«Lastimosamente, esta convocatoria no va a cambiar ni un milímetro la intransigencia gubernamental, enroscados sus representantes a la silla presidencial con más fuerza en tanto la oposición haga un mayor despliegue de la suya. Visto lo visto, algunos hasta andan pidiendo la mediación papal pero, tal como están las cosas, ni que bajara el mismo Santísimo habría consenso, entre dos países enfrentados desde hace lustros dentro de esta nación de infortunios».
Un motorizado zigzagueando entre los carros le dio un golpe al suyo y la miró con odio contenido mientras seguía de largo. Ana Cristina tuvo ahí una revelación, pues comprendió que los niveles de resentimiento, azuzados desde el palacio presidencial, hacían ya imposible diálogo alguno al haberse perdido el respeto hacia el otro. Si bien algunos contingentes heroicos de lado y lado, buscaban revertir esta tendencia desplegando comprensión y deseo de reconciliación, muy a pesar incluso de ellos mismos, ante el lúgubre cariz que habían tomado los acontecimientos patrios, a partir de la caída de la renta petrolera y el continuo desabastecimiento.
Con el ambiente político tan al rojo vivo y la calle hirviendo, dada la peligrosidad del hampa y de los ciudadanos mismos, Caracas había involucionado hasta las tensiones, pugnas y belicosidades de siglos anteriores que, se pensaba, las últimas décadas del XX habían logrado apaciguar. «Otro espejismo», razonó ahí ella, calculando la magnitud de las pérdidas con respecto a la seguridad, el poder adquisitivo y la capacidad de conservación y restauración del mapa urbano, que hacían prácticamente épicas las salidas de casa. Ello, incuestionablemente, siempre y cuando se realizaran antes de que llegara la noche, porque entonces sí que la incertidumbre de volver vivos a casa aumentaba exponencialmente.
Ana Cristina había adoptado con sus relaciones la susodicha estrategia a fin de poder seguir poniendo un pie fuera del portal. Socializaba, pues, con luz natural únicamente y se replegaba tan pronto caía el sol. Por eso los encuentros con Troy giraban en torno a matinés y vespertinas, haciéndolos aún más conspicuos; lo cual la tenía algo mortificada, no fuera que algún desaprensivo conocido la identificara públicamente, rompiéndose el frágil y ambiguo tejido que la pareja había esparcido sobre sus excelsos retozos.
Un mensaje de texto del galán le entró finalmente, donde le decía que no había podido llegar al hotel porque el menor de sus hijos estaba con una pierna rota en la Clínica Ávila, tras chocar su moto contra un auto que se dio a la fuga. Al menos al muchacho no le pasó nada grave y esperaban dar pronto con el conductor de la camioneta blindada, según informó un testigo, que vieron subir a toda velocidad por la Avenida Principal de la Castellana cuando rozó apenas la moto pues, de lo contrario, el joven estaría ahora en la morgue.
Ana Cristina se desvió con intención de ir a la clínica pero se contuvo, ya que la madre, hermanos y amigos cercanos estarían seguramente montando guardia frente a la puerta del cuarto. Ella, aunque se cruzaba ocasionalmente con aquella, no tenía amistad alguna, si bien había estudiado junto a Laurita en el Merici. Pero, a diferencia de esta, se había ajustado perfectamente al molde educativo, impartido por las monjas ursulinas, rechazando consecuentemente a todo aquel que hubiera osado advertirle de las infidelidades de Troy.
No que no lo sospechara, pero así evitaba reconocer abiertamente una situación, cuya única solución habría sido un divorcio al cual nunca habría consentido. Prefería mantener el estatus de dueña de casa y conyugue ejemplar, porque el de mujer descasada iba en contra de su naturaleza. Además, así conservaba su posición dentro del reducido círculo social donde se movía, habiendo casado ya a la mayor con uno de los pilares del mismo. El varón, sin embargo, parecía destinado a seguir los pasos de su progenitor: rebelde, voluble, despreocupado y picaflor.
