Periodismo Cronopio

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REMINISCENCIA DE UN CURRY HECHO A LAS PATADAS

Por: Juan Camilo Herrera Castro*

Cada vez que lo pienso, me entran escalofríos: Es posible que me haya quitado al menos cinco años de vida cuando la cuchara tocó mi boca y dejé caer su contenido sobre mi lengua.  Cinco años menos con los hijos que no he tenido, cinco años menos con la mujer que aún no amo y de la que aún no me he divorciado, cinco años menos de reminiscencias cándidas con mis amigos de toda la vida.  Mierda… ¡cinco años!  Una catorceava parte de mi vida, y eso si soy afortunado.  A veces no puedo dormir cuando lo pienso.

¿Por qué lo hice?  Porque fue el mejor curry que pude haber probado.

No teníamos tablas para picar, así que cortamos el lomo de res y las verduras sobre las tapas de dos directorios telefónicos. La pasta de curry verde resistió valientemente un viaje de Holanda a Colombia (extrañamente, sin inquisiciones suspicaces de la aduana). Emanaba un vaho tibio cuando la destapamos y los aromas eran casi brutales. Inexplicablemente frescos, pero brutales.  El jugo que rezumaban los chiles amenazaba con taladrar cualquier pedazo de piel expuesto. ¿Cadena de frío?  ¿Contaminación cruzada?  El alcohol es un disolvente poderoso: deshace materia orgánica, escrúpulos y buenas prácticas de manufactura.

Al final, teníamos una olla con un guiso verde y marrón, con trozos de carne porcionada esquizofrénicamente, pedazos soeces de verdura que contrastaban con la apariencia inocua y casi virginal de un arroz con albahaca y jengibre. Traté de comerlo con la mano (a la usanza india), pero tenía los dedos tan irritados por el capsicum de los chiles que el calor del guiso me resultaba insoportable.

Una cucharada de curry, una cucharada de arroz y había encontrado algo de divinidad entre los escombros de un plato. Imperfecto y, por eso mismo, exquisito. Comer es algo que hacemos para no morir, pero existe un riesgo inminente en cada bocado.

Hemos sistematizado el proceso de comer y, muchas veces, lo damos por sentado.  A nadie se le ocurrió que, posiblemente, era un despropósito preparar curry (un plato de la India) de res (un animal venerado por los hindúes por su proximidad kármica con el hombre). Son ese tipo de preguntas tontas que casi nunca hacemos.

Para tranquilidad de mi alma y mi sed de coherencia, usamos una mezcla de curry tailandesa, así que nuestro plato era bastante sensato pese a lo caótico de su preparación. A nadie se le ocurre pensar de dónde salen las cosas que comemos.  Hay una larga y nebulosa elipsis entre la vaca y la nevera, entre Dios-sabe-qué-mutación-genética y KFC (Pueden decir lo que quieran, pero ESO NO ES POLLO).  Comemos sin pensar, de la misma forma que algunos hablan por hablar para matar el tiempo o dan por sentado que, cuando amanezca, la cama y la mesita de noche seguirán en el cuarto. Por eso mismo somos difíciles de sorprender, porque no esperamos nada y suponemos que, de comienzo a fin, la secuencia evolucionará según nuestros parámetros de lo conocido.

… Y nos hemos vuelto tan exquisitos, tan escépticos, tan complicados que nuestra comida TIENE que ser compleja. Nos gusta el sabor de la neurosis, disfrutamos con masoquista entusiasmo de platos con sabores complejos y texturas artificiales. Cada vez más nos forzamos a alejarnos de nuestras certezas en búsqueda de una experiencia organoléptica que nos engañe, nos traicione, nos destroce.

Hay un mercado para estas experiencias y personas que pueden costearse el privilegio de ser engañado, manipulado, abusado y puesto en ridículo por un equipo de gastrónomos profesionales, ingenieros de alimentos y cáfilas  multidisciplinarias dispuestos a hacer cada vez más sinuosa la distancia entre dos puntos: el comensal y el bocado.

