Acronopismos y otras delicatesen Cronopio

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Consulta medica

CONSULTA MÉDICA

Por Manuel Cortés Castañeda*

Son pocos los médicos que he conocido con un buen gusto estético, y este no era la excepción; eso sí, era reconocido como uno de los más brillantes especialistas en su campo. El consultorio donde atendía a sus admiradores, que éramos muchos y de diferentes edades -y donde muchos otros médicos trabajaban para él-, a primera vista, parecía un lugar agradable, aunque las paredes de la sala de espera estaban llenas de cuadros de caballos pintados por un artista que no debería haber empuñado jamás el pincel. Cuadros que, en mi caso, hacían pedazos los hermosos recuerdos que desde niño tenía de estas bestias.

Todo estaba limpio, aunque muchas cosas parecían ser de otro tiempo y de otro mundo, pero en los rincones se podía ver el deterioro lento y seguro de cosas insignificantes, como la barra de metal que sostenía el papel higiénico en la pared. Era como si el paso del tiempo hubiera sido disfrazado por manos cuidadosas. Las enfermeras que acudían solícitas al mínimo llamado de los clientes no eran feas del todo; sin embargo, su ajuar las convertía en seres innecesarios y poco atractivos a la pupila y al buen gusto. Pero eso poco importaba, puesto que de todos es conocido que es una ley natural que la mayoría de las personas que trabajan en la salud, van perdiendo poco a poco su encanto y su luz, sí alguna vez se beneficiaron de tales atributos.
La chica que atendía la ventanilla controlando las citas y que se encargaba de manipular los “files” de los clientes, al contrario, era hermosa y comunicaba cierta cosa que lo dejaba a uno como en ascuas… tenía una sonrisa pegajosa que trasformaba el mal genio, alimentado por las horas de espera, en una explosión de felicidad y de encantos. Era la única que se ponía perfume (nunca pude saber cuál era la marca) y cuando se levantaba de su silla para entregar o preguntar por información dejaba ver un cuerpo bien formado, unos senos bien hechos y duros y sobre todo un culo divino, digno de admiración y de respeto.

Todo lo demás eran cubículos, ciencia, máquinas sin ningún encanto, folletos, muestras médicas, instrumentos aterradores (como los que se utilizaban en el medioevo para torturar a los infieles), un olor penetrante a orina y zombis vestidos de blanco que van de un lado para otro haciendo lo que tienen que hacer a la letra como si no lo estuvieran haciendo, o como si ya no fuera necesario hacerlo. No era que todo esto me asustara, pero sí me recordaba toda la literatura de horror que había leído y releído cuando era más joven. Muchos de estos personajes no eran tan diferentes de aquellos que se habían adueñado de mi sueño y mis pasiones tantas noches.

Yo siempre llevaba un libro cuando tenía cita, pero la chica de la ventanilla, con el culo ideal, pronto resultó ser una lectura mucho más agradable que cualquier otra lectura, para matar el tiempo y endulzar mis carencias y necesidades. Yo me sentaba siempre en el lugar más apto para poder observarla todo el tiempo; o me quedaba de pie esperando el momento a que se levantara y se diera la vuelta para poder verle y disfrutar de ese regalo, poco usual, que la naturaleza le había puesto junto a sus caderas… para poder saborear a mis anchas su hermoso culo. Si hubiese podido tocarlo desde el primer día que se me reveló ya nada más hubiera sido necesario en mi vida. Pero cada día que pasaba era una tortura ya que en mi caso, sólo estaba hecho a la medida de mi imaginación en su verdad objetiva. Desde que supe de los encantos de su culo nunca más volví a faltar a mis citas que eran numerosas debido a mi paranoia; e incluso a veces llamaba por cosas innecesarias cuando no insignificantes e inexistentes y acosaba con quejidos y mentirillas a la chica que me contestaba el teléfono con el fin de que me diera una cita el mismo día o al día siguiente. Siempre lo conseguía. Era tan convincente que yo mismo llegué a creerme que estaba enfermo y que necesitaba atención urgente. Y no crean que estaba loco, porque esto es algo que les sucede a todos los que les tocó vivir es esta sociedad de tantas necesidades innecesarias.

