A PROPÓSITO DEL NADAÍSMO Y LOS NADAÍSTAS

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a proposito del nadaismo

Por Juan Fernando Uribe*

Una vez en el colegio un compañero al que le gustaba la poesía y que al escondido fumaba marihuana, nos llevó a Eduardo Escobar de quien decía era un poeta nadaísta muy famoso. Eduardo en esa época —1970— era un muchacho de escasos 27 años, buen mozo, melenudo, de anteojos estilo John Lennon y de mochila. Mi compañero lo paseó durante varias horas por todo el colegio mostrándole los patos del jardín de kinder y presentándoselo a todas las profesoras de primaria que cuchicheaban a su paso como si estuvieran viendo a uno de esos hippies, o a un cantante de rock. Esa mañana, en clase de literatura —ampliada en el auditorio del colegio—, el rector muy emocionado —también poeta e historiador—, nos presentó a Eduardo como un fiel representante del Nadaísmo, «ese movimiento de muchachos modernos que están tan de moda», y Eduardo sacando de su mochila unas hojas escritas a máquina nos empezó a leer los poemas de su último libro, o tal vez el primero, llamado «Segunda Persona», que después nos regaló a algunos y que vimos que, a manera de contraportada invertida, tenía el libro de otro poeta, Mauro Álvarez. El recital transcurrió con el asombro propio de una exclusividad, con un rector atento que vio en Eduardito —como lo llamaba mi amigo—, a un nuevo protagonista de la literatura en la ciudad.

Ya nos habían mencionado a Gonzalo Arango y muchos conocíamos el desplante hacía ya varios años cuando los nadaístas —unos muchachos que no llegaban a veinte años comandados por uno menor de treinta—, habían irrumpido en el Congreso de Escribanos Católicos de 1958 en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia, y entre el escándalo y el horror del llamado «Peo Químico» o «Asa Fétida», leyeron ante los académicos escandalizados y en desbandada, el primer Manifiesto Nadaísta que inicia con «No somos católicos porque Dios hace quince días que no se afeita…»

Después del improperio todo explotó, y el escándalo fue mayor cuando ese domingo en «Misa de Doce» en la catedral Metropolitana, quisieron comulgar en fila y luego de saborear la hostia en sagrado orden, la pisotearon. Gonzalo fue a parar a la cárcel de La Ladera, y a Darío Lemos un purpurado lo amenazó con un cristo de oro convertido en puñaleta. Días después quemaron los libros de moda en la Plazuela de San Ignacio y se tomaron Junín y los bares aledaños como sus sucursales en donde «ofrecían al tedio su pocillos de tinto» y en donde, prestos, cada vez con más rigor, ciertos detectives del DAS —entre ellos al que llamaban «El Ñato»— cumplían órdenes para no dejarlos pelechar y destruir a como diera lugar todos sus conciliábulos y reuniones, bien fuera alrededor de una mesa en sitios como el salón Versalles, o en bares como El Miami y El Metropol, donde solían reunirse a jugar a billar gozando más con el crepitar de los colores, que con el conteo de las carambolas. Después de las redadas, los montaban en las llamadas «bolas» o patrullas, y luego de un paseo alrededor del centro, los dejaban libres por ser menores de edad o por los ruegos de familiares o amigos prestantes, entre ellos el joven abogado Alberto Aguirre, quien dice que no fue tanto el «treintazo» en la Ladera al que condenaron a Gonzalo, sino sólo unas horas en el salón de reseña del que luego el poeta, en uno de sus relatos, describe con maravillosas mentiras, su «experiencia» entre los reclusos y sus dolores.

El Nadaísmo, surgido en la entraña de una sociedad aletargada en la ignorancia y la incultura —sujeta al látigo de arzobispos y mercaderes—, había llegado como un baño de agua fresca para una juventud hastiada del dolor en un país fragmentado por odios absurdos e irreconciliables. Influenciados, además, por las vanguardias de una época en que Estados Unidos reconstruía a la Europa devastada por la guerra, el Nadaísmo creó también sus ídolos en el tiempo de una transición llena de música, poesía y racismo. La Guerra Fría y el obsesivo temor al Comunismo se entrelazó con la alegría del rocanrol y el advenimiento de nuevas concepciones estéticas como crítica a la frivolidad de un capitalismo voraz. Ya estaba en boga el movimiento Beat con su corte de poetas y narradores: Allen Ginsberg, Jack Kerouac, Willian Burroughs y Neal Cassady navegaban en una corriente contracultural que abogó por los derechos civiles de la comunidad negra, y que renegó en forma contundente contra los valores del luteranismo, tomando los preceptos del islam para crear un discurso ecléctico que, unido a la música, la pintura y la literatura, dio forma a un nuevo mundo ccreando un frenesí tal que aún en estos días se niega a morir, a pesar del poder de una mente corporativa acrítica que arrasa y disuelve todo intento de vanguardias.

