UN INSTANTE TREMENDO BUSCA A SÓFOCLES

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un instante tremendo busca a sofocles

Por Leo Castillo*

A Nicolás Maduro Moros, un hombretón más bien, a pesar de su complejo cargo, simple hasta hace apenas unos días, las circunstancias de tiempo, modo y lugar lo han catapultado a la tremenda dimensión de la tragedia. Pretendo concretamente decir que lo que le está ocurriendo, más allá de sus propios méritos, lo ha engrandecido o, si se lo prefiere, negándole lícita o injustamente majestad, que la tragedia lo ha desmesurado. Entre los hombres (y me incluyo) de destino mediocre, de modestas agallas, quizá no se encuentre en este momento uno solo que no lo envidie como foco de la atención universal. Su nombre, hace trece segundos, hoy (5/08/2024) arroja en Google la friolera de 113.000.000 de resultados. El héroe bizarro de esta tragedia se halla en el centro de la historia universal, de una manera que espero elucidar más abajo, enorme y tremendamente solo y, por lo mismo, reclamando el talento y la consistente visión, penetrante y elevada, que el personaje merece. Merece un Sófocles, un Shakespeare que se ocupe de él.

Los medios de comunicación, el comentarista político que funge de autoridad de todo lo humano y divino en su set de televisión o digitando ante la pantalla apresuradas apreciaciones que serán leídas como «la última palabra» siempre por sus seguidores ideológicos, los buenazos gacetilleros, polemistas, los influentes que infestan la red y que, de buenas a primeras, sueltan su dictamen ex cátedra; la ama de casa que en Miami o Madrid sube oraciones para que su santo patrono o la Virgen se lo lleven al diablo, etc., carecen de la majestad serena del genio que dé en el clavo y nos revele en verso o en prosa las claves que capturen al individuo y su circunstancia, pintando con los tintes y contrastes adecuados la singularidad tanto como lo tópico de este caso.

Uno esperaría encontrarse acaso, en esa probable representación (cuento, novela, poema, documental, argumental, pódcast, lo que fuere) con un hombre aterrado que ve en la pesadilla de sus sueños con un solo ojo e incluso en el espejo de su baño a Saddam Hussein o a Muamar el Gadafi luciendo de manera surreal su propio rostro. Con pavor se verá, ya haciendo el papel de la estatua del primero o como la de su mentor Hugo Chávez, abatido de su pedestal y siendo arrastrado por una turba presidida por una suerte de Guasón disfrazado del Tío Sam, turba animalizada, sedienta de su sangre, hambrienta de sus carne, que lo despedaza en el vórtice de un torbellino atroz hasta devorarlo por completo, justo como al Jean-Baptiste Grenouille de El perfume, historia de un asesino, aunque no precisamente a caricias y besos. Verá en el clímax de la aterradora visión su propia cabeza desprendida de su cuerpo rodar como la pelota de un macabro partido de fútbol, pateada por truhanes, al tiempo brutos e inocentes, meros objetos de la manipulación que un día guillotinan al rey, para al otro día decapitar a los asesinos del rey, en la cíclica orgía del desquite y el odio del bárbaro pueblo, marioneta siempre en manos de un verdugo que simplemente se releva con las décadas.

Maduro Moros sabe que su familia, su círculo de poder, «media nación» correrá en algún momento la suerte política que él haya de correr. Lo que me ocupa aquí son los términos en que ello sobrevendrá. Si tendremos el indeseable escenario de una carnicería, un derramamiento de sangre, una guerra civil o si, tarde o temprano, esta administración será relevada por otra sin llegar a tal extremo.