Ana Cristina decidió entonces poner rumbo a casa de Laurita, quien en sus elásticas tardes siempre tenía un rato para conversar con las íntimas. Esta, a diferencia de la mayoría de ellas, se sentía venturosamente casada con quien le había resultado fiel. Y como no habían tenido hijos, vivían consagrados el uno al otro, compartiendo sus destinos sin los desasosiegos propios de tantas parejas conocidas.
Tampoco se veían obligados a convivir cual si de dos extraños se tratara, no. Laurita y su marido salían, viajaban y se divertían juntos, atrayendo hacia su entorno a damas menos afortunadas buscando un modelo a seguir o, al menos, curiosas por desentrañar el secreto de aquel éxito. Ella, críptica, recomendaba «sinceridad y diálogo» a fin de subsanar errores, malentendidos y faltas porque «errar es de humanos y arrepentirse de sabios», agregaba con un pícaro mohín, cuando alguna amiga se desesperaba y quería lanzar su matrimonio por la borda.
La cantarina voz de Laurita se escuchó por el intercomunicador y Ana Cristina abrió la reja, sintiéndose algo agitada dado lo inesperado del suceso donde se había estatizado su tarde. Al entrar, le sorprendió un grato olor a incienso, que la amiga siempre ponía cuando se disponía a realizar sus ejercicios de yoga. Como ya había terminado, la convidó a sentarse y relajarse, mientras ponía a hervir agua para el té y traía unos minúsculos dulces sin azúcar, perfectos para acompañar el sabor algo amargo de la bebida. Repasando la sosegada decoración de la sala, Ana Cristina se tranquilizó finalmente. Aquí podía dejar atrás el drama nacional, el caos urbano; las ansiedades y miedos de no saber, no tener, no encontrar, no lograr asfixiando al país y consumiendo a la gente que, desmejorada, demacrada, enflaquecida circulaba aturdida a la espera del milagro salvador. De hecho las iglesias, y no solo aquella que fue testigo de sus intimaciones juveniles, volvían a estar llenas de feligreses pidiéndole a vírgenes y santos una señal, conducente a disolver la interminable pesadilla donde se hallaban sumergidos todos, pese a que algunos privilegiados, entre los cuales se contaban ellas, lo tuvieran menos trágico.
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Felicitas Kort
31 de Mayo, 2018
Siempre que leo o escucho a Alejandro Varderi me ubica al instante en imagen y diálogo a la Caracas que amo- mi ciudad – otrora plena de décadas de placer que finalizan en interminables períodos de zozobra, impotencia, duelo.
Percibo y siento sus personajes cual si me estuvieran hablando y saboreo el lenguaje tan nuestro que me transporta al aquí y ahora de esa endemoniada continua e ineludible
tragedia de la Venezuela que desaparece día a día frente a nosotros y colándose entre nuestras manos con un fatalismo absolutamente anormal : «¡No hay nada que se pueda hacer!»
¿Describirá Alejandro con su natural maestría como los protagonistas y una comunidad que sí pueden ejecutar cambios para reconstruir nuestro país no lo hacen porque ….?
Mientras iba leyendo este apetecible entremés de tu novela escuchaba tu propia voz, Alejandro, recitándolo en voz alta como en aquellas otras ocasiones en que pudimos oirte en nuestra pequeña galería, presentando tus anteriores obras.
Un placer, antes como ahora.
Ha sido un verdadero placer leer este fragmento de novela de Alejandro, una persona que admiro tanto. Ver esa sutil ironía en la que retrata esos personajes que claman por el país de antes, donde las formas tienen más peso que lo profundo, donde la situación país es sólo un ruido que por momentos desencaja una tranquilidad que hasta ahora parece artificial. Un pais dividido entre el grito de quienes solo saben nsobrevivir y el artificio de quienes se adaptan para que nada los afecte.