de prosperidad que supuestamente era motivada por la administración de Indira Gandhi.

El escritor colombiano Gustavo Arango, gran conocedor de la obra de Julio Cortázar, tuvo la oportunidad a principios del nuevo milenio, de visitar la biblioteca personal del autor argentino, cuyo acceso es limitado para el público y era entonces administrada por su primera esposa Aurora Bernández, en Madrid. Arango se topó curiosamente con una carta escrita a máquina que yacía adentro del texto, que el escritor habría dirigido a Roger Collais, famoso escritor, sociólogo y crítico literario francés, con el que tuvo una tormentosa relación literaria. Nunca supo Arango si en realidad el escritor francés la recibió. Habían trabajado juntos en la UNESCO. Inclusive Collais había intentado boicotear la publicación de Rayuela en Francia (Arango, 1). A Cortázar le irritaba la relación estrecha entre el autor francés y las clases altas argentinas. Era una suerte de Octavio Paz, amigo de los poderosos y alejado del compromiso social y político que debería tener todo escritor, tal como pensaba Cortázar.

Esta misiva del escritor argentino nunca antes se había reproducido en los libros epistolares publicados póstumamente por la Editorial Alfaguara. En un artículo publicado en la Revista Cronopio en 2010, Arango decidió dar a conocer algunos fragmentos —hasta ese entonces inéditos— que dan cuenta de sus intenciones a la hora de describir el contexto socio–cultural de la India (Arango, 1). Arango comenta que la carta constituye un resumen bien detallado del pensamiento cortazariano sobre la vida en conjunción con la realidad circundante. En ella surgen figuras, sueños, la otredad y el lenguaje puesto al servicio del compromiso social. De entrada sobre la India, Cortázar afirmaba que en el último diciembre había viajado tres días por Benarés. Previamente había tenido una estancia en Bombay y Delhi, y ya «los prestigios exteriores de la India no me afectaban (no me des–centraban) tanto como a mi llegada» (2). Sostenía además que se había habituado a caminar por los bazares miserables, a observar los rostros demacrados y mustios de las personas, a detallar sus quejas, sus exclamaciones, sus sonrisas, sus miserias. Comenzaba entonces a desencantarse de la imagen edénica de la India. Recorrió lugares históricos, templos, el Ganges, los ritos crematorios y decidió volver en tren a la capital del país, lugar en el que estaría enfermo y experimentaría la mayor parte del tiempo una suerte de duermevela, estado mental en el que intentaría procesar toda la realidad aplastante que había detallado con sus ojos de turista y escritor comprometido.

Advirtió que había sido el protagonista de un sueño —la realidad paupérrima de la India operaba en su cabeza como una pesadilla (una manifestación onírica)— que al reproducirla en su mente y en el papel, lo enriquecía en su calidad de observador–escritor y su contacto con la realidad: «Me devolvería a un orden inconcebible en la vigilia, a un entendimiento de mí mismo y de la realidad frente a la cual mi saber de hombre despierto sería lo que es un portulano por comparación con un mapa moderno» (2).

Más aún, en Turismo aconsejable, en aras de introducir al lector en medio de la miseria humana —un contexto hacinado y miserable de lo que fuera Calcuta— Cortázar opta por el juego; modalidad lúdica y literaria, que tal como lo indicó Vargas Llosa en el mencionado prólogo, pondrá a jugar a los personajes entre ellos, y estos jugarán con la mente del lector activo y comprometido. Precisamente Turismo aconsejable, pieza magistral de Último round, comienza con una descripción detallada de la Plaza colindante con la Howrah Station en Calcuta. En ese viaje detallado por el lugar, escrito en un presente histórico, el juego introduce a los personajes. Los niños juegan mientras «se pasan de mano en mano un trocito de cuerda, un fósforo quemado, sumando o restando trueques» (Skirius–Cortázar, 439). Es decir, el autor argentino comienza su relato con una denuncia social en la que los más inocentes de la sociedad —los niños— resultan afectados por las difíciles condiciones socio–económicas. De entrada, Cortázar no retrata a la India desde una visión paradisíaca, tal como lo venían haciendo muchos autores, incluido Paz. Ellos intercambian a través del juego, objetos y cosas que les permitieran vivir en medio de la miseria circundante; son víctimas directas del férreo sistema de castas sociales impuesto en la India, en el que los pobres serán pobres durante su vida, sin posibilidad de ascender en la escala social y los más privilegiados los explotarán en una espiral perpetua. No es gratuito que el autor de Rayuela utilice la imagen de los niños para capturar la mente del lector. Es una escena que quedará registrada en su mente, sin necesidad de recurrir al amarillismo, ni a las escenas grotescas. Deliberadamente Cortázar juega con opuestos, mientras los pequeños realizan los intercambios de objetos: ellos están semi–desnudos, dando cuenta de su situación apremiante de pobreza, pero llama la atención que la niña porte aros de oro y una suerte de arete rojo en su nariz, luciendo a la par su figura desnuda y descuidada. Mientras el juego continúa, capturado el lector, el narrador que obviamente sabemos que es Cortázar, comenta que son niños que no pasan de los diez años, haciendo hincapié en sus cuerpos esqueléticos, cubiertos por harapos que han pasado de generación en generación (439).