No nos importa saber cómo más que cuándo, y ese “cuándo” es  Ahora, Acá, Ya. En Mis Términos, Como Se Me Dé La Gana. Y más vale que sea sorprendente.  Somos una cultura de satisfacciones inmediatas, casi inmerecidas, al menos en lo que a cocina se refiere. Existimos quienes nos dedicamos a la confección de placeres, que disfrutamos con la respuesta agradecida de quien prueba un plato nuestro y lo disfruta.  Pero es cada vez más difícil sorprender a un comensal y tratar de emular ese estupor todas las veces.

Comida que flote sobre el plato. Comida que, al ser mordida, interprete distintos pasajes musicales de Strauss dentro de nuestra boca.  Ondas electromagnéticas que alteren nuestra percepción de un plato. Soy un amante de la extravagancia, de cualquier cosa que nos obligue a cuestionar la realidad. En verdad espero que, algún día, estas cosas sean posibles. Pero me gusta ser guiado a través de estos portales con calma turística. Despacio, con explicaciones en cada punto de interés.

La prisa es pésima enemiga para estos recorridos mentales. ¿Debo sacrificar mi agenda para que el mundo corporativo funcione como un reloj suizo y sacrificar uno de los últimos placeres honestos que quedan? No puedo ni quiero. No quiero explosiones a cada momento ni efectos especiales deslumbrantes en cada cuadro ni pirotecnia. Mi momento de reflexión ocurre en la mesa y no en Hollywood. Quiero algo que me sorprenda poco a poco. Quiero algo que se desdoble sobre mi plato y que cada doblez tenga un sabor nuevo, una textura familiar, algo que me lleve y me traiga despacito del sueño al abismo y del abismo al sueño.

Ahora que lo pienso, no tengo nada de qué avergonzarme. El mejor curry que he probado en mi vida fue hecho por amateurs, en una casa bogotana, picado sobre directorios telefónicos, irregularmente, imperfecto, picantísimo, pasado por copas, con un arroz que no era basmati (destrozando así cualquier intento tímido de ortodoxia gastronómica), comido con una cuchara en un cuenco, con una mujer a la que amé en secreto, con una de las mejores conversaciones que he tenido en años, con precisión infantil, sin receta.

No hay forma de estandarizar esa receta, no hay forma de emular las circunstancias que hicieron de ese guiso algo que recuerdo con cariño y algo de vergüenza de mí mismo y jamás gozaré de una tarde entera para comerlo como ese día. Pero la memoria es algo que se desdobla como esas flores japonesas que crecen y se esponjan cuando tocan el agua. Es gozar de ese espacio entre ese día y hoy lo que me permite disfrutar aún de ese curry. Es la larga pausa y la ausencia de prisa lo que transformó la irreverencia en prodigio.

4 COMENTARIOS

  1. Hola me ha encantado con tu web no te conocía hoy.
    Enhorabuena tienes un sitio super interesante Gracias por compartir con todos.

  2. Hasta ahora, este escrito es uno de los mejores que he leído de la revista! Me encantó la descripción detallada de los momentos vividos, las expresiones en las sensaciones de placer, de recuerdo, la ironía de los pensamientos… en fín, no tengo palabras. Lo leería una y otra vez sin cansancio. Es más, siento unas ansias profundas por probar aquel curry bogotano que ha suscitado tan profunda experiencia. Nos complacería enormemente que tú, Juan Camilo, siguieras escribiendo para la revista, deleitándonos mucho más con esa forma tan espectacular de escribir. Gracias!!! ESTEBAN. Editor Sección Ciencia

  3. Tal vez no tenga el conocimiento literario ni sea un profesional en el arte de las letras, pero si se cuando algo esta bien escrito y me transporta, me hace imaginar y a su vez me hace reir.

    Al autor Juan Camilo Herrera mis más sinceras felicitaciones; ojalá algún día nos sentemos a comer curry y de postre un WAKU WAKU 7.

    Feliciationes=)

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