Cuando llegaba mi turno y ella me buscaba con sus ojos en el montón y pronunciaba mi nombre, yo sentía que volvía a nacer; que era un hombre nuevo, ideal. La seguía hasta el consultorio poseído y fiel a su culo tan suyo, tan único e inimitable. Ella me dejaba allí no sin antes mirarme a los ojos y yo me quedaba como saboreando en mis adentros las delicias de otro mundo. Poco a poco la fui convirtiendo en mi mente, en mi imaginación y en mis ojos en mi única medicina… si alguna vez hubiera tenido la oportunidad de tenerla entre mis brazos desnuda y su culo en mis manos, podría haber dicho que había conseguido entender la eternidad y el sentido último de la vida.

Ella me llamaba pronunciando mi nombre extranjero de una forma tan especial, y como preguntándome en silencio si lo había hecho bien, y la sonrisa se le agrandaba en los labios tanto que parecía que su rostro no le era suficiente… que su sonrisa, aparte de su culo, era todo cuanto tenía… y era que su forma de sonreír se le desbordaba por todas partes como una medicina sagrada. Su sonrisa igual que su culo era como un vino que todo lo puede; incluso levantar a los muertos de una muerte prolongada y del olvido. Y otra vez la seguía por los pasillos cada vez más enamorado de su culo que se movía como invitándome a su delicia, hasta que otra vez llegaba al consultorio que se me había asignado… otra vez a tiempo porque mis manos desobedientes parecían abandonarme y agarrarse a la perfección de su bola divina que parecía responder a mi necesidad sin darse cuenta… y ahí me quedaba todavía con su culo en mis pupilas como si todo lo demás hubiese desaparecido y sólo su culo fuera la única realidad existente y el consultorio y los pacientes y el mundo entero solo copias innecesarias de otra realidad aún menos necesaria. Copias ya desparecidas para siempre. Errores platónicos.

El médico llegaba y toda la parafernalia médica terminaba antes que yo me diera cuenta. Qué importaban sus disquisiciones seudo-científicas y sus consejos casi religiosos y sus pruebas innecesarias. Mientras la chica de la ventanilla estuviera ahí en el lugar de la felicidad, mi salud estaba asegurada y remachada… a prueba de cualquier fuego… del azar y del destino.

Ustedes tendrán que perdonarme que insista, pero tengo que volver a decirles que el culo de la chica de la ventanilla era todo para mí. -Soy de esas personas que con frecuencia me gusta compartir mi felicidad-. Después de todo, la felicidad no es pan de todos los días-. Y eso que mi mujer tenía igualmente uno de esos culos maravillosos que sólo se dan como los genios cada dos o tres siglos. La otra cosa es que siempre desde que era niño he tenido una debilidad visceral por los culos. Con ellos siempre me ha ido bien y ellos me han enseñado que la felicidad es posible y que sólo se trata de darnos una oportunidad.

Así que debido a este regalo de la naturaleza, a este estado de perfección hecho carne y placer que exigen unas buenas caderas, durante mis primeras citas nunca me percaté de lo que había en las paredes de los pasillos y los cuartos donde se llevaba a cabo la consulta. Del culo de mi mujer que tenía para mi sin limitaciones de ningún tipo, iba al culo de la chica, y de este de vuelta al de mi mujer y así sucesivamente como si de una ecuación a la n potencia se tratara… y el médico y la realidad objetiva no eran para mi más que un capricho necesario para poder seguir alimentando mi verdadera necesidad. Solamente cosas remotas desparecidas en la delicia de un culo que se había convertido para mí en una verdad que todo lo puede sin pedir nada a cambio.