La acción de los niños, como una suerte de rayuela —en medio de ese juego de opuestos—, continuará como parte de la tragedia humana que rodea a los pequeños. Ellos sonríen absortos, ignorando esa realidad que no les dejará superarse como personas. Inclusive, mantienen una actitud estoica ante la vida, ignoran el desbarajuste urbano que los oprime. Cortázar de manera implícita los retrata absortos en el juego, sonrientes, mientras los tranvías atiborrados de personas pasan por las carrileras que ellos brincan despreocupados, sin la supervisión y sin la protección de un adulto. Los niños de la India en esa realidad asfixiante, están abandonados a su suerte, no cuentan con la tutela y protección de un adulto, de un padre de familia: «Nadie presta la menor atención cuando cada dos o tres minutos cruzan los tranvías entre campanillazos y gritos del enjambre de pasajeros que buscan abrirse paso en las plataformas atestadas» (440).

Los niños continúan impasibles en sus juegos infantiles: desnudos, desarrapados, se contemplan entre ellos, se estudian, y siguen pasándose trocitos de tela. Están absortos en sus transacciones. Acto seguido, Cortázar sigue con su observación aguda de la apremiante realidad social que se cierne sobre los menos favorecidos de Calcuta (441).

Así como las acciones lúdicas de los pequeños se extienden en el espacio y el tiempo, el narrador–espectador —si se quiere, viajero— ubica su retina en otros personajes vulnerables de dicha realidad social. Bien se puede detallar que Cortázar en la introducción de su crónica-ensayo, escoge a sus personajes con un objetivo claro: opta por aquellos sujetos que necesitarían mayor protección y amparo por parte del Estado indio gobernado por la admirada Indira Gandhi.

En una sociedad moderna, pluralista, organizada, democrática, los niños, los ancianos, los bebés y las mujeres en gestación gozan de la protección gubernamental. En este contexto que retrata el autor de Rayuela, para capturar la mente de los lectores activos —convencerlos y comprometerlos en su denuncia—, estos personajes desvalidos están abandonados a su suerte. De acuerdo los postulados de Mijaíl Mijáilovich Bajtín, en El autor y el héroe en la actividad estética, para que la narración planteada en Turismo aconsejable sea exitosa como un canal para denunciar un ambiente apremiante de miserias, debe haber personas dispuestas a leerla, a ser seducidas por lo narrado, pero no basta con ello, no es suficiente con tener empatía hacia el material presentado: también deben acreditar la veracidad de los hechos narrados. Cortázar se vale entonces de la verosimilitud para llevar a cabo su narración. Esta realidad puede ser comprobable con material periodístico y fotográfico de la época. Cortázar no está describiendo un espacio fantástico —no está hablando de famas y cronopios— está describiendo a pie juntillas una realidad social. Bajtín se pregunta sobre la manera como los lectores deben responder éticamente al sufrimiento del otro —los desvalidos de la plaza de Calcuta— dispuestos a observarlos a través de la narración ideada por Cortázar y a acreditar sus experiencias en medio de la miseria. ¿Cómo responde desde un plano ético el lector ante el sufrimiento denunciado por Cortázar? (Cfr. Bajtín, 4).