Si no fue Elvis Presley el dios blanco del rocanrol, ni Chuk Berry la contraparte negra, sí lo fue la juventud que asumió toda la protesta contra la guerra y los viejos cánones estéticos: surgen así nuevos poetas, nuevas voces se toman el protagonismo cultural en América y Europa; todo se recicla y se renueva y no fue Colombia la excepción, ya que en estas tierras, entre las montañas de Antioquia, encuentran eco todas estas fuerzas incontenibles para remozar la literatura, el cine, la filosofía y la pintura de mano de este puñado de muchachos, comandados por Gonzalo Arango, emulando con la misma fuerza a los Panidas de principios de siglo que trataron de encontrar el aliento liberador en contra de una perfección parnasiana, o el afán intimista de una poesía supuestamente vernácula que se hizo cansona y rotulante.

Se inicia con el Nadaísmo una iconoclastia que todo lo derrumba, lo critica y lo deshace, tratando de dar forma a una nueva concepción estética, en disonancia con el devenir cultural de un país en crisis de barbarismos políticos, como era la Colombia de los años cincuenta.

«No somos católicos porque Dios hace quince días que no se afeita, porque el diablo tiene caja de dientes, porque San Juan de la Cruz era un santo hermafrodita y Santa Teresa una mística lesbiana, porque la filosofía de Santo Tomás de Aquino está basada en dios y dios no existe… porque en el infierno no hay fogones Westinghouse sino pailas trogloditas de la edad de piedra y a nosotros nos gusta condenarnos confortablemente al estilo yanqui… No somos católicos por respeto a nosotros mismos… porque en Colombia son católicos (sigue una fila larga de nombres de políticos, industriales y religiosos )… todos, menos los nadaístas…»

Ese manifiesto y el escándalo que suscitó fue una bomba atómica sobre la cultura colombiana: hay un decidido intento de romperlo y destruirlo todo. Fernando González, el viejo panida, el llamado Mago de Otraparte, les abre las puertas de su casa y oficia de mentor y apoyo intelectual, continuando así el objetivo de su obra proscrita por una sociedad de doble moral marcada por una iglesia católica sectaria y poderosa.

«¡Oh mi amada Medellín —canta Gonzalo— ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero. Pero amo tus cielos claros y azules como ojos de gringa…»

Toda la energía de una juventud fogosa e inquieta se desborda; toda la fuerza creativa, producto de una sensibilidad llena de poesía, literatura y conocimiento, esa vitalidad por fin desencadenada y rechazada en forma feroz por unas élites intocables —que después buscaron su reconocimiento—, es titular en noticieros de radio, periódicos y revistas. Luego serían redimidos como en el caso de Gonzalo Arango cuando una vez consolidado y destruido el movimiento quisieron repatriar sus restos a su Andes natal y Jota Mario tomando la vocería exclama: «Llevaré los restos de Gonzalo, pero con una condición: ¡que lo canonicen!»

El Nadaísmo parte en dos la poesía en Colombia, ya lejos quedan los efluvios y la sensiblería romántica o los desafueros estéticos de un modernismo que nunca cuajó, ni los desvelos por pulir un verso como lo quisieron los parnasianos y los llamados Nuevos, que con León de Greiff le dieron a la poesía colombiana renombre mundial, ni tampoco con los avizores de pretendidas vanguardias como lo fueron los Piedracelistas o los poetas de la generación de la revista Mito que no lograron concretar un movimiento denso, quedándose sólo como versificadores escurridizos en líricas que ni a ellos mismos convencían.

Los más lúcidos poetas nadaístas dan origen a una actitud diferente ante la vida y la estética. La ironía llevada a una plástica contestataria de una belleza inusitada, no riñe con la agradable sensación de lo inefable, de lo escondido entre psicodelias de marihuana y alcohol, como también acceden a otras formas, a otros portales, a otros estados de la mente, mas no por extraños, menos reales. Estamos en la época en que esa NADA invocada en poemas extensos, sin rima ni condenas estilísticas, nos plantea una desnudez de conceptos y falsos paradigmas, haciendo partícipe al lector sorprendido de la posibilidad de emerger en un nuevo ser más pleno, más lleno de esa luz en contravía que estuvo oculta en intentos fallidos por describir otras experiencias muchas veces censuradas por las normas sociales. Todo igual, NADA lo mismo.