El día señalado por el médico para adentrarse más a fondo con su conocimiento y sus instrumentos de tortura en el secreto de mis desavenencias, este se tomó más del tiempo acostumbrado, dejándome casi huérfano en su consultorio, y el culo de mis sueños desapareció por un momento de mis pupilas, sin que yo supiera por qué, permitiéndome que mis ojos comenzaran a divagar por las paredes del consultorio. Ustedes no se imaginan la sorpresa. Por todas partes había fotografías en las paredes y yo, tan devoto de mi culo, no me había dado cuenta. ¿Cómo era posible que no lo hubiera notado antes? Eran tantas que me pareció extraño que no las hubiera visto el día de mi primera cita. Les confieso que ese día sentí cierto temor y por momento tuve escalofríos.

Fotografías en blanco y negro, o a todo color de retretes de todas las épocas. E incluso algunos de esos retretes eran pinturas de mal gusto. Los estilos y tamaños y formas eran casi infinitos. Digo infinitos porque había tantas que uno no podía contarlas sin perderse como cuando niños queremos contar las estrellas. Las paredes, literalmente, habían desaparecido casi completamente devoradas por las fotos. De unos –los más modernos- se podía ver todo; de otros solamente cuatro paredes con sus puertas y un candado, unas veces grande y pesado como la mala conciencia o el odio. Sin que me diera cuenta el culo de la chica de la ventanilla, e incluso el de mi mujer que seguía deleitando de forma objetiva mis manos y mis labios por encima de mis sueños pospuestos, se hicieron poco a poco a un lado y las fotografías se fueron inundando dentro de mí como una maldición inevitable.

Como ocurría antes -para poder ver el culo de la chica de la ventanilla-, fui muchas veces al consultorio inventándome citas innecesarias, solo para poder ver con más detenimiento y en detalle las fotos de los retretes que día a día parecían crecer en cantidad y en forma, o reproducirse y distorsionarse sin límites como una plaga endemoniada. Empecé de repente a sentir cierto desespero y un mal sabor en la boca. Cada vez que podía o me era inevitable, me concentraba entonces en el culo de la chica de la ventanilla y le agarraba simultáneamente el de mi mujer hasta hacerla gritar -no le disgustaba para nada- intentando matar el hechizo, pero los retretes acudían a mi mente, nítidos y reiterativos, como una verdad que ya nadie puede evitar. Muchas noches tuve miedo de que mi mujer y mis hijas se enteraran, así que salía a caminar cada vez que mi percepción era más intensa.

El miedo que había aumentado sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo, poco a poco se me convirtió en desasosiego y este, posteriormente, en flashes de horror. Al desespero y al mal sabor en la boca se sumó un olor a mierda que se diversificaba cada día más, pegándose al ritmo de mi respiración y a los latidos de mi corazón y a la abundancia de mis manos y de mis sueños. No podía de ninguna forma evitar seguir contando fotografías de retretes –aunque hacía hasta lo imposible para evitarlo- ; y el olor a mierda estaba tan cerca que sin darme cuenta acabé con todos los frascos de perfume que había en la casa, incluyendo los de mi mujer. Tampoco podía evitar, aunque lo deseaba con todas mis fuerzas, llamar para pedir más citas y acudir a ellas a pesar de las miles de disculpas que a mí mismo me daba. Si darme cuenta ahí estaba en el consultorio contando retretes y lo más triste era que me había olvidado del culo de la chica de la ventanilla.

Desde que llegaba a la sala de espera y un poco antes todo olía a mierda. Abría la puerta del coche y ya estaba ahí recibiéndome el olor a mierda. Las pinturas de los caballos de mal gusto que adornaban la sala de espera apestaban a una mierda con tintes de eternidad… las enfermeras y los pacientes exhalaban un vapor mortífero a excrementos que hacían temblar de espanto hasta los objetos inanimados. Todo olía a mierda hasta las cosas más pequeñas e inútiles del consultorio. Los médicos, y el mío en particular, sudaban mierda y cada vez que abrían la boca les salía un olor a mierda que helaba hasta lo más perdido de la imaginación y la memoria. No sé si nadie se había dado cuenta de lo que acontecía, o simplemente ya se habían acostumbrado a tal estado de cosas, pero todos actuaban como si para ellos el olor cada vez más penetrante e insistente fuera algo normal e incluso una entidad necesaria.