En ese sentido, el autor a través de su concepción sobre el escritor comprometido con la realidad, desea que el lector pase de un estadio de empatía, a un estado de exotopía, en el que una comunidad de lectores estén comprometidos a denunciar y subvertir la realidad que él está criticando (4).

Mientras los personajes retratados están abandonados a su suerte, es posible inferir que el Estado es el gran ausente de la escena: sus gobernados, los menos favorecidos de la pirámide social, se pudren en vida y malviven hacinados en la plaza. Selecciona de entrada, para trastocar la imagen edénica y exótica de la India, a un grupo definido de personajes: niños, ancianos, bebés y madres primerizas. Por eso, luego de centrarse en los niños, cerca de ellos, Cortázar describirá las acciones de un grupo definido que interactúa en medio de la miseria, mientras también son amenazados por los vagones vertiginosos que pasan veloces por el entramado de hierro de la carrilera (Skirius-Cortázar, 440).

Los personajes del grupo están bien definidos: subyace allí una mujer vieja, andrógina, indefinida, como la describe Cortázar, para recalcar mucho más en los estragos que ha producido la pobreza en su cuerpo. La escena denuncia directamente la crisis alimentaria que padece la India en los últimos años del primer mandato de Indira Gandhi como Primera Ministra; no se detalla la imagen idílica de esa nación: la anciana manipula una pasta blanca que cocina en una suerte de fogata avivada en un basurero. Luego la amolda en su mano, la contempla, y la suministra a un anciano postrado en el suelo cuyas piernas rozan peligrosamente el hierro de la carrilera. Asimismo, la anciana alimenta con la pasta a una mujer joven que amamanta a su bebé de pocos meses al lado de la vía ferroviaria (440). En sintonía con la propuesta de Bajtín, en Turismo aconsejable se interrelaciona el sentido estético de Cortázar (su talento para concebir su ensayo-crónica, los personajes miserables son sujetos estéticos), en conjunción con el sentido ético del texto, diferenciados ambos conceptos, pero conectados entre sí. Batjín «diferencia entre el acontecimiento ético y el estético: cerrar el acontecimiento ético con su sentido venidero siempre abierto y ordenarlo arquitectónicamente es algo que sólo se puede hacer trasladando el centro valórico, de lo dado como tarea, a la realidad dada del hombre participante en él» (Batjín, 4). Para involucrar a los lectores y comprometerlos, Cortázar los llamará directamente de «usted» (Skirius-Cortázar, 440): les dará opciones para viajar al lugar. «Usted», el lector de la obra, podrá arribar allí en la comodidad de un avión, tal como lo hacen los más privilegiados de la India, evitando los vagones atestados en los que viajan personas humildes, no tan pobres como los que habitan al lado de la carrilera. Cuando Cortázar utiliza el «usted», establece una diferencia entre aquellos que viajan como simples turistas, ignorando la realidad aplastante, y esos otros que se conmueven con el sufrimiento en la Plaza de la Howrah Station.

Ahora bien, Cortázar al final de la introducción de su ensayo-crónica, incluye otros personajes que refuerzan su relato sobre la realidad social que se ha propuesto denunciar. La mujer anciana atiza el fuego, mientras dos hombres adultos comienzan un juego similar al emprendido por los niños al comienzo de la historia. Se muestran papeles, al mismo tiempo que señalan la estación majestuosa en su arquitectura, que contrasta con la miseria humana circundante. Otros niños desnudos surgen en la escena, juegan en una actitud estoica ante la existencia que les ha tocado vivir: ellos corren libres, poniendo sus vidas en peligro, al lado de la transitada carrilera y se chocan con las piernas del viejo. Todos los niños juegan (típicos personajes cortazarianos): los primeros que Cortázar describe en su narración y éstos últimos que son atajados por los dos hombres, para evitar que colisionen con los vagones atestados de pasajeros. Entonces, de esa manera, el lector comprometido advertirá en medio de la indolencia y la miseria circundante, un gesto de solidaridad, equiparable con los intentos de la anciana por alimentar a sus semejantes (440). Estos actos de solidaridad y supervivencia —escasos y atípicos en el escenario— contrastan notoriamente con el ambiente enrarecido de descomposición social que impera en la obra, una escena matizada por 35 inclementes grados centígrados en la que los personajes se calcinan como si estuvieran sumergidos en los círculos del infierno de Dante Alighieri en su Divina Comedia, tal como Cortázar lo expresará más adelante.

