COMPRENDER LA LITERATURA MEDIEVAL MÁS ALLÁ DE LOS PREJUICIOS
Por John Jaime Estrada González*
Estar en el siglo XXI, paradójicamente, no ha significado que se comprenda mejor la literatura medieval y en particular la castellana. Además de los problemas polisémicos y las discusiones en torno a la grafía particular de aquellas producciones, en las que abundan las corrupciones textuales; sin embargo, sigue permeándose una corriente fácil que, bajo el rótulo impreciso de postmodernismo, ha llegado a la conclusión de que no se puede conseguir una comprensión cabal de la obra literaria ya que el marco de heterogeneidad semántica que alcanza toda palabra es «variable y ondeante». Como si esto fuera poco, la ola hermenéutica, manipulada y mal entendida, ha servido para que bajo el criterio de la interpretación propia, cualquier lectura tenga acomodo. De allí entonces que la lectura se valide hoy en términos legales y se exhiba como un derecho (como tal, inalienable) a tener la lectura propia. ¿Cómo se objeta un estudiante cuando dice: «es mi propia interpretación»? Esa propiedad privada de la lectura y sus variables interpretativas dejan las obras en un terreno vagaroso que para nada facilita la compresión cabal de cualquier obra literaria. No deja de irritar que una obra de amplio contenido político y filosófico como el Libro de buen amor continúa llamando la atención sólo por el afanado gozo del arcipreste de «yacer con fembra placentera», algo tan malsonante en el «mundo secularizado» de hoy. Los críticos, partícipes de la genitalización que caracteriza el eros contemporáneo, encuentran la ocasión dorada para introducir el espectro que va de Lutero a Lacan. Con lo cual llenan «un hueco con otro hueco», tal como lo planteara Di Camillo.
La contraparte de lo que hemos planteado en el párrafo anterior, descansa en un sector muy mínimo de estudiosos que han ralentizado, hasta compartamentalizar, la aproximación a la literatura medieval castellana. En efecto, inscritos en el círculo de los llamados «anacrónicos medievalistas», las investigaciones y nuevos puntales para estudiar el mal llamado medioevo castellano, son materia de unos cuantos que se leen entre ellos mismos. Quienes acceden a sus investigaciones se encuentran con un trabajo peliagudo que a todas luces aumenta la sabia ignorancia y lleva a preguntarse, ¿qué sucede con todo lo que se ha hecho? ¿Dónde quedan los trabajos eruditos de Menéndez Pidal, Américo Castro o los hermanos Alonso? Los anteriores son sólo algunos de los que se siguen exudando en la historiografía medieval castellana. Ellos fueron nuestros maestros; las evidencias que exhibieron en sus investigaciones dejaron por mucho tiempo el panorama claro y así, por citar un solo ejemplo, el Libro del buen amor fue la versión castellana de Los cuentos de Canterbury y ¡por supuesto! Llegaron a plantear que era la versión castellana del Deccameron. Todo indicaba una línea paralela con las otras literaturas europeas. Pronto los manuales universitarios adhirieron el Poema de mio Cid, Los milagros de nuestra señora, el libro de Alexandre, etc., en una misma vertiente que veía los temas de la literatura como un inventario del cual todas las producciones europeas hicieron parte. Esa herencia del siglo XVIII sigue predominando. Apelando a una supuesta universalidad, creyeron explicar cómo una obra literaria o de arte en general, puede sobrevivir a las condiciones bajo las cuales se originó.
En las últimas décadas, no han faltado estudiosos que hayan hecho de la literatura medieval una manera de enfrentar a las instituciones y particularmente a la Iglesia. Estas interpretaciones, nutridas de los críticos protestantes estadounidenses y algunos marxistas europeos, quienes no se apoyan en los textos, sino en las investigaciones llevadas a cabo por el grupo de los Anales, han tenido amplia difusión. Pese a la novedad del acercamiento histórico, muestran su impropiedad al abordar la obra literaria como tal, con lo cual consiguen proyectar su única preocupación en establecer quién era el tipo de persona que se dedicaba a las letras y asimismo a qué sector social pertenecía y qué ocupación tenía. Lo peor es que desde allí entran a conjeturar si se trataba de un escritor contestatario o disidente para encontrar la veta que explique la obra.
