Traducción al español por María Del Castillo Sucerquia*
Dependiendo de su contexto y tiempo, leer a poetas extranjeros nos acerca a su manera de sentir, ver y ser en el orbe, para y/o desde su terruño. Hoy en Cronopio Errante, columna de traducción, les presento dos poemas del destacado escritor Maxim D. Shrayer. Estos textos fueron originalmente publicados en su libro Kinship (Georgetown, KY: Finishing Line Press, 2024).
MAXIM D. SHRAYER (Moscú, 1967). Escritor, profesor y traductor bilingüe. De familia judeo-rusa con raíces ucranianas y lituanas, vivió más de ocho años como refusenik. Él y sus padres, el escritor David Shrayer-Petrov y la traductora Emilia Shrayer, abandonaron la URSS y emigraron a los Estados Unidos en 1987. Obtuvo un doctorado de la Universidad de Yale en 1995. Es profesor en el Boston College, donde cofundó el Programa de Estudios Judíos. Ha escrito y editado más de veinticinco libros de no ficción, crítica, ficción, poesía y traducción.
Entre sus colecciones de poesía destacan Tabun nad lugom (La manada en el prado, Nueva York, 1990), Amerikanskii romans (Romance americano, Moscú, 1994), N’iukheivenskie sonety (Sonetos de New Haven, Providence, 1998), Stikhi iz aipada (Poemas desde el iPad, Tel Aviv, 2022), Of Politics and Pandemics (De política y pandemias, Boston, 2020) y Kinship (Parentesco, Georgetown, KY, 2024), esta última en lengua inglesa. Entre sus otros libros se encuentran las memorias literarias Waiting for America, Leaving Russia e Immigrant Baggage, así como las colecciones de ficción Yom Kippur in Amsterdam y A Russian Immigrant: Three Novellas.
Ha recibido numerosos premios y becas, entre ellos el National Jewish Book Award en 2007 y la beca Guggenheim en 2012. Sus textos han sido traducidos a trece idiomas. Las traducciones más recientes son Nabokov e o Judaísmo, publicada en Brasil en 2023, e Immigrato russo, publicada en Italia en 2024. Vive en Massachusetts con su esposa, la Dra. Karen E. Lasser, investigadora y médica, sus hijas Mira Isabella y Tatiana Rebecca, y su caniche plateada, Stella.
* * *
KINSHIP
“Ukraine, my birthland,” grandfather Aron (Arkady) used to say.
He grew up in Kamianets-Podilskyi and only in the 1920s
Moved to Moscow. Became a paver, then a telephone engineer.
My other grandfather, Peysakh (Pyotr), was also born in Kamianets.
Prior to entering the gymnasium he spoke Ukrainian not as well
As Yiddish, but still much better than Russian. After a lifetime
Of living in Leningrad, Grandfather Pyotr never forgot Ukraine—
The high bank of the Smotrych, the Turkish bridge, the mills
On the land our family used to rent from a Polish count.
Nyusya Moshkovna Studnits, my maternal grandmother, was born
In the town of Bar, now in Vinnytsia Province. She studied
At the Kharkiv Institute of Engineering and Economics.
In the late 1930s, she married and settled in Moscow
To become a consummate resident of the capital.
She spoke Russian with barely a trace of the Ukrainian accent,
Her speech giving away the old Moscow singsong intonation.
And yet to her —a Jewish woman, a Muscovite— Ukraine remained
The realm of youth and orphanhood, the house of first love.
My mother was born in Moscow, my father, in Leningrad.
As young people they visited with the relatives —who had survived
And returned to Ukraine after the Shoah— in Kamianets, Kyiv,
Vinnytsia, and Odessa. During the twenty years I spent
In the former empire, only once did I visit Ukraine.
Summer of 1986, a brief stay in Luhansk Province… Years later
Already an American, a Jewish immigrant, I came to Kyiv,
First alone, then with my older daughter Mira. She was seven.
Six months later Russia annexed the Crimean Peninsula.
Visiting Ukraine during the post-Soviet years, I was in the grip
Of mixed emotions. Yes, this was the birthplace of my grandparents,
The land in which our family tree was deeply rooted.
In this sense, my experience was typical of Soviet Jews.
Could I think of Ukraine only as a place on a map of the past,
Where generations of my ancestors had been born and raised,
Went to shul, worked the land? How could I not think of Ukraine
As a place on the map of Europe, where in ditches and ravines,
At the bottom of ponds lay our bones —the bones of murdered Jews.
