Cronopistmo

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ANATOMÍA DE CENTROAMÉRICA

Por Carlos Francisco Monge*

Quisiera hoy hablarles de Centroamérica, ese pequeño cinturón de tierra que desde las alturas parece unir dos grandes continentes. Los mapas escolares apenas le dan espacio en el globo terráqueo, puesto en una esquina del salón de clase. Es una estrecha zona que enlaza, por decirlo de algún modo, dos grandes masas continentales: Sudamérica y Norteamérica. Una unión física, que no histórica ni política. Centroamérica es eso: un cuello, un estrechamiento, un istmo, palabra inventada por los griegos, que tienen el suyo, el de Corinto, entre el Jónico y el Egeo. El nuestro lo bañan el Caribe y el Pacífico.

Centroamérica hoy día es un cúmulo de mitos, de encuentros y desencuentros, de armonías y ruidos, de historias confusas y como retorcidas por el destino. Es, para los periodistas de estos tiempos que corren, una caldera donde bullen crónicas del fracaso, monedas mugrientas, sueños desaliñados, éxodos desesperados y mil infortunios más. Un pasaje, además, de mercancías sin nombre, de sur a norte; una zona de paso, un istmo. Al poeta Neruda se le ocurrió ver en ella la «cintura» de América, y a esta como un cuerpo de mujer. Vaya ocurrencia.

La historia reciente no tiene por qué borrar o desconocer lo que ha sido la región desde que la tomaron, como una zona más de su expansión, los viejos conquistadores de ultramar, en el siglo xvi. Repasemos un poco una breve lección de geografía; como hicieron con nosotros, los centroamericanos, de pequeños en el aula escolar. Empecemos por el nombre: ¿América Central?, ¿Centroamérica? El primero en español que recibió esta región fue «Reino de Guatemala»; también se la denominó «Capitanía General de Guatemala», más por razones militares que administrativas. Durante mucho tiempo fue un territorio bajo la jurisdicción del Virreinato de Nueva España (México). Tal fue su primer destino: quedar al mando de gobernadores, capitanes o virreyes. Por lo visto, también su segundo y su tercer destino, hasta hoy día.

Como casi todos los países hispanoamericanos, a principios del siglo xix aquel grupo de pequeñas naciones (que eran solo cinco «provincias») se independizó formalmente del dominio peninsular (España). Fue en 1821. Se confederaron, primero, como «Provincias Unidas del Centro de América», y luego se separaron en repúblicas: Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Solo dos de ellas conservaron nombres de sus lenguas originarias: Guatemala (sitio muy arbolado) y Nicaragua (lugar cercano al agua). Después se les unieron, más con criterios político-económicos que históricos, Panamá (independizada de Colombia en 1903) y Belice (desde 1981). Y todo el conjunto, como región geopolítica, ha adoptado por la costumbre el sintético Centroamérica. Casi a un día después de la independencia empezaron los forcejeos y zipizapes políticos; de aquellas primeras cinco provincias, algunas planearon anexarse al Imperio Mexicano (regido por Agustín de Iturbide); otras persistieron en su independencia; después siguieron movimientos que oscilaron entre la unión centroamericana o su separación. Esto último prevaleció, y hacia 1850 se consolidaron las provincias como repúblicas con autonomía, gobierno e independencia propios.

El siglo XX es asunto aparte, que apenas cabe aquí explicar. Formalmente las rigen constituciones de una democracia liberal. En los hechos, la historia de estos países (no la de todos, por fortuna) ha estado tachonada por golpes de Estado, períodos dictatoriales, asesinatos políticos, revueltas, insurrecciones, revoluciones disfuncionales y pervertidas, invasiones militares, contubernio entre gobernantes (de la oligarquía local) y la presión económica y política de las grandes potencias, corrupción por doquier, etc. Países en no poca medida sitiados por una historia construida por otros y desde fuera. Tal es su historia, tal es la mencionada caldera que el periodismo contemporáneo ve en la región.

