Literatura Cronopio

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DUEÑA DE MIS PASOS

Por Ana María Cadavid M*

Mi vida universitaria empezó caminando aceras con antejardines florecidos. «Es una suerte tener la universidad tan cerca», dijo mamá cansada de transportarme. Yo me alegraba de caminar sola y calculaba esos treinta minutos para llegar puntual a mis clases. Por fin me sentía independiente. Libre de uniformes, escogía temprano mi ropa. Cuando estaba vestida miraba qué zapatos ponerme. Eran el punto final.
Un día elegí lucir las sandalias brasileras. Me fascinaban. Cuando me las ponía era como estar descalza. Todo en ellas era delicado y milimétrico. La suela y las correítas que abrazaban mis dedos y tobillos, eran de una fineza que daba miedo romper. Nunca abrí las hebillas, no me atreví. Deslizaba el pie con cuidado y dejaba que se ajustaran al primer paso.

Salí temprano. El sol hacía de mi sombra un tapete que iba pisando. Lejos, de frente, venía un hombre. Seguí mi camino mirando sin mirarlo, evitando que él me viera, desapareciendo en la indiferencia. La acera se estrechó. Seguí mi marcha. Cuando estuvo frente a mí, inclinó la cabeza, miró mis pies, levantó las manos, y exclamó con desparpajo: «¡Qué bomboncitos tan ricos!». Nos cruzamos casi rozándonos y una sonrisa me acompañó todo el camino.

Al otro día calcé mis suecos de cuero crudo y madera. Los de moda. Me encantaba cómo sonaban en el concreto. Me gustaba que me anunciaran cuando subía las escaleras para la clase. Mis pies fluían libres entrando o saliendo mientras, sentada en mi silla, escuchaba al profesor.

La última clase terminó a las siete y cincuenta. Salí para mi casa empujada por el movimiento de las luces de los carros. En la primera cuadra me pareció ver un tipo recostado en un poste. Seguí de largo. Antes de cruzar la siguiente calle, lo sentí. Era él.

Mientras caminaba, mirando al frente, él me seguía por la espalda pasando de un flanco al otro, respirando cada vez más cerca, haciéndose sentir.

Mis suecos latían en el concreto. Por la derecha me lanzó un «¿de dónde vienes?», marché fuerte, «¿cómo te llamas?», pisé duro. Por la izquierda «¿a dónde vas?», y estampé más nítidos los pasos. Tensa, robótica, seguí mi marcha con los sentidos en alerta.

Mis suecos se fueron haciendo pesados. Ampollados en mis pies, los arrastraba por esas cuadras infinitas. No se afanaban.

De repente él metió su mano dentro de mi pelo, me cogió el cuello y aspiró una palabra en mi oído: «Mía».

Corriendo, abandoné mis suecos y llegué descalza a mi casa.

Al día siguiente fui a la cafetería de la universidad con unos tenis amarrados con doble nudo. Les conté a mis amigos que había sido perseguida. Les dije que en mi casa nadie lo sabía, que no quería escándalos, que yo era la dueña de mis pasos…

Y entonces lo sentí.

Él estaba al frente, recostado en una columna, mirándome, con mis suecos en sus manos.

LOS SAPITOS ESTÁN MUY DULCES, CLARO
En las vitrinas, la última moda pelea con los tiquetes rojos de la temporada que pasa. Mis amigas van al centro comercial con sus hijas; yo tengo hijos varones y voy sola.

Parquear el carro fue difícil, tuve que buscar puesto en el último sótano y luego tomar un ascensor. Llegué a la zona de comidas, caminé por el corredor hasta encontrar un tumulto frente a un almacén de ropa. Las mujeres renegaban. Las puertas estaban cerradas. Miré a través de los vidrios y el local estaba lleno.

Afuera, en la multitud, se tambalea una silueta; su contorno se me hace familiar. «Mamá», le digo tomándola por el hombro.