Es el Nadaísmo portador de un silencio impío, de la crítica mordaz, de la desilusión como coordenada vital; el Nadaísmo es desnudez creativa dentro de la inquietud que genera la incertidumbre, un estado de suspensión cambiante, un fulgurar atónito en una psicodelia renovada en viajes de ácido lisérgico, jazz y rocanrol…

«Un hombre llega a una esquina, parado en sus zapatos. Nadie fuma. Tose, saca su pañuelo y guarda su tisis para comer en marzo… hay dolor de hambre, sexo, botones de búcaro, bicicletas solas bajo un sol que muerde…» dice Dario Lemos en sus Sinfonías para Máquina de Escribir. Es que como decían los nadaístas de barrio por allá al promediar los sesenta: «Toma un reloj y desármalo, vuélvelo a armar. ¿Ves esa piececita que sobra? Ese el Nadaísmo». Es la aventura que no termina, que siempre inicia y se extravía, que se pierde en un planeta en caos, en una gloriosa mística sin santos, solo niños que corren presurosos tras un bombón atómico, tras una pregunta que no entienden, tras una confusión de cristales rotos, una sombra plácida que sirve de albergue cuando son cuestionados y ni ellos saben las respuestas.

En el Nadaísmo nadaron todos estos muchachos que patalearon en las calles, que se bañaron desnudos en las fuentes, que habitaron los parques en atardeceres rosa entre volutas humeantes de marihuana y desnudeces perseguidas por el F2 y el DAS y por toda la sarta de endemoniados fanáticos que los avistaban desde las esquinas para destruirlos, para borrarlos, para condenarlos a un olvido de adolescentes propagados en una inconveniencia social que azotó púlpitos y dejó sin palabras a los padres de familia y a los rectores de los colegios para los hijos de la burguesía. Más de una muchacha huyó de su casa con un nadaísta; a más de una también la convenció el loco trasegar de la patota diversa, uniéndose a la réplica constante contra el parapeto católico, contra un estamento que ya no convencía, menos en misa cuando los atrios eran más nutridos que los confesionarios y los bazares llenos de pelotas de aserrín y danzas multicolores se explayaron en cortes juveniles ya muy ajenas a lisonjas de monjas o aburridos pedagogos. El Nadaísmo reventó en la ciudad como una plaga, como una peste: «prevenimos a la juventud para que no se dejen embaucar por estos negociantes que viven cambiando pecados por limosnas, cosechas por oraciones, delitos por misericordia. ¡Cuidado porque son los enemigos más peligrosos de la cultura! […] Congresistas católicos: en nombre del Nadaísmo les prohibimos defecar una vez más sobre esta pobre alcantarilla que es Colombia. Y les manifestamos, que los delitos que se cometen contra el espíritu no quedarán impunes. ¡Vivan los cohetes victoriosos! ¡Disparen contra la paloma del Espíritu Santo! Que venga Satanás y alce con nosotros a los profundos infiernos. Cristo, resucita y ven a pelear con los Nadaístas contra los escribas y los fariseos. […] Somos geniales, locos y peligrosos!» El Nadaísmo prosperó, voló, se nutrió, se cuestionó y después, como en los juegos olímpicos, murió, dejando una estela de cuestionamientos inconclusos, perdiéndose en las incertidumbres de otra mística planteada desde los estrados de una soledad que se tornaba en vejez; una juventud que se extravió y nunca supo asumir en la flacidez de las carnes o en el oprobio de una rutina de calles y oficinas, el sinsentido de una vida que de no ser por la poesía no tenía razón de ser, «vivir más de 25 años es una pérdida de tiempo», como decía alguien sobre Andrés Caicedo, hijo de la iconoclastia posnadaísta.

