ANAMARÍA
Por Diego Alfonso Landinez Guio*
«Amar a una mujer es amar el sueño
que el corazón ha hecho de ella;
y tu sueño se ha desvanecido».
(José María Vargas Vila)
I
Ernesto era un hombre feliz. Nunca, desde que tenía uso de razón, había sufrido algún tipo de necesidad. La incertidumbre y la esperanza eran para él algo tan poco conocido como la pobreza y el lastre del dolor. Se dedicó a la física por rebeldía. Los negocios no eran lo suyo y quería entender el mundo de la manera más simple posible. Los enigmas eran su pasión, porque pensaba que no existían problemas sin solución, sino perspectivas equivocadas que desenfocaban la búsqueda de la verdad.
El día que conoció a Anamaría, pensó que por fin había encontrado un enigma digno de su inteligencia. Había algo en ella que lo atraía y que no podía explicar, pues las respuestas que reducían su deseo a un estricto impulso instintivo no parecían aplicarse a este caso en particular, pese a ser una respuesta perfectamente razonable en todos los demás. Nunca antes un problema lo había dejado perplejo. Su razón se hallaba errante en un torbellino de sensaciones que lo llevaron a la única y apabullante conclusión de que la amaba. Ernesto no sabía con exactitud qué lo atraía de ella, pero era capaz de percibir detalles que para otros eran invisibles o, a lo sumo, superficiales. Cuando la vio caminar hacia él por primera vez, se dio cuenta de que jamás había notado, hasta ese momento, los pliegues de los labios al dibujar una sonrisa. Era un espectáculo incomparable con cualquier cosa que hubiera visto y se sintió fascinado de inmediato.
Su gesto confiado, el timbre musical de su voz, los miles de detalles que delineaban una unidad perfecta y su carisma, causaban una potente impresión y hacían imposible permanecer indiferente ante la presencia de Anamaría. Al menos, tal era la sensación del atónito observador y la forma en que podía explicar tal efecto. Sin duda, se sentía víctima de los designios inescrutables de la pasión y su fuego eterno, fuego alimentado por la cercanía cada vez más estrecha entre ella y él.
¿Quién puede detener lo irrefrenable? Cuando el cuerpo alcanza su mayor estado inasible por cuenta del deseo, el choque eléctrico de la piel produce una descarga que arrasa con la frialdad de toda reflexión y con la intromisión impertinente de la realidad. El encuentro de los amantes construye una soledad que destroza toda idea de tiempo y desgarra hasta las creencias más sólidas; en él se gesta una tempestuosa incertidumbre más sacra y más malvada que todo bien y todo mal. No, los amantes no se hacen uno, se despedazan en millares de estremecimientos y espasmos turbulentos que recorren la masa amorfa de sus miembros entrelazados. Y en el punto culminante de esta marea, el amor se instala en la carne y en los huesos, sellando con sangre la profundidad de una herida incurable.
Quizá no todo es tan razonable como se cree y el sentido, esa terrible necesidad humana, está más en los excesos que en la prudencia. Pero era inútil divagar con la razón, pues Anamaría había trastocado la vida de Ernesto, y con el tiempo se apoderó de él la idea de que por ella nada volvería a ser igual, pese a que tenía plena conciencia de que depender tanto de alguien podía terminar en mucho más que un corazón roto. Aun así, y como un Werther enamorado, se abandonó a los desvaríos de la pasión, gozó de sus efluvios tóxicos y pagó el precio de su felicidad, pues quien no es señor de sus pasiones está condenado a ser su esclavo. Desoyó la sabiduría de los maestros de la vieja virtud, cuyo discurso conocía demasiado bien para su propia conveniencia, aquella que insistía en que perder el control de los placeres era perderse a sí mismo, que si deseaba a una mujer debía enseñorearse de su placer y no caer en su encanto seductor. No hay términos medios: se es libre en el amor o se es prisionero del placer. La única alternativa es la muerte.
II
Más pronto de lo que esperaba, se apoderó de Ernesto la pesadumbre y la desesperación. Empezó a sentir el reverso de la felicidad. Era inevitable. La comodidad de los placeres mediocres le habrían conducido por el camino de tristezas nimias. Las grandes apuestas, en cambio, le deparaban pérdidas irreparables. No se puede ser en la vida impunemente feliz y más cuando de ello depende el amor de una mujer. Sin siquiera darse cuenta, se perdió para sí mismo. Estaba seguro de que era él quien amaba, quien temía perder, por lo que no vaciló en rendirse a la voluntad femenina. Anamaría era la dueña de sus pasiones, de sus tristezas, de su cuerpo y de su mente, y por eso ya no era interesante para ella.
Llegó el día temido. En la mitad exacta del año, Anamaría desapareció. Antes de partir, deslizó un beso traicionero sobre la mejilla de su amante y lo clavó a su ausencia. Por dos días Ernesto descendió al infierno y solo al tercero resucitó. Pero él ya no tenía salvación, como una presa que espera acorralada a ser devorada por las hienas. Cuando la vio de nuevo, notó una seriedad de sepultura. Su voz fue la losa fúnebre que lo separaba de un afecto ya muerto. Él la abrazó como se abraza a un hielo y ella apresuró un movimiento brusco, al tiempo que susurró una sola palabra: «adiós».
El mundo entero le dio vueltas y sus rodillas golpearon el suelo. Lo último que vio fue la frialdad en la expresión de Anamaría. Temblando, con amargura y con rabia, pensó en ella como una gárgola, fría, pétrea, monstruosa, y se desvaneció a los pies de su amada. Su obsesión y su dolor se habían mezclado con una agonía física, sin percatarse por entero de ello. Anamaría había clavado un puñal en su pecho. La hemorragia acabó con su vida.
III
Vargas Vila dijo una vez que si faltaba la dignidad o si la infamia convertía en impotencia al amor, un hombre debía matar a su amante: «Mátala o mátate. He ahí el dilema». Y Ernesto lo sabía de memoria. Conocía sus palabras y estaba seguro de que tal era su disyuntiva. Pero solo Anamaría las comprendió. Ella sabía también que si no era dueña de sí, terminaría como esclava de otro y que solo había una alternativa. Entre morir ella o ser esclava de sus pasiones, decidió algo distinto: asestar el golpe letal.
Ernesto lo comprendió todo tarde: desde que conoció a Anamaría no había sido más que un alma en pena.
SENTENCIA
Abro los ojos. Despierto con el sabor a cigarrillo y alcohol con el que nacen los domingos. La memoria regresa, mientras la habitación intenta detenerse. Pero dudo que eso sea posible en el estado en que me encuentro. Como de costumbre, no recuerdo cómo terminé aquí. Solo después de un rato empiezo a reconocer en dónde estoy.
Ahí está ella, desnuda. ¡Maldita sea! ¡Volví a buscarla! Recaigo como un drogadicto en abstinencia. No puedo evitarlo. Me atrae y me domina sin darme cuenta.
Me levanto tan mecánicamente como llegué. Salgo en silencio. Aunque sé que jamás podré irme.
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* Diego Alfonso Landínez Guio estudió filosofía en la Universidad Libre, historia y maestría en filosofía en la Universidad Nacional de Colombia. Es docente de la Corporación Universitaria Minuto de Dios. Ha escrito artículos de opinión para medios digitales y publicado artículos académicos como «Resistiendo al control», «La superación del nihilismo en la búsqueda del eterno retorno» y «Libertad: un efecto ético de la literatura». En la búsqueda de nuevos horizontes expresivos ha experimentado con la narrativa, de lo cual ha resultado la publicación de uno de sus cuentos: «episodio psicótico».