Sin embargo algo raro pasaba. No me di cuenta al principio, pero no me tardó mucho tiempo el notarlo. La chica de la ventanilla olía exquisito. Solo ella parecía estar curada contra tal iniquidad. Ella era la única que flotaba ilesa en ese mar de pestilencia sin ser tocada por tal desgracia. Olía a perfume. Un perfume que, aunque lo intenté de mil maneras, no pude reconocer. Y lo más extraño era que ese olor delicioso y único le venía del culo. Le salía directamente del ojo del culo. No era necesario tener la nariz pegada a él para saberlo o para comprobarlo. Era obvio. Era absolutamente cierto, como saber que el agua moja si metes el dedo, que ese olor delicioso le salía directamente y sin ningún inconveniente de la raja que conduce al hueco que conduce a lo que llamamos culo y para evitar confusiones, ano o esfínter u ojete.

La última vez que estuve en el consultorio ante la indiferencia de los médicos y las enfermeras y técnicos y pacientes que nada hacían para enterarse de los hechos y poder cambiar el curso de la realidad, ya no pude soportar más tanta indiferencia y salté por encima de la ventanilla y tomé a la chica de la mano y ante la mirada indiferente de todos la arrastré hasta la calle. Ella con una sonrisa delicada en los labios se dejó arrastrar como si por mucho tiempo hubiera estado esperando que hiciera lo que finalmente me había atrevido a hacer sin que hubiera tenido que pensarlo antes. La arrastré deliciosamente por las calles cada vez más enamorado del olor enriquecido y eficaz que le salía del culo hasta que nos perdimos en un lugar que ya no recuerdo y que ya no quiero recordar… Solo recuerdo que allí supe que el tiempo no existe y que las cosas verdaderas de este mundo, o al menos las que valen la pena, no entran por los ojos sino por la nariz.

Me desperté cuando todavía las luces del amanecer no lo habían hecho y en mis manos, -agarradas con fuerza al culo de mi mujer que gozaba insistente y devota cada vez que mis uñas se le clavaban en su piel deliciosa y blanca-… ya no quedaba ningún resto del olor nauseabundo que las había confundido por tanto tiempo. Dejé por un momento el culo de mi mujer que seguía dando tumbos en la cama delicioso y sutil, y me las llevé a la nariz y respiré largamente el olor que expedían como si se tratara de salir de una pesadilla. Olían a mi mujer. Al olor delicioso que exudaba todo su cuerpo cuando estaba excitada y especialmente cuando quería que yo me perdiera en mi fidelidad jugando con su culo.

Se trataba de reconocerme, de saber que estaba aún vivo; de darle en silencio las gracias a la chica de la ventanilla que me había salvado de aquel naufragio de heces y de indiferencia. El olor a mi mujer era inconfundible; pero ese olor que me había endulzado por tanto tiempo la vida y mis noches en vela y mis desatinos, poco a poco, en la medida en que yo aguzaba más el olfato enamorado de tanta felicidad, daba paso al olor de la chica de la ventanilla. Pensé que era una equivocación, pero para mi felicidad no estaba equivocado. Mis manos olían a ella. Su olor igualmente era inconfundible. Yo que por tanto tiempo había cosechado su culo en mis pupilas y en mis sueños no me podía equivocar. Su olor era su olor en medio de todos los olores del mundo; solo que no pude recordar su rostro.

Todo esto fue más que suficiente para no visitar más al urólogo. Como se los dije al principio, un médico muy prestigioso en su campo. Desde ese día bienaventurado y sin el universo de retretes en mi imaginación y en mis manos, me he dedicado religiosamente a escribirle poemas al culo. Y mi mujer sigue más contenta que nunca. Y presume de ser mi modelo, como presume la modelo de un escultor. Pues aparte de mis delirios y de mis manos también le gusta la buena literatura. Así que la felicidad le viene por partida doble.
A mí también.


Acronopismos y otras delicatesen Cronopio es una columna de opinión de temas variados, y de relatos, de Manuel Cortés Castañeda, para Revista Cronopio.
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* Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj-Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

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