«En la ciudad hay edificios de estatura considerable, calles rectas y solitarias y perpendiculares a los parques, cafés amplios y estrechos, iluminados y tibios y opacos o angustiados, basureros putrefactos, alcantarillas pobladas de embriaguez o lodo…», dice Alberto Escobar (en su libro Estro estéril) y se recrea en viejas imágenes rimbaudianas o evocando pasajes oscuros de un Baudelaire mil veces leído, otras tanto repasado y vivido. Y levantando la lira hacia León de Greiff y los llamados Nuevos: «Y Greiff, de grito a domador soberano de las boñigas, rey negro del cuarto de una prostituta: la vida es posiblemente madrugar a misa de payaso loco, o estar con tus barbas enfermo en una taza de café. Qué será de tu boina de papel carbón, de tu pobre boina estercolada por grillos y cucarachas… Así y todo, usted me cae bien, tú eres [sic] ¡Oh nunca!, al fin y al cabo existes en tus huesos revolucionarios…» Hay quienes dicen que casi todo en el Nadaísmo es ripio, bazofia de adolescentes bochornosos, intentos de poema en unas mentes inmaduras, pataletas bullosas de muchachitos sin saber qué hacer… pero se impone el talento en líricas bellísimas, destellos inusitados de un candor venenoso y atávico. Darío Lemos: «Mabrouka, ahora después de antes, te recuerdo. Estabas profundamente sentada en el bar, tus ojos estremecidos y suaves llegando hasta el vidrio para mirar los muslos del otoño blanco. Habíamos perdido la mitad de la piel … el humo de tu frío en las noches de búcaro… caminábamos siempre del lado izquierdo para que olvidáramos cómo duerme el mar… habían crecido tus nalgas hasta el cielo… en los amaneceres nuestras bocas con olor a ron y patitas de gallina muerta, se buscaban destruyendo las caídas de las gaviotas… me gustaban tus axilas olorosas a sangre seca… las medias largas, negras, ovaladas… y tus manos apagando la lámpara para que lo único fuera el estallido brutal de las uñas contra el sexo…»

El movimiento originado en una Medellín conventual, de un talante industrial de comerciantes y mercaderes —tanto como de confesionarios y procesiones entre sahumerios y arrepentimientos—, se expandió a otros auditorios y congregó a esa juventud de mediados de la década del sesenta que contempló cómo envejecían pernoctando entre periódicos de los que fueron muy leídos columnistas, cuando no publicistas, que al celebrar las bodas de plata «sin plata», como decía Jota Mario: «Antes que el mundo se acabe, Avianca lo lleva y lo trae», siguieron escribiendo y editando revistas como «Nadaísmo 70» o patrocinando concursos de poesía, como el «Premio de poesía Cassius Clay», o simplemente manteniendo ese fuego que en algo sirvió para calentar, cuando no chamuscar, los pilares de una cultura neocolonial pacata y marullera que todo lo siguió permeando, dejando al Nadaísmo en nada, y a su poesía como un punto para ser estudiado, si bien todos los días su atractivo crece con la curiosidad y el deseo de conocer su verdadero significado.

El Nadaísmo abrió la fisura, un huequito por dónde mirar, por dónde otear la posibilidad de un mundo diferente, más libre, más interesante, más bello y menos doloroso.

Bien dice Jaime Jaramillo, X504: «Hoy tengo deseo de encontrarte en la calle, y que nos sentemos en un café a hablar largamente de las cosas pequeñas de la vida, a recordar cuando tú fuiste soldado, o de cuando yo era joven y salíamos a recorrer juntos la ciudad, y en las afueras, sobre la yerba, nos echábamos a mirar cómo el atardecer nos iba rodeando… con esa despreocupación que uno quisiera tener toda la vida, pero que sólo se da en la juventud, cuando se duerme tranquilo en cualquier parte sin un pan entre el bolsillo…»

El Nadaísmo es y fue Nada, la dulce Nada que lo es Todo…

Nota del editor: Las citas textuales de este escrito son parte de conversaciones personales del autor con los personajes citados.

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*Juan Fernando Uribe Duque (Medellín, 1953) es médico, músico, poeta y narrador. Su primer libro, «La tentación» (Editorial La Banda, 2018), es una recopilación de cuentos y relatos en los que ficciona experiencias de la niñez y anécdotas familiares. Otros trabajos suyos han sido publicados en revistas virtuales y en periódicos como «Universo Centro». Asimismo, en los últimos años ha publicado poemas y artículos de carácter político en «Momento Médico», medio de difusión de la Asociación Médica Sindical Colombiana (Asmedas), y en «El Pregonero del Darién» de Apartadó, Antioquia. Participante activo en grupos de estudio y tertulias literarias, tiene varias novelas inéditas y una obra poética siempre en construcción. Otros libros suyos: «Inicio de obra» (cuentos con otros autores. Editorial La Banda, 2016), «Cuando juntos habitamos la sombra» (libro de cuentos y novelas cortas. Editorial La Máscara, 2024).

1 COMENTARIO

  1. Juan Fernando, rey de la prosa, urdes con hilo fino la historia de mi ciudad, del Medellín de otrora donde pasear por Junín era encontrarse pleno con la historia de la ciudad.
    Un abrazo y gracias por enseñarnos que literatura es todo aquello que nos invita a cuestionarnos y a descubrirnos. Un abrazo.

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