Nos saludamos y emocionada me contó que en ese almacén, todo estaba a mitad de precio. Titubeando entre el revoloteo, se lamentaba de que no le iban a dejar nada. Agarrándola del brazo, le dije que nos fueranos, que había demasiada gente. Ella me miró y volvió los ojos a la vitrina.

En medio del zarandeo brilla una niñita preciosa. Montada en sandalias de plataforma, luce un abrigo verde manzana y un vestido de flores rosa.

—Que niñita más linda —le dije, olvidándome de mamá. La niña se volteó sonriendo. En los ojos le florecían unas gafas oscuras con un marco de pétalos rosa. Me agaché y en cuclillas le pregunté su nombre.

—Susana —respondió seria, y agregó, —me dicen Susy o también Susanita, como la de Mafalda.

Le pregunté cómo le gustaba que la llamaran. Pensando detrás de sus gafas, afirmó:
—Susana, claro.
Intrigada, seguí preguntando.
—¿Qué sabes de Mafalda?
—Es una caricatura, —y torciendo la boca, puntualizó con un hoyuelo, —pero a mí, ya no me gustan las caricaturas.
—¿Por qué?
—Pues porque son bobas, claro.

El cardumen de mujeres se agita, nos envuelve y desaparece.
—Se fueron —me dijo tocándome con el dedo.

De inmediato me levanté y vi que cerraban las puertas. Corrí.
—Se cierran por treinta minutos —dijo el vigilante amarrando una cadena.
Adentro, las mujeres buceaban en fuentes de trapos. Afuera, en los vidrios, nos quedamos solas.

Nos sentamos en una banca a esperar los treinta minutos que sentenció el vigilante. Calladas nos cuidábamos en el reflejo de la vitrina. Ella, con una mano sostenía un bolso de felpa, con la otra se acariciaba los moños del pelo. Balanceábamos los pies.

—Qué pereza.
—Qué hambre.
—Sí, pereza y hambre.
—¿Qué te gusta comer?
—Pasteles… o moritos.
—Qué rico.
—¿Vamos?, sí, vamos, ¿sí?

Fuimos al Astor. Cogidas de la mano, nos paramos frente al mostrador, vimos los moritos decorados con chocolate, crema, fresas… llegamos a los sapitos. Pedimos dos. Ella se quitó el abrigo y lo puso con el bolso en el espaldar de la silla. Nos sentamos.
—Eres una princesa muy juiciosa.
—Todos dicen que parezco mayor.
—Y tú ¿qué crees?
—Que me gusta ser grande, claro.

Acercó el sapito a su boca y tras un mordisco, lo volvió a poner en la mesa. Con la servilleta se limpió las manos y la boca.
—Está muy dulce, ya no me gusta.

Mientras lo apartaba con un gesto de asco, yo me comía los ojos del mío. Mordí la corteza verde y gesticulando saboreé el relleno de crema rosa.

—A mí los sapitos todavía me gustan —le dije y ella, detrás de sus gafas, permaneció impávida.

Después se puso de pie, tomó el bolso y sacó un celular rosado. Incrédula lo miré; tenía luces, muñequitos en las teclas y peluche en la antena. Luego de marcar, en medio de mil musiquitas, se lo puso en la oreja.

Esperé antes de preguntar.

—¿A quién llamas?
—A mi mami, claro.

Terminé con mi sapito, me levanté y caminé despacio. Susana me alcanzó corriendo. Volvimos a la banca.

El vigilante, ceremonioso, desenreda la cadena y haciéndose a un lado, suelta a las mujeres. Mi mamá sale llena de paquetes. Con una sonrisa me cuenta que se ha comprado dos pantalones y una chaqueta. La tomo del brazo. Susana corre detrás de una mujer que tiene las manos llenas de bolsas. Dando saltitos, se va con sus gafas de flores.
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* Ana María Cadavid M es arquitecta, ilustradora y cuentista medellinense.

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