Cronopio Leído

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ANATOLE FRANCE Y SUS DIOSES SEDIENTOS O ESOS MONSTRUOS QUE PODRÍAMOS SER NOSOTROS.

Por Memo Ánjel

«Sería intolerable la vida si supiera uno lo que va a ocurrir».
(Anatole France. Los dioses tienen sed).

RESENTIMIENTO

Esta palabra encierra en sí un volver a sentir y, como ya no se vive el momento que propició el dolor si no otro que lo recuerda, a sentir de manera más pesada e imaginaria. Se habla de resentirse cuando alguien se golpea y le quedan rastros del golpe (inflamaciones, heridas, músculos dolidos), y de resentido, al referirse a alguien que no se encuentra bien con relación a lo que pasa (a no ser reconocido o tenido en cuenta, por ejemplo) y en este estado ejerce la envidia o los deseos de vengarse, cuando no que todo se destruya y el objeto del deseo desaparezca, igual que pasa con la represión.

Los resentimientos se deben a muchas cosas: una palabra mal entendida, algo no esperado, un deseo frustrado, un desprecio. Y en esto que pasa, la imaginación pone su parte y en ocasiones la amplía hasta convertirla en obsesión y en un entramado de ganas de hacer daño, si no en el sujeto que creó el resentimiento, en otros que se le parecen y están en condiciones de debilidad, fragilidad, sumisión o simplemente no pueden responder.

Cuando el resentimiento es emocional (está plagado de imaginarios), aparecen en el resentido toda clase de fantasmas que se alimentan con conjeturas, búsquedas de culpables y deseos atroces que se manifiestan de manera imprecisa o, si logra un poco de poder (los micro–poderes de los que habla Michel Foucault), con actos que llevan a la sevicia, la tortura (así sea ésta moral) y la humillación. Esto sucede a diario con personas que descargan en otras, las más cercanas por lo común, su malestar emocional. Pasa en las casas, entre las parejas, en las empresas, en las instituciones, en el ejercicio de los gobiernos y hasta en los salones del colegio. Basta un poco de autoridad para que el resentido se sienta en disposición a desahogarse en otro que considere culpable, sea valiéndose de normas legales o de algún pretexto que considere válido.

Y para resentirse basta no alcanzar metas, estar mal económicamente, sentirse intelectualmente escaso o ver que el sujeto de deseo se va con otro o ejerce el rechazo. Al no llegar donde queremos, al frustrarnos por no reconocer la realidad sino estar aferrados a sueños y fantasías que propicia el ego, el resentimiento nos convierte en caldo de cultivo para ejecutar lo que nunca se nos hubiera ocurrido hacer. Basta un permiso, estar en un cargo en que otros se someten a nuestros criterios, tener la oportunidad de un chivo emisario o hacer parte de una masa que grita, insulta y se desborda.

Los totalitarismos lo han entendido bien. Crean una masa (primero cerrada, en la que solo unos escogidos pertenecen a ella) y luego una abierta, a la que se le muestra el culpable de todos sus males. Y alineándolos y alienándolos (la mentira es efectiva en estos casos), las personas de la masa, reclutadas entre los que no están bien, se envilecen. Elías Canetti, en Masa y poder, es claro en esto. Y también lo fueron los hombres como Maximiliano Robespierre, que pedía la muerte y a la vez la existencia de D’s, en esto que se llamó el Régimen del Terror, en la Revolución Francesa (1789-1814, incluyendo a Napoleón Bonaparte, como dice George Rudé).

UNA LECTURA DE LA REVOLUCIÓN

Anatole France (Premio Nobel de Literatura 1921), se interesó en la Revolución Francesa y escribió un libro, Los dioses tienen sed, donde se hace una gran pregunta: ¿puede un hombre decente, bien criado, solidario con los demás y dedicado a las artes, convertirse en un monstruo que, al tener poder sobre la vida y la muerte, no busque más que esparcir el terror, alimentar la guillotina con cientos de personas de todas las clases y condiciones, y a la vez enamorar a una mujer con su crueldad? Si ese personaje (Evaristo Gamelin), tiene resentimientos es posible. Los resentimientos (pequeños odios a quienes no le admiten sus pinturas), su timidez delante de las mujeres (al fin logra que una lo ame, Elodia, pero esta ha tenido antes un amante) y la pobreza en la que vive sostenido por su madre, le han creado un sueño inconsciente: ser poderoso para vengar los desprecios a su arte y encontrar al primer enamorado de su novia para ajustarle cuentas. Y Evaristo Gamelin lo logra: una ex-aristócrata, que se mueve entre burgueses necesarios a la revolución (los que compran e invierten, los que abastecen al ejército y corrompen funcionarios), lo hace nombrar juez en el Comité de Salud Pública (purificador de los viejos vicios sociales). Y desde este puesto ya tiene claro lo que dice Juan Jacobo Rousseau: hay que dejar funcionar a la naturaleza, esta no se equivoca. Y la naturaleza, que es un pacto entre la creación y por eso funciona, debe tomarse como modelo para el pacto social que exige libertad, igualdad y fraternidad, al que no tienen derecho los conspiradores, los traidores, los que mantienen vivos los viejos vicios y no se ajustan a la diosa Razón. La revolución lo ha cambiado todo, hasta el nombre de los meses que ya no son mayo ni agosto sino vendimiario, brumario, frimario, nivoso, etc., siguiendo los climas, la siembra y la recolección de las cosechas, los tiempos de la sequía y de las lluvias.

