Por Gustavo Arango*
Hay algo de superficial y oportunista en la forma como se celebran y reivindican los autores y las obras literarias en Colombia. Al lado de los bestsellers de turno, de nuestra larga y rica tradición literaria solo parecen existir los autores que en su momento fueron destacados y ocurre que cumplen algún aniversario de número redondo. Hace unos años fue Zapata Olivella. El año pasado (2023) fue Mejía Vallejo. Este año han sido Arnoldo Palacios y La vorágine.
Que la masa general de lectores ande ocupada con lo que está de moda es más o menos comprensible y justificable. La industria editorial anda a la caza de lo que pueda producir ganancias, y los aniversarios —como los premios Nobel— suelen funcionar. Solo es cuestión de aceitar la máquina de medios e influenciadores (que comentan lo que las editoriales les regalan), y ya las mayorías harán su parte, pues hay muchos que no quieren quedarse por fuera. La explicación del fenómeno la dio Hans Christian Andersen en su cuento memorable «El traje nuevo del emperador».
Lo que sí resulta preocupante y desconsolador es que la gente que ha hecho de su oficio el estudio y la valoración de la literatura (los académicos y los críticos, por ejemplo) se sume de manera tan ciega a las turbas de la moda, cuando podrían asumir una labor más iluminadora. No estoy diciendo que no hay que recordar y celebrar novelas como La vorágine (me gustó más la primera vez que la leí), pero el hecho de que en los últimos meses hayan aparecido cinco ediciones distintas, mientras otros escritores colombianos valiosos permanecen ignorados, tiene algo de estrechez de miras y de vulgaridad.
El asunto es tan grave que no solo nos olvidamos de los muertos más o menos recientes (habrá que esperar hasta el 2038 para acordarnos de Germán Espinosa, o hasta el 2045 para saber que alguna vez existió Moreno Durán), sino que hasta enterramos vivos a autores como Humberto Rodríguez Espinosa o Marco Tulio Aguilera Garramuño. Así las cosas, somos ilusos los que esperamos que autores valiosos de un pasado más remoto sean desenterrados. Se trata de una tarea que, si no la hacemos los ilusos, es seguro que nadie la asumirá.
Robándole tiempo al tiempo he tratado de rescatar del olvido, con mi editorial independiente, a Felipe Pérez Manosalva, un autor cuyo brillo fue oscurecido por razones políticas. Vivió durante el siglo diecinueve, tuvo una vida asombrosa (por lo fértil y digna) y murió cuando empezaba una hegemonía conservadora que no permitió que se le recordara. Las únicas noticias que muchos tienen de él se deben a la adaptación para televisión de una de sus novelas, El caballero de Rauzán, pero poca atención se ha prestado al resto de una obra que incluye más de treinta novelas.
Al lado de El caballero de Rauzán, en el siglo veinte solo se reeditó su delicioso libro Episodios de un viaje, que narra con agudeza e inteligencia las peripecias de un viaje entre dos tumbas, desde Bogotá hasta París, pasando por el río Magdalena, Centroamérica, el Caribe, los Estados Unidos e Inglaterra. Allí Pérez subvierte el viejo modelo de los exploradores que visitan tierras inhóspitas y salvajes (al que tantos testimonios sobre Colombia le debemos) y mira al mundo sin complejos.
En el siglo veintiuno algunas de sus novelas históricas (las más juveniles y bisoñas) han sido reeditadas y han sido objeto de atención de algunos académicos. Pero novelas tan valiosas como Imina, que deberían estudiar los que ahora dicen preocuparse por asuntos de género e identidad, todavía siguen enterradas vivas, como El caballero de Rauzán.
Bueno, seguían. Con la publicación de Imina (publicada originalmente en 1881, ahora reeditada por Ediciones El Pozo) me he propuesto seguir adelante en el rescate de un autor brillante que ha sido ignorado por dos razones igualmente mezquinas: por su orientación política y porque sus novelas rara vez tienen a Colombia como escenario.
El caballero de Rauzán transcurre entre Islandia y Roma. Imina transcurre en el exótico Oriente y gravita principalmente en torno a la India. El caballero de la barba negra transcurre en la España anterior a la conquista. Estela y los mirajes tiene a Irlanda como escenario. Carlota Corday transcurre en la Francia de la Revolución. Son muy pocas las novelas de Pérez que están situadas en Colombia y eso todavía no se le perdona. Para un público lector acostumbrado a pensar que la literatura solo son los sociodramas del realismo y el costumbrismo, y que la calidad de una obra se mide por la precisión con que retrata las anécdotas o los hábitos de la aldea, un escritor colombiano que no escribe sobre Colombia tiene el olvido garantizado.
Cuando uno piensa en la vida pública de Felipe Pérez, resulta todavía más asombrosa la cantidad de libros que escribió. Se dice que «prácticamente participó en todos los hechos históricos de importancia nacional entre 1853 y 1891». Nacido en 1836, en Sotaquirá (Boyacá), Felipe Pérez se graduó de doctor en derecho a los 16 años de edad. Con sólo 17 años ocupó el cargo de gobernador de la provincia de Zipaquirá y fue nombrado secretario de la Legación de la Nueva Granada ante los gobiernos del Ecuador, Perú, Bolivia y Chile. Fruto de esa experiencia fueron sus novelas históricas Atahualpa, Huayna Capac, Los Pizarros y Jilma, escritas y publicadas por Pérez antes de cumplir 22 años.
De su vida política, quizá el hecho más destacado fue el derrocamiento que sufrió en 1871, cuando era presidente del estado de Boyacá. Pérez tardó cinco meses en recuperar el poder y, cuando por fin lo hizo, convocó a sesiones extraordinarias de la asamblea y renunció a su cargo. Pérez logró en su momento reducir la deuda externa del país a una tercera parte, por medio de un famoso tratado conocido como el Pérez-Oleary, y es quizá el único civil y enemigo de las armas que ha sido proclamado General de la República.
Como educador, fue fundador del Colegio de Pérez hermanos, junto con su hermano Santiago Pérez, quien llegaría a ser presidente de la República. Fue también profesor de historia, sociología y estética de la Universidad Nacional. Como editor, fue fundador de La biblioteca de Señoritas, un semanario que se propuso formar y acercar la literatura a las futuras «madres» de la patria. Pérez también realizó la primera edición de El Carnero, de Juan Rodríguez Freyle, más de dos siglos después de que fuera escrito.
Como periodista, fue redactor, entre otros, de los diarios El Tiempo, El Mosaico, Los Debates, El Comercio, El Diario de Cundinamarca y La opinión. En 1877 fundó el periódico El Relator, que circuló hasta su muerte, en 1891. Después de la derrota liberal, en 1885, Felipe Pérez ejerció la oposición a través de los editoriales de El Relator. Como el mismo lo resumió: «Mi campo de batalla son los periódicos».
En cuanto a Imina, invito a leerla. Parece ser la historia de un hombre que busca la sabiduría en todos los lugares donde pueda encontrarse, pero al final revela que carece de la más elemental inteligencia. La protagonista es esa mujer en las sombras cuyo nombre da título al libro: una mujer que se reinventa, que se forma a sí misma como persona, a partir de las más precarias y limitantes condiciones. El hecho de que el gran personaje literario de Colombia sea María y no Imina es un detalle significativo sobre nuestra identidad como nación. María es en esencia una inscripción en una tumba. Imina, aunque también muere, sostuvo una fiera batalla antes de darse por vencida.
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Imina de Felipe Pérez Manosalva se puede adquirir a través de este enlace:
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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).