Why speak about it now? Because on February 24,
All those jumbled, contradictory feelings receded
Into the background. Ukraine became my own native land
When the enemies of peace invaded. Now Ukraine
Is a target of Russia’s imperial aggression. A victim
With which I feel both kinship and solidarity.
Every day I undergo emotional torment because
The troops of Russia, the land of my first language,
Are massacring Ukraine —to my terror and shame.
As I think of the war in Ukraine, I cannot but turn in my thoughts
To those men and women who wear Russian military uniforms,
And especially to the culpable, the generals and admirals,
The commanding officers of the Russian army, air force, and navy.
If only one of them refused to carry out their orders.
If only one hesitated to turn soldiers into statistics.
If only one of them cared not to disfigure what little remains
Of Russia’s culture and its hopes for the future.
Cursed be you, the bedlamite who dispatched the Russian troops
To annihilate Ukraine, to die on my ancestors’ native land.
CONSANGUINIDAD
“Ucrania, mi tierra natal”, solía decir mi abuelo Aron (Arcadi).
Creció en Kamianets-Podilskyi y en los años 20
Se mudó a Moscú. Se volvió pavimentador, luego ingeniero telefónico.
Mi otro abuelo, Peysakh (Piotr), también nació en Kamianets.
Antes de ingresar al liceo hablaba ucraniano; no tan bien
Como el yidis, pero mucho mejor que el ruso. El abuelo Piotr
Vivió toda una vida en Leningrado, nunca olvidó Ucrania:
La alta orilla del Smotrych, el puente turco, los molinos
En la tierra que nuestra familia solía alquilar a un conde polaco.
Nyusya Moshkovna Studnits, mi abuela materna, nació
en el municipio de Bar, ahora en la provincia de Vinnytsia. Estudió
en el Instituto de Ingeniería y Economía de Járkov.
A fines de los años 30, se casó y se estableció en Moscú para
convertirse en una residente consumada de la capital. Hablaba ruso
con apenas un vestigio de acento ucraniano. Su dicción delataba
la cadencia del antiguo linaje moscovita. Y, sin embargo,
para ella —una mujer judía, moscovita—, Ucrania seguía siendo
el reino de la juventud y la orfandad, la casa del primer amor.
Mi madre nació en Moscú, mi padre, en Leningrado.
De jóvenes visitaron a los parientes —que habían sobrevivido
Y regresado a Ucrania después del Shoah— en Kamianets,
Kyiv, Vinnytsia y Odessa. Durante los veinte años que viví
En el antiguo imperio, solo visité Ucrania una vez,
Durante el verano de 1986, una breve estadía en la provincia de Luhansk…
Años después, ya estadounidense, inmigrante judío, llegué a Kiev.
Primero solo, luego con mi hija mayor Mira. Tenía siete años.
Seis meses después, Rusia anexó la península de Crimea.
Al visitar Ucrania durante los años postsoviéticos, me invadieron
Emociones contradictorias. Sí, este era el lugar de nacimiento de mis abuelos,
La tierra en la que nuestro árbol genealógico estaba arraigado en lo más
profundo. En este sentido, mi experiencia fue típica de los judíos soviéticos.
¿Podría concebir Ucrania solo como un lugar en un mapa del ayer,
Donde generaciones de mis antepasados habían nacido y crecido, iban
A la sinagoga, trabajaban la tierra? ¿Cómo no pensar en Ucrania
Como un lugar en el mapa de Europa, donde en zanjas y barrancos, en el fondo
De los estanques, yacen nuestros huesos, los huesos de los judíos asesinados?
¿Por qué hablar de ello ahora? Porque el 24 de febrero,
los sentimientos confusos y antagónicos se deslizaron
a la hondura. Ucrania se convirtió en mi propia tierra natal
cuando irrumpieron los enemigos de la paz. Ahora Ucrania
es blanco de la agresión imperial de Rusia. Una víctima
a la que me unen lazos de empatía y consanguinidad.
Todos los días atravieso un campo de batalla emocional porque
las tropas de Rusia, la tierra de mi primera lengua,
están masacrando a Ucrania, para mi terror y vergüenza.
Cuando pienso en la guerra en Ucrania, no logro dejar de pensar
en los hombres y mujeres que visten uniformes militares rusos
y, sobre todo, en los execrables generales y almirantes,
los comandantes del ejército, la fuerza aérea y la marina rusos.
Si tan solo uno de ellos se negara a cumplir sus órdenes.
Si tan solo uno dudara en convertir a los soldados en estadísticas.
Si tan solo uno de ellos se interesara en salvaguardar
los restos de la cultura de Rusia y sus esperanzas para el futuro.