En su hora, la fuerza propia de su circunstancia no consiente que al héroe le tiemble el pulso, que su pie dude. Hay demasiado en juego, incluida la propia vida, la de su estrecho cerco familiar, la de sus camaradas, la de todo su electorado, la de «medio pueblo». Poco habrá de costar a nuestra imaginación extrapolar la escena a los días de la sangrienta Revolución Francesa, echarnos una mano con La Marseillaise: Marchons! [1], canta la mitad del pueblo en su contra, mientras el niño bitongo entreabre las cortinas en sus recámaras del palacio de Miraflores: Marchons, marchons! Qu’un sang impur abreuve nos sillons! [2], parecen corear los impetuosos vientos del devenir sin límites a la vista, tan incierto para él como para su pueblo, incluida esta facción que lo combate; y él se pregunta exaltado: Quoi! des cohortes étrangères feraient la loi dans nos foyers! / quoi! ces phalanges mercenaires / terrasseraient nos fiers guerriers! [3]

Hablo de una soledad espantosa, la de alguien que bruscamente descubre que todo está en sus manos, que nadie en el mundo está en condiciones de resolver nada en su lugar, de asumir su buen juicio o una parte de la culpa por su desacierto. Él es soberano. Todo está en sus manos, pero nada realmente lo está. Son las grandes fuerzas del destino que lo catapultan, la enorme tormenta de la historia lo sostiene en vilo como la hoja violentamente arrebatada del árbol del bien y del mal. Ahora él está más allá de lo que el maniqueísmo define, es casi un dios; amo de todo, es el más despojado de los hombres, sin la mera posibilidad de retirarse de la escena, sin nada realmente cierto de que aferrarse. Un espantapájaros. Una rama de temblor en el vestido de una función. Radicalmente sobrehumano, radicalmente ahumano.

En este instante tremendo Maduro Moros recordará, como si lo hubiese vivido él mismo, el frío exilio en Bogotá de su padre durante la dictadura (1952–1958) de ese General Marcos Pérez Jiménez, que morirá casi nonagenario, conforme a la tradición de un Pinochet, o conforme a este espécimen que nos amenaza con la inmortalidad, Alberto Fujimori, a la fecha con pretensiones presidenciales a sus 86 años.

En medio de este zafarrancho, nada de exótico encuentra el testigo contemporáneo en el duelo contra el magnate Elon Musk, uno de los hombres más ricos del planeta. Musk quiere batirse a puñetazos con él; si pierde el magnate, como premio lo llevará al planeta Marte sin coste; pero si gana, Maduro Moros deberá abdicar. Si esta historia correspondiera a los tiempos de Aquiles, hoy la leeríamos sin asombro; si la leen los hombres mil años después de nosotros, nada tampoco les extrañará.

NOTAS:

[1] «¡Adelante!»
[2] «¡Adelante, adelante!, que su sangre impura empape el surco de nuestros campos».
[3] «Cómo, ¿la tropa extranjera dictará las leyes en nuestro hogar; falanges de mercenarios abatirán a nuestros orgullosos combatientes?»

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* Leo Castillo es un reconocido escritor y cronista colombiano. Ha publicado los libros: Convite (Cuentos), Ediciones Luna y Sol, Barranquilla, 1992 Historia de un hombrecito que vendía palabras (Fábula ilustrada), Ib., Barranquilla, 1993. El otro huésped (Poesía), Editorial Antillas, Barranquilla, 1998. Al alimón Caribe (Cuentos), Cartagena de Indias, 1998. De la acera y sus aceros (Poesía), Ediciones Instituto Distrital de Cultura, Barranquilla, 2007. Labor de taracea (Novela, 2013). Tu vuelo tornasolado (Poesía, 2014). Los malditos amantes (Poesía, publicado por Sanatorio, Perú, 2014). Instrucciones para complicarme la vida (Poesía, 2015). Documental sobre Leo Castillo: https://www.youtube.com/watch?v=Ec_H6WMsU-c Colaborador de El Magazín El Espectador; El Heraldo y otros diarios del Caribe colombiano. Colaborador revistas Actual, Vía cuarenta (Barranquilla); Viceversa Magazine, Revista Baquiana (USA); copioso material en sitios Web.

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