En la orilla opuesta a Cortázar, también inserto en ese lugar lejano e inexplorado ante los ojos de Occidente, se puede detallar la voz poética y ensayística de Octavio Paz en El Mono Gramático, cuando rememora algunas de sus vivencias en la India. No subyace en ellas un intento por describir, denunciar, narrar y por qué no, subvertir las miserias evidenciadas en uno de los países más desiguales de la faz de la tierra.

De entrada, en el fragmento seleccionado de El Mono Gramático por John Skirius en El ensayo hispanoamericano del siglo XX, Octavio Paz ignora y pasa de largo por el factor humano: absorto, obnubilado y fascinado con la arquitectura milenaria —desgastada por el paso de los años— se limita en principio solo a describirla con rigurosidad en los detalles. Describe los aspectos más nimios de un muro vetusto, con sus manchas, con el deterioro propio de un paraje urbano erigido mucho tiempo atrás (Skirius-Paz, 459). Por eso, el Octavio Paz ensayista no deja de ser poeta. Más aún, tal como explica Marcela del Pilar Tafur Cárdenas, en esta obra, Paz tiene el objetivo de describir un paisaje urbano mágico, en este caso el camino de Galta en la India. Su finalidad será netamente poética, observará estos escenarios traduciéndolos «en caligrafías: una arboleda o un muro se muestran como una hoja marcada con caracteres tipográficos a la espera de ser descifrados» (Tafur Cárdenas, 1).

Sin detallar aún el elemento humano, por ninguna parte comparte —tal como si fuera un crítico de arte— con los lectores pasivos (y no activos y comprometidos como le gustan a Cortázar) una serie de balcones proyectada hacia el infinito, adornados por curiosas figuras y enrevesados dibujos y ornamentos, tal como si se reprodujeran perpetuamente en un lienzo; también contempla una hilera de celosías en las edificaciones, carcomidas por el tiempo, pero embellecidas por el peso de su historia (Paz, 460). Acto seguido, Octavio Paz, ubicándose como protagonista de su crónica de viajes —a diferencia de Cortázar que toma distancia cuando narra—, accede allí maravillado como por un arco descomunal de tiempos pretéritos del país de las especias.

De repente surge la miseria en la narración de Paz, pero es una miseria pasajera. No hay en Paz un intento deliberado por denunciarla, por presentarla al lector como algo aberrante. La pobreza hace parte del paisaje como algo natural; pobreza y miseria son un ingrediente más de la cultura milenaria que lo vislumbra y que él en su calidad de poeta–ensayista pretende describir con lujo de detalles. Luego de salir del majestuoso arco, Paz describe su primer contacto con la miseria en el camino de Galta, integrándola al mundo poético que se propone edificar. Lo grotesco y las malformaciones humanas hacen parte de esa realidad poética y de ensueño que entreteje Paz, subyaciendo el arte por el arte, sin ningún atisbo de compromiso y crítica social.

Entonces Paz sale del arco y se topa con un grupo numeroso de mendigos: «Estaban sentados en el suelo y al vernos pasar salmodiaron con más fuerza sus súplicas gangosas, golpeando con excitación sus escudillas y mostrando sus muñones y sus llagas» (460).

Como los mendigos, surgen también fascinantes seres que parecen extraídos de un sueño o una pesadilla, y que hacen parte del mundo poético de «El mono gramático»: Paz, en su calidad de protagonista, se encuentra con un muchacho adolescente, extremadamente flaco, que lucía un agujero en su mejilla izquierda por el que se le veía toda su anatomía. Intentó hablar con el escritor, pero de su boca deformada solo salían ruidos ininteligibles que intentaba acompañar con los gestos y el movimiento de sus manos.