Maldito sea el que mandó a las tropas rusas a destruir
Ucrania, a morir en la tierra natal de mis antepasados.
* * *
HOMECOMING
On the eve of his birthday, in April, the Composer can’t sleep…
Unforgivable insomnia, he’ll say to his wife in the morning.
Coffee, strong. Cream-infused. Empty rooms like a glaring chessboard.
Fearless games of lawn tennis, domain of the young. Checkered jacket.
Dainty Florentine pencil. A blank index card. Right to left
The Composer scribbles: Isaiah… And thus He shall judge among nations.
Now Véra has closed her eyes in the bedroom. He knows it’s time
To depart as the memories rise from the African drylands.
Navy jacket, full zip. Knee high socks. Pleated shorts. Newsboy cap.
Pocket sepulchers for butterflies. My son has a rich velvet voice.
Will my coffin be draped with black velvet? The burning Arabian sands.
I will not visit Germany, no. I won’t ever go back to Russia.
The Composer walks on the lakefront. A castle looms ahead.
Young Tolstoy followed comely Swiss maids in the holiday crowd.
On the other side, showing white through the purple nightfall,
Mountain peaks in white astrakhans. Fur coats of teetering skies.
His direction —south-west. There— a mountain pass.
And beyond —after Marcus Aurelius— cometh the hour of parting…
Distant shores of America, whaling harpoon of Cape Cod,
Where the brooding Composer spent Easter holiday alone.
It was March ’42. He was writing an émigré tale
The New Yorker had asked for. How madly he wanted to bring
His abandoned protagonist back from a British dominion
And to send him to Libya against Rommel’s Afrika Korps.
College town with a name so Homeric, but hardly a laugh.
How they lived for a decade surrounded by provincial languor?
Sprawling campus. The library. Lectures. Dactylic weekends.
It was here he finally managed to wake up with fame on his lips.
What remains of his presence? And what of his teaching? A plaque?
Here Professor Such-and-Such wrote his greatest American works.
The Composer walks down the hill. His next stop: Highland Road.
Here they lived in three different houses, each populated by ghosts.
In that Tudor a wistful nymphet filled his pages with tainted love.
Down the street there’s a cottage. Pale fire illumines its ceilings.
And that redbrick colonial —what a magnificent attic!
There he left his America. Exile’s immobile baggage…
The Composer stands on a slippery dock at the tip of Manhattan.
He can see Ellis Island. It’s closed to immigrant traffic.
How long has it been since the boatsful of refugees arrived?
How long has it been? Europe. Nazism. The war. The escape.
He remembers Grunewald… how they stood on the old bridge that night.
How they strolled in Charlottenburg, giddy with love and oblivion.
However many times did the Germans invite him —he always wrote back.
He was ready to come to Berlin as a passionate denouncer.
But it’s now too late to condemn their crimes. And to France?
Well, in Paris his friends are no more. Khodasevich is gone.
Charming Mark Aleksandrych Aldanov is gone. Bitter Bunin is gone.
No rivals. No old Russian flames. They’ve all since departed.
Beach in Cannes. Cinema. The Composer stands by the edge
Of the water. He hears the calls of muezzins at dawn.
It is time for the righteous to perform Fajr Salah. But here?
Mosques in Cannes? Why? He suddenly thinks of his youth in Crimea.
Their trip to the palace of the Khans… No ship can transport him
Past the radiant Bosporus —across the Black Sea and to Yalta.
Stubborn rumors still making the rounds: he came to the USSR
In disguise, as a Protestant minister from rural New Hampshire.
That in Leningrad he stood near his parents’ elegant mansion
Just two blocks from St. Isaac’s Cathedral. And later he wept
At the site of their former estate on the Oredezh River.
Never happened. So don’t believe those forgers of legends.
Though he swore he would never return, history has compelled
Him to leap over the Baltic when drawbridges drop their arms.
The Composer sees rostral columns and stone-clad mermaids.
Lachrymarum… But sudden salt tears have dried on his eyes.
He’s in Russia not to cry but to wrest from the cannibals’ hands
What is left of his body. He hurries, the sunrise approaching.
Who gave those Communazi descendants the right
To adorn their dirty red aprons with his noble last name?
Manuscripts, books with drawings, his family photographs
Trapped in airless vaults of the former Department of Customs.
Just as he never once acquiesced to the rule of the looters,
His possessions refuse to discredit the Composer’s authorial will.
The Composer ascends the dark staircase up to the floor
Where cabinets are stuffed with the stolen émigré letters.