Generalmente los historiadores tienen problemas (comprensibles) al tratar la lentura de las creencias religiosas medievales. El utillaje del que echan mano, prueba sus alcances sólo cuando se ven impelidos a rastrear cómo se fluidificaba la elaboración del saber metódico sistemático, filosofía-teología en aquellos siglos. Entra en escena Tomás de Aquino y con ello creen que está todo resuelto, tal como si estuvieran asistiendo al concilio de Trento muchos siglos después. Pero ¿quién podría comprender que el aquinate debutó cuando ya la sociedad y cultura cristiana llevaban más de mil años? Los asuntos teológicos, a fortiore, filosóficos, tuvieron que conducir la mirada hacia atrás. No como una actitud conservadora, sino más bien en la vía de nuevos derroteros; tal fue el caso del Aristóteles latino del que «tantas desgracias surgieron». En consecuencia para el cristianismo, la norma ha sido siempre la pureza mítica de sus orígenes.
Sobreseída la cultura oral por la escrita, el primer gran problema estuvo en la transmisibilidad de los textos, tal como lo podemos ver hoy con la ayuda de la ecdótica. En la longue durée, podemos apreciar el tránsito del estudioso individual en escuelas catedralicias y monasterios, al scriptorium o studium generale. El siguiente paso sería la mayor herencia de la mal llamada edad media: la universidad. Con ella el libro, de allí al «universo que algunos llaman biblioteca». De esta manera empieza a tomar el timón un universo de comunicaciones que funcionaba por textos. Pero la escritura presenta siempre la ambigüedad de ser subjetiva y comunicativa, por ello el control político encontró en ellos también los problemas que hoy amplían nuestra imaginación intelectual.
La mayoría de los críticos de la literatura siguen envolviendo en el rótulo de didácticas y moralistas muchas de las obras literarias medievales, subestiman su valor literario y su originalidad en relación con las producciones intelectuales. Es verdad que algunas obras sostienen el peso de ser también difusoras de principios; sin embargo, ellas abordan elementos filosóficos y teológicos que por evidencia son sociales y políticos. La historia de esas disciplinas no podría haber sido aséptica. Con mucho mérito, Gilson (gracias a él superamos el prejuicio del oscurantismo) escribió una historia de la filosofía en la cual el mundo estaba ausente.
En el terreno de la geografía histórica, es preciso tener en cuenta que para el comienzo del siglo IX no existía Castilla, para el año 1000 apenas se perfilaba como un modesto asentamiento del reino de León, pero al comienzo del siglo XIV era el más pujante de todos los reinos europeos; con lo cual el rey Alfonso, llamado «el Sabio», tuvo los suficientes medios económicos para tener su scriptorium. De allí que fuera el castellano la primera lengua escrita que dejó, por decirlo así, el latín como lengua oficial de la corona. De ello se desprende todo el poder ideológico y político que fue adquiriendo el reino de Castilla. En consecuencia, alrededor de la corte pudieron estar los escritores no religiosos que empezaron a escribir sus obras. Pero la escritura y confección de un libro implicaba un gasto enorme. Por lo tanto, el lector que quisiera hacerse a una copia debía incurrir en aquel. ¿Quién podía disponer de un libro? Mejor aún, ¿quiénes podían leer? De tales afirmaciones podemos colegir que se trataba de personas muy ricas, asociadas a la nobleza, al scriptorium o monjes que desde muy temprano tuvieron todo el material cultural que les permitió poseer sus amplios scriptoria.
Al estudiar entonces la literatura medieval castellana tendremos que conculcar los manuales y las consideraciones facilistas y exclusivamente sociológicas que proyectan en aquellos siglos los actuales. Esas convicciones, dadas por ciertas y que por su naturaleza son indemostrables, son las que siguen teniendo un papel fundamental en los estudios de la literatura de la Edad Media, y de nuestra vida.
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Sobre Anemoscopio Cronopio: Esta columna busca tratar temas en el eje histórico, sin que sobrepasen el mal llamado «siglo de oro» español. Las reflexiones se moverán en las relaciones filosofía, teología y literatura.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente assistant professor de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el Islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».