Hay otra Centroamérica, oculta y desamparada, distinta a la descrita. Nació, probablemente, con la misma resistencia a la invasión imperial del siglo xvi. Es la Centroamérica de la palabra; con ella, la de una acción reivindicadora y tenaz. Desde la colonia nacieron pequeños periódicos (hojas sueltas incluso) que fueron para unos pocos espacio para la disidencia, para la crítica a los poderes públicos, para la denuncia y para la sátira. Otro día podríamos dedicarnos a hablar de las artes visuales, de la artesanía del barro o la madera, de la textilería ancestral, de los cantos y danzas, de la gastronomía. Durante más de dos siglos la palabra ha reclamado su lugar en la historia del istmo, en muy diversas manifestaciones: desde la crónica más realista y fidedigna hasta la imaginación lírica, simbólica y no menos certera; desde la novela ferozmente política hasta las representaciones teatrales que reinterpretan viejos mitos y leyendas. La palabra ha sido cosa distinta; con ella se crea, se inventa, se imagina. Es una alternativa a la realidad, no para suplantarla sino para reinventarla; para reinventarnos a nosotros mismos y con ello intentar nuevas y profundas transformaciones: las de la conciencia, con la cual afrontar los hechos y redimirlos.

Históricamente, a este puñado de países centroamericanos los han salvado sus palabras; no los gritos estridentes ni la ponzoña demagógica, sino el venero de la dignidad y el empeño de sobreponerse a las adversidades, naturales o históricas. No son pocos sus escritores que figuran entre lo más granado de las letras hispanoamericanas. Desde el siglo XIX, la determinación de unos arrojados cronistas, poetas y novelistas han puesto sus cuatro verdades a circular y han conseguido ser testimonio ejemplar y hasta, a su manera, agentes de cambio, si usamos la jerga de los sociólogos. La razón es simple: el silencio forzado es el verdadero caldo de cultivo para decir las cosas por su nombre. En Centroamérica, las palabras cunden como riadas, porque son los únicos espacios para la libertad. Su literatura, casi desde sus orígenes, como digo, se ha hecho cargo de desmentir el desparpajo de la demagogia, de la más soez mentira. Sobre todo, ha sido el antídoto de la claudicación.

En nuestros días, algo favorecidos por la industria editorial internacional, numerosos escritores gozan de espacio para ejercer su oficio, y para difundirlo con alguna eficacia. No siempre fue así, claro. La clandestinidad ha sido, hasta para las pequeñas empresas editoriales locales, una necesidad, cuando no un riesgo, financiero y político. Pero la globalización ha ejercido su influencia en dar a conocer más lo que se tiene por aquí. Entre novelistas y poetas, sobre todo, hay un buen número de eso que se entiende por autores de éxito (de ventas, claro), que aupados por los vientos favorables han hecho suyo el espacio que antes otros —más célebres quizá— también ocuparon muy orondos. Sus libros han alcanzado buenas ventas y los emporios editoriales de ultramar se han acercado a la región, en busca de opciones promisorias (casi al modo de los cazatalentos en el deporte profesional). No han faltado reconocimientos y premios internacionales prestigiosos, auténticas lanzaderas para la consolidación, si no en la historia literaria, en el mundo editorial.

Abundemos en esto, cronopios y cronopiófilos. Ya habrá ocasión, en nuevas entregas, de charlar más sobre lo que ocurre en esta cintura de América (¡ay, poeta!), que más tiene de historia que de anatomía.

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La presente columna, CronopIstmo, abordará temas centroamericanos a través de análisis y crónicas.

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* Carlos Francisco Monge (Costa Rica, 1951). Poeta y ensayista costarricense, con una extensa trayectoria como crítico literario y profesor de literaturas hispánicas. Es autor de una decena de libros de poesía, entre los que figuran títulos como La tinta extinta (1990), Enigmas de la imperfección (2002), Fábula umbría (2009), Poemas para una ciudad inerme (2009), El amanuense del barrio (2017) y Cuadernos a la intemperie (2018). Entre sus libros de ensayo están La imagen separada (1984), La rama de fresno (1999), Territorios y figuraciones (2009), y varias antologías de poesía costarricense contemporánea. Sus estudios sobre poesía hispanoamericana y española tratan problemas entre la textualidad literaria y sus entornos culturales, ideológicos e históricos. Además, ha publicado numerosos estudios especializados, en revistas académicas, y abundantes notas y artículos periodísticos sobre literatura, cultura e historia. En la actualidad forma parte de un equipo de trabajo, en su universidad, en un instituto para el estudio de literaturas regionales, con particular interés en la del istmo centroamericano.

 

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