Empty shipping containers bear witness to theft and disgrace.
I will never submit. I will never surrender.
The Composer fashions his r’s so brightly. His elderly cadence majestic.
Murderers, curse on you! I’m taking what’s rightfully mine.
All the papers eventually turn to dust. Even family treasures—
To the junkyard of history… The Composer favors a different plan.
No wonder the clever ratcatcher from Hamelin has been on his mind.
Yet this time all the rats will remain. Books will also remain.
Only words will follow him, leaving behind empty pages
To the city of the plague which was once the Composer’s home.
It’s all over. Mercury, Neptune, and Ceres
See him off with a copper-lipped fare-thee-well and forgive us.
Lions, gryphons, and sphinxes stand guard on the granite embankment.
The Bronze Horseman rides off. On the Neva the steamboat groans.
The Composer is leaving. He will never return to his homeland…
Lake Geneva is quiet. White swans gently glide on the water.
REGRESO AL HOGAR
En vísperas de su cumpleaños, en abril, el Compositor se desvela…
Ese imperdonable insomnio, le dirá a su esposa por la mañana.
Un café. Con crema. Y las habitaciones vacías como un deslumbrante tablero de ajedrez.
Los intrépidos juegos de tenis sobre el césped son dominio de los jóvenes. Una chaqueta
A cuadros. Un lápiz florentino delicado. Una ficha en blanco. De derecha a izquierda,
El Compositor garabatea: Isaías… Y así juzgará entre las naciones.
Ahora Véra ha cerrado los ojos en la habitación. Él sabe que es hora
De partir mientras los recuerdos surgen de las áridas tierras africanas.
Chaqueta azul marino con cremallera hasta el cuello. Medias hasta la rodilla.
Pantalones cortos y plisados. Gorra de repartidor de periódicos. Ataúdes para mariposas
En los bolsillos. Mi hijo tiene una voz aterciopelada y exquisita.
¿A mi ataúd lo cubrirá un negro terciopelo? Las candentes arenas arábigas.
No visitaré Alemania, no. Nunca volveré a Rusia.
El Compositor camina por la orilla del lago. Ante él, se vislumbra un castillo.
El joven Tolstoi siguió a las preciosas
doncellas suizas entre la multitud de vacaciones.
Al otro lado, desnudando el blanco a través de la noche purpúrea,
Los picos de montañas en astracanes nevados. Los abrigos de piel de cielos
Que vacilan. Su dirección: sudoeste. Allí, un desfiladero.
Y más allá, después de Marco Aurelio, llega la hora de la despedida…
Las costas distantes de América, el arpón ballenero de Cape Cod,
Donde el inquietante Compositor pasó las vacaciones de Pascua solo.
Era marzo del 42. Escribía un cuento de emigrantes
Que The New Yorker le había solicitado. Con cuánta locura deseaba traer
De regreso a su protagonista abandonado en un dominio británico
Y enviarlo a Libia contra el Cuerpo Africano Alemán.
Una ciudad universitaria con un nombre tan homérico, pero cuya gracia ínfima.
¿Cómo vivieron durante una década rodeados de provinciana languidez?
Un campus en expansión. La biblioteca. Las conferencias. Los fines de semana dactílicos.
Fue aquí donde, por fin, logró despertar con la fama en los labios.
¿Qué recuerdo permanece de su presencia? ¿Y qué decir de su enseñanza? ¿Una placa?
Aquí el profesor tal y tal escribió sus mayores obras americanas.
El Compositor baja la colina. Su siguiente parada: Highland Road.
Aquí vivió con su familia en tres casas diferentes, cada una poblada de fantasmas.
En esa Tudor, una nínfula melancólica que llenó sus páginas de amor contaminando.
Al final de la calle hay una cabaña. Un fuego pálido su techo ilumina.
El ladrillo rojo y colonial… ¡qué magnífico ático!
Allí dejó su América. El inmóvil equipaje del exilio…
El Compositor se encuentra de pie en un muelle resbaladizo en la punta de Manhattan.
Logra ver Ellis Island. Está cerrada al tráfico de inmigrantes.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que llegaron los barcos llenos de refugiados?
¿Cuánto tiempo ha pasado? Europa. El nazismo. La guerra. La huida.
Recuerda a Grunewald… sus pasos por el viejo puente esa noche.
Cómo pasearon por Charlottenburg, mareados de amor y olvido.
Sin importar cuántas veces lo invitaran los alemanes, siempre respondía.
Estaba dispuesto a venir a Berlín como un apasionado denunciante.
Pero ya es demasiado tarde para condenar sus crímenes. ¿Y en Francia?