Luego será rodeado por un grupo de personas que aplauden sus gesticulaciones indescifrables. Paz pasa de largo en esa oprobiosa realidad de la India: para el autor el muchacho no es un ser marginal, desprotegido por el Estado indio, no es un ejemplo claro de los millones de adolescentes empobrecidos que viven a la intemperie en las calles de las ciudades principales de ese país. No, no es así para el autor de «El mono gramático». El muchacho no es un mendigo, enfatiza Paz: es parte sustancial y sui generis de la cultura milenaria que lo hipnotiza. Dice Paz, el muchacho es un curioso poeta que altera hábilmente su discurso —la palabra— por medio de las deformaciones y descomposiciones (460).

Paz solo le dedica un párrafo a la pobreza circundante en el camino de Galta. Luego de ello, su relato estará despoblado, las personas —el factor humano— quedarán ocultas por su mano creadora. Describirá rigurosamente la arquitectura del lugar: Las plazas, explanadas, muros, los patios inmensos coronados por columnas en el interior de los palacetes indios, en los que en un tiempo pasado, ya lejano y sepultado, se daban expresiones de erotismo exacerbado —también a través de la religión politeísta eminentemente erótica—; palacios en los que a la par de las expresiones de amor, también se daban ejecuciones y penas de muerte para complacer a la realeza de Rajastán, quien impuso dicha arquitectura para vislumbrar a los espectadores y visitantes, para hipnotizar a mentes poéticas como la de Paz (462).

El tiempo se detiene en la crónica del autor mexicano: las plazas, espacios públicos están desiertos; ninguna persona transita por esos lugares. Los personajes principales serán Paz y la ciudad desolada, mientras fija su retina en la majestuosa arquitectura que se intercala con los muros manchados. En contraposición con la Plaza de la Howrah Station de «Turismo aconsejable», hacinada por seres miserables que se debaten entre la vida y la muerte, en «El Mono Gramático» reinarán el silencio y los parajes urbanos despoblados, descritos por el autor como si se tratara de magia, de lugares equiparables a un paraíso: «No veo a nadie, la luz se ha detenido, el baniano se ha plantado en su inmovilidad» (464). El escritor y ensayista cubano Severo Sarduy, al hablar de Paz en la India, asevera que siempre siguió «la sugestión, y no las leyes del pensamiento asiático, de mostrar al lector una ilusión» (Sarduy, 479).

Por su parte, como ya fue expuesto, Julio Cortázar —en su rol de escritor comprometido— siempre se declaró un simpatizante y colaborador de gobiernos revolucionarios de izquierda, tal como demostró su posición activa y destacada en naciones como Cuba, gobernada por Fidel Castro desde 1959 y la Nicaragua sandinista que implementaba su revolución desde 1979, después de derrocar al sanguinario dictador Anastasio Somoza. En 1976 ingresaría a Nicaragua clandestinamente, con la ayuda de sus amigos escritores Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal.

En una suerte de ensayo–crónica que tituló Apocalipsis en Solentiname, recopilado en «Nicaragua, tan violentamente dulce», describiría las peripecias con las que tendría que sortear los retenes militares, desperdigados por el poder totalitario a lo largo y ancho de la geografía de la nación centroamericana, para controlar y eliminar todo intento de rebelión.

Manifestaría todo su apoyo al proyecto sandinista. Describiría su viaje infestado de peligros hasta el archipiélago de Solentiname, en el que Ernesto Cardenal, poeta y religioso —partidario de la Teología de la Liberación— educaba a la población a través del arte, las ideas revolucionarias y el evangelio. Las personas vivían en un sentido mancomunado de comunidad y vendían su arte (sus pinturas) para sostenerse económicamente hablando.

Comenta el autor de «Rayuela» que las misas oficiadas por Cardenal, eran comentadas por todo el pueblo en una suerte de juego colectivo. Precisamente le había tocado asistir a una liturgia en la que se estudió el arresto de Jesucristo en el huerto de Getsemaní. El pueblo comparaba este pasaje bíblico del Nuevo Testamento, con su propia situación de incertidumbre y miedo, ya que en cualquier momento de la noche, los esbirros del régimen podrían emboscarlos y masacrarlos. En su vertiente de escritor comprometido, Julio Cortázar argumentaba que esa incertidumbre no solo se circunscribía al plano local de Solentiname, le confería una naturaleza universal, asegurando que todo ese terror se cernía por igual en el resto de América Latina; que se hacía necesario e imperativo liberarla gracias a la revolución (Cortázar, Nicaragua tan violentamente dulce, 17).

El escritor nicaragüense Sergio Ramírez, al evocar ese primer viaje de Cortázar, mientras se escondía de las fuerzas del orden, comenta en El evangelio según Cortázar, que aprovechando su posición de escritor famoso, se destacó desde París como un aguerrido defensor de la revolución sandinista: dejó sentir su voz de apoyo por medio de artículos de prensa, conferencias, apariciones públicas en televisión, a lo largo y ancho de Europa (Ramírez, 3). En ese orden de ideas, Ramírez arguye que Cortázar fue un escritor que leían los revolucionarios clandestinos en sus escondites, porque indagaba sobre las maneras de no ser (de hacer oposición al orden establecido de índole dictatorial), frente a las maneras de ser que brindaban sociedades como las de América Latina donde no bastaría abolir las injusticias (3).

Sergio Ramírez, evocando la figura enaltecida del autor argentino como escritor comprometido, aseguraría que «mucho tuvo que enseñarnos también Cortázar sobre ese viaje en el filo de la navaja, cuando el escritor que se compromete puede comprometer hasta su propia vida, pero nunca su propia escritura de invención» (3). Cortázar en su ensayo de apoyo a la revolución sandinista «Nicaragua la nueva», en 1980, se identificaría a sí mismo como escritor comprometido con dicha revolución. Aseveraría que él en su rol de escritor, al igual que muchos colegas y periodistas, estaban actuando para que el proyecto revolucionario fuera conocido en todo el mundo y «reciba un apoyo y una solidaridad que hasta ahora no ha estado a la altura que merece y necesita (Cortázar, Nicaragua tan violentamente dulce, 25). José Sanjinés, en «Fronteras semióticas en los relatos de Julio Cortázar», comenta que en Nicaragua, tan violentamente dulce «la conciencia de la realidad política convive con la fascinación de la ficción; la lucha por la causa de la justicia social se mezcla con el encanto de la imaginación» (Sanjinés, 197).

En contraposición con la concepción cortazariana del escritor comprometido, Octavio Paz en el prólogo de El ogro filantrópico, consideraba sospechosas y nocivas, aquellas incursiones literarias y narrativas de ciertos escritores, ideadas para defender y apoyar un proyecto revolucionario, un partido político o un gobierno en particular. Opinaba el autor mexicano, que estos autores «comprometidos», al apoyar la revolución, impulsan el sometimiento del arte y los artistas a un ideario político que no puede cuestionarse. Ignoraba paradójicamente —él era una especie de escritor oficialista— su aval absoluto de las políticas del gobierno omnipresente y omnipotente del que hiciera alarde el Partido Revolucionario Institucional (PRI) durante buena parte del siglo XX, desdeñando y haciéndose el de la vista gorda ante las medidas represivas adelantas por dichas administraciones ejecutivas. Paz era radical cuando afirmaba que «en el siglo XX la expresión ‘arte comprometido’ ha designado con frecuencia a un arte oficial y a una literatura de propaganda» (Skirius-Paz, 465).

Más aún, el documental «Revolución, Cultura y Raza» (2010), pieza fílmica del de Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográfica, manteniendo una postura autocrítica de la Revolución Cubana, sostiene que intelectuales como Antón Arrufat, Alfredo Guevara, e inclusive la misma Nancy Morejón, a principios de los años 60, se toparon con las ideas más radicales de aquellos funcionarios y burócratas que por todos los medios adulaban a los Castro y consideraban que las obras artísticas debían contribuir a propagar el mensaje revolucionario. Las obras en ese contexto revolucionario y dogmático debían estar acordes con el «realismo socialista», es decir, no había cabida para obras escapistas, vanguardistas, entre otras tendencias, que no contribuyeran a expandir el espíritu revolucionario. En su famoso discurso a los intelectuales de 1961, Fidel Castro denunciaba que «el problema lo constituye verdaderamente el artista o el intelectual que no tiene una actitud revolucionaria ante la vida» y que no impulsa a la Revolución misma a través de sus obras (Castro, 3). Ahora bien, tal como lo expone Carlos Monsivais en «Octavio Paz y la crítica», ensayo recopilado por Enrico Mario Santí en Luz espejeante: Octavio Paz ante la crítica, «Paz se desprende pronto de la idea mecánica y mesiánica de Revolución, pero jamás renunciará a la visión de comunidades animadas por la obtención de la plena humanidad» (Monsivais, 98).

En ese orden de ideas, en El ogro filantrópico, Octavio Paz se declaraba un acérrimo enemigo del denominado «realismo socialista» y de la llamada «literatura comprometida», que al estar supeditados a un partido y una ideología, se debate entre dos extremos que él consideraba peligrosos y desvirtuaban las bondades estéticas de la literatura. Hay un maniqueísmo motivado por la propaganda oficial de los regímenes de facto, ante lo cual el escritor opera como si se tratara de un burócrata o funcionario del orden.

Consideraba a este tipo de literatura como dogmática, confesional y netamente doctrinaria; contraria a la liberación que se buscaba alcanzar, arremetía contra la diversidad de pensamiento, alienaba la mente de los gobernados, y ha llevado a casos extremos como las violentas purgas estalinistas con su consabidos campos de trabajos forzados, los conocidos gulags del terror soviético. Octavio Paz detallaba a escritores revolucionarios como Julio Cortázar, como simples títeres de los poderes totalitarios de carácter revolucionario, autores que «acaban sentados en el palco de la tribuna donde los tiranos y los verdugos contemplan los desfiles y procesiones del ritual revolucionario» (Skirius-Paz, 466).

En síntesis, Octavio Paz y Julio Cortázar hacen parte de ese reducido y selecto grupo de escritores latinoamericanos del siglo XX que han logrado pasar a la posteridad. Verdaderos artistas y prestidigitadores de la palabra. Es posible anteponer en sus ensayísticas, cosmovisiones opuestas sobre la realidad social y política, en lugares remotísimos para el orbe latinoamericano como lo es la India. Por su parte, Cortázar a través de su visión aguda de escritor comprometido, subvierte y desacraliza la imagen paradisíaca de un país con una fuerte tradición milenaria que había seducido a escritores e intelectuales —tal como fue expuesto en cabeza de Octavio Paz—, desde los tiempos pretéritos, pasando por la genialidad pacífica del Mahatma Gandhi, desacralizando también las guías de viajes como la Murray que vendían la imagen de una India impoluta, misteriosa, hipnotizante, solo con el objetivo de captar la mente de posibles turistas.

La India desolada, majestuosa, de los grandes palacetes, cuyas apariciones esporádicas de mendigos y sujetos des–realizados cautivaron la mente del autor de El Laberinto de la soledad, sin atreverse a criticarla, a denunciar la gran omisión estatal para solucionar el gran problema de salud pública —verdadera cuestión epidemiológica— que Cortázar criticara en su crónica–ensayo, inserto en «Último round».

Sobre sus disímiles visiones acerca del escritor comprometido con la realidad social y política de América Latina, Cortázar hasta el final de sus días, abiertamente se declaró un férreo defensor de proyectos revolucionarios como el cubano y el sandinista en Nicaragua. En contravía con esa posición militante, Octavio Paz satanizaría —no realizando una auto–crítica en cuanto a su posición con el PRI— la imagen del escritor comprometido, al relegarlo al papel de un simple y burdo funcionario (un escriba, un notario, un burócrata), que se dedicaba a complacer a los líderes revolucionarios, a través de sus textos panfletarios, reduciendo su labor a un simple trabajo propagandístico y apologético hacia los regímenes que decían representar. Ambos, geniales en sus concepciones literarias, eran figuras antagónicas en relación a su visión de la realidad social, lo cual los llevaría a asumir posiciones irreconciliables y a encumbrarse en orillas opuestas del espectro ideológico.

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*Juan Manuel Zuluaga Robledo es Comunicador social y Periodista colombiano de la Universidad Pontificia Bolivariana, y magíster en ciencias políticas de la misma universidad. Obtuvo una maestría en arte y literatura por Illinois State University y un doctorado en literatura latinoamericana por University of Missouri. Trabajó como periodista en Vivir en El Poblado en la ciudad de Medellín y dirige la publicación literaria www.revistacronopio.com

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