Toda revolución es un cambio total de paradigmas y en esto se diferencia de los movimientos sociales que solo son presiones al Estado. Y en la Revolución Francesa, para que el cambio se dé, primero hay que hacer correr sangre y criar miedos entre los ciudadanos, para que ellos mismos se vigilen y denuncien. Esta es la tesis de Maximiliano Robespierre, que reclamando la muerte intenta crear una nueva religión. Así, los jueces y jurados que están dentro del sistema de los jacobinos (ya los girondinos fueron guillotinados por presunta sublevación y traición a los principios revolucionarios), decretan la muerte a pobres y ricos que estén contra las leyes y la ideología. Y cualquier motivo es criminal, pues lo que se trata es de dar ejemplo. Y esto le gusta a Evaristo Gamelin, pues debe demostrar que es un hombre nuevo y limpio de cualquier corrupción. Y lo demuestra haciendo guillotinar a su cuñado, a la mujer que lo hizo nombrar juez y a un vecino, Mauricio Brotteaux, que es ateo, ayuda a todo el mundo y solo lee a Lucrecio, el autor latino de De la naturaleza de las cosas, donde todo es como es y fluye como debe fluir, incluso lo perverso.

Y en esta revolución, donde el Régimen del Terror llevó a matar y a pedir la muerte (de tanto matar, la gente se dejó a la muerte), terminan muriendo Robespierre (al que guillotinaron luego de partirle el mentón de un disparo) y Evaristo Gamelin, condenados por traición a la patria, posibilidad de soborno y conspiración, por los termidorianos y sans culottes, gente armada y dispuesta a todo. En la tesis de Anatole France, al poder revolucionario lo termina devorando la propia revolución. Y al lado de la revolución, los que no están comprometidos con la política, se las inventan para seguir la vida: las mujeres viejas quejándose del precio de los alimentos y los racionamientos de carne, trigo, velas y jabón, las muchachas atentas a la moda y sus amigos, los pudientes yendo a los restaurantes o de paseo, las madres amamantando a los hijos, los artesanos haciendo sus oficios. Pareciera que al lado del miedo la vida sigue, que la ignorancia sobre lo que pasa da tranquilidad y la mentira, felicidad. La vida sigue, eso también lo tenían claro Rousseau y Lucrecio, y la banalidad del mal (propiciada por la vanidad y la codicia), teorizada por Hanna Arendt, ya era pan diario en la Revolución que creó (o al menos fundamentó) los Derechos Humanos.

ANATOLE FRANCE

Jacobo Anatolio Thibault nació en París en 1844 y murió en su casa, cerca de Tours, en 1924. Y en sus ochenta años, se convirtió en el escritor de prosa fluida y clara, sarcástica y cínica, más famoso de Francia, lo que le valió los odios de los surrealistas y escritores que buscaban alguna notoriedad. Buen conocedor de las costumbres (la magia, las prédicas, la política, la industria, el corazón humano), Anatole France fue despreciado por unos, apoyado por otros. Admiró a Epicuro y escribió sobre su Jardín, investigó la historia (a él le debemos la información sobre los inicios del antisemitismo en Roma), reflexionó la ciencia y la condición humana desde los fanatismos y las libertades, los ángeles que se vuelven demonios y la imposibilidad de cambiar teniendo el previo de una historia a la que nos aferramos porque nos da miedo saltar al otro lado. Ya, en su novela Los dioses tienen sed, prefigura el nazismo, el estalinismo, el macartismo (mundos de la delación y el terrorismo de Estado, la humillación y la muerte como objetivo) y todos los horrores a los que lleva el resentimiento cuando este accede al poder. Pero también, en la misma novela, habla de la vida cotidiana, de la fe de algunos y el ateísmo de otros, del amor (eros–thánatos), la supervivencia de los que se adaptan a todo y ese no saber nada que mantienen a tantos en paz, siempre y cuando no salgan de su círculo ni ejerzan la codicia, que a fin de cuentas es el peor de los males, el que deforma la realidad, la conciencia y el sabernos vivos.

Y en esto que es la sed de los dioses, Anatole France nos pone un aviso de alarma: todos llevamos dentro un monstruo dormido, alguien capaz de hacer lo peor cuando se crea enemigos y diablos, siente poder y tiene que renunciar a él, prefiriendo a veces la misma muerte. Y este monstruo, que se cría a punta de vanidad, envidia y rencor, tiene el tamaño del mal que la ocasión le brinda. Y es peor cuando vemos como inferior a otro.

Anatole France fue hijo de libreros, director de la biblioteca de la Asamblea Nacional, miembro de la Academia francesa y a su entierro fue una multitud nunca vista (con miles de flores y un impresionante desfile militar) ni siquiera en el sepelio de Víctor Hugo. Pero a un año de muerto, ya nadie lo recordaba, como dice Janet Flanner en su libro París fue ayer, 1925.1939. Anatole France habría estado de acuerdo con su olvido: después de la Revolución Francesa aparecieron los salones de baile, la cintura a la altura de los senos y los pantalones largos y estrechos en los hombres. Y muchos organilleros en los parques alegrando a los niños que comían barquillos con miel y a los enamorados que se juraban amor eterno, sabiendo poco nada de Lucrecio y de Rousseau. Un cínico el Anatole.

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* Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social–periodista, profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín–Colombia) y escritor. Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.

 

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