Bueno, en París ya no hay amigos. Khodasevich se ha ido.
El encantador Mark Aleksandrych Aldanov se ha ido. El amargado Bunin se ha ido.
No hay rivales. No hay viejos amores rusos. Todos se han ido desde entonces.
La playa en Cannes. El cine. El Compositor está de pie al borde del agua.
Oye el llamado del muecín al amanecer.
Es hora de que los justos hagan la oración del Fajr. ¿Pero aquí?
¿Mezquitas en Cannes? ¿Por qué? Evoca su juventud en Crimea.
Su viaje al palacio de los Kanes… Ningún barco puede transportarlo
Más allá del radiante Bósforo, a través del Mar Negro y de Yalta.
Persisten los rumores obstinados: que llegó a la URSS
Disfrazado, como un ministro protestante de la zona rural de New Hampshire;
Que en Leningrado estuvo cerca de la elegante mansión de sus padres
A solo dos cuadras de la Catedral de San Isaac. Y más tarde lloró
En el lugar de antigua finca en el río Oredezh.
Pero nunca sucedió. No les crean a esos forjadores de leyendas.
Aunque juró que nunca volvería, la historia lo ha obligado
A saltar sobre el Báltico cuando los puentes levadizos dejan caer sus brazos.
El Compositor ve columnas rostrales y sirenas vestidas de piedra.
Lachrymarum… Y de repente, las lágrimas saladas se han secado en sus ojos.
Está en Rusia, no para llorar, sino para arrancar de las manos de los caníbales
Los restos de su cuerpo. Se apresura, el amanecer se acerca.
¿Quién dio a esos descendientes del Communazi el derecho
A engalanar sus inmundos delantales rojos con su noble apellido?
Los manuscritos, los libros con dibujos, sus fotografías familiares
Atrapadas en las opresivas bóvedas del antiguo Departamento de Aduanas.
Así como nunca se sometió al gobierno de los saqueadores,
Sus posesiones se niegan a desacreditar la voluntad creativa del Compositor.
Ahora sube por la oscura escalera hasta la habitación cuyos gabinetes
están llenos con escritos robados de los emigrantes.
Los vacíos contenedores de envío dan testimonio del robo y la desgracia.
Nunca me someteré. Nunca me rendiré.
El Compositor delinea sus erres con majestad. Su anciana cadencia es sublime.
¡Asesinos, malditos sean! Estoy reivindicando mis derechos legítimos.
Todos los papeles, al final, se convierten en polvo. Incluso los tesoros familiares…
Van al depósito de chatarra de la historia… El Compositor favorece otro plan.
No es de extrañar que el astuto cazador de ratas de Hamelín haya estado en su mente.
Esta vez solo quedarán las ratas. También quedarán los libros.
Solo las palabras lo seguirán, y las páginas vacías se legarán
A la ciudad de la peste que una vez fue la patria del Compositor.
Todo ha terminado. Mercurio, Neptuno y Ceres
lo despiden con un adiós de labios de cobre y un perdónanos.
Los leones, grifos y esfinges montan guardia en el terraplén de granito.
El Jinete de Bronce se aleja. En el Nevá el barco de vapor gime.
El Compositor se marcha. Nunca regresará a su patria…
El lago de Ginebra está calmo. Cisnes blancos se deslizan apacibles sobre el agua.
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* María del Castillo Sucerquia (Barranquilla, Colombia – 1997). Poeta, traductora (francés, inglés, italiano, portugués y griego), agente literaria, terapeuta en medicina oriental (Escuela Neijing, España). Aprendió idiomas en la Universidad del Atlántico. Estudiante de idioma hebreo. Ganadora del premio de poesía Naji Naaman, categoría Creativity prize, (Líbano, 2022); del premio «Un poema para Meira Delmar» – 2022 (Biblioteca Meira Delmar, Barranquilla, Colombia); del premio Golden Heart, que otorga la Fundación Internacional Rahim Karim Karimov (Rusia–Kirguistán, 2022), en reconocimiento a su labor literaria y de traducción; del primer puesto del VII premio Mesa de Jóvenes «Jorge García Usta» (Festival Internacional PoemaRío – Biblioteca Piloto del Caribe) con su libro «El tren silenciado», entre otros reconocimientos. Directora de la revista Read Carpet Colombia. Curadora y traductora de revistas literarias y medios nacionales e internacionales. Sus poemas han sido traducidos al chino, inglés, canarés, bengalí, polaco, entre otros, y publicados en antologías y medios digitales e impresos